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Andrés Martín

Aunque Andrés Martín trataba de mantener una actitud positiva en la vida, las continuas adversidades y desgracias que le habían golpeado durante los últimos tiempos se lo ponían demasiado difícil.

Por supuesto que Andrés intentaba no pensar en ello, aunque lo cierto era que hacía apenas dos años tenía un trabajo muy bien pagado en un concesionario de coches, tenía a Ángela, una esposa bellísima que ganaba casi tanto como él trabajando de enfermera jefe en un hospital que les pillaba cerquísima de casa, y tenía un niño, Pablo, su hijo, que parecía enviado directamente del cielo.

Lo peor de todo era que cuando las cosas iban bien, Andrés, el eterno optimista incorregible, en vez de pasar por alto la felicidad deseando más y más, era plenamente consciente de su buena situación y vivía en ese presente, lo disfrutaba, le sacaba todo el jugo, de modo que su única ambición en la vida era que todo siguiera como estaba para siempre jamás. Eso hacía aún más duro el recuerdo de aquella época. Por eso intentaba no pensar en ello, aunque no lo conseguía.

Por alguna razón, el recuerdo del primer cumpleaños de Pablo, su hijo, se negaba a salir de su mente. Soñaba a cada momento con aquella tarde, ya estuviera dormido o despierto. Andrés parecía ver continuamente destellos, imágenes de aquella idílica tarde otoñal. No había sido el cumpleaños típico, lleno de niños y familiares, globos y regalos. Aquel cumpleaños lo celebraron los tres solos, Ángela, Pablo y él, en el jardín trasero de su casa, en un improvisado picnic sobre el césped, junto a la piscina.

Aquellas fueron las tres horas más perfectas de su vida, pensaba Andrés una y otra vez.

Dos años son veinticuatro meses. Dos años son setecientos treinta días. Ese era el tiempo que había pasado desde aquella tarde.

Hoy volvía a ser el cumpleaños de Pablo, que ahora cumplía tres en vez de uno. Muchas cosas habían cambiado. Andrés había perdido el trabajo en el concesionario y ahora ganaba el salario básico como guardia jurado en un centro comercial. El banco le había embargado su casa adosada con jardín porque ya no podía pagar la hipoteca. Ahora vivían en un piso diminuto en un triste barrio periférico de Madrid. Ángela llevaba un año, tres meses y catorce días muerta. Incluso Pablo había desaparecido, al menos el Pablo de aquellas tres horas perfectas. Aquel niño risueño y feliz se había convertido en un niño incapaz de hablar, con la mirada perdida, indiferente al mundo, indiferente a todo, incluso a su padre, la persona que pasaba la mayor parte del tiempo a su lado. Al precioso Pablo le había suplantado ese otro niño irritable que no dejaba de gritar, que se convulsionaba como un poseso cuando menos te lo esperabas, con la cabeza demasiado grande, con la mirada perdida en el infinito, con un hambre insaciable, incapaz de entender casi nada de lo que le rodeaba.

A su hijo Pablo le habían diagnosticado autismo profundo.

Pero Andrés no se rendía y se esforzaba en buscar al Pablo de antes en el Pablo de ahora. Sabía que estaba ahí dentro, encerrado, que a pesar de su mirada perdida y ausente su hijo le podía ver.

Lo peor era cuando Pablo se ponía a patalear y a convulsionar sin control. Entonces Andrés le abrazaba firmemente sin perder nunca la calma, aunque a veces sentía un poco de miedo. El niño tenía tanta fuerza que Andrés pensaba que podría partirse un hueso o lesionarse de alguna manera por culpa del abrazo firme de su padre. Cuando por fin se calmaba no encontraba signos de daño alguno, ni moratones en la espalda ni en los brazos, donde Andrés le sostenía con más fuerza.

Andrés, siendo fiel a su optimismo, no perdía el tiempo pensando en su despido del concesionario por culpa de la crisis, ni en el poco futuro que tenía en su nuevo trabajo de guardia jurado, ni en la miseria que le pagaban.

Andrés miraba adelante y, en vez de quejarse de tener que cuidar a un niño con tan pocas esperanzas de una vida plena y satisfactoria, se regocijaba en el hecho de que podía cuidarlo. Cada vez que Pablo le despertaba a las tres de la mañana gritando y convulsionando, Andrés se alegraba de estar ahí para ayudarlo, le abrazaba con fuerza para darle cariño y evitar que se golpeara a sí mismo contra la pared o el filo de la cama, a veces durante horas, hasta que se calmaba y daba las gracias a Dios por poder descansar una hora más, media hora más, o por tener una escuela especial a la que poder llevar a Pablo y un trabajo al que poder ir él.

Así que cuando aquella mañana le llegó aquella carta de la escuela de Pablo explicándole que había sido seleccionado para un programa especial para padres con hijos autistas, que para ello solo tenía que responder a ciertas preguntas y que, a cambio, le regalarían un iPad que podría recoger al día siguiente en la escuela, Andrés llegó a pensar que la vida merecía la pena vivirla y que algún día volvería a vivir una tarde tan perfecta como la de hacía setecientos treinta días.

—Mira, Pablo, nos ha tocado un iPad, lo dice en esta carta.

Pero Pablo, obviamente, no le respondió.

Después de la tarta de cumpleaños y de su pequeña celebración, ocurrió otro pequeño milagro: Pablo se quedó dormido, y eso que eran apenas las ocho de la tarde, lo que le daba a Andrés dos o tres horas de tranquilidad antes de irse a la cama.

Sobre la mesa de la cocina yacían varios avisos del banco reclamándole diversos pagos. Como era habitual, la cuenta se había quedado al descubierto. Con su sueldo apenas llegaba a fin de mes. Tal vez podría vender el iPad que iban a entregarle. No, eso era impensable. Aquel objeto era una señal de buena suerte.

Llevó a Pablo a su cama y después se sentó frente a su ordenador. Como era su costumbre, comenzó a buscar en internet información sobre cómo curar el autismo.

Andrés no perdía la esperanza. Había probado con Pablo muchas de las llamadas «terapias alternativas», terapias que no eran aceptadas por la comunidad médica pero que, según el testimonio de algunos padres, habían funcionado curando a sus hijos. Algunas de esas terapias sostenían que la causa del autismo eran ciertos componentes presentes en los alimentos y aseguraban que una dieta sin gluten, sin caseína y sin grasas animales podría curarlo. Otras hablaban de la necesidad de elevadas dosis extra de vitaminas. Andrés había probado muchas de aquellas terapias. Hasta ahora ninguna le había dado resultado. Pero no perdía la esperanza: sabía que cada niño era diferente y que lo que para unos niños había funcionado no tenía por qué hacerlo con Pablo. Estaba seguro de que un día encontraría una terapia que funcionaría con su pequeño, solo era cuestión de seguir buscando. Tarde o temprano Pablo acabaría curándose.

Google

«terapias alternativas autismo»

Pasó tres horas buscando información, leyendo en foros, en páginas médicas, en sitios de medicina alternativa, más foros, comentarios; nada de lo que leía era nuevo para él. «Quizás mañana tenga más suerte», se dijo.

Cuando se fue a la cama prefirió no mirar qué hora era.

* * *

A pesar de las escasísimas horas de sueño que había logrado arrancarle a la noche, Andrés se sentía relativamente bien. Había llegado a tiempo para dejar a Pablo en la guardería esa mañana y había pasado un buen día en el trabajo, sin ninguna incidencia. Le tocaba vigilar el acceso principal al centro comercial y aquel día nadie había intentado robar ningún producto, hecho que siempre le resultaba embarazoso cuando se producía. Miró el reloj de muñeca y comprobó con satisfacción que solo faltaban treinta minutos para acabar su turno.

Fue justo entonces cuando recibió la desafortunada llamada de la escuela de su hijo.

—¿Andrés Martín?

—Sí, soy yo.

—Mire, le llamo de la escuela de su hijo Pablo; debe usted venir cuanto antes.

—¿Qué ha pasado?

—Su hijo acaba de vomitar y se ha puesto perdido, él y otros niños, no tenemos ropa que ponerle.

—No es posible, les dejé varias mudas.

—Créame, las hemos utilizado todas ya porque no queda nada.

—¿No le pueden poner cualquier otra ropa que tengan?

—Tenemos algunos pantalones, pero no hay camisas; su hijo va a pillar un resfriado si no viene usted pronto.

—¿Lo tienen desnudo?

—Tiene unas mantas.

—Mire, estoy en el trabajo, salgo en media hora, puedo estar ahí en cuarenta y cinco minutos.

—Oiga, necesitamos que venga usted ahora mismo.

Andrés no quiso discutir, sabía que si insistía y se mostraba hostil, le restregarían por la cara que debía tres meses de la cuota de comedor de Pablo.

—Iré lo antes posible.

Había que tener mala suerte: por media hora de nada tuvo que pasar por el tedioso procedimiento de llamar a su jefe y pedirle un permiso especial, sin poder librarse de la maldita discusión de que solo faltaba media hora para acabar el turno. Al final le mandaron un sustituto que llegó quince minutos más tarde, tras lo cual Andrés tuvo que ir a la oficina principal, firmar la salida temprana y conseguir salir apenas diez minutos antes de lo normal, pero perdiendo una hora completa de sueldo. Como si le sobrara el dinero.

Intentó no dejarse llevar por la desesperación mientras conducía en dirección a la guardería de Pablo, llegando a recriminarse a sí mismo su propia negatividad. Lo último que necesitaba era tener un accidente o que le pusieran una multa por exceso de velocidad.

Cuando llegó a la escuela de Pablo intentó poner su mejor cara. Tuvo que tragarse las lágrimas cuando lo encontró pálido como el papel, sollozando con suspiros entrecortados, enfundado en una manta polvorienta. La cara de la asistente que se lo entregó no mostraba ninguna emoción. «¿Cómo puede alguien ser así? —pensó Andrés—. Así lo están tratando, es solo un trabajo para ellos».

Abrazó con fuerza a su hijo y se dirigió a la salida sin decir nada. Pablo sufría pequeñas convulsiones. Cuando se acercaba a la puerta una secretaria le avisó de que tenía algo para él. Andrés se volvió temiéndose que se tratara de alguna carta reclamándole las cuotas del comedor o el pago de algún servicio extra, cualquier cosa que le hundiera más en la miseria.

Pero la secretaria se limitó a darle un paquete blanco, de dimensiones parecidas a las de un paquete de cien hojas de papel.

Era el iPad, ya ni se acordaba de él.

—Tiene usted mucha suerte —dijo la secretaria.

A Andrés se le escapó una risita nerviosa.

—Parece ser que tiene todo tipo de aplicaciones instaladas, programas de educación especial, las versiones completas; algunas son muy caras.

Andrés se acercó al mostrador y cogió el paquete.

—¿Sabe usted? —dijo a la secretaria—, le voy a ser sincero. Me iba pensando que en esta escuela no se apreciaba verdaderamente a los niños ni a sus familias, aunque veo que me equivoco.

—Es lógico sentirse frustrado cuando se tiene un hijo con necesidades especiales. Pero mire, le tengo que decir que el iPad no lo paga la escuela, le ha tocado a usted en un sorteo que organiza una entidad privada.

—Vaya, ¿y de qué entidad se trata?

—Eso es lo extraño, es una entidad sin ánimo de lucro que no desea dar a conocer sus buenas acciones.

—¿Cómo dice?

—Venía todo explicado en una carta.

—¿Puedo ver esa carta?

—Tengo que buscarla; cuando la encuentre se la enviaré, no veo ningún problema en eso. No se preocupe, ya ha pasado otras veces, seguramente será algún famoso que tiene un hijo en el espectro y se dedica a hacer estas cosas anónimamente.

«En el espectro», pensó Andrés. Ese era el maldito eufemismo para definir a alguien con autismo; algo que tiene sentido en niños con autismo leve para dejar claro que no tienen un caso serio, están solo «en el espectro», y «el espectro» es cada vez más amplio, hasta que un día se considere que toda la maldita humanidad está «en el espectro».

Andrés recuperó la sonrisa cuando llegó a casa, bañó a Pablo, le puso un pañal y ropa limpia y lo abrazó con fuerza. Pablo le devolvió el abrazo. Esa era la tímida y solitaria isla de esperanza para Andrés: su hijo podía mostrar todo tipo de rasgos autistas, podía no hablar, pasarse horas con la mirada perdida o gritar sin control, pero siempre demostraba su cariño con un abrazo, igual que antes de haber sufrido la regresión. Su hijo estaba ahí dentro y un día saldría de alguna manera, Andrés estaba seguro de eso.

El caso era que las cosas empezaban a mejorar, aunque nadie lo hubiera notado aparte de él. Estaba claro que Pablo estaba mejorando, ya gritaba mucho menos, las convulsiones habían cesado casi por completo y no se despertaba más de una vez o dos cada noche. Seguía haciendo filas de juguetes y mirando al infinito, no sonreía, mas había algo en su gesto que se suavizaba cuando estaba junto a su padre.

Pasadas unas horas, cuando su hijo se durmió y tuvo todo listo para el día siguiente, se dio una ducha y se dispuso a disfrutar del momento que llevaba horas esperando.

Abrió el paquete blanco y sacó el iPad.

Era una belleza. El metal era suave y la pantalla tenía una nitidez inusitada. Lo encendió y le llevó solo unos minutos entender las funciones básicas de navegación con la ausencia de ratón. Comprobó que, tal y como había dicho la secretaria, estaba cargado de aplicaciones para niños con necesidades especiales: juegos de memoria, de aprendizaje de lectura, de estimulación visual…

Lo conectó a internet y comprobó que algunas de aquellas aplicaciones eran carísimas. De hecho, hizo las cuentas y las aplicaciones que tenía instaladas costaban más en su totalidad que el propio iPad.

Una vez más, hizo una búsqueda en Google:

terapias alternativas autismo

Antes de pulsar Buscar, recordó su convicción de que las cosas estaban cambiando, de que todo iba a ir mejor a partir de entonces, seguro. Recordó su fracaso la última vez que buscó en internet y en lugar de darle a Buscar, pulsó Voy a tener suerte.

Se le abrió una página que no había visto nunca antes, donde tenían a la venta un nuevo cóctel de vitaminas que, según explicaban, estaba dando buenos resultados en niños con autismo. Consultó en varios foros para padres y encontró bastantes conversaciones sobre aquella nueva terapia. Casi todo el mundo coincidía en que estaba dando resultados muy positivos en los pequeños.

Volvió a la página original y se llevó otra sorpresa más: los precios de aquellos medicamentos eran perfectamente razonables, o mejor dicho, ridículamente baratos. Incluso tenían a la venta otros fármacos, como la medicación que él usaba para controlar la presión arterial, a la cuarta parte del precio que él estaba acostumbrado a pagar.

Definitivamente era su día de suerte.

* * *

Andrés Martín no cabía en sí de la emoción. Llevaba medicando a Pablo apenas dos semanas con las nuevas vitaminas y los cambios estaban siendo extraordinarios. El niño estaba mucho más calmado y las rabietas que antes podían durar hasta tres horas se le pasaban ahora en una media hora. Le sostenía la mirada durante dos o tres segundos y era capaz de concentrarse viendo la televisión durante diez minutos o más, cosa impensable hacía apenas unos días. Seguía teniendo los infames tics, como aletear con los brazos cuando se emocionaba por algo o poner caras extrañas, pero parecía que todos esos gestos y ademanes se habían atenuado un poco.

Nada se había resuelto, aunque todo había mejorado o había perdido un ápice de gravedad, aunque se tratara de un milímetro.

Andrés pensó en Pablo como un corredor de cien metros lisos que hasta hacía cuatro días había permanecido paralizado en la línea de salida. Daba la impresión de que el niño, a pesar de estar a cien metros de distancia de lo que se considera un niño normal, había dado un paso firme hacia delante.

Su primer paso.

Ahora solo quedaban noventa y nueve metros y medio.

A pesar de que los avances distaban de ser espectaculares, Andrés no podía entender que no le hubieran mandado una nota de la escuela o algo comentando esas modestas pero evidentes mejorías en su hijo.

* * *

Era sábado y hacía un día espléndido. Pablo estaba tranquilo en el dormitorio del humilde piso jugando con el iPad, cuando Andrés tuvo la osadía de bajar al buzón para recoger el correo y dejar solo al niño durante un minuto o dos. Era la primera vez que lo dejaba desatendido desde que había sufrido la regresión.

Respiró hondo, abrió la puerta del piso y la cerró tras de sí. Pablo se había quedado solo por primera vez… ¿en su vida? Andrés decidió no apresurarse escaleras abajo. Bajaría tranquilo como cualquier persona e iría hojeando el correo de regreso.

Mientras descendía los escalones con paso forzadamente relajado no pudo evitar pensar en lo diferente que serían las cosas si no hubiese ocurrido la regresión. Todo había cambiado aquel día, el día de la regresión de Pablo, el peor día de su vida. La regresión, la maldita regresión que tantos padres conocen bien, es el día en el que tu hijo, tal y como lo conoces, desaparece; su risa desaparece y si sabía algunas palabras, ya no las vuelves a escuchar. Es el día en el que tu hijo deja de mirarte y empieza a mirar a través de ti, el día en el que tu hijo deja de interesarse por el contacto humano, el día en el que la lógica se esfuma de tu vida. Algunos niños sufren una regresión más paulatina, o menos intensa, otros ya muestran características autistas prácticamente desde el nacimiento. No había sido el caso de Pablo, que había sufrido una regresión instantánea y grave. Tuvo lugar dos semanas y cuatro días después de la muerte de Ángela, y dos semanas y cuatro días antes de que lo despidieran de su trabajo en el concesionario. De los tres días, Andrés recordaba el día de la regresión como el peor de todos.

El día de la regresión de Pablo. El día en que Pablo había dejado de ser Pablo.

Por aquel entonces vivían aún en su espacioso chalet adosado de dos plantas en una bonita urbanización de Las Rozas, en Madrid. Era jueves, pero era día festivo, así que Andrés se levantó un poco más tarde de lo normal. Comprobó que Pablo dormía. Ángela acababa de morir no hacía ni tres semanas y el recuerdo de su esposa era el primer y último pensamiento de cada día en la mente de Andrés.

De hecho, así había empezado la mañana, pensando en ella. Poco podía imaginar que su último pensamiento antes de acostarse esa noche no iba a tener nada que ver con su esposa.

Los recuerdos de Ángela estaban por toda la casa: en el libro a medias en la mesita de noche, en su champú, que no se había movido de su sitio en las repisas de la ducha; en las fotografías de la pared mientras bajaba las escaleras, en las macetas mustias de la ventana de la cocina que ya nadie se ocupaba de regar, en su cereal favorito de la despensa.

Andrés tomó tres cafés cargados, pero no probó bocado; pasó media hora mirando a través de la ventana, vio cómo jugaban al baloncesto los niños de la casa de enfrente.

Ya había pasado un año desde aquel nefasto día y Andrés lo recordaba con todo lujo de detalles, hasta tal punto que a veces se preguntaba cuántos de aquellos detalles eran verdaderos recuerdos y cuántos de ellos eran producto de su imaginación.

Uno de esos detalles era una mosca que se había plantado encima de una fotografía de los tres que tenía en el frigorífico. Estaba dentro de un marco de plástico adherido al metal gracias a su revés magnético. Era la foto familiar de las últimas navidades. Él vestía un traje azul marino y corbata a juego, Ángela lucía un elegante vestido rojo vino y Pablo sonreía de oreja a oreja vestido de Papá Noel. La mosca se había detenido encima de la sonrisa de Pablo. Fue entonces cuando escuchó un golpe que venía de arriba. Pablo se había despertado. Empezó a llamarlo, pero el niño no contestaba. Entonces se escuchó otro golpe sordo y Andrés se fue escaleras arriba.

Cuando encontró a su hijo nada parecía extraño. Pablo estaba sentado en la cama y los juguetes estaban en su lugar. Pablo estaba mirando fijamente las maquetas de aviones que colgaban del techo.

—Venga, Pablo, ¿quieres desayunar?

Pablo no contestaba. Andrés se le acercó y comprendió que algo iba realmente mal cuando vio la cara de su hijo. Era una cáscara vacía, era un disco duro sin contenidos. Cuando consiguió atraer su mirada tras varios zarandeos comprobó que su hijo ya ni siquiera le reconocía. Andrés sabía del autismo lo mismo que sabe cualquiera, aunque eso le bastó para diagnosticarlo allí mismo, supo que no era una reacción traumática por la muerte de la madre, supo que no era algo leve ni pasajero. Simplemente su hijo ya no estaba allí.

El shock por la muerte de la esposa, irónicamente, ayudó a Andrés a superar aquel día, aparentemente con menos emoción de la debida. Andrés sentía que sangraba por dentro con un dolor inexplicable, aunque ese dolor no se reflejaba por fuera. Luego vino el diagnóstico oficial, la pérdida del trabajo en el concesionario y la pérdida de aquella casa. Durante las semanas que siguieron a aquellos devastadores acontecimientos, Andrés solía preguntarse si todo era resultado de algún mal que él le había hecho a alguien en el pasado, si todas sus desgracias eran un simple castigo divino. No lograba recordar haber hecho nada para merecer aquello.

De vuelta al presente, mientras Andrés recogía el correo y se dirigía de regreso a casa, supo que las cosas iban a cambiar, las cosas ya estaban cambiando. De hecho, ni siquiera se apresuró, sabía que cuando entrara en el piso Pablo seguiría tal y como lo había dejado un minuto antes, jugando con el iPad con una sonrisa. Quién sabe, a lo mejor incluso podría encontrar un trabajo bien pagado de nuevo. Lo de guardia jurado era solo pasajero, solo necesitaba que la economía despuntara un poco y surgieran nuevas oportunidades. Pablo hablaría cada vez más, acabaría superando el autismo y serían felices los dos juntos, irían de viaje, le enseñaría a jugar al fútbol y al ajedrez. Pablo le presentaría a su primera novia cuando fuera adolescente, celebrarían juntos la llegada al mundo de su primer nieto, le hablaría de cómo era su madre, serían felices.

Era solo cuestión de tiempo, había que pasar la mala racha.

Entró en el piso y dejó las cartas sobre la mesa de la cocina. Pensó en sentarse a abrirlas sin echarle un ojo a Pablo, pero se dijo que no había que tentar tanto a la suerte.

Aunque trataba de engañarse a sí mismo fingiéndose relajado, sentía que sus hombros estaban soportando una carga invisible, como si acarreara cientos de kilos de sufrimiento. Tenía todo el cuerpo en tensión, los ojos muy abiertos, y podía sentir los latidos del corazón en sus sienes.

Cuando se asomó a la puerta del dormitorio sintió un latigazo eléctrico por todo el cuerpo.

Pablo seguía sentado en la cama ordenando las letras de aquellas palabras en la aplicación especial para niños del iPad.

Andrés se sintió inundado por sus emociones. Acababa de dejar a su hijo desatendido durante dos o tres minutos y el niño no se había golpeado, no se había escapado, no había roto nada.

¿Era cierto todo aquello?, ¿estaban funcionando aquellos nuevos medicamentos que había encontrado?, ¿y por qué sentía él esa calma tan de antes? Esas pastillas para la presión le hacían sentir como un adolescente.

Volvió a la cocina y comprobó que no había ni una sola factura. Le había llegado un nuevo envío de medicamentos para él y para Pablo, además de una carta del banco. Las cartas del banco siempre traían malas noticias, aunque esta vez no se alteró lo más mínimo y rasgó suavemente el sobre por un lado.

La carta, redactada en un tono de disculpa casi patético y firmada por el mismísimo director de la sucursal, le informaba de que el banco había cometido un error al denegarle una compensación por la muerte de su esposa (el seguro de vida que tenía sí se podía aplicar en las circunstancias en las que su esposa había fallecido), se lamentaba de los inconvenientes que Andrés hubiera podido sufrir como consecuencia directa del error y le informaba de que estaba en su pleno derecho de buscar acción legal contra el banco, pero que si no deseaba hacerlo, el banco le ofrecía un sustancioso porcentaje en concepto de intereses por el tiempo transcurrido y dejaba incluso abierta la posibilidad de negociar compensaciones adicionales. En la parte de abajo de la carta aparecían mil y una maneras de contactar con el banco y sus abogados.

Andrés dejó la carta sobre la mesa, se quitó las gafas y giró la cabeza hacia la ventana de la cocina respirando profundamente, escuchando los suaves sonidos que venían del dormitorio, el roce de las manos de Pablo con las sábanas de la cama mientras jugaba con el iPad y, más a lo lejos, el eco de la música rap que escuchaba algún vecino, amortiguada en las paredes, muebles y masa de aire que la separaban de sus oídos.

Tenía las palmas de las manos sobre la mesa, los brazos estirados y el cuerpo descansando sobre ellos.

La cabeza agachada. Los ojos suavemente cerrados.

La carga invisible había desaparecido. Su cuerpo parecía haberse desinflado, era como si le hubieran abierto una válvula en el cuello que dejaba entrar el aire en sus pulmones a grandes y lentas inspiraciones. El aire salía mediante espiraciones que acariciaban sus labios y le producían una sensación de cosquilleo en la nuca.

¿Tenía un ángel de la guarda?, ¿un protector, como el criminal de Grandes esperanzas? Siempre había sido uno de sus novelas favoritas.

Sobre la mesa de la cocina estaba la foto de Ángela, que parecía sonreírle más ampliamente que nunca.

—¿Lo ves, Ángela?, te lo dije.

* * *

Andrés Martín aceptó la oferta del banco sin preocuparse demasiado de cuánto más podría haber sacado poniéndoles una demanda. La compensación en sí misma le permitía hacer frente a los gastos y, lo mejor de todo, llevar a Pablo a una escuela privada. Así que cambió a su hijo al mejor centro especializado que encontró y lo inscribió en todas las terapias posibles, aunque tuviesen un coste extra. Había terapias de percepción sensorial, de apreciación musical, de destrezas sociales y, por supuesto, de desarrollo del lenguaje. Incluso pudo deshacerse del triste piso y alquilarse un adosado de planta baja con jardín, más modesto que la casa donde había vivido con su mujer, pero una casa con jardín al fin y al cabo. Allí, en aquel pequeño jardín, volvió a celebrar un nuevo cumpleaños de Pablo como hicieran tres años antes, en un improvisado picnic sobre el césped. Ya no había piscina, mas el cielo sobre sus cabezas tenía el mismo azul intenso.

Andrés se podría haber permitido incluso contratar a una enfermera que cuidara del niño por las tardes y los fines de semana para que él pudiera darse un descanso, ir al cine… Esto último no le convencía. Andrés aprovechaba cada segundo libre que tenía para disfrutar de la compañía de su hijo Pablo.

Pero sobre todo estaba pletórico porque por fin había dado con la cura que Pablo necesitaba: el novedoso cóctel de vitaminas estaba dando resultado. Ya solo era cuestión de seguir remando a favor. Todo iba a mejorar, no tenía duda. Incluso pensó dejar las pastillas que tomaba para la tensión; últimamente se sentía muy relajado, casi podría decir que feliz.

Andrés había compartido su experiencia con la terapia en foros de internet para padres. Hasta se había atrevido a escribir un pequeño resumen de su historia y lo subió a un blog personal, al igual que hacían otros padres. Nunca se le habían dado bien las palabras escritas, pero cuando comenzó a hablar sobre el pequeño Pablo las frases parecían fluir por sí solas.

Llamó a su blog «Su primer paso».

Mi hijo Pablo es mi héroe. Todo empezó de repente, pocos días después de comenzar con la nueva medicación. Me imaginé entonces que mi niño era un corredor de 100 metros lisos, 100 metros que le separaban de la normalidad. Después de muchos meses sin apartarse de la línea de salida, había dado por fin su primer paso.

En el blog había recibido muchos mensajes de ánimo. Incluso había recibido apoyo profesional de un doctor llamado Telmo Vargas que participaba activamente en uno de los foros para padres con niños con problemas.

Hay gente buena en la tierra, pensó. Los pequeños ejercicios para hacer en casa que le había propuesto el doctor Vargas habían sido de gran utilidad para mejorar la concentración de su hijo y servían como un refuerzo impagable a las intensas terapias que recibía en la escuela especial. El doctor Vargas era una persona excepcional, no solo le daba consejos sobre el niño, también le había ayudado a él mismo a saber llevar la situación, a saber cuidarse mejor. Todos aquellos consejos se los había dado a través de un foro gratuito, sin cobrarle ni un solo euro.

Por amor de Dios: ni siquiera sabía qué aspecto tenía el doctor Vargas, ni dónde vivía. Hubiese querido darle las gracias personalmente.

Hay gente muy muy buena en la Tierra.

Andrés estaba pensando en su buena fortuna cuando apareció el cartero y dejó unas cuantas cosas en su buzón. Andrés, con la puerta de la nueva casa entreabierta para no perder contacto con su hijo, que jugaba sobre la alfombra del salón, tiró la colilla del cigarro, cruzó el jardín y se fue al buzón a recoger el correo. Le sorprendió encontrarse con el familiar paquete de pastillas. No recordaba haber cambiado su dirección en la cuenta que tenía con la tienda de medicamentos alternativos y en el paquete figuraba su nueva dirección, no la pegatina de reenvío de la oficina de Correos. A lo mejor había actualizado la cuenta y ya no se acordaba. No le dio mayor importancia.

Entró en la casa. Pablo seguía sentado sobre la alfombra del salón concentrado en el iPad, jugando a un juego de operaciones matemáticas simples. Andrés abrió el paquete de las medicinas. Pensó en dejar de tomar las pastillas para la presión. Se sentía perfectamente, aunque, por otro lado, se dijo que eran aquellas pastillas las que hacían que se sintiese tan bien manteniendo controlada la presión sanguínea. Llenó un vaso de agua en la cocina y se tomó las píldoras. Después sacó las vitaminas de Pablo.

—Pablo —llamó en voz alta—: es la hora de la medicina.

Después de darle sus vitaminas especiales, dejó a Pablo entretenido en el salón de la planta baja y se fue escaleras arriba para ordenar un poco las habitaciones.

Apenas llevaba diez minutos haciendo las tareas domésticas cuando comenzó a sentir una sensación muy desagradable. Andrés no entendía qué estaba pasando. De repente le molestaba el más mínimo ruido, el simple roce al abrir un cajón le hacía estremecer, como si arañara una pizarra, como el chirriante ruido de unas garras contra la piedra. Abrió la ventana. Tenía la impresión de que faltaba el aire. Tenía el corazón acelerado y le sudaban las palmas de las manos. Los sonidos del exterior, el trino de los pájaros, el ladrido de un perro, la música que salía de la casa de algún vecino, todos los sonidos le resultaban enormemente molestos, intrusivos, como si quisieran agredirle. Cerró la ventana con violencia. Estaba temblando.

Entonces se desencadenó el infierno en la Tierra.

Le costó entender qué era aquel nuevo ruido, aquel sonido estridente que había surgido de la nada. Se tapó los oídos hasta que comprendió que se trataba de Pablo. Su hijo estaba gritando a pleno pulmón, destrozándose la garganta en el salón.

Andrés bajó las escaleras de cuatro en cuatro y encontró a Pablo convulsionando sobre la alfombra como si lo tuvieran en la silla eléctrica.

Con el corazón en la boca, Andrés se abalanzó sobre él para sujetarlo, pero no fue tan fácil. Cuando intentó rodearlo con los dos brazos, el niño, en sus convulsiones, le dio patadas en la cara con una fuerza inexplicable. Andrés vio una gota de su propia sangre sobre la blanca superficie del iPad en el que instantes antes el niño jugaba plácidamente.

Aquello no podía estar pasando. Andrés se quedó congelado durante unos segundos mientras Pablo doblaba y desdoblaba la cintura a una velocidad inhumana, golpeándose en la cabeza contra el suelo cada vez que retrocedía. Si lo dejaba se iba a matar. Ya ni siquiera gritaba, como si quisiera concentrar todas sus energías en las convulsiones.

Con su brazo izquierdo le rodeó las piernas y aprovechó que Pablo volvía a doblar la espalda para rodearle el torso y los brazos con el brazo derecho.

Lo tenía perfectamente atrapado, ahora solo había que esperar.

Pero aquello costaba demasiado. Andrés no podía entender que un crío de tres años tuviera tantísima fuerza. Tenía todos los músculos de su cuerpo en tensión sosteniendo a Pablo, atrapado con el cuerpo doblado en forma de ele. La cara de su hijo quedaba junto a la suya, enrojecida, desencajada. Pablo emitía un gruñido extraño, como un animal rabioso, respirando ruidosamente, tensando su cuerpo con todas sus fuerzas.

Andrés recibió un par de cabezazos en la frente. La nariz le ardía, aunque ni siquiera se preocupó de que estuviese rota mientras la sangre caía sobre la moqueta.

Tras cinco interminables minutos, Pablo pareció calmarse y Andrés relajó un poco la tensión, aquello terminaría de un momento a otro.

Empezó a escuchar su propia respiración…

El tictac del reloj de la cocina.

Tic.

Tac.

Tic.

Sin aviso alguno, Pablo gritó otra vez a pleno pulmón como si lo estuvieran quemando vivo en la hoguera. Su padre recibió otro cabezazo. Andrés comenzó a gritar de rabia y descargó toda la energía de su ser en impedir que su hijo volviera a convulsionar de aquel modo. Apretó y apretó y apretó. Pablo seguía ejerciendo presión para liberarse del abrazo, pero la fuerza del padre le superaba. Andrés siguió apretando a su hijo entre sus brazos a pesar de que sentía que estaban en llamas. Apretó aún más fuerte y Pablo dejó de gritar una vez más.

Se escucharon dos crujidos secos.

Pablo ya no forcejeaba, pero Andrés mantuvo la presión durante dos minutos, intentando contener su propio temblor. Respirando, respirando, respirando, dentro y fuera, dentro y fuera…

… dentro…

… y fuera…

Finalmente relajó la tensión y fue echando el torso del niño hacia atrás.

Fue entonces cuando comprendió que su hijo tenía el cuello roto. Comprendió también que ya llevaba varios minutos muerto y que lo había matado él mismo, su padre, la persona que más lo quería en el mundo.