25

Carla

Se metieron en una cafetería frente a la comisaría de policía. El local era grande y estaba lleno. Carla y Héctor Rojas, el funcionario de la Oficina de Protección del Menor, se sentaron a una mesa libre, al fondo. En el ambiente flotaba el aroma a café y a bollería dulce. Los rayos de sol de aquella mañana invernal se deslizaban oblicuos hacia el interior del establecimiento a través de una gran cristalera que daba a la calle, acentuando los contornos de las columnas de humo que expelían las tazas de café.

—¿Le apetece tomar algo? —preguntó el funcionario.

Carla pidió un vaso de agua. Tenía la garganta reseca, le dolía como si le hubiesen pasado algo áspero por la tráquea. Recordó que había gritado mucho en la comisaría, a lo mejor más fuerte de lo que pensaba. En el estómago tenía metal fundido. El trato que le habían dado en la comisaría había sido indignante. Todavía era mucho peor la acusación que pesaba sobre su hermano. No se podía entender que lo estuviesen acusando de abusar de una menor de edad.

El funcionario se puso en pie, fue hasta la barra y regresó al cabo de unos instantes con un botellín de agua y un café. Cruzó las manos sobre la mesa. La mirada de Carla recayó una vez más sobre la mancha en su cráneo desnudo. Tenía bordes irregulares y una forma simétrica indefinida. Una máscara siniestra. Hizo un esfuerzo para apartar los ojos.

Carla colocó la botella de agua a su izquierda, agarrándola con la mano derecha. Sus tobillos estaban cruzados bajo la mesa. Héctor tenía su taza de café justo en el centro de la mesa, frente a él.

—Siento muchísimo lo que le ha ocurrido a su hermano —dijo el funcionario—. ¿Cómo está?

—Grave. En coma. Los médicos me han estado preparando para lo peor… —Se le quebró la voz y apretó los labios para contener un lamento. Tenía la cabeza agachada y la mano derecha aferrada a la botella de agua. Era como si dentro de ella se hubiese instalado un vacío absoluto. Si quería mantener la fachada de entereza tenía que apartar de sus pensamientos la imagen de su hermano en el hospital rodeado de tubos, su rostro deformado, al borde de la muerte. Parpadeó para alejar aquellas imágenes. La mujer que aparentaba ser Carla Barceló y que era una pura fachada levantó la cabeza y miró fijamente al hombre sentado frente a sí—. Dijo que podría explicarme lo que le ha ocurrido. ¿Qué es lo que sabe? —preguntó.

—Sospecho que a su hermano le han tendido una trampa —respondió Héctor Rojas.

—¿Una trampa? ¿Quién? ¿Cómo?

—Antes de explicárselo, tengo que hacerle una pregunta. Quiero confirmar algo. Después de nuestra primera conversación, cuando nos conocimos en la presentación de su libro, hablamos de que usted iba a trabajar en la búsqueda de perfiles en internet de jóvenes como las víctimas de las que le hablé. Así lo hizo, ¿no es cierto?

Carla soltó la botella de agua y se llevó la mano a la frente. Ladeó la cabeza hacia su derecha y cerró los ojos en un esfuerzo por ordenar sus pensamientos.

—Estuve trabajando en eso —explicó con los ojos cerrados—. Diseñé un programa especial, los informáticos lo llamamos robot de búsqueda. Es la misma clase de programa que se utiliza con la publicidad en internet para encontrar a la gente interesada en un producto determinado. Es una especie de buscador automático. Funciona con palabras clave. En este caso diseñé las palabras clave para que el robot identificase adolescentes con conflictos familiares, como usted me explicó, que pudiesen estar siendo víctimas de un acoso en la Red.

—Comprendo —asintió Héctor—. ¿Y dio resultado?

—Sí que di con algunos perfiles sospechosos —respondió Carla—. Típicos acosadores. Adultos que se hacían pasar por menores de edad. Alguno de ellos podría ser el individuo que usted buscaba.

—¿Y qué hizo después?

—Bueno, para averiguar más cosas de esos individuos hay que hablar con ellos. Seguirles el juego. Para eso se suplanta la identidad de alguno de los chicos con los que se relacionan habitualmente y se le sigue la conversación al acosador para intentar descubrirle. La verdad es que no he tenido mucho tiempo para ocuparme de eso. —Carla se masajeó las sienes. Apretó los ojos. Le dolía mucho la cabeza—. Lo siento, he tenido algunos problemas personales estos últimos días.

Le sobrevino una sensación de vértigo al pensar en la demanda que MyLife había interpuesto contra ella. La demanda seguía adelante. En su teléfono móvil tenía montones de llamadas perdidas de su editora y del abogado de la editorial, pero ni siquiera podía concebir la idea de hablar con ellos en aquellas condiciones. Las fuerzas la habían abandonado. Era incapaz de enfrentarse a nada que no fuese respirar y tratar de sobrevivir a los próximos minutos.

—No se preocupe. Lo comprendo —dijo Héctor. Reflexionó unos instantes—. Sin embargo, entiendo que usted le explicó a su hermano lo que estaba haciendo y que él sí se ocupó de seguir el juego a algunos de esos presuntos acosadores.

Carla asintió con cansancio, abrazándose a sí misma con ambas manos.

—Sí. Él estaba escribiendo un artículo para el periódico. Isaac quería saber de primera mano cómo se comportan esos individuos.

—¿Qué es lo que hizo su hermano exactamente?

—Yo le ayudé a suplantar la identidad de algunas de las chicas que hablaban con los sospechosos. Le dije que tenía que seguirles la corriente a los acosadores para sacarles información que los delatase. La mayoría comete tarde o temprano algún error que los deja al descubierto. Dan algún dato sobre sí mismos o tratan de citarse en persona con las chicas. Es el mismo procedimiento que sigue la policía cuando busca pedófilos en la red. Mi hermano incluso bromeó sobre eso. Dijo que a lo mejor en los chats de menores no hay ningún adolescente de verdad, que todos son pedófilos haciéndose pasar por menores queriendo engañarse unos a otros. —Carla apretó los labios. Cuánto daría por volver a escuchar las bromas de su hermano.

—Comprendo. Entonces su hermano fingió ser una chica menor de edad.

Carla miró a Héctor Rojas con los ojos muy abiertos. Tuvo la sensación de que se derramaba sobre ella un jarro de agua fría. De pronto fue como si se hubiese despejado la niebla que le impedía ver. Una serie de imágenes inconexas que hasta entonces habían flotado en la periferia de su mente comenzaron a alinearse y a tener sentido unas con otras.

—¡Un momento! —exclamó—. ¡Claro que Isaac se estaba haciendo pasar por una chica! Entraba en los chats. ¡Por eso la policía piensa que es un acosador!

—Veo que empieza a comprender —dijo Héctor.

—¡Pero si él solo estaba investigando! —exclamó Carla—. ¡No pueden acusarlo de nada!

—No es tan sencillo. Déjeme explicarle. Lo que me cuenta confirma mis sospechas. A su hermano le han tendido una trampa.

—¿Una trampa? ¿Cómo? —Carla clavó en el funcionario una mirada expectante. Tenía las manos sobre la mesa, apoyadas como un corredor esperando a que suene el pistoletazo de salida.

—Hace unos días llegó a mis manos la denuncia de alguien llamado Aitor González…

—¡Ese es el que atacó a mi hermano!

—Así es. Le voy a explicar lo que pasó. Todo empezó cuando Aitor González recibió un mensaje en su teléfono móvil. En ese mensaje se le decía que alguien estaba chantajeando a su hija a través de internet. Su padre la sorprendió mientras la chica se masturbaba delante de la webcam a las órdenes de un desconocido al otro lado. Ya puede imaginarse la desagradable sorpresa que fue para él. Hacía algún tiempo que sospechaba que algo le pasaba a su hija. Según su propia declaración, la chica se había vuelto huraña, malhumorada y poco comunicativa. Desgraciadamente, ese cambio de carácter de rebeldía contra los padres es algo habitual en muchos adolescentes. El cambio de temperamento en el paso a la adolescencia hace muy difícil que los padres puedan darse cuenta cuando hay algún problema serio porque ese comportamiento muchas veces es normal. Algo que sabemos muy bien los que hemos pasado por esa etapa con nuestros hijos. —Héctor Rojas esbozó una sonrisa cansada—. El caso es que cuando Aitor González descubrió lo que estaba pasando, fue a la policía y presentó una denuncia. Como es habitual, la policía remitió una copia de la denuncia a mi oficina. Como ya dije, presto mucha atención a todos los casos de acoso por internet. En especial, aquellos que tienen similitudes con los sucesos que le relaté. Todavía siguen sin esclarecer los casos, y también la desaparición de Irena Aksyonov. Sin embargo, en la denuncia de Aitor González no había nada que, en principio, me llamase especialmente la atención. Otro caso más de chantaje a una menor por internet, desgraciadamente uno más entre las docenas de situaciones similares que ocurren cada día.

—Pero este caso no era uno más —musitó Carla con un nudo en el estómago.

—Y no sabe cuánto lamento no haberme dado cuenta antes. —Héctor meneó la cabeza con tristeza—. Unos días después, la policía me informó de que Aitor González había encontrado por su cuenta al acosador de su hija y que le había propinado una paliza. Puede imaginar mi sorpresa cuando leí el nombre del supuesto acosador: Isaac Barceló. Yo había hablado con su hermano solo unos días antes. Su hermano estaba escribiendo un artículo para el periódico en el que iba a relatar algunos de los casos de los que les hablé cuando nos vimos por primera vez. Estuvimos compartiendo algunas notas. Por supuesto, no pensé ni por un segundo que su hermano tuviese algo que ver con el acoso. Me puse rápidamente en contacto con la policía para saber lo que había pasado. También conseguí hablar con el padre de la chica. Todo lo que he sabido me lleva a pensar que alguien le tendió una trampa a su hermano.

—¡Dios mío! ¿Cómo?

Héctor se masajeó el mentón. Tenía grandes ojeras y la mirada cansada.

—Hágase esta pregunta: ¿quién le envió a Aitor González el mensaje avisándole de que alguien estaba abusando de su hija por internet?

—Creo que entiendo lo que quiere decir —exclamó Carla abriendo mucho los ojos.

—Quien le envió ese mensaje lo hizo con un objetivo muy concreto. Quería que supiese lo que estaba ocurriendo con su hija. Sabía que su padre se pondría a revisar los mensajes del correo electrónico. En uno de esos mensajes el acosador le proponía un encuentro en persona. Ese mensaje también tenía un propósito determinado. Fue el padre quien respondió haciéndose pasar por su hija, aceptando el encuentro. Quedaron en verse en un bar de copas del centro de Madrid. Eso sucedió hace tres días. Verá, el padre de la chica es un hombre impulsivo y violento, del tipo que les gusta tomarse la justicia por su mano. El acosador, sin duda, lo sabía. A la hora de la cita, poco antes del mediodía, el bar de copas estaba prácticamente vacío. Allí solo había una persona. Esa persona era su hermano. El padre de la chica lo tomó por el acosador que se había citado con su hija.

—Pero mi hermano no estaba allí por casualidad —dijo Carla negando enérgicamente con la cabeza. Por fin comprendía lo ocurrido.

—No. Su hermano esperaba encontrarse allí con el acosador. ¿Se da cuenta? Fuera quien fuese ese individuo, debió descubrir el engaño. Piense en la situación. Su hermano fingiendo ser una muchacha de trece años. Al otro lado, alguien que se hace pasar por un adolescente, que en realidad es un hombre mayor de edad. Ninguno de los dos sabe quién es el otro, aunque los dos intentan descubrirse mutuamente. ¿Qué es lo que haría usted para saber quién está al otro lado?

—Concertar una cita —respondió Carla con un nudo en la garganta.

—Así es. Y eso es lo que hizo ese individuo. Cuando descubrió que ya no estaba hablando con una adolescente, sino con alguien que quería descubrirle, en lugar de romper el contacto fingió que no se había dado cuenta. Siguió con la farsa. Entonces le envió un mensaje al padre de la chica advirtiéndole. Sabía que a partir de ese momento el padre revisaría los mensajes de su hija. Después envió un mensaje para citarse en un lugar, sabiendo que sería el padre quien se presentaría. También le envió un mensaje a su hermano para citarse en el mismo lugar.

—Y mi hermano cayó en la trampa y acudió a esa cita creyendo que descubriría al acosador. Se encontró con el padre de la chica fuera de sí.

Carla descargó su peso contra el respaldo de la silla. Se llevó la palma de la mano a la frente. Las ideas se agolpaban en su cabeza.

—Hay que reconocer que fue una maniobra muy inteligente —dijo Héctor Rojas—. Utilizó al padre de la joven para atacar a quien intentaba descubrirle, aunque no tenía ni idea de quién era. Y todo sin mancharse las manos, sin correr un solo riesgo. Ese individuo ha demostrado una inteligencia muy retorcida, llegando a manipular incluso al padre de la chica para sus propósitos. ¿No le resulta familiar ese modo de actuar?

Carla alzó la cabeza con una sacudida, su cuerpo se envaró.

—Lo que pienso —dijo el funcionario— es que quien le tendió la trampa a su hermano es el mismo individuo que hizo desaparecer a Irena Aksyonov —sentenció.

Carla le miró al fondo de los ojos.

—¿Por qué lo cree? —preguntó.

—No es solo una conjetura. Tengo pruebas. Empecé a atar cabos cuando nadie supo explicarme quién le había enviado el mensaje a Aitor González avisándole de que estaban acosando a su hija. Había algo en todo esto que me resultaba sospechosamente familiar. ¿Qué pasó realmente con Irena Aksyonov? Aún no lo sabemos. Aunque sí sabemos que el que la hizo desaparecer actuó de un modo muy ingenioso. Delante de las narices de todos. Sin mancharse las manos. De un modo tan ingenioso que la policía aún no ha podido averiguar lo que pasó. La trampa que le tendió a su hermano resulta igual de inteligente. No conocía su identidad, no sabía nada sobre él y, sin embargo, casi logra matarle. Estamos sin duda ante un individuo muy inteligente.

—Parece muy seguro de que es la misma persona que hizo desaparecer a Irena Aksyonov —dijo Carla.

—Lo estoy —asintió Héctor—. Aún no le he contado todo. Para confirmar mis sospechas, después de entrevistarme con el padre quise hablar con su hija. Al menos lo intenté. La chica apenas cruzó una palabra conmigo. Estaba como ida, con claros síntomas psicóticos. En el poco tiempo que estuve con ella no paraba de repetir cuánto odiaba a su padre. Físicamente estaba muy desmejorada, con evidentes signos de anorexia. Sospecho que todo eso es el resultado de la brutal manipulación a la que la ha sometido el acosador. Lo más importante es lo que vi en uno de sus brazos. —Héctor señaló su propio antebrazo—. Aquí. Un tatuaje. No era un dibujo, sino unas palabras. Una frase, en realidad.

El funcionario cogió una servilleta y sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta. Carla no pasó por alto que la mano le temblaba al escribir unas palabras:

«Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí».

Carla sintió que algo frío se le derramaba por la espalda.

—¡Dios mío! —exclamó.

Héctor depositó el bolígrafo en la mesa con un pequeño golpecito. Alzó los ojos y la miró fijamente.

—No me quiso decir de dónde había sacado la idea para el tatuaje. Su padre me explicó que se lo había hecho unas pocas semanas atrás.

—Entonces era él —musitó Carla—. El mismo que estábamos buscando desde el principio. Isaac lo tenía.

—Así es. No sabe cuánto lamento lo que ha pasado. Me siento responsable. Si yo no hubiese hablado con ustedes, nada de esto habría ocurrido.

Carla no pudo evitar pensar que había sido ella quien había puesto a su hermano a seguir la pista mientras ella se olvidaba del asunto. Se habían tomado aquello casi como un juego, en contra de lo que ella misma había advertido tantas veces: que internet no era un juego, que había un peligro real que no desaparecía con pulsar el botón de apagado del ordenador como muchos padres ingenuamente creían. Que ese peligro afectaba a la vida real de sus hijos y de ellos mismos.

Si no se hubiese tomado aquello a la ligera, si no hubiese dejado que Isaac suplantase la identidad de aquella chica, nada de aquello habría ocurrido.

La idea la angustiaba hasta límites que no creía posible soportar.

—Tiene que contarle todo esto a la policía —dijo Carla—. Mi hermano está acusado de abusar de una menor. Tienen que retirar los cargos contra él.

—No se preocupe. Es lo que pretendía hacer. Antes quería hablar con usted y explicárselo todo. Siento mucho lo que ha pasado. Ese individuo es muy peligroso. Ha sido una irresponsabilidad querer encontrarlo por nuestra cuenta. Espero que la policía acabe dando con él.

—¿Y si nunca lo encuentran? —Carla respiró hondo. Negó con la cabeza. La ira anegaba hasta el último átomo de su ser—. Yo no voy a dejar esto así. Voy a descubrir a ese hijo de puta de una vez por todas —dijo con voz dura. Se sentía como una olla a presión a punto de estallar.

Héctor alzó las cejas y se echó hacia atrás en la silla.

—Creo que debería pensar lo que dice. Lo mejor es que dejemos que la policía se ocupe. Tiene que darse cuenta de que no estamos hablando de un vulgar acosador de menores. Ese individuo es un psicópata muy peligroso. Muy inteligente. No tuvo dificultad en manipular la situación para deshacerse de su hermano y ni siquiera sabía quién era. ¿Se da cuenta? La astucia de ese individuo no tiene límites.

—¿Inteligente? Entonces vamos a medir nuestras inteligencias. —Los ojos de Carla brillaron enfebrecidos. Apretó los puños con fuerza y respiró profundamente. Podía sentir la presión que las plantas de sus pies ejercían sobre el suelo—. Va a pagar por todo lo que ha hecho. —Los ojos se le empañaron—. Lo encontraré. Se lo juro. Aunque sea lo último que haga en mi vida.