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Héctor Rojas

Aunque Héctor Rojas había leído ya por dos veces el sumario judicial de casi trescientas páginas sobre la desaparición de Irena Aksyonov, y aunque en ninguna de aquellas dos lecturas anteriores había encontrado ni un solo dato que le aportase pista alguna sobre cómo había desaparecido la joven o sobre la identidad de su secuestrador, no se desanimó y volvió a enfrentarse al grueso fajo de papeles una vez más.

Algo se le estaba pasando por alto. Tenía que haber un dato, una pista, un minúsculo detalle, lo que sea que permitiese dar la vuelta al enigma.

Le costaba admitir que Irena Aksyonov se hubiese esfumado sin más.

Héctor Rojas se encontraba en su despacho del madrileño paseo de la Castellana, en las subdependencias del Ministerio de Asuntos Sociales. Hacía rato que los otros funcionarios ya se habían marchado. El sonido de las impresoras, el teclear en los ordenadores, el timbre de los teléfonos y las conversaciones que flotaban en el aire se habían extinguido, reemplazados por un silencio inmóvil que se había instalado en las oficinas. Héctor Rojas, absorbido por la lectura del informe, era la única persona que quedaba en toda la planta del edificio.

Cansado, se reclinó en su asiento, se quitó las gafas y se masajeó el puente de la nariz. Le envolvió un silencio inquieto.

Su despacho era pequeño, amueblado de un modo funcional. Después de veinte años de ocupar aquel despacho era como su segundo hogar. Allí pasaba más tiempo que en su propia casa. Había un enorme archivador metálico atiborrado de expedientes que había ido acumulando con los años. Al lado, una mesita con una cafetera y un microondas donde se calentaba el almuerzo. Tenía un amplio escritorio que ocupaba la mayor parte del espacio y, sobre este, un ordenador y una pila de carpetas pulcramente ordenadas. Junto a las carpetas, una fotografía de su hija Marta en un sencillo marco de plástico.

El marco estaba amarillento. Tenía por lo menos veinte años, tantos como su hija. La primera fotografía que enmarcó allí fue la de un bebé. La fotografía había ido siendo reemplazada con los años, desde la que mostraba un adorable bebé recién nacido hasta la guapísima joven en la que se había convertido su hija.

Veinte años no son nada: un puñado de fotografías, suspiró Héctor, consciente de lo rápido que había pasado el tiempo. En las paredes del despacho colgaban una veintena de acuarelas pintadas por su hija. Algunas habían sido hechas cuando Marta solo tenía cuatro años y la pequeña ya daba vivas muestras de su interés por el dibujo. Las últimas, más sofisticadas, pero de algún modo similares a las primeras, correspondían a trabajos realizados en la Facultad de Bellas Artes, donde Marta cursaba estudios.

Veinte años es mucho tiempo y, a la vez, echando la vista atrás, parecía que solo habían transcurrido unos pocos días desde que se instaló en aquel despacho por primera vez.

Fue una gran satisfacción cuando le concedieron aquel puesto en la lucha contra el maltrato infantil. No era un trabajo aburrido y burocrático como el de otros funcionarios del Ministerio. Aquella era una causa por la que merecía la pena trabajar duro. Pero en cuanto llegó a sus manos el primer caso, cargado de detalles terribles, comprendió por qué aquel puesto, a pesar de que conllevaba unas interesantes ventajas salariales, apenas estaba solicitado. Y es que una cosa era enfrentarse a una situación de violencia cuando la víctima era una persona adulta y otra muy diferente cuando el que sufría el maltrato era un niño.

Después de aquel primer caso, Héctor estuvo a punto de pedir un traslado. No lo hizo. Por sus manos acabarían pasando decenas, cientos de expedientes, aunque Héctor Rojas jamás olvidaría aquel primer suceso que casi le hizo renunciar a su trabajo.

Aquella historia comenzaba como tantas otras que vendrían más tarde: una madre lleva a su hijo de seis años al hospital. El pequeño tiene un golpe en la cabeza. El niño muere a los pocos minutos de ser ingresado. La madre explica que su hijo se cayó en la bañera y se golpeó la cabeza. Los médicos advierten que el niño tiene claros síntomas de desnutrición y que presenta heridas y contusiones en otras partes del cuerpo. Avisan a la policía y se inicia una investigación.

Cuando la policía accede al domicilio familiar descubre a otra hija, de solo diez años, en un estado lamentable. La niña estaba encerrada en el interior de la ducha. Las puertas de metacrilato habían sido selladas con cinta adhesiva para que no pudiese salir. Debía pasarse allí encerrada mucho tiempo. La pequeña tenía marcas de quemaduras de cigarrillos por todo el cuerpo y numerosas señales de torturas: una fractura de clavícula y de brazo, cicatrices en la parte inferior del abdomen y las nalgas y también marcas de ligaduras en las muñecas, lo que significaba que la pequeña de diez años debía de pasar mucho tiempo atada como un animal.

Los vecinos ni siquiera sabían que la pareja tenía dos hijos pequeños. Nunca les habían visto salir de casa.

Héctor no podía concebir qué clase de mente enferma podía hacer algo así con sus propios hijos. Tanto el padre como la madre eran cómplices de los abusos y las vejaciones.

Habían transcurrido veinte años y Héctor aún recordaba con todo detalle la expresión de absoluta desolación en el rostro de aquella niña. A menudo, todavía hoy, se preguntaba qué clase de mujer sería en la actualidad. Si aquella niña que hoy sería una mujer habría conseguido salir adelante en la vida.

Estuvo a punto de dejarlo. Creyó que no podría enfrentarse a más horrores como aquel. Entonces se dio cuenta de que dar la espalda al problema no haría que desapareciese. Si se podía hacer algo para evitar que algo así se repitiera, entonces él haría todo lo que estuviese en su mano, por doloroso que fuese enfrentarse a situaciones semejantes.

De vuelta al presente, volvió a colocarse las gafas y consultó el reloj. Aún tenía tiempo, antes de irse a casa, de echar un último vistazo a algunas partes del sumario judicial de Irena Aksyonov.

El sumario se componía de casi trescientos folios y de un centenar de fotografías. Con un lápiz en la mano, Héctor pasaba las páginas entornando los ojos, enfocando y desenfocando algunas palabras; se acercaba un folio a la cara, o se reclinaba sobre ellos, igual que un director de cine buscando el mejor encuadre, como si en los márgenes de aquellas hojas de papel se escondiera alguna pista. Como si encontrando el ángulo de inclinación adecuado pudiera descubrir la conexión entre dos palabras aparentemente inconexas, saltando de un párrafo a otro, de una página a la siguiente.

A cada nueva pasada por la misma información procuraba mantener la mente fresca, en blanco, volver a sorprenderse, no dejar que su mente tomase otros derroteros mientras sus ojos se paseaban sobre aquellas líneas que cada vez le resultaban más familiares.

En el documento se describía con todo detalle la mansión de Marbella donde la joven había vivido con su padre, el millonario ucraniano Serguei Aksyonov. Se trataba de una enorme construcción con más de veinte habitaciones que se asentaba en un terreno de nueve mil metros cuadrados. En el informe se habían inventariado minuciosamente todas las medidas de seguridad. La policía quería demostrar que era imposible entrar o salir de allí sin ser visto con el fin de sustentar la acusación al padre de la chica.

La primera barrera de seguridad que tendría que atravesar quien quisiera colarse en la residencia de los Aksyonov consistía en un muro de hormigón de tres metros de alto que rodeaba toda la propiedad. La mansión tenía solo dos entradas. En el lado norte, una alta verja de hierro como acceso principal; al oeste, un enorme portón metálico que era la entrada para el personal de servicio, los operarios de mantenimiento o el aprovisionamiento. Cada uno de aquellos accesos estaba vigilado las veinticuatro horas del día por sendas parejas de guardias de seguridad apostados en una garita de control. Cualquier persona que cruzase aquellas puertas tenía que identificarse y su imagen era registrada por cámaras de vigilancia.

Todo el perímetro del muro que rodeaba la propiedad estaba asimismo vigilado por cámaras, hasta medio centenar, situadas sobre el muro cada cincuenta metros aproximadamente. Resultaba imposible acercarse a la mansión sin ser captado por alguna de ellas.

Todo aquel sistema de seguridad contaba además con un moderno procesador de imágenes. Cualquier movimiento detectado por las cámaras generaba una alerta en el puesto de control. Aparentemente, era imposible traspasar aquel muro sin ser visto.

«Es como una prisión», pensó Héctor. Parecía que Serguei Aksyonov quería protegerse de algo o de alguien. «Un millonario obsesionado con la seguridad. Le sirvió de muy poco».

Héctor no creía que Serguei Aksyonov fuese el responsable de la desaparición de su hija, como sostenía la policía. Si era aparentemente imposible que alguien hubiese logrado sacar de allí a Irena, resultaba igual de improbable que su padre la hubiese hecho desaparecer.

La policía científica había hecho un trabajo exhaustivo. Ni en el interior de la mansión ni en los terrenos de la residencia habían encontrado una sola huella o rastro de presencia de alguien que no perteneciese a la familia o a los propios guardias de seguridad.

Estaba comprobado que ninguna de las personas que trabajaban allí había abandonado los límites de la propiedad hasta que no fueron interrogados por la policía. Las cámaras de vigilancia así lo confirmaban.

Héctor se recostó en su asiento y soltó un bufido. Comprendía la frustración de la policía. Si nadie había entrado o salido, la única conclusión posible era pensar que el culpable ya debía estar en el interior de la casa y que, por tanto, la joven nunca la había abandonado. Entonces, ¿dónde estaba su cuerpo? La policía científica había registrado exhaustivamente hasta el último metro cuadrado de la residencia. Habían inspeccionado los terrenos con georradar buscando un cuerpo enterrado. Habían revisado la casa palmo a palmo, empleando incluso ultrasonidos para tratar de descubrir falsas paredes o recintos ocultos. Pero no habían encontrado nada.

Lo único que tenían eran las gotas de sangre de Irena Aksyonov en su habitación y en el jardín exterior. ¿Cómo había llegado esa sangre hasta allí?

Aquello era un callejón sin salida.

Héctor se quitó las gafas, cerró los ojos y se pasó las yemas de los dedos por los párpados.

«Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí».

Lo único que tenía claro era que la frase que llegó al teléfono móvil de Irena Aksyonov no podía ser casualidad. Iba dirigida a su padre.

Héctor decidió seguir su propio razonamiento hasta las últimas consecuencias. Alguien había desafiado a Serguei Aksyonov amenazando a su hija. Serguei había hecho todo lo posible por protegerla, pero no había sido suficiente. Quien le amenazó conocía un modo de sacar a la chica de la mansión. Un modo que todos estaban pasando por alto.

Parpadeó repetidamente, se colocó las gafas y regresó al informe una vez más.

Tenía delante una fotografía aérea de la mansión y sus alrededores. La foto era de Google Maps, como figuraba al pie. Podía verse el tejado de la mansión con varias terrazas, las zonas verdes que la circundaban, las pistas deportivas, el rectángulo azul de una piscina. Frente a la mansión discurría una autovía de cuatro carriles, la A-7, que conectaba Málaga con Marbella. Entre la autovía y la mansión había una franja de terreno baldío de unos quinientos metros. Más allá de los límites de la propiedad todo era verde. Un campo de golf privado lindaba por el norte.

Héctor encontró otra fotografía aérea que mostraba la propiedad con una perspectiva más cercana. Sacó una lupa del cajón de su escritorio para inspeccionarla. Podían distinguirse los parterres, las fuentes ornamentales del jardín, una mesa de cristal en el porche… Casi podían verse las matrículas de los coches de lujo estacionados en la parte trasera.

Se dio cuenta de la estupidez de lo que estaba haciendo. Aquello no le iba a llevar a ninguna parte. Como si con una lupa y una fotografía borrosa pudiese encontrar a Irena Aksyonov cuando la policía, sobre el terreno, no había encontrado nada.

Siguió pasando las hojas del informe sin prestarles apenas atención, con la mente en blanco, hasta que llegó al final, donde se describían las especificaciones técnicas de los elementos de seguridad. Eran datos sacados directamente del catálogo del fabricante. Se quedó mirando la hoja que describía la cámara de vigilancia:

«VisioTech», «Carcasa resistente a agua y clima para uso en exteriores», «IR distancia: aprox. 35 m», «LED luz de infrarroja: 72 mm», «Angular: 160 grados».

Héctor frunció el ceño. Se le ocurrió algo. Cogió un folio y una regla del cajón. Dibujó dos líneas formando un ángulo de 160 grados, que era la apertura angular de las cámaras de vigilancia según los datos del fabricante, y cerró ambas líneas formando un cono. Después lo recortó con unas tijeras.

Puso la fotografía aérea de la mansión sobre la mesa. Inspeccionando con la lupa podía apreciar las cámaras de vigilancia instaladas a lo largo del muro. Con el lápiz fue marcando con una cruz la posición de cada una de ellas. Después, pacientemente, situó el vértice del cono de papel que había recortado en cada una de las posiciones de las cámaras y trazó los contornos con un rotulador.

Los conos dibujados representaban el alcance de cada una de las cámaras.

Una cámara, al igual que la visión humana, no tiene una visión periférica perfecta. No alcanza a ver con nitidez todo lo que hay en sus extremos derecho e izquierdo. Para solventar ese problema, las cámaras habían sido instaladas lo suficientemente próximas —unos cincuenta metros, calculó Héctor— como para que el ángulo muerto de una cámara fuese cubierto por la zona de visión de la cámara colindante.

Dibujar aquellos conos a partir de las especificaciones técnicas servía para encontrar zonas de sombra, partes del terreno no cubiertas por las cámaras de vigilancia.

El resultado era muy interesante. Los conos se superponían unos con otros a lo largo de todo el muro, excepto en un punto en el lado este. Allí quedaba un ángulo muerto, un estrecho pasillo de sombra de apenas un par de metros de ancho. Aparentemente, aquello era una brecha en la seguridad.

Héctor se puso en pie, nervioso. Paseó arriba y abajo por el reducido espacio de su despacho como un animal enjaulado. Podía suponerse que el secuestrador hubiese encontrado aquel ángulo muerto. Podía suponerse que hubiese saltado el muro justo en aquel punto. Podría haberse aproximado a la casa siguiendo una trayectoria precisa, avanzando en línea recta para no ser captado por ninguna de las cámaras a su derecha e izquierda.

Volvió a sentarse. Agarró la fotografía y la alzó frente a sí. La miró entornando los ojos, alejándola y acercándola, buscando el mejor enfoque. Entonces se dio cuenta de que justo en aquel estrecho pasillo de sombra, en el ángulo muerto de las cámaras, se interponía la piscina. Por el tamaño en la fotografía debía de ser una piscina de dimensiones olímpicas, de unos cincuenta metros de largo.

Soltó una maldición silenciosa. ¡El pasillo de sombra de las cámaras pasaba justo por mitad de la piscina! Si alguien había entrado aprovechando el ángulo muerto para no ser visto, tendría que haber cruzado a nado exactamente por el centro de aquella piscina.

¿Cabía esa posibilidad? Tal vez. Héctor cerró los ojos. Intentó imaginar a alguien saltando el muro y cruzando la piscina justo en aquel punto. Después, todavía tendría que llegar a la casa y desbloquear de algún modo las cerraduras electrónicas para acceder al interior. Tendría que encontrar a la joven y obligarla a regresar con él, de nuevo cruzando a nado la piscina para no ser visto.

Héctor intentó imaginar cómo alguien podría cruzar aquella enorme piscina a nado, arrastrando consigo a otra persona a la fuerza. La idea se le antojó imposible.

Además, el rastro de sangre en el jardín se había encontrado en la dirección opuesta, en el lado oeste de la casa. ¿Podría ser que hubiesen intentado sacarla por allí y después hubiesen rectificado para volver a la piscina? ¿Cómo iban a ir de un lado a otro sin que nadie los viera?

Héctor arrojó con frustración el lápiz sobre el escritorio. Tenía la impresión de que estaba abordando el problema del modo equivocado. Materialmente, era imposible que alguien hubiese logrado sacar a Irena de los límites de la mansión sin ser visto.

El problema era que si Irena seguía dentro, el cuerpo tampoco había aparecido. ¿Qué había ocurrido entonces?

Las preguntas se acumulaban.

Dejó el sumario judicial a un lado.

Tenía hambre y sentía un leve pinchazo en la base de la espalda. Consultó la hora en su reloj de muñeca. ¡Las nueve! Era más tarde de lo que pensaba. El tiempo se le había pasado volando. Cogió el teléfono móvil y llamó a Marta, su hija.

—Lo siento, cariño —dijo disculpándose—. Me entretuve en la oficina. Estaré en casa dentro de una media hora.

—No te preocupes, papá. Te espero para cenar.

—Gracias, cariño —dijo con una sonrisa—. Hasta ahora… un beso… te quiero.

Escuchar la voz de su hija bastaba para mejorar su humor. Su hija era la alegría que daba brillo a sus días. Tenía veinte años, estudiaba en la Escuela de Bellas Artes y era una joven responsable e inteligente con un futuro prometedor. Gracias a Dios ya no tenía que preocuparse de que alguien tratase de engañarla por internet. Incluso cuando era una adolescente Marta había sido lo suficientemente lista y madura para no caer en ese tipo de engaños. Por desgracia, no ocurría lo mismo con muchas jóvenes. La inseguridad propia de la edad o los problemas familiares hacían vulnerables a montones de chicas que eran presa fácil de todo tipo de trampas y abusos.

Héctor meneó la cabeza con cansancio. La estadística indicaba que los casos de acoso a menores en internet seguían creciendo mes tras mes. Y eso a pesar de que los padres tenían cada vez más información sobre los peligros a los que se exponían sus hijos.

Su teléfono móvil emitió un zumbido de llamada. Era un número desconocido. Héctor pensó en no contestar, apagar el teléfono. De vez en cuando le gustaba apagar y desconectar. Le molestaba ser un esclavo del dichoso teléfono móvil. Finalmente, acabó contestando.

—Héctor Rojas, dígame —respondió.

—Buenas noches, señor Rojas, soy Alfredo Casas, de la cadena SER. —El tono de voz era jovial.

—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarle?

—Disculpe la intromisión, me pongo en contacto con usted porque quería pedirle una colaboración. Como sabe, pasado mañana es el Día Mundial contra el Tráfico Humano y en mi programa estamos preparando un especial para hablar sobre esa terrible lacra que es la explotación sexual de menores. Nos hemos puesto en contacto con el Ministerio de Sanidad y Servicios Sociales para solicitar la presencia de un experto en nuestros estudios y ellos amablemente nos han indicado que usted conoce bien esos temas. Quería preguntarle si no tendría inconveniente en acudir pasado mañana a nuestros estudios para mantener una charla sobre el asunto.

—Me parece una iniciativa loable. Estaré encantado de colaborar —dijo Héctor.

—Me alegro, señor Rojas. Si le parece bien, le enviaré un correo electrónico con algunos puntos concretos que me gustaría abordar para que usted pueda preparar los datos al respecto.

—Será un placer.

—Muy agradecido. Estaré encantado de verle en la emisora.

En cuanto Héctor colgó, en la ventana de su ordenador apareció el aviso de un nuevo correo electrónico. Héctor pensó que aquel hombre de la radio se había dado mucha prisa en enviarle el guion para la entrevista. Cuando leyó el remitente vio que el mensaje venía de la policía judicial.

Sintió un nudo en el estómago, un cosquilleo desagradable que se repetía cada vez que recibía la notificación de un nuevo suceso.

Según el protocolo de actuación, cuando un menor de edad ingresaba en cualquier hospital, público o privado, por una causa no debida a enfermedad natural, los médicos tenían la obligación de evaluar si las heridas se debían a un posible maltrato o negligencia paterna. Ante la menor sospecha de maltrato se avisaba a la policía, quienes, a su vez, enviaban una notificación a la oficina del ministerio donde trabajaba Héctor Rojas. A partir de ese punto se realizaba un seguimiento del caso.

Héctor dudó entre leer el correo en ese momento o dejarlo para el día siguiente y marcharse a casa. Era muy tarde, estaba cansado y su hija le esperaba con la cena.

Venciendo la resistencia, abrió el correo electrónico y leyó el memorando. Se trataba de un episodio ocurrido el día anterior. Un niño de cuatro años había sido ingresado en un hospital con graves lesiones. Los médicos no habían podido hacer nada por salvarle la vida. Cuando ingresó ya estaba muerto. El padre había sido acusado de homicidio. El pequeño había muerto por asfixia y aplastamiento. Al parecer su propio padre lo había estrangulado entre sus brazos.

Héctor se preguntó qué clase de monstruo podría hacer algo así con su propio hijo. Se estremeció cuando leyó que el pequeño tenía una enfermedad psíquica: autismo.

«Dios bendito», murmuró. Algo en su interior se contrajo como un puño.

«Deberías seguir con esto mañana —se dijo—, dormirás mejor si lo dejas para mañana».

Pero no pudo evitar seguir leyendo. El informe relataba que el padre del niño se había suicidado poco más tarde, después de llevar a su hijo muerto al hospital. Se había arrojado por una ventana.

Junto a su cuerpo, en el suelo, la policía encontró lo que en un principio habían tomado por una nota de suicidio.

Héctor sintió que una garra helada le estrujaba el estómago cuando leyó la transcripción de aquella nota: «Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí».