24

Max

Fue el atraco al supermercado en el que trabajaba lo que, inesperadamente, le dio a Max N. N. la primera pista real y tangible sobre su pasado.

El atracador, tal y como había planeado en voz alta, se había aproximado al guardia de seguridad y le había golpeado en la cabeza con un casco de moto. Fue un golpe salvaje. El guardia se desplomó como un traje vacío. El atracador le quitó la pistola del cinto. Arrugó la nariz y torció la boca hacia un lado como si le hubiera llegado el olor de algo podrido. Entonces disparó al aire.

Todo el mundo reaccionó con sorpresa y pánico, aunque nadie salió corriendo. Todo el mundo se agachó llevándose las manos a la cabeza. Todos menos Max, que ya sabía lo que iba a ocurrir y se limitaba a presenciarlo, como en uno de esos sueños en los que anticipas lo que va a pasar, solo que aquello no era un sueño, era real. Y es que Max había escuchado a los atracadores planear en voz alta lo que acababa de ocurrir. Lo que no entendía era por qué nadie más les había prestado atención. Sus palabras habían sido claras. Y no solo él les había oído. Otras personas también habían alcanzado a escucharles cuando planeaban el atraco allí mismo, a la vista de todos. Max no estaba asustado. Estaba confuso.

—¡Que nadie se mueva! —gritó el atracador. Movió la pistola apuntando a su alrededor en semicírculos—. ¡Como alguien se mueva me lo cargo!

Le pasó la pistola a su compinche. La mujer la sostuvo frente a sí con los brazos estirados y tensos.

Los dos tenían en la cara el mismo gesto de determinación, las pupilas dilatadas, las mandíbulas apretadas.

Aparte de los atracadores, Max era la única persona que quedaba en pie. La atracadora levantó las cejas cuando lo vio. Max dio un paso atrás queriendo transmitir sumisión. La atracadora se mordió el labio y esbozó una sonrisa.

Por su parte, el atracador sacó un cuchillo y lo agitaba frente a sí como queriendo rasgar el aire. Hubo gritos de pánico, gemidos y sollozos, pero todos se quedaron muy quietos, acurrucados, algunos de rodillas con las manos levantadas. En todos los rostros se reflejaba el mismo gesto de angustia, estupefacción y alarma. Solo alguien se atrevió a moverse. Una rechoncha silueta que corrió agachada hasta el final de la hilera de cajas, en el lado opuesto a donde se encontraba Max. Abrió la puerta de un despacho y la cerró con un portazo. Era Néstor, el gerente del supermercado.

—¡Mierda, se ha encerrado! —gritó la atracadora.

Su compinche corrió hasta el despacho empujando a todos los clientes que se encontraba a su paso. Le dio una patada a la puerta, pero la puerta no se inmutó. Intentó derribarla con el hombro. La puerta resistió los envites. Parecía muy sólida, blindada.

—¡Abre, hijo de puta! —gritó.

El atracador cruzó una mirada desesperada con la mujer que tenía la pistola. Después agarró una bolsa de plástico y comenzó a recorrer las cajas, abriéndolas una a una y metiendo el dinero que contenían en la bolsa. Cuando llegó junto a la mujer había recorrido todas las cajas. La bolsa estaba casi vacía.

—¡Joder! —gritó—. Ahí solo hay calderilla.

—Te dije que retiraban el dinero cada hora.

—¡Mira que eres tonto! ¡Tienes que hacer que abra la puerta! ¡Hay que llegar a la caja fuerte! —chilló la mujer.

El atracador parecía desesperado. Corrió al otro extremo. Se lanzó con el hombro contra la puerta del despacho del gerente. Fue inútil. Le dio patadas. Después se quedó mirando sin saber qué hacer.

—¡Tú, gilipollas! ¡Voy a cargarme a alguien si no abres! —gritó la mujer, histérica.

La atracadora volvió la cabeza y se encontró con Max, que seguía de pie. Se dirigió hacia él con paso firme, lo agarró por el brazo y le puso la pistola en el cuello. Uno de los clientes soltó un grito. Una mujer comenzó a gimotear.

—¡Si no abres, me cargo a uno de tus empleados! —gritó la mujer. Empujó a Max hacia delante—. ¡Venga, guaperas! Suplica para que pueda escucharte.

Max sintió que el corazón se lanzaba al galope en el interior de su pecho. Cerró los ojos un instante. Se dio cuenta de que no estaba asustado. Los latidos de su corazón se fueron sosegando. Su respiración se volvió lenta y pesada. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Algo se removió para acomodarse en su interior. Tuvo la impresión de que en la cabeza se le aflojaba una presión interna, como cuando se desatascan los oídos después de haber subido a cierta altura.

Sin pensar en lo que hacía, Max agarró por la muñeca el brazo de la mujer que sostenía la pistola junto a su cabeza. Con un giro le retorció el brazo a la espalda. Con la otra mano, como quien atrapa una mosca al vuelo, le arrebató la pistola. Fueron dos movimientos seguidos y rápidos, rítmicos, uno-dos, como un partido de tenis contra ti mismo, no premeditados, como el acto reflejo de parpadear cuando algo se aproxima a los ojos, realizados con una firmeza y seguridad especiales en cada uno de los que hizo, y hasta economía en cada uno de ellos.

Max inmovilizó a la atracadora retorciéndole el brazo con fuerza a la espalda. La mujer gritaba y se retorcía. Pataleaba y trataba de librarse. Max aplicó más fuerza. Escuchó cómo le crujía la articulación. La mujer chilló de dolor.

—¡Hijo de puta! ¡Suéltala! —gritó su compinche.

El atracador, con los dientes apretados y la nariz dilatada, dio un paso en su dirección. Entonces se quedó paralizado, con la vista clavada en la pistola que ahora sostenía Max en su mano. Miró a su alrededor. Agarró a una de las cajeras por el brazo. La atrajo hacia sí y le puso el cuchillo en la garganta.

—¡Suéltala! ¡Suéltala o la rajo! —gritó.

Max apretó los dientes. La cajera amenazada era la chica con la que había compartido un cigarrillo unos minutos antes. La nueva. Alicia.

—¡Me la cargo! ¡Voy en serio! —gritó el atracador— ¡Suéltala y tira la pistola, coño!

Apretó el cuchillo contra la garganta. Alicia dejó escapar un grito ahogado.

Sin pensar lo que hacía, como si una voluntad diferente se hubiese apoderado de él, Max estiró el brazo y apuntó con la pistola al atracador. La mujer que mantenía prisionera se retorcía, le daba patadas y quería arañarle la cara mientras Max la sujetaba por un brazo a la espalda. Dio un tirón brusco y el hombro se desencajó de la articulación. La mujer gritó de dolor.

—¡Deja de hacerle daño! —gritó el atracador—. ¡Que la sueltes o la rajo!

Apretó el cuchillo. Alicia no se movía, paralizada por el miedo. Todos retenían el aliento, expectantes y asustados.

Alicia temblaba con los ojos fuertemente cerrados.

Max empujó a la mujer lejos de él sin dejar de apuntar con la pistola.

—¡Ahora tira la pistola o le corto el cuello! —chilló el atracador.

Los ojos de Max se convirtieron en dos ranuras. Una parte de él le dijo que debería hacer caso a aquel hombre. Debería tirar la pistola para que soltase a Alicia.

—¡Que tire la pistola! —gritó la atracadora desde el suelo. Tenía el rostro desencajado por el dolor—. ¡Me ha roto el brazo! ¡Voy a matar al cabrón!

Max clavó la mirada en el atracador. Tenía el rostro crispado, las cejas en tensión y los dientes apretados.

—Si la tocas, te vuelo la tapa de los sesos —dijo Max con voz gélida.

La frente del atracador se llenó de arrugas.

—¡Córtale el cuello! —gritó la mujer.

Las cejas del atracador bajaron y confluyeron en el centro.

—¡Raja a esa puta!

La nariz se dilató aún más.

El labio inferior se tensó.

—¡Mátala!

Max apretó el gatillo. El disparo retumbó como un trueno. El atracador salió despedido hacia atrás. El cuchillo cayó al suelo. Alicia salió despedida hacia delante, con las manos en el cuello.

Max bajó el brazo que sostenía la pistola y notó como la sangre volvía a fluir por sus venas, el calor acudía a sus mejillas y el aire penetraba en sus pulmones. Fue como salir de una profunda zambullida en el mar.

Se dijo a sí mismo que había hecho lo correcto. El atracador había perdido el control y estaba a punto de hacer daño a la joven cajera.

Fue en ese preciso instante cuando tuvo la impresión de que alcanzaba a vislumbrar algo, como una imagen en movimiento vista por el rabillo del ojo que se escapaba al intentar atraparla. Por un segundo sintió que las imágenes de su pasado estaban muy cerca, a punto de abrirse en una cascada en sus recuerdos. Lo que experimentó no fue alegría, sino una honda inquietud. Por primera vez contempló la posibilidad de que lo que descubriera de su pasado podría no gustarle. Algo le dijo que, tal vez, sería mejor que sus recuerdos permaneciesen enterrados para siempre.

* * *

Después de haber frustrado el atraco al supermercado, Max N. N., el hombre sin recuerdos, fue considerado un héroe en Almería. Todos los presentes relataron cómo el valiente empleado se había deshecho de la mujer armada y cómo había disparado al atracador cuando le puso un cuchillo en el cuello a una cajera. La precisión y la sangre fría con la que Max había actuado asombró a todos y, especialmente, a la policía que acudió al centro comercial.

—Amigo, ¿dónde aprendiste a disparar así? —le preguntó el jefe de la Policía Local.

Max no supo qué responder. Había actuado con naturalidad, sin pensar, como un acto reflejo. Como el parpadeo cuando algo se acerca al ojo.

—¿Le apuntaste al hombro o fue suerte? —insistió el jefe de policía, levantando ambas cejas y tensando los labios por un instante—. Si fallas, podrías haber matado a la chica.

Max tenía la impresión de que la persona que había sido en el pasado se había apoderado de él por unos instantes, aunque eso no podía explicárselo a aquel policía. Ni siquiera era capaz de explicárselo a sí mismo. Había sido una sensación extraña. Le había inundado una grata plenitud, como quien ha reprimido un deseo durante toda su vida, convenciéndose a sí mismo de que no desea lo que desea hasta que, cuando menos lo espera, ve cumplido el deseo cuando ya casi lo había olvidado y entonces comprende que su vida había estado vacía hasta ese instante.

—Apunté al hombro. Estaba seguro de que no iba a fallar —afirmó Max, aunque no podía explicar de dónde emanaba aquella seguridad. No había querido matar al atracador. Simplemente herirle. Había apuntado al hombro y allí había sido donde la bala le había alcanzado.

—Es difícil acertarle a un hombre en movimiento a esa distancia —dijo el jefe de policía—. Y menos en un punto concreto del cuerpo. No hay ni un solo policía en Almería capaz de disparar así.

—¿Por qué no? —preguntó Max.

—Hace falta ser muy hábil y tener mucha práctica disparando. —El jefe de policía le observó con atención. Era un hombre corpulento. Tenía unos ojos pequeños y hundidos, como orificios practicados en la piel del rostro carnoso—. Mira, yo solo he visto disparar así a los geos.

—¿Los geos?

—El Grupo Especial de Operaciones de la Policía Nacional —aclaró—. ¿No serás tú…?

—Lo siento, no sabría decirle. —Max se rascó la cabeza azorado—. Tuve un accidente y sufro amnesia.

—¿Cómo es eso, hombre? —preguntó entornando los ojos—. ¿Quieres decir que no recuerdas nada de nada?

El policía ladeó la cabeza como si quisiera encontrar el mejor ángulo desde el que observar a aquel extraño individuo. Su mirada recorrió arriba y abajo la figura de Max.

—No, nada —explicó Max, mostrando las palmas de las manos—. No sé quién soy, o quién fui. No se ha podido averiguar mi identidad, así que me han dado este trabajo y un nombre provisional. Es todo lo que puedo decirle.

—Coño, qué raro es eso. —El policía lo miró con simpatía—. Tienes pinta de policía de élite. Pareces entrenado. Si perteneces a algún cuerpo de élite de las fuerzas de seguridad, entonces tendría que haber registros con tus datos, huellas, rasgos faciales… A no ser que…

El jefe de policía se interrumpió en mitad de la frase. Echó un paso atrás y cruzó los brazos. Miró a Max como si le viese por primera vez, escrutando su rostro con atención.

—¿A no ser que…? —preguntó Max.

—Nada, una tontería —respondió mordiéndose el labio inferior como si quisiera afilarse los dientes superiores con él—. La verdad es que has evitado una buena tragedia. Hace dos días esos dos atracaron una joyería en Roquetas. Mataron al dueño y una dependienta está grave en el hospital. Los muy cabrones.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo Max, que no podía quitarse de la cabeza la extraña conversación que habían mantenido los atracadores y que solo él parecía haber escuchado—. A lo mejor usted me puede ayudar. Ellos estaban hablando abiertamente de lo que iban a hacer. Delante de todo el mundo. Lo raro es que nadie les hacía caso. Y ellos no se escondían. Como si nadie les pudiese escuchar.

—¿Cómo que nadie les podía escuchar? —preguntó el policía con el ceño fruncido.

—Aquí mismo. —Max señaló el lugar donde habían estado hablando los atracadores, junto a las cajas—. Él le explicaba a ella cómo iba a deshacerse del guardia de seguridad. Yo pude escucharlo, seguro que el guardia también, no estaba muy lejos. También había clientes cerca, también una de las cajeras. Lo planeaban todo en voz alta.

—¿Por qué no hiciste tú nada? —preguntó el policía—. ¿Por qué no avisaste al guardia?

—No lo sé… —titubeó Max—. Todo pasó de un modo muy raro. Como nadie reaccionaba, yo tampoco. Llegué a pensar que podría ser una broma, o que hablaban usando metáforas.

—¿Metáforas?

—Sí, esas cosas que la gente dice cuando quieren decir otras; la verdad es que no son mi fuerte.

—Hay que ver, hombre; eres una persona muy peculiar. —El policía sonreía abiertamente. Comenzó a asentir con energía—. Bueno, habría que escuchar exactamente lo que decían, aunque no creo que fuesen… metáforas precisamente. Es que es muy extraño lo que me cuentas. A lo mejor el guardia de seguridad era su cómplice.

Max respiró aliviado. Al menos aquel policía se tomaba en serio lo que le decía. No lo estaba tomando por loco o por idiota.

—Pero es que no solo era el guardia —dijo Max—. También había otras personas cerca, clientes, las cajeras… Era como si solo yo pudiera escuchar lo que decían. Como si yo y solo yo pudiese entenderles.

—¡Joder! ¡Como si hablasen otro idioma! —exclamó el jefe de policía mirando al cielo con los brazos abiertos. Sus ojos se iluminaron con un destello de inteligencia y soltó una carcajada—. ¡Mira que hemos dado vueltas! ¡Resulta que esos dos son extranjeros!

Max le miró sin comprender.

—La chica es rusa, hay muchas por aquí que vienen engañadas y acaban en la prostitución. Esta al parecer se enganchó a las drogas. Y el otro también es ruso. Será su chulo o algo parecido. ¡Joder!

—No entiendo qué tiene eso que ver —dijo Max.

—Mira, vamos a salir de dudas ahora mismo. ¡Eh! —llamó a uno de sus hombres—. ¡Trae a la tipa esa aquí!

Uno de los policías agarró a la atracadora y la condujo a empellones hasta donde se encontraban. La mujer tenía un brazo en cabestrillo. Clavó en ellos una mirada cargada de odio.

—Quiero oírte decir algo en tu idioma —dijo el jefe de policía.

—¡Vete a la mierda! —respondió la mujer en español con un fuerte acento extranjero.

—A ver, guapa, me parece que no te das cuenta que tú y yo nos vamos a pasar un tiempo juntos —dijo el policía poniéndole una mano en el hombro herido y apretando. La mujer gritó de dolor—. Así que más te vale que me vayas haciendo caso.

—¡Me cago en ti y en todos los españoles de mierda! —dijo en ruso y con lágrimas en los ojos—. ¡Eres muy machito con una mujer! ¡Ya verás cuando suelten a mi hombre y te vaya a buscar cuando no tengas la pistola! ¡Nos vamos a mear en ti y en toda tu familia!

—No sé lo que estará diciendo la desgraciada —dijo el policía, divertido—. ¿Entiendes tú algo? —preguntó a Max.

Al escuchar a la mujer, Max sintió una suave sacudida eléctrica que le recorrió la espina dorsal. Una presión se destapó en su cerebro. Había entendido todo lo que había dicho, todas y cada una de las palabras, el sentido de las frases.

—¿Entonces, qué dices? —preguntó el jefe de policía sacudiendo una vez más la cabeza, con el dedo firmemente apuntando a la mujer.

—Lo he entendido todo —respondió Max, todavía sorprendido.

—Entonces hemos resuelto el pequeño misterio —dijo el policía, satisfecho. Abrió los brazos con las palmas abiertas—. Cuando hablaban del atraco estaban hablando en su idioma. En ruso. Sabían que nadie les iba a entender. Por eso no se escondían. Por eso nadie les hacía caso.

—Solo yo —dijo Max.

—Eso parece. Tú entiendes ruso. —El policía se rascó la cabeza—. Ni siquiera te diste cuenta de que estaban hablando otro idioma. Casi seguro que lo aprendiste de niño. Por eso no se te ha olvidado, aunque tengas amnesia.

Max respiró hondo. Pensó en aquella revelación. Entendía el idioma ruso. Eso era una pista sobre quién era. Sobre sus orígenes.

Te odio.

La emoción le sacudió por sorpresa. Fue como una descarga eléctrica, como si le hubiese golpeado un rayo, le paralizó el corazón y le entrecortó la respiración.

Me vengaré.

Fue como morder una roca y sentir que los dientes se astillaban.

Te destruiré.

Era angustioso sentir aquellas emociones sin forma. Tuvo vértigo. Los músculos se tensaron y la vista se le nubló. Le embargó la conciencia de que algo estaba mal, una idea combinada con un deseo irrefrenable de destruir ese algo. Fue como tener un nido de arañas en el corazón buscando salida. El corazón latía desbocado.

Las emociones desaparecieron tan súbitamente como habían llegado, dejándolo sumido en un gran desconcierto. Tenía la boca seca y la respiración entrecortada como después de un gran esfuerzo.

Poco a poco fue recobrando el aliento. Tuvo miedo de volver a escuchar aquel idioma que había disparado las emociones. Odio y venganza. ¿Odio hacia quién?, ¿vengarse de qué?

Las preguntas seguían acumulándose. Cada vez le resultaba más acuciante la sensación de que tenía que encontrar una respuesta o acabaría volviéndose loco.