Eva Luna
Yo no soy Eva Luna, yo soy la mitad de Eva Luna. La mitad de lo que era.
Es la mitad de Eva Luna la que sostiene una pistola y apunta a su padre.
La otra mitad murió a los once años, el día que su padre empezó a abusar de ella, pocos días después de que mi madre la abandonara.
No voy a perder el tiempo recreándome en detalles.
Es cierto que, volviendo la vista atrás, reconozco en mi padre —y me refiero a mi padre de antes de— a un hombre capaz de hacer lo que hizo. Pero eso es solo si hago una reflexión profunda. Los golpes no tienen por qué llevar al abuso sexual.
Todo se reduce a algo muy básico, mi vida se reduce a un punto de inflexión: un cuchillo afilado y perverso cortó mi tiempo en dos partes. Eso hizo mi padre cuando me dijo que me quitara la ropa, que él era «un padre responsable», que quería asegurarse de que su hija se «estaba desarrollando como era debido».
Eso hizo mi padre cuando me sujetó las manos con fuerza, abrió mis piernas como una bestia y me penetró como si fuera un maldito trozo de carne.
En un mundo paralelo existe otra Eva Luna a la que no le falta la mitad.
A veces creo verla en el espejo.
Esa Eva Luna completa está independizada, tiene un trabajo que la enriquece, con niños pequeños, y escribe, su gran pasión, cada tarde, cuando no está paseando con su novio o en el cine, o cenando en un restaurante elegante.
Esa Eva Luna a la que no le falta una mitad tiene el pelo precioso, es esbelta, tiene muchos amigos que la adoran y su novio no se puede creer su enorme fortuna.
Mi yo completa pasa como un hada madrina cambiando la vida de sus estudiantes, apoyando a sus amigos, dando siempre buenos consejos.
Mi yo completa tiene relaciones sexuales con su novio que la satisfacen totalmente.
Por alguna razón se ha distanciado de su padre, aunque le escribe cartas cada mes, cartas a las que él nunca responde.
La Eva Luna completa se ha reencontrado con su madre casi de milagro. Se encontró con ella una tarde en el centro de Londres. Eva comenzó a llamarla a gritos ante la mirada sorprendida de los transeúntes. Su madre, entre lágrimas, fue capaz de explicarle sus razones, las razones por las que tuvo que salir de aquella casa. Terminaron fundiéndose en un abrazo. Tomaron café juntas.
Se han hecho inseparables.
Pienso en la Eva Luna completa y me muero de la envidia.
Solo comparto con ella la edad, veinte años, y las flores del jardín.
La Eva Luna completa, igual que yo, cuida de las flores con extrema dulzura, igual que yo, pero cuando habla con ellas habla de cosas muy diferentes.
No, no es esa la persona que escribe estas líneas. La persona que escribe estas líneas es su mitad. Su peor mitad.
Por desgracia, soy la Eva Luna del pelo grasiento e imposible de peinar.
Soy la Eva Luna que no sabe siquiera si su madre está viva.
Soy su mitad sin amigos, sin novio.
Su mitad repugnante que le sirve cada día la cena al cerdo de mi padre.
Soy la Eva Luna odiosa que le besa en la mejilla.
Soy la Eva Luna grotesca que, todavía en ocasiones, se deja violar por él sin oponer resistencia alguna.
La Eva Luna depravada que, en ocasiones, disfruta de esos encuentros inenarrables.
He leído en alguna parte que los niños que sufren abusos de su padres siguen queriéndolos.
No es así, yo odio a mi padre con todas mis fuerzas, casi tanto como me odio a mí misma.
En ocasiones, mi padre me trae bombones, me agasaja como si fuera su preciosa hija, el muy cerdo.
Yo, la mitad infame de Eva Luna, le sonrío y le doy las gracias.
Pero mis ojos no sonríen.
Eso es lo que soy desde hace más de diez años. Maniatada por mi propia cobardía, por el terror a lo desconocido, por el pavor hacia los demás; paralizada por el horror total y absoluto cada vez que veo a un hombre en la calle o en el supermercado.
Los hombres son perros hambrientos que saltarán sobre tu yugular en cuanto se den las circunstancias apropiadas. Ellos no son cobardes como yo, ellos se arriesgan para conseguir lo que quieren. Lo veo cada día mientras atiendo a los clientes en el maldito bar donde trabajo.
Mi padre es un cerdo pero también es un valiente, y eso es mucho más de lo que se puede decir de mí.
Soy un simple pedazo de carne. Un juguete que él perfora y en el que se desahoga descargando en sus entrañas su semen viscoso y nauseabundo.
Atrapada en esta maldita casa, sin estudios, sin amigos, sin novio, atrapada en un trabajo humillante, sin futuro. Mi padre ha conseguido encerrarme sin cadenas.
Trabajo doce horas al día de camarera en un asqueroso bar de carretera en el que mi padre me puso a trabajar.
Limpio, cocino para él, hago las camas. Solo las tengo a ellas. Mis flores.
Mi tía Carmen, la hermana de mi padre, vino a visitarnos en una ocasión acompañada de mi prima Clara, su hija. Ellos viven lejos, casi nunca nos visitan. Aquel día tomamos té y pastas. Era un día soleado, maravilloso. El jardín estaba precioso, las gotas de agua sobre las flores recién regadas parecían diamantes, parecía el reflejo del océano.
No me parezco en nada a mi tía, ella es mucho más alta y, por supuesto, más esbelta. Tiene un pelo negro como la noche, negro y brillante, maravilloso. Y su hija Clara, mi prima, lleva camino de igualarla en belleza.
Soy tan idiota, tan imbécil, que no supe anticipar lo evidente.
Mi padre preguntó a mi prima que cómo le iba en el instituto. Mi prima arrugó la nariz y respondió que bien, si no fuera por la maldita biología.
Mi tía, apuntándola con el dedo, comentó que eso era culpa de ella y que no le echara la culpa a nadie, que el problema era que no se esforzaba lo suficiente, que no se concentraba, que tenía la ciencia en los genes, que mi padre —doctor de profesión, orgullo de la familia— era prueba de ello.
Mi padre se mordió el labio inferior desde dentro, entornó los ojos y se ofreció entonces a ayudar a mi prima con su proyecto de biología. A mi padre se le ocurrió que, mientras tanto, mi tía y yo podríamos ir de compras y renovar mi vestuario.
Ninguna de las dos supimos negarnos.
Compramos unos vestidos preciosos mi tía y yo, unos vestidos que perdían toda su belleza en el preciso instante en el que tocaban mi piel, la piel de la peor mitad de Eva Luna.
Mi tía me habla siempre de muchas cosas, pero nunca, jamás, me pregunta por la relación que tengo con mi padre.
Nunca, jamás, me pregunta por qué abandoné los estudios, no me pregunta si echo de menos a mamá, si tengo amigos, si tengo novio…
Nunca, jamás, me pregunta nada que pueda llevar la conversación, de un modo u otro, a los abusos de mi padre.
Clara está ya hecha una mujercita —decía mi tía una y otra vez mientras su sonrisa se extendía por toda su cara, desde la boca hasta los ojos— y te adora, Eva, no sabes cuánto. —Yo dejaba pasar los minutos como si fueran unos minutos cualquiera.
Pero esos minutos no eran unos minutos cualquiera.
Me avergüenzo al recordar que durante esos minutos ya inaccesibles mi única angustia se debía a mi horror, a mi repugnancia ante mi propio aspecto: la mitad de la mujer que me miraba desde el otro lado del espejo del probador.
Entre prenda y prenda, mientras caminábamos de una tienda a otra, nuevos minutos surgían de la nada y desaparecían para dar lugar al siguiente.
Sin piedad, sin fin.
Cuando volvimos las dos a mi casa ya era demasiado tarde. Esos minutos se habían cristalizado y ya no se podían cambiar.
Mi prima Clara sonreía con la boca, pero sus ojos no se contagiaban de la sonrisa. Mi tía tenía prisa y se despidió de nosotros, de mi padre (su hermano), y nos dijo buenas noches. Mi prima Clara dijo adiós con esa sonrisa a medias y dio las gracias a mi padre por su ayuda con el proyecto de biología.
Esa noche mi peor mitad no era capaz de conciliar el sueño.
Tenía que encontrarla.
Me levanté de la cama, me puse las zapatillas y comencé a deslizarme de un cuarto a otro entre las sombras.
Busqué por toda la casa, en la cocina, en el salón, en el balcón…
Pasé al menos dos horas en el jardín, preguntándole a las rosas, a las achiras, a las caléndulas, buscando entre los tallos, debajo de las hojas, pero ninguna sabía nada.
Abrigada por la luz de la luna, lloré sobre mis flores.
Volví a la casa con los pies todavía húmedos por el rocío del césped y miré incluso debajo de la cama de mi padre, que roncaba como un gorila.
Pero no la pude encontrar.
Bajé entonces a este sótano atestado de polvo y me puse a rebuscar entre cajas de cartón olvidadas, muebles y sillas tan rotas e inútiles como yo lo soy.
Y seguía sin encontrarla.
Solo encontré fotos viejas de mi madre. En una de ellas está en el centro de Barcelona y me tiene cogida de la mano, pero esa no soy yo, esa es la Eva Luna completa, la de antes de, la Eva Luna a la que no le falta nada.
En otra foto, mi madre charla con una amiga en una cafetería.
Hay también una foto de cuando yo tenía apenas tres años, en la guardería. Todos los niños sonríen, disfrutan, se divierten. Adoran a su maestra.
Revistas antiguas, actores de cine, actrices esbeltas, delicadas, con un pelo precioso.
Las revistas de medicina de mi padre.
Periódicos.
Cuentos infantiles de hadas, princesas, príncipes…
Recuerdo el impacto que me causó ver a mi prima Clara después de volver de las compras con mi tía, con su madre.
Cuando volví a casa con mi tía, después de que cristalizaran los minutos, a mi prima Clara le faltaba la mitad, su mejor mitad, y yo no he sido capaz de encontrar esa mitad por ningún lado.
Mi padre había abusado de ella.
Comprendí entonces, comprendo ahora, mientras las lágrimas silenciosas surcan el polvo que cubre mis mejillas, que la mitad de mi prima Clara no estaba ya en esta casa, por eso no la podía encontrar; comprendí que la Eva Luna completa no existe en ningún universo paralelo ni en ninguna dimensión. Mi padre se encargó de incinerarla, de convertirla en polvo, como el polvo que me rodea en este oscuro sótano.
Yo no soy Eva Luna, yo soy la mitad de Eva Luna. La mitad de lo que era.
Es la mitad de Eva Luna la que sostiene una pistola y apunta a su padre.
Han pasado meses desde que mi padre arrebató su mejor mitad a mi prima Clara. Muchas veces he bajado a este sótano a llorar, a refugiarme en la oscuridad entre cajas de cartón olvidadas, muebles y sillas tan rotas e inútiles como yo lo soy. Hasta que un día encontré la puerta cerrada y supe que al otro lado de esa puerta, en la oscuridad, sola y asustada, había alguien más.
Fue entonces cuando supe que mi padre no tenía suficiente conmigo para satisfacer sus depravados deseos. Mi padre es un perro hambriento que saltará sobre tu yugular en cuanto se den las circunstancias apropiadas. Él no es cobarde como yo, él se arriesga para conseguir lo que quiere.
La última víctima de mi padre se llama Alicia Roca y tiene dieciséis años. Está atada a una vieja butaca, se retuerce y chilla. Su rostro es ovalado y suave, tiene una nariz respingona y ojos grandes que gritan en silencio. De algún modo sé que se avergüenza de su cuerpo entrado en carnes, pero a mí me resulta hermosa. Pura y hermosa porque su cuerpo aún no ha sido mancillado por las manos de un hombre.
Ella es la última víctima de mi padre, aunque afortunadamente el muy cerdo aún no ha tenido tiempo de tocarla. La idea me produce una alegría infinita. Algo puro se ha preservado. Cuando ella salga de este sótano frío y húmedo podrá recuperar su vida, mientras que yo, la mitad de Eva Luna, su peor mitad, quedaré aquí encerrada para siempre. Pienso en la luz del sol y me muero de la envidia. A lo mejor tendría que dirigir la pistola contra mi cabeza y acabar con todo de una vez.
Pero no puedo olvidarme de mi padre. Mantengo la pistola en alto, los brazos tensos.
Las paredes de cemento del sótano rezuman humedad. Puedo sentir la humedad mordiente del frío suelo en las plantas de mis pies. Una bombilla desnuda, colgada de un cable en el techo, ilumina la estancia. La bombilla se balancea ligeramente, o quizá sea mi mente la que oscila como si me encontrase sobre la cubierta de un barco mecido por las olas.
Muchas veces he bajado a este sótano a llorar, a refugiarme en la oscuridad entre cajas de cartón olvidadas, muebles y sillas tan rotas e inútiles como yo lo soy.
Pero ahora no estoy sola.
Mi padre, arrodillado en el suelo, tiene la nariz rota y la boca cubierta de sangre de un modo que resulta obsceno. Sus cejas se curvan y se juntan, arrugándole la frente como si fuera una rata estrujada, un trapo sucio de cocina. No he sido yo quien le ha golpeado de ese modo. Cuando mis piernas temblorosas me han traído hasta este sótano, ellos ya estaban aquí, junto a mi padre. La luz de la bombilla proyecta sus sombras sobre el suelo de cemento gris. Naturalmente, yo no proyecto ninguna sombra, lo cual no me produce ninguna sorpresa.
El hombre que ha golpeado a mi padre se yergue ante mí en toda su imponente altura. Tiene la nariz dilatada y el labio inferior tenso. Su sombra se proyecta en el suelo y se extiende hasta mí, hasta el lugar vacío donde debería encontrarse mi propia sombra inexistente. El hombre que ha golpeado a mi padre se llama Max N. N. y es el hombre más hermoso que mis ojos han contemplado jamás.
El hombre que ha doblegado a mi padre tiene los ojos azules, el pelo negro, la mandíbula fuerte, el mentón perfilado. Puedo percibir la suavidad de sus mejillas a través del espacio que nos separa. Es tan hermoso que podría descansar mi mirada en su rostro durante una eternidad. Debe medir casi dos metros de alto, irradia poder y masculinidad. Tiene unos brazos fuertes, hombros cuadrados y el torso que se adivina musculoso. Aunque viste un sencillo uniforme más propio de alguien que desempeña un trabajo poco cualificado, su porte es elegante, distinguido, aristocrático.
Retengo el aliento cuando cruzamos una mirada. En sus ojos no existe el menor atisbo de miedo a pesar de que es él quien está desarmado y soy yo, la peor mitad de Eva Luna, la que sostiene una pistola entre sus manos. Su mirada es inocente y pura, me recuerda a la de un niño audaz y valiente, intrépido y curioso. La clase de niño que no dudaría en adentrarse en un pozo en tinieblas para descubrir un misterio o para ayudar a un amigo en apuros.
Me pregunto cómo un hombre puede tener esa mirada inocente, profunda y reconfortante. La respuesta llega como un susurro: Max N. N. no tiene recuerdos, su mente está en blanco. Ningún recuerdo atormenta su conciencia. Max N. N. es un ser libre y puro, desligado de las ataduras del pasado.
El pasado de Max N. N. ha cristalizado como los minutos de mi prima Clara, pero ese pasado no le acompaña.
Me pregunto cómo habrá logrado liberarse de la carga de la memoria. Quizá yo también podría borrar la parte sucia que hay en mí, destruir todos los recuerdos inenarrables que me atormentan, limpiar la podredumbre de la sucia mitad de Eva Luna. Tal vez solo tendría que dirigir la pistola hacia mi cabeza. Apretar el gatillo y todo habría acabado.
Pero no puedo olvidarme de mi padre. Mantengo la pistola en alto, los brazos tensos.
Mi padre, de rodillas en el suelo, me está gritando algo, sus cejas arrugan su frente ensangrentada como un trapo mojado. Veo cómo se mueven sus labios, el movimiento de su garganta, aunque ningún sonido llega hasta mis oídos. En mi cabeza solo resuena un zumbido sordo, como si estuviera sumergida bajo el agua. No necesito escuchar a mi padre para saber lo que quiere de mí. Quiere mi ayuda. Quiere que dispare al hombre que le ha golpeado. Mi padre me amenaza, me explica todo el daño que me hará si no le obedezco.
La verdad es que tengo miedo. La pistola tiembla entre mis manos. Todos estos años temiendo, temiendo, hasta que el miedo se ha hecho mi amigo íntimo, un amigo traidor y tramposo. Hasta ahora no me había dado cuenta de que el miedo era en realidad el mejor amigo de mi padre.
Hay alguien más a mi lado. Una mujer que también me está gritando algo. La mujer enseña los dientes inferiores en una mueca de horror, tiene el rostro desencajado y de su garganta salen palabras que nunca llegan a mis oídos. En realidad no puedo escuchar nada de lo que me rodea. Es como si nos encontrásemos inmersos en un tanque de líquido transparente que amortiguase cualquier sonido.
Esa mujer se llama Carla. Debe de ser una mujer muy valiente si ha venido hasta aquí para enfrentarse a mi padre. Tiene la piel pálida, la frente amplia y noble, los ojos ovalados como un felino hermoso. Es muy guapa cuando grita asustada y aún es más guapa cuando sonríe plácidamente. Tengo la impresión de que ella y mi otra mitad, la mitad feliz de Eva Luna, podrían llegar a ser muy buenas amigas si alguna vez se conociesen, aunque sé que eso es imposible.
También sé que, de algún modo, ella es la responsable de que todo esto esté sucediendo. Ella es la responsable de que Max N. N., el hombre más hermoso que haya visto jamás, le haya dado una paliza a mi padre. Ella es la responsable de que yo sostenga una pistola en mis manos.
Quiero decirle que se tranquilice, que no voy a hacerle daño. Me gustaría abrazarla y calmar su miedo.
Pero no puedo olvidarme de mi padre. Mantengo la pistola en alto, los brazos tensos.
La bombilla que cuelga del techo nos inunda a los cinco con su luz incandescente. El destello de ese sol en miniatura me ciega por unos instantes. Las sombras que proyecta se alargan y entrelazan como si tuviesen vida propia.
Cierro los ojos y escucho el sonido de mi propia respiración acompasada por los latidos de mi corazón. Tengo la impresión de que el tiempo se ha detenido. De pronto tengo mucho miedo. Me siento diminuta en la oscuridad que se abre tras mis párpados, las tinieblas quieren tragarme, hacerme desaparecer.
Abro los ojos. Parpadeo. Solo ha transcurrido un instante pero algo ha cambiado.
Mi padre sigue arrodillado, sangra por la nariz mientras sus labios húmedos y rojos me gritan algo que no puedo escuchar. El resto de la escena es diferente, el deslizar de mi consciencia se ha colado por un pliegue oculto de la realidad para atisbar a un mundo diferente.
Un mundo en el que el hombre que ha doblegado a mi padre, Max N. N., tiene una expresión de absoluto terror en los ojos. Ahora es él el que arruga la frente. Su mirada ya no es inocente y pura.
Me recorre un estremecimiento. Nunca he visto semejante expresión de sufrimiento. Todos los músculos de su rostro se han contraído con un espasmo de dolor, arquea las cejas y tensa los labios, estirados y temblorosos. Intento adivinar qué es lo que provoca ese dolor. Lo descubro cuando le miro a los ojos. Tiene la vista fija en un punto frente a él, pero lo que observa no está aquí y ahora, sino que pertenece a su pasado.
Comprendo que ha recuperado sus recuerdos perdidos y esos recuerdos le han traído la visión de algo que le causa un horror inimaginable. Me pregunto qué puede asustar de ese modo a un hombre como él. Me pregunto qué clase de recuerdos pueden provocar tanta desesperación y angustia.
Sacudo la cabeza e intento coger aliento, como si me zambullese en el fondo del mar. Mi conciencia se adentra más y más en una rendija de la realidad que asoma a un mundo diferente.
Un mundo en el que la mujer llamada Carla Barceló ya no grita histérica a mi lado. Ahora tiene un bebé en brazos y lo acuna con placidez. El bebé es su hijo. El pequeño tiene las mejillas regordetas y el pelo rubio y rizado. Es un niño fuerte y sano. Su boquita emite gorjeos de felicidad. La mujer canta una nana con una voz suave mientras contempla a su hijo con una expresión de infinita felicidad. La felicidad la hace parecer mucho más hermosa. Viéndola, comprendo que es una mujer plena, satisfecha, realizada. Sus largos dedos acarician las mejillas del bebé mientras lo acuna contra su pecho y susurra una nana:
Cuando la luna te sirva de manto, mi niño,
no te olvides de las estrellas.
Me pregunto de dónde habrá salido el bebé, su hijo. La mujer llamada Carla lo acuna con ternura entre sus brazos y, aunque todo sigue sumido en el más absoluto silencio, puedo escuchar su voz con claridad cantando una nana, y esa voz me empuja más y más abajo, alejándome de mi mundo para adentrarme en una realidad diferente.
Una realidad donde la joven secuestrada por mi padre ya no está maniatada a una vieja butaca del sótano. Su cuerpo ha cambiado. Ahora es delgada, esbelta y femenina como una gata. Lo que más me llama la atención es que junto a ella hay un niño de unos cuatro años. El niño es su hermano. El pequeño ríe, corre y salta a su alrededor, y eso hace muy feliz a la joven Alicia. Ver a aquel niño correr y saltar parece significar mucho para ella. Lo contempla con los ojos muy abiertos, unos ojos que se contagian de la amplia sonrisa que se despliega en sus labios, como si fuese algo extraordinario que un niño de esa edad se dedique a corretear lleno de energía.
Me recorre un escalofrío. Seguimos en el mismo sótano de mi casa, la misma bombilla en el techo, el mismo hedor a humedad. Solo que aquellas personas han cambiado. No sé de dónde ha salido el bebé que acuna Carla, ni el niño pequeño con el que juega Alicia. No sé por qué Max, el hombre más hermoso que haya visto jamás, tiene ahora semejante expresión de horror en el rostro.
Y de pronto comprendo que lo que tengo ante mis ojos no es sino la otra mitad de estas personas, sus mitades completas. Me doy cuenta de que no solo es Eva Luna la que está incompleta, también lo están estas tres personas que han irrumpido en mi mundo para cambiarlo por completo.
Parpadeo y este extraño mundo diferente se evapora como un sueño. Se desvanece como una pompa de jabón. Los sonidos han vuelto y los gritos golpean mi cuerpo como algo físico. La sangre vuelve a correr por mis venas y bate en mis oídos. El tiempo ha echado a andar de nuevo.
El hombre más hermoso que jamás he visto vuelve a tener la mirada inocente de un niño. La mente de Max N. N. está en blanco de nuevo, los recuerdos han desaparecido y con ellos también se han ido los horrores que los poblaban. Y, aunque ahora puedo ver la confusión en su mirada, su belleza sigue intacta, un barco sin ancla, un barco enorme, forjado de acero, en mitad de la peor tormenta de la historia.
La mujer llamada Carla vuelve a estar asustada, grita histérica. El bebé ha desaparecido y en sus ojos se refleja un dolor antiguo y profundo, como una piedra negra que se vislumbra al fondo de un estanque, un pequeño tumor del que no puede desprenderse, un dolor duro como un diamante prendido a su corazón. Ese dolor es la pérdida de su bebé.
La joven adolescente vuelve a ser gordita y frágil. En su mirada identifico la tristeza por la enfermedad de su hermano pequeño, una enfermedad que jamás le permitirá caminar, ni jugar, ni moverse como cualquier otro niño de su edad.
Todas aquellas personas divididas por la mitad. Como yo.
Yo no soy Eva Luna, yo soy la mitad de Eva Luna. La mitad de lo que era.
La peor mitad.
La otra mitad de Eva Luna murió a los once años, el día que su padre empezó a abusar de ella, pocos días después de que mi madre la abandonara.
Todos estos años temiendo, temiendo, hasta que el miedo se ha hecho mi amigo íntimo, un amigo traidor y tramposo. Hasta ahora no me había dado cuenta de que el miedo era en realidad el mejor amigo de mi padre.
Mi padre, el todopoderoso, agazapado en sombras, escondido tras la máscara digital, capaz de cualquier cosa por satisfacer sus deseos. Mi padre es un perro hambriento que saltará sobre tu yugular en cuanto se den las circunstancias apropiadas, inteligente y malvado, capaz de arrebatarle una niña a cualquiera, incluso al hombre más poderoso del mundo.
Todo se reduce a algo muy básico, mi vida se reduce a un punto de inflexión, a un cuchillo afilado y perverso que cortó mi tiempo en dos partes. Eso hizo mi padre cuando me sujetó las manos con fuerza, abrió mis piernas como una bestia y me penetró como si fuera un maldito trozo de carne.
En un mundo paralelo existe otra Eva Luna a la que no le falta la mitad.
A veces creo verla en el espejo.
Es la mitad de Eva Luna la que sostiene una pistola y apunta a su padre.