Alicia
Alicia Roca: no sabe cuánto le agradezco la información sobre las terapias
Dr.Vargas: no hay de qué, es mi deber ayudar
Alicia Roca: hoy mismo he recibido las vitaminas
Dr.Vargas: estupendo. El complemento vitamínico es muy importante para el desarrollo del cerebro.
Alicia Roca: lo sé, he leído toda la información de arriba abajo
Dr.Vargas: también es muy importante seguir la rutina de ejercicios
Alicia Roca: también lo sé
Dr.Vargas: dime una cosa, Alicia, ¿colaboran tus dos padres con los ejercicios?
Alicia Roca: no, mi madre está divorciada
Dr.Vargas: comprendo, ¿y tu madre no te ayuda?
Alicia Roca: mi madre no quiere saber nada de esto
Dr.Vargas: tu madre es poco responsable, tu hermano necesita mucha ayuda
Alicia Roca: lo sé, mi madre es una imbécil
Dr.Vargas: los padres deben apoyar a sus hijos, querida Alicia, no está bien que tu madre se desentienda
Alicia Roca: me avergüenza tener una madre como ella
Dr.Vargas: vaya, lo siento mucho
Alicia Roca: muchas gracias por todo lo que está haciendo por mi hermano
Dr.Vargas: no se merecen. Si necesitas ayuda no dudes en contactar conmigo.
¡Jo! Gracias a Dios que existían personas como el doctor Vargas, capaces de ayudar a los demás desinteresadamente.
Alicia abrió el paquete con las vitaminas que acababa de recibir por correo. El doctor Vargas le había recomendado una página web donde podía comprarlas superbaratas. El doctor Vargas también le había explicado que el efecto de las terapias de rehabilitación se potenciaba con una buena dosis de vitaminas para el cerebro, así que Alicia esperaba lograr resultados positivos en David de un momento a otro.
Su hermano estaba recostado boca abajo sobre una manta en el suelo del dormitorio. Se habían pasado la tarde del sábado trabajando duro en una tabla de ejercicios musculares. Alicia se tumbó frente a él y le acercó un oso de peluche a la mano, sin llegar a tocarle.
David miraba el oso y se reía, pero pasaba de la risa al llanto cuando se daba cuenta de que no podía alcanzarlo. Sus bracitos se quedaban quietos, abiertos en cruz. No era capaz de hacer el simple movimiento de desplazar su mano unos centímetros para disfrutar del tacto del peluche.
El objetivo del ejercicio era que hiciera algún pequeño movimiento controlado y, una vez lo lograra, aumentar la distancia entre la mano y el peluche, hasta que con un simple movimiento de la mano no fuera suficiente y David tuviera que empezar a arrastrarse.
Tras cuarenta minutos de acercar y alejar el maldito oso de peluche, puede que por casualidad, la mano de David se levantó con un espasmo y se dejó caer sobre el oso. Alicia comenzó a llorar de la emoción. David la miraba con los ojos muy abiertos. Sus labios dibujaron una O.
—¡Lo estás haciendo! —exclamó Alicia—. ¡Acabas de mover el brazo!
Lo levantó del suelo y lo puso en la cama. El chaval estaba supercansado. Alicia le acarició las mejillas con suavidad.
—David, necesitas mucha más ayuda que la que yo te puedo dar, pequeñito.
Alicia estaba emocionada. Aquello era un avance después de todo. ¡Había movido una mano!
Dejó el oso de peluche a su lado. David la miraba fijamente a ella. Alicia se preguntó qué estaría pasando por su cabeza en aquel momento. ¿Se daría cuenta de lo que estaba intentando hacer? ¿Y si su hermano se daba cuenta de todo? Estaba a punto de cumplir cuatro años. Alicia pensó que con cuatro años ella ya se recordaba a sí misma. Vagamente, se veía a sí misma en la escuela, recordaba a sus amigos en el parque infantil, recordaba sus juguetes, incluso los dibujos animados que le gustaban.
¿Cómo se vería David a sí mismo? El doctor Vargas le había dicho que había posibilidades de que David fuese tan inteligente o más que un niño sin lesiones cerebrales. Su hermano bien podía estar atrapado dentro de su cuerpecito sin poder mover ni un solo músculo ni hablar.
Fue entonces cuando se le ocurrió algo. Fue un sentimiento más que una idea.
Despacio, muy despacio, le acomodó la cabeza sobre la almohada y le habló al oído, suavemente, susurrando:
—David, sé que me escuchas, hermano. A lo mejor te sientes atrapado. No te preocupes, yo te voy a sacar de ahí.
David emitió un sonido gutural y Alicia supo que le estaba respondiendo, que entendía lo que ella le decía.
Bajó las escaleras con una mezcla de alegría y desesperación. Alegría por el supuesto y minúsculo avance, desesperación ante el interminable recorrido que tenía por delante. Podía alegrarse de los avances o desanimarse ante lo que faltaba. A lo mejor ese era el secreto de todo: elegir un punto de vista. Desechó enseguida la idea de abrazar el optimismo ante el minúsculo camino recorrido. Satisfacerse ante ese pequeño triunfo solo la ayudaba a sentirse mejor ella misma. El que necesitaba ayuda era su hermano.
«Alegrarse de lo que falta».
«Alegrarse porque lo voy a conseguir».
Sentada en la cocina, con los pies sobre la mesa, su madre se fumaba un cigarrillo. Tenía ya puesto el uniforme de auxiliar de enfermería bajo el abrigo, lista para salir a la calle en cuanto llegase el imbécil de su novio, Mario el Armario.
«Lo voy a conseguir sin ayuda de nadie, eso está claro».
Era algo que había leído en cada artículo sobre niños con discapacidades o retrasos: cuando toda la familia trabaja unida como un equipo, las posibilidades de éxito se disparan. Su madre, sin embargo…
—Mamá —dijo—: ¿qué te hemos hecho para merecer que nos ignores de esta manera? ¿No ves lo que hago por David? Tú no ayudas en nada: cuando vuelves del trabajo, medio cocinas alguna porquería o pones en la mesa cualquier plato frío que has traído del hospital y te acuestas con ese imbécil de Mario…
—Alicia, eres tonta, esa no es manera de hablarle a tu madre.
—¿Qué te hace creer que eres mi madre? Haberme parido no te convierte en mi madre, ni en la de David.
Alicia pensó que lo más extraño de aquella conversación era que nadie gritaba. Su madre mantenía la mirada fija en la columna de humo que brotaba de su cigarrillo.
—¿Qué más puedo hacer? Si tu padre no nos hubiese abandonado…
—Papá puede ser un cobarde de mierda, pero nosotros seguimos aquí.
—Pero me falta él…, y ¿sabes qué?, entiendo que se fuera.
—¿Entiendes que nos abandonara?
—Esta vida es un asco. Estoy cansada de sufrir. Mira a tu hermano.
—¡Es su hijo, mamá, y el tuyo también!, ¡es vuestra obligación!
En ese momento, Francesca dejó de mirar el humo y clavó los ojos en su hija.
—Alicia, lo de tu hermano no tiene remedio, tendrá una vida miserable, no tendrá amigos, ni uno solo. Suponiendo que lo que estás haciendo con él tenga algún resultado, a lo mejor acaba siendo capaz de hablar a un nivel muy básico y de arrastrarse en su silla de ruedas, como mucho. En cuanto tenga la capacidad suficiente comenzará a pensar en suicidarse. Por fortuna para él, seguramente morirá muy joven, yo solo deseo que muera antes que yo, para que no se quede solo.
A pesar de su gesto indiferente, las lágrimas se deslizaban copiosamente por las mejillas de Alicia. Lo que no podía entender es que su madre se rindiera de esa manera. ¿Por qué no la ayudaba con las terapias? Había motivos para la esperanza. Si David mejoraba un poco, existía incluso la posibilidad de cirugía para mejorar su movilidad.
El fregadero estaba hasta arriba de platos sucios. Una mosca se posó sobre uno de ellos. No era solo la suciedad, estaba también ese tenue olor a basura que parecía venir desde cada uno de los rincones de la cocina.
—Mamá: si te murieras, David no se daría ni cuenta, y yo no lo dejaría solo.
* * *
Cuando Alicia regresó a su habitación encontró a David dormido, agotado después del esfuerzo que había hecho durante toda la tarde. Alicia se acercó a él, se inclinó sobre la cama y le susurró al oído:
—David, sé que estás ahí dentro, hermano. No te preocupes, te voy a sacar de ahí.
Después se sentó en su escritorio, frente al ordenador, con la guitarra en el regazo. Acarició las cuerdas con las yemas de los dedos. El sonido vibrante se extendió con suavidad llenando la habitación. Había empezado a llover y las gotas de agua que golpeaban la ventana parecían marcar de alguna forma el ritmo de sus dedos. Era en aquellos días oscuros de invierno cuando Alicia se sentía más inspirada. En el aire flotaba un aroma a tierra húmeda y a desesperanza.
Encendió la webcam. Ajustó la posición de la cámara para que solo captase la guitarra y sus manos. Hizo clic en el botón de grabación. Encadenó varios acordes con un ritmo lento, cadencioso.
Había tocado aquella canción muchas veces, pero aquella tarde sentía una disposición especial, una especie de carga estática en la punta de los dedos, un electrizante cosquilleo que se extendía desde las manos hasta la nuca.
En vez de romper a cantar en la primera oportunidad, se recreó en los acordes de la introducción, los acordes que acompañaban a los primeros versos. Eran ocho secuencias de cuatro acordes que cambiaban de una a otra, como un edificio imposible en el que cada planta descansa en la que tiene arriba, y no al contrario.
Alicia estaba muy orgullosa de aquella canción que parecía fluir en múltiples direcciones, como una pirámide bocabajo, sin estribillos, encadenada a una secuencia melódica elíptica e imprevisible.
Cuando ya había hecho un recorrido instrumental a lo largo de toda la canción, volvió al principio, apenas rozando las cuerdas, y le dio permiso a su voz para que brotase por fin, suave y mansa, casi un susurro, flotando como las sombras del ocaso sobre un valle profundo, insuflándole paulatinamente un tono vibrante y enérgico, luminoso, como nieve que se derrama lenta por una ladera, que sube y baja, una avalancha que encarna su propia desesperación, pero también su fuerza y su empuje, que clama por elevarse sobre el mundo y romper todas las barreras. Mientras cantaba, las gotas de lluvia marcaban el ritmo sobre el cristal de la ventana:
Me encontrarán viva.
Entre el día y la noche.
En esa zona de incertidumbre
más allá de la luz cegadora del sol
y antes de las sombras de la noche,
me encontrarán aún respirando.
Cuando alguien vislumbre al ser humano dentro de mí,
cuando alguien espíe un pájaro azul en pleno vuelo,
no será demasiado tarde,
me encontrarán viva
pero esa ya no seré yo.
Cuando llegó al final detuvo la grabación de la webcam. Se puso los auriculares y escuchó lo que había grabado. ¡No sonaba mal! Era tan triste y tan desesperada… Y, a la vez, de algún modo, le hacía sentir bien, especial, le hacía sentir que flotaba por encima de las cosas.
Le puso un título al vídeo, «Alicia Blue: Me encontrarán», y lo subió a YouTube.
Grabando aquellas canciones y subiéndolas a internet se sentía como un náufrago en una isla lanzando mensajes en una botella al océano. Una llamada de auxilio desesperada. Nadie le prestaba nunca la menor atención. Sus vídeos casi no recibían visitas. Pero tenía la esperanza de que algún día la gente se fijase en ella. Había artistas que habían triunfado en YouTube sin ni siquiera poner un pie en un escenario. ¿Por qué no podía ser ella uno de esos casos?
«Deja de soñar, Alicia», se dijo. Había que ser realista. Ella no era Justin Bieber. Sus canciones no parecían haber generado demasiado entusiasmo en el universo.
Dejó la guitarra a un lado y abrió el programa de chat. Su amiga Julia estaba conectada. Hacía tiempo que no hablaba con ella. Como se temía, desde que Julia tenía novio estaban distanciándose.
Alicia: Hola Julia!
Julia: dónde te habías metido? hace días que no sé de ti
Alicia: mira quien va a hablar
Julia: es que he estado muy ocupada acostándome con mi novio!
Alicia: genial, cuanto me alegro
Afortunadamente la ironía no se entendía en el chat cuando se escribía. Pensó que así debía ser como se sentía su amigo Max cuando los demás ironizaban.
Julia: chica, el sexo es lo mejor que se ha inventado
Alicia: pues yo he encontrado un trabajo
Julia: venga!
Alicia: ya sabes, necesito el dinero
Julia: yaaaa
Alicia: he subido una nueva canción, ¿quieres oírla?
Julia: ¿qué planes tienes para esta noche?
Alicia respiró hondo. Eso le reventaba de su amiga Julia, que nunca hiciese caso de sus canciones. Nunca le había dicho que cantase bien o que tenía una bonita voz. En lo que a Julia respecta, era como si Alicia jamás hubiese compuesto una canción.
(Alicia está escribiendo…)
Alicia: esta noche he quedado con un tío
No sabía por qué había puesto aquello tan falso.
Julia: guuuuuuuaaaaaaaaaauuuuuu!!!
Alicia: viene a mi casa dentro de un rato
Julia: genial!!!
Sí, genial. El «tío» con el que había quedado era su amigo Max, que la doblaba en edad y a quien, por otro lado, todos consideraban una especie de retrasado. ¿Por qué estaba diciendo aquellas estupideces? No entendía por qué se volvía tan falsa cuando chateaba con su amiga Julia, con lo que ella odiaba la falsedad.
(Alicia está escribiendo…)
Alicia: es el tío del que te hablé el otro día, el del súper
Julia: ¿cuántos años tiene en realidad?
Alicia: no sé, creo que unos 30, a lo mejor 40
Julia: ¡podría ser tu padre!
Alicia: no me hables de mi padre, es un cabrón, ojalá esté muerto
Julia: ok, ok, sigue hablándome de ese tío del súper
Alicia: lo que me gusta es su aire desvalido y a la vez… varonil
Julia: hummm, ya
Alicia: no es un niñato, y además es muy guapo
Julia: a por él!!! esta noche pierdes la virginidad!!!
Alicia: bueno, ahora tengo que dejarte
Julia: mañana me tienes que contar!!!
Alicia bajó la tapa del ordenador de un golpe. Jo, eres una gilipollas, se dijo. Mañana Julia querría que le contase todo y tendría que inventarse una historia.
Bajó a la cocina para prepararle la cena a David. Su madre ya se había marchado al trabajo, tenía turno de noche y no regresaría hasta el amanecer. Al menos no se había tenido que cruzar con el idiota de Mario el Armario. Jo, cómo odiaba a ese tío.
Encendió el fogón, llenó una pequeña olla con agua y puso a calentar un bote con la papilla.
Max le caía muy bien, de eso no cabía la menor duda, pero acostarse con él…
¿En qué momento se le había pasado esa idea por la cabeza? Max era un hombre muy guapo, se parecía a Paul Newman y a Clive Owen juntos. Tenía un poco de cada uno de ellos. Además, tenía ese aire desvalido, tan necesitado de protección, tan tierno.
Pero Max acostándose con ella…, ¡por favor! ¿Por qué iba alguien como Max a fijarse en alguien como ella?
Cuando el agua empezó a hervir retiró el tarro con la papilla y lo puso en una bandeja de plástico. Se sacó del bolsillo el bote con las vitaminas de David, cogió dos píldoras y abrió las cápsulas con las uñas. Vertió el contenido de las píldoras en la papilla, un polvo blanco, y lo removió concienzudamente.
Después subió al dormitorio, tomó a David en brazos y lo bajó al salón.
Con él sentado en el regazo se puso a darle de comer a pequeñas cucharadas. David tenía problemas para tragar. La mitad del contenido de la cuchara chorreaba de su boca y caía en el babero. Alicia respiró hondo. A veces se sentía como un globo de helio a punto de estallar de impaciencia.
¿Y si al final su madre tenía razón? A lo mejor David no mejoraba nada. El pobre tendría que vivir toda su vida de aquel modo, siempre necesitando los cuidados de alguien. Ni ella ni su madre podrían jamás sentirse libres. No podrían viajar, ni salir a cenar fuera, ni tomarse un respiro cuando les apeteciese. David requería cuidados cada día, y ni un solo día podían permitirse hacer algo que no fuese ocuparse de David.
Era como estar atrapada en una condena perpetua.
Podía entender cómo se sentía su madre, pero, a diferencia de su madre, ella no se iba a rendir. Iba a hacer todo lo posible por cambiar las cosas.
«Lo haré lo mejor que pueda, todo lo que esté en mi mano. Y eso debería ser suficiente».
David seguía escupiendo la mayor parte de la papilla que le metía en la boca.
—Va a venir un amiguito a casa esta noche —dijo Alicia mientras le limpiaba la boca—. Sí, mi chico. Lo conociste el otro día, ¿te acuerdas? Es un compañero del trabajo. Sí, tu hermanita trabaja. Vamos a ver el partido de fútbol. Quiero que te portes bien. Nada de ponerte a gritar, ¿entendido?
David balbuceó algo, se agitó y escupió la papilla, salpicando la blusa de Alicia.
—¡David, no hagas eso! ¡Ahora no quiero jugar!
Alicia intentó darle otra cucharada, pero David cerró la boca con fuerza.
—Está bien, no vas a arruinarme la noche. Si no quieres cenar, no cenarás.
Apartó la bandeja a un lado. La bandeja resbaló y se cayó al suelo. El plato se volcó y la papilla se derramó por la moqueta.
—¡Mierda, mira lo que has hecho, joder! —gritó Alicia.
Su hermanito la miraba con aquella expresión mezcla de tristeza y terror. A Alicia se le rompió el corazón.
—Perdona por haberte gritado, mi chico. Tú no tienes la culpa de nada, no tienes la culpa de no poder tragar, lo sé, mi vida. —Lo cogió en brazos y le besó en las mejillas hasta que el niño se puso a reír.
Alicia se dio cuenta de que ahora era ella quien lloraba. Permaneció abrazando a su hermano varios minutos hasta que se le pasó el llanto. Se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos.
«Alegrarse de lo que falta».
«Alegrarse por lo que voy a conseguir».
Subió a su habitación y dejó a su hermano recostado en la cama. Se sentó frente al espejo y se cepilló el pelo. Se maquilló los ojos. Rímel en las pestañas, sombra oscura en los párpados, lápiz negro en los contornos. Eligió un lápiz labial rojo escarlata que aplicó con profusión a sus labios. Se quitó el chándal que llevaba y se vistió con una blusa negra de tirantes un poco ceñida y unos vaqueros, también negros. Se calzó con unas botas cuya cremallera estaba subiendo justo en el momento en el que sonó el timbre de la puerta.
Con los ojos muy abiertos, las pupilas de su hermano pequeño seguían todos sus movimientos desde la cama.
—¿Qué te parezco? ¿Estoy guapa? —le preguntó Alicia.
David balbuceó algo. Agitó los brazos con un espasmo incontrolado. Alicia le dio un beso en la frente. La pintura dejó estampado el contorno de sus labios. Alicia rio y su hermano comenzó a reír con ella. Le limpió la marca de la frente con un pañuelo de papel. Lo tomó en brazos y bajó corriendo a abrir la puerta.
Max estaba empapado por la lluvia, sacudía la chaqueta en el porche intentando que escurriese el agua que había absorbido.
—¡Perdona por hacerte esperar! ¡Pasa! Vas a pillar una pulmonía —gritó Alicia para hacerse oír por encima de la lluvia.
Jo, en Almería nunca llovía y precisamente aquella noche tenía que caer el aguacero del siglo. El viento rugía y las copas de los árboles se agitaban de un lado a otro como los espectadores de un concierto de rock agitando sus cabezas al ritmo de la música.
—¡Soy idiota, no tengo paraguas! —dijo Max, sonriendo como un niño que espera una reprimenda—. Nunca lo había echado en falta hasta ahora. Hola David —saludó al pequeño revolviéndole el pelo con la mano. David le lanzó una mirada llena de curiosidad.
Alicia dejó a su hermano en el sofá del comedor frente a la televisión. Fue al cuarto de baño y regresó con una toalla. Max se secó el pelo y se frotó con ella las ropas. El pobre estaba empapado. Alicia pensó que, a pesar de la noche de perros, Max había ido hasta allí para verla, lo cual sin duda significaba algo.
Lo que más le gustaba de Max era el modo en el que se comportaba con David. Cuando la gente veía a su hermano siempre parecía incómoda, horrorizada, empezaban a soltar frases de consuelo, se hacían los compasivos y se volvían como locos diciendo lo muchísimo que sentían lo que le pasaba y no paraban de esforzarse en parecer preocupados por el «problema» de David, no hablaban de otra cosa que no fuese el problema de David, como si temiesen parecer insensibles si pensaban en otra cosa que no fuese el gravísimo problema de David.
En cambio, cuando Max vio a David por primera vez no parecía incómodo para nada, ni había dado señales de tenerle lástima, ni había querido consolarla por la «desgracia» de tener un hermano como David, como hacía todo el mundo. No es que Max no se diese cuenta de lo grave que era la parálisis cerebral de su hermano, es que parecía ver más allá, como si para él lo importante fuese la persona que era David y no el problema de David.
Cuando Max acabó de secarse, Alicia llevó la toalla al cesto de la ropa sucia en el cuarto de baño. Desde allí escuchó un ruido seco, seguido de un grito y un llanto.
—¡Oh, no! —exclamó.
David se había caído del sofá. Iba a resultar que los ejercicios eran un arma de doble filo: tanto esforzarse en que el niño desarrollara su movilidad que precisamente por moverse se había ido de boca al suelo.
—¡Soy una completa gilipollas! —dijo levantando precipitadamente a su hermano del suelo.
Esta vez lo acurrucó con sumo cuidado en la esquina del sofá en una postura mucho más segura, con la espalda bien apoyada, y lo rodeó de cojines. David no tardó en calmarse.
Max, por iniciativa propia, se puso a colocar en el suelo, junto al sofá, los cojines que no había usado Alicia, por si David a pesar de las precauciones volvía a caerse.
—No te preocupes, Alicia, le podía haber pasado a cualquiera.
Alicia trajo unas cervezas de la cocina. Se sentaron en el sofá frente a la televisión. El partido de fútbol ya había empezado. A Alicia no le interesaba el fútbol lo más mínimo, ni siquiera sabía quién jugaba, mas había pensado que sería una buena excusa para invitar a Max. Al fin y al cabo, todos los tíos se volvían locos con el fútbol.
Bebió un trago de cerveza y fingió que miraba el televisor. La lluvia arreciaba por momentos, golpeaba el vidrio de las ventanas como si estuviesen arrojando cubos de agua desde el exterior. Le vino a la mente la imagen de un barco a la deriva. Max, David y ella perdidos en la inmensidad del océano. Le gustó la imagen. Tomó nota mental para escribir una canción.
Se dio cuenta de que Max tampoco prestaba mucha atención al partido. La miró con el ceño fruncido, como un niño que se esfuerza por entender una conversación de mayores.
—Lo siento —dijo Max—. Si alguna vez me ha gustado el fútbol el recuerdo está tan perdido como el resto de mi vida.
—No te preocupes, podemos ver otra cosa. Tampoco es que a mí me guste mucho.
Alicia se inclinó para coger el mando a distancia de la mesita y descubrió que David se había quedado dormido. Su cara rezumaba placidez, tranquilidad.
—¿No es guapísimo mi hermano?
—Ya lo creo —contestó Max.
—Seguro que piensas que vive en un mundo aparte, ¿no es así?
—No, de eso nada. Tu hermano está aquí sentado, junto a nosotros.
Alicia se conmovió. Tal vez solo era que Max, como de costumbre, había tomado de manera literal sus palabras «en un mundo aparte», mas eso no importaba. Max era especial, alguien que como Nelson, su compañero de clase, podía no captar ciertas ironías y dobles sentidos, pero sabía llegar al corazón de las personas, tal vez gracias precisamente a esa simplicidad tan absoluta, al peso constante e inamovible que atribuía a las palabras.
Quizás el mundo sería mucho mejor si todos lo entendieran como Max, sin dobles sentidos, sin ironías ni sarcasmos, un mundo en el que blanco significa blanco y negro significa negro.
En la tele estaban anunciando un nuevo modelo de iPad. Alicia se moría por tener uno de esos. A lo mejor cuando ahorrase un par de sueldos del supermercado…
En el anuncio se veían personas muy distintas, un niño, un anciano, un ejecutivo y un ama de casa, cada uno de ellos usando iPads para diferentes cosas: para dibujar, para componer música, para jugar, para comunicarse. Todos acariciaban aquel pedazo de plástico y cristal con expresión alucinada, como niños, como si fuese el objeto más maravilloso del mundo. Una sucesión de caras sonrientes y fotografías, paisajes, todo con una música muy bonita, besos, imágenes preciosas que cambian de tamaño al pellizcar la pantalla, emails, películas, juegos. Todo salía de aquel aparato que prometía felicidad sin igual. La verdad es que daban ganas de tener uno.
Max observaba el anuncio con mucha atención, inclinado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y el ceño ligeramente fruncido.
El iPad prometía darle a cada persona lo que necesitaba. ¿Cómo podía uno ser feliz sin tener un iPad? Alicia imaginó lo que estaría pensando Max: ¿habría alguna aplicación en aquel iPad que te ayudase a descubrir tu pasado? La idea le pareció absurda.
Lo más curioso de todo era que ella misma, influida por la mera presencia de Max, había estado viendo el anuncio a través de sus ojos, los ojos de Max, y el iPad, un aparato al que estaba totalmente acostumbrada, de pronto le pareció algo fascinante, misterioso, inaccesible, extraño.
¿Por qué cambiamos nuestra manera de actuar, incluso de ver el mundo, en función de los demás?
El siguiente anuncio era de un detergente, nada fascinante, así que cambió de canal. Fue esquivando los anuncios hasta que le llamó la atención una bonita melodía. Era una película. Una voz femenina, muy aguda, cantaba en un idioma desconocido que sonaba la mar de poético. Mientras, en la pantalla se veía un río con sauces en la orilla. Los sauces tenían hojas de color verde intenso que pendían dulcemente sobre la superficie del agua. Los sauces parecían muy cansados. Una brisa estremeció sus hojas mientras la música flotaba en el paisaje.
—Qué bonito —dijo Alicia—. ¿No te encantaría vivir en un sitio así?
Resultó ser una película japonesa. Había algo hipnótico en sus imágenes y en la música. Alicia se acomodó en el sillón y se pusieron a verla. David seguía durmiendo. Alicia le acarició la mejilla. La lluvia seguía repiqueteando contra los cristales.
La película iba de un músico que tocaba el chelo en la orquesta de Tokio. El tío se queda sin trabajo y tiene que regresar a vivir a su pueblo natal, una pequeña villa japonesa. Allí el único trabajo que encuentra es como ayudante en una funeraria. Ese trabajo le avergüenza y trata de ocultárselo a los demás, incluso a su esposa. En una de las escenas, el protagonista tenía que cargar con un cadáver de un lado para otro echándoselo a los hombros.
—Oye Max —dijo Alicia—, tú también tienes espaldas anchas y brazos fuertes. A lo mejor en tu vida anterior también trabajaste en una funeraria —bromeó.
—No lo creo, parece un trabajo muy difícil —dijo Max, pensativo.
El protagonista de la película tenía que realizar complicadas maniobras para adecuar a los muertos. Vestirlos, maquillarlos, incluso los sometía a una sesión de peluquería.
—Jo, parece que en Japón se toman muy en serio lo de enterrar a alguien —dijo Alicia—. Aquí en España solo tienes que echarte el muerto a las espaldas y meterlo en una caja. Es fácil, incluso para ti. Te he visto cargando sacos en el supermercado. Se nota que tienes práctica… —Se tapó la boca. Alicia no pudo evitar la risa floja por su propia gracia.
David se despertó, y contagiado por la risa de su hermana también se puso a reír con pequeños gorgoritos.
—Prefiero el trabajo en el supermercado, la verdad —dijo Max, que por fin pareció entender la broma.
—¿Sabes?, a veces pienso cómo debes de sentirte —dijo Alicia, poniéndose seria—. Cuando me pongo a imaginar cómo será mi futuro solo veo un espacio en blanco. Lo único que veo claro en mi vida es lo que ya he dejado detrás, el pasado. La incertidumbre solo está delante de mí, por decirlo de algún modo. En cambio, para ti la incertidumbre se abre a los dos lados, hacia delante y hacia atrás, hacia el pasado y hacia el futuro. Debe de ser algo así como cruzar un precipicio de niebla caminando sobre una cuerda.
—Tú lo has dicho. Un gran vacío mire a donde mire. —Max se rascó la cabeza—. He leído en una revista que cuando te amputan un miembro del cuerpo sigues sintiéndolo, aunque no puedas verlo. Algo de las terminaciones nerviosas. Eso es lo que yo siento. Mi pasado está ahí y no puedo darle la espalda, aunque no recuerde absolutamente nada. Lo sigo sintiendo, aunque ya no esté ahí. Y es una sensación muy desagradable.
—¿Y crees que podrías tener una familia en algún lugar? Esposa, hijos…
—Bueno, no parece que haya llevado un anillo en mi vida —Max se miró las manos con los dedos extendidos—, al menos durante un tiempo prolongado. Se supone que dejan una marca y no tengo ninguna marca de ese tipo en el dedo, aunque podría haberse borrado con el tiempo.
Max se estiró para sacar la billetera del bolsillo trasero de su pantalón. La abrió y le enseñó a Alicia un pedazo de fotografía en el que aparecía el rostro de una mujer.
—Mira, esto es una de los pocas cosas que conservo de mi vida anterior… Y ni siquiera estoy seguro de que tenga alguna importancia.
—Parece una chica muy guapa —dijo Alicia—. Podría ser tu mujer. A lo mejor una mañana te fuiste a comprar tabaco, te diste un golpe en la cabeza y desapareciste. Esas cosas pasan. O todavía mejor —Alicia sonrió con malicia—: tu mujer se quería librar de ti porque tenía un amante o porque tú eras un hombre muy rico… ¡o por las dos cosas! Entonces contrató a alguien para que te quitase del medio. La jugada le salió mal y saliste vivo. El golpe te hizo perder la memoria y desapareciste. ¿Qué te parece?
—Suena bien. —Max esbozó una sonrisa agria—. Deberías hablar con mi psiquiatra. Tienes más imaginación que él.
Siguieron viendo la película mientras bebían unas cervezas. Cuando la película acabó, Max dijo que se tenía que marchar. Seguía lloviendo con fuerza. Alicia hubiese preferido que se quedase un rato más, pero Max insistió en que era muy tarde. Todas las luces de los alrededores, incluidas las de las farolas, estaban apagadas. La lluvia parecía una cortina de oscuridad que se había tragado el mundo.
—Buenas noches, Alicia. Nos vemos el lunes en el trabajo —se despidió Max.
Desde el umbral, Alicia se quedó contemplando la alta silueta de Max que se fundía con la oscuridad mientras caminaba calle abajo, como una visión que se desvanece.
Alicia regresó al calor del interior. Sintió la ausencia de Max como una punzada.
—¿Es que estás loca, Alicia? —dijo en voz alta.
Su hermanito la miraba con los ojos muy abiertos, como sabiendo lo que venía a continuación.
—Hoy toca bola mágica —le dijo Alicia—. Todavía nos falta una sesión de ejercicios antes de ir a dormir, pequeño.
David comenzó a reír. Alicia estaba cada vez más convencida de que su hermano entendía todo lo que ella decía. Lo veía en sus ojos. Seguro que los ejercicios y las vitaminas estaban dando resultado. A lo mejor todavía no se apreciaba exteriormente, pero Alicia sentía que se había establecido una conexión especial entre ella y su hermano. Y eso ya era un paso muy importante.
—¿Qué te ha parecido mi amigo, es simpático verdad? —le preguntó acariciándole las mejillas.
Mientras lo incorporaba para tomarlo en brazos se llevó una sorpresa horrible. El golpe que se había dado al caerse del sofá le había dejado un moratón tremendo en el hombro.
—Mierda. Lo siento mucho, David, espero que no te duela.
La bola mágica era como Alicia llamaba a una gran pelota de goma hinchable que utilizaba para algunos de los ejercicios de David. El pequeño se tumbaba boca arriba sobre la pelota, arqueando la espalda y estirándose. En esa posición podían realizar numerosos ejercicios.
Alicia comenzó por estirarle los brazos y piernas y hacerle oscilar suavemente para que se divirtiera un poco. El objetivo era relajar la musculación de la espalda, que siempre estaba tensa y tendía a arquearse. Después de aquellas sesiones de ejercicios, David tenía un aspecto mucho más erguido, ya no parecía encorvado como antes. Eso sin duda era otra mejora, se dijo para infundirse ánimos.
Siguieron con la ronda de ejercicios. Abriendo y cerrando las piernas de David una y otra vez, una y otra vez. Masajeándole los músculos tal y como había aprendido en las guías que le había enviado el doctor Vargas. Después los brazos, con diferentes ejercicios de flexión. Alicia contaba las repeticiones y controlaba el tiempo de cada ejercicio con un despertador colocado sobre la mesita de café.
Dos horas más tarde estaba rendida. David, también agotado, se quedó dormido al instante. Alicia le levantó la manguita. El morado que se había hecho en el hombro tenía un tono púrpura aún más intenso que antes. Alicia tuvo que tragarse las lágrimas. Acercó sus labios a su oreja y susurró:
—David, siento que te hicieras daño en el bracito. Sé que estás ahí dentro, hermano, escuchándome. No te preocupes, te voy a sacar de ahí.
Acto seguido se dejó caer en el sillón y cerró los ojos. La oscuridad daba vueltas a su alrededor. La oscuridad era inmensa y ella era muy pequeña, algo diminuto flotando en su interior.
Hizo inventario de los motivos que tenía para vivir. Cada día le esperaba una agotadora jornada de trabajo y frustraciones: las clases, enfrentarse a los idiotas de sus compañeros, a los profesores, el señor T., el supermercado, su madre, Mario el Armario, y luego seguir trabajando con David mientras aguantase despierta.
Pensó cómo sería estar entre los brazos de Max. Sin duda la experiencia resultaría mucho mejor que con Erica, y con esa idea se quedó profundamente dormida.