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Carla

Isaac no mejoraba. Carla no hubiera necesitado los comentarios del doctor para saberlo. Le bastaba con verlo. La vida de su hermano seguía pendiendo de un hilo muy fino, un hilo que se entrelazaba con todas y cada una de las sondas que se adherían a su cuerpo.

La habitación en la que yacía Isaac no estaba precisamente en silencio: descompasados pitidos de las máquinas de soporte vital, el sonido friccionado de la ventilación, el constante abrir y cerrar de puertas, pasos que iban de un lugar a otro, por los pasillos, adentro y afuera, a izquierda y a derecha. Isaac era un cuerpo inerte flotando en mitad de aquel caos de sonidos.

Todavía no se podía determinar con exactitud la gravedad del coma, según dejaban claro los últimos informes, aunque se suponía que había una esperanza de que su hermano volviera a ser el de antes, una esperanza que compartían las enfermeras, una esperanza quebradiza pero fidedigna, presente en las sonrisas sinceras de unos y de otros, en las sonrisas a medias, en los brillos de los ojos. Todos creían, todos consideraban, todos deducían que el milagro de la recuperación de Isaac no era totalmente descartable.

Pero a Carla todo aquello no le importaba. Le bastaba con ver a su hermano. Mejor dicho, le bastaba con no verlo.

Había unas cuantas cosas claras e incuestionables. El corazón de Isaac seguía latiendo y su pecho seguía subiendo y bajando. Había actividad cerebral. Todo estaba ahí, todo menos una cosa: Isaac.

En cuanto Carla entró en el cuarto notó que algo había cambiado. Por primera vez no sentía la presencia de Isaac en la habitación.

Su hermano la había abandonado. Se preguntó dónde se habría metido, cómo había salido de aquella habitación dejando atrás su cuerpo, dónde pasaría la noche, con quién estaría, ¿querría alguien hacerle daño?

Aunque Carla ya se temía lo peor cuando el doctor que atendía a su hermano la llamó a su despacho, sus palabras fueron un terrible mazazo:

—Como le expliqué el primer día, la situación de su hermano es crítica. Le pedí que estuviese preparada para lo peor y quizás ese momento ha llegado ahora —dijo el médico. La sonrisa era forzada. Carla respiró lentamente. Se esforzó por mantener una fachada imperturbable—. Ahora que ha transcurrido cierto periodo —prosiguió el doctor, que se mantenía erguido, con los brazos cruzados y los hombros levemente levantados—, podemos establecer con cierta seguridad que su hermano se encuentra en lo que se conoce como un coma de grado cuatro o un coma profundo. Esto significa que las lesiones en la corteza cerebral son graves y permanentes. Verá, las esperanzas de retorno a la consciencia se alejan cuando se entra en un coma de esta categoría. Nuestros conocimientos actuales no establecen un criterio claro sobre las probabilidades de retornar de un coma profundo como el que sufre su hermano. En medicina todo depende de algo que a su vez depende de algo hasta formar un círculo gigante e interminable. Por eso los profesionales a veces no tenemos las respuestas certeras que los pacientes demandan. Cada caso es diferente, pero solo podemos basarnos en la experiencia previa de casos similares.

Mientras escuchaba, Carla había retrocedido instintivamente hacia atrás como si aquellas palabras supusieran alguna amenaza física para ella.

—Lo que trato de explicarle es que el cerebro de Isaac es incapaz de asumir las funciones básicas que demanda su organismo, como la respiración o el mantenimiento del pulso sanguíneo adecuado. Tiene que entender que son las máquinas las que mantienen con vida a su hermano. —El médico le dirigió una mirada triste, piadosa—. Ha llegado el momento de preguntarnos si es justo para él mantenerlo con vida de ese modo. Tengo que hablarle con franqueza. Las probabilidades de que Isaac retorne del coma son muy reducidas. Puede pasarse el resto de su vida en este estado, siendo mantenido con vida de un modo artificial. En esas condiciones su sistema muscular se irá deteriorando cada vez más y su cuerpo sufrirá graves lesiones debido a la inactividad. Lo que voy a decirle ahora es una opinión personal, basada en mi experiencia. Tal vez en algún lugar profundo de su mente Isaac esté sufriendo. Lo que debemos plantearnos es si debemos poner fin a ese sufrimiento.

—Yo no…, creo que no entiendo lo que trata de decirme —balbuceó Carla.

La pena la ahogaba y lo único que intentaba era seguir respirando un poco más.

—Sé que es difícil para usted y no le estoy pidiendo que tome una decisión ahora. Medítelo. Hay que empezar a plantearse la posibilidad de desconectar a Isaac de las máquinas que lo mantienen con vida. En mi opinión profesional es algo que debemos considerar. Usted es su único familiar y en su mano está tomar la decisión.

Carla miró al doctor con una expresión de horror. Gotas de sudor frío le resbalaron por la cara, lentamente, como insectos. Todas las células de su cuerpo se revelaban contra lo injusto de la situación. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero las contuvo, se aclaró la garganta y se guardó el dolor.

El doctor fue despiadadamente directo:

—Debe usted decidir si permite que su hermano tenga una muerte digna.

Cuando Carla abandonó el despacho del doctor se metió en el ascensor y bajó a la cafetería queriendo contener las lágrimas.

Delante tenía su ordenador, una vez más. Sintió entonces como sus manos operaban por sí solas, se iban del ratón al teclado, abrían y cerraban ventanas, guardaban datos, copiaban, pegaban y tomaban notas en una libreta amarilla que Carla no recordaba tener ahí. Las manos trabajaban solas mientras se preguntaba una y otra vez dónde se habría metido su hermano Isaac, cómo había salido de aquella habitación dejando atrás su cuerpo, dónde pasaría la noche, con quién estaría, ¿querría alguien hacerle daño?

Sintió entonces el roce de las lágrimas en caída libre deslizándose por las mejillas, pero no producían más ruido que el de las manos acribillando el teclado del ordenador o el roce del bolígrafo surcando las fibras del papel, dejando marcas grotescas de tinta que componían palabras inútiles.

Las lágrimas salían sin parar, las manos seguían trabajando por su cuenta.

Fue entonces cuando alguien le puso la mano en el hombro. Carla levantó la mirada. Se trataba de Maribel, la dependienta de la cafetería que había tenido aquel altercado con un cliente el día anterior cuando se negó a servirle un café en la mesa.

La chica no dijo nada, solo le sonreía. Carla le devolvió la sonrisa. Maribel le limpió las lágrimas con un pañuelo de papel. Carla se dejó hacer como si hubiera vuelto a su infancia y fuese su madre quien le secaba las lágrimas. A continuación, Maribel le dejó un café sobre la mesa, de color marrón oscuro, casi negro, con tres sobrecitos de azúcar.

Maribel volvió a la caja registradora y Carla permaneció inmóvil en su asiento, abrigada por la sensación de que la había acariciado un ángel.

Se tomó el café despacio, a pequeños sorbos, mirando disimuladamente a Maribel, que le devolvía sus miradas con una sonrisa dulce y tenue, como una luna llena entre brumas.

Era como que el mundo se había ralentizado, como si los ruidos que tanto le molestaban se hubieran transformado en melodía. Maribel atendía a los clientes y en sus movimientos dibujaba poesía.

Carla podía escuchar su propia respiración, podía sentir su propia presencia en la cafetería, el tacto de su piel contra su ropa. Carla podía verse a sí misma a través de los ojos de aquella extraña y amable criatura.

No fue hasta bien entrada la noche, a punto de rendirse al sueño, cuando se dio cuenta de que no había intercambiado con ella ni una sola palabra.