23

Carla

A pesar de que la persona que tenía frente a sí era un completo desconocido, Carla estaba extrañamente relajada. Era extraño porque, hasta entonces, la única persona que conocía su secreto era su psicoterapeuta. Y, sin embargo, no le importaba estar hablando de su trauma con aquel desconocido, de su aborto y de cómo había empezado a mantener vivo a su hijo Aarón en su imaginación.

Carla miraba al desconocido a los ojos, segura de sí misma, evitando cualquier señal de vergüenza.

—Me quedé embarazada y tuve un aborto. Mejor dicho, aborté por decisión propia. No quiero decir que no tenía otra opción porque sí la tenía.

—Tu otra opción era tener ese hijo —respondió el desconocido.

—Lo sé, pero en aquel momento el aborto me parecía la mejor solución. Yo estaba soltera y era joven, y bueno… lo terrible es que una vez que tomas la decisión ya no puedes volver atrás, después del aborto no podía volver atrás y recuperar a Aarón.

—¿Aarón?

—Sí, le puse ese nombre.

—¿Le pusiste un nombre a un niño que nunca llegó a nacer?

—En realidad no recuerdo de dónde salió el nombre, creo que, simplemente, ese era su nombre.

—Entiendo, entonces, ¿qué? Me has dicho que se trataba de un problema que te acompaña hasta ahora, ¿no fuiste capaz de superarlo?

—Me ocurrió algo incomprensible, sentí que daba a luz.

—No te entiendo, ¿después del aborto?

—Sí, más o menos cuando debía haberlo tenido. Sentí las contracciones, el dolor, todo, sentí que salía de mi cuerpo, podía sentir su peso sobre mis brazos. Por las noches me despertaba su llanto.

—Estamos hablando de un niño que nunca existió.

—Así es, aunque existía para mí.

—¿Podías verlo como me ves a mí ahora?

—Al principio, no… solo podía sentirlo, sentía su compañía, su tacto.

—Pero te despertaba su llanto…

—Eso vino después, los sonidos, los gorjeos, y fue a raíz de aquello cuando empecé a imaginármelo, cada vez con más intensidad, hasta que la imaginación se hizo tan intensa que no podía diferenciar lo que veía de lo que imaginaba.

—¿No buscaste ayuda?

—Nadie sabía lo del aborto, ni siquiera mi hermano, y la vergüenza me consumía. Al principio, simplemente, intentaba quitármelo de la cabeza. Me daba miedo estar volviéndome loca. Hasta que llegó mi gran revelación. Hubo un momento en el que comprendí que era más feliz dejándome llevar por la fantasía de la presencia de mi hijo, así que decidí rendirme. Recuerdo que me senté en el escritorio de casa y me hice una lista con las ventajas y desventajas de seguir adelante con la idea de Aarón. La columna de las ventajas crecía y crecía, y la de las desventajas se quedó desierta. En cuanto me dejé llevar las cosas fueron más fáciles. Aarón crecía cada día, empezó a decir algunas palabras, me hacía compañía…

—Es algo difícil de entender, Carla, jamás había escuchado algo así.

—Lo sé: esa es precisamente la actitud que yo decidí abandonar. Decidí que aquello no era ni extraño ni normal, ni bueno ni malo. Decidí que aquella era, simplemente, mi realidad. Era como tener a Aarón de verdad, de carne y hueso.

—¿Y nunca te entraban remordimientos por lo que hiciste? Me refiero al aborto.

—Cada vez menos, eso era algo que sabía y que intentaba apartar de mi mente cada vez que se me presentaba. Luego, Aarón me lo ponía fácil, es un niño muy inteligente. No tenía ni tres años cuando empezó a interesarse por mis cosas, incluso a darme consejos sobre la ropa que debía llevar.

—¿Tenías conversaciones con el niño?

—Sí, todavía las tengo. Aarón me ayuda enormemente, no es solo la compañía, es su sentido del humor, su apoyo incondicional, es un niño maravilloso. Todos estos años he vivido nuestras vidas, la mía y la suya. Ya está hecho un hombrecito, es un crío muy inteligente.

—Bueno, supongo que la pregunta es obvia.

—¿Qué pregunta?

—¿Tiene amigos?, ¿otros niños imaginarios como él?, ¿otros niños abortados por madres que decidieron negarles la existencia?

Carla se quedó muda.

—Dime una cosa. Cuando hablas con él, ¿le has confesado ya que no existe, que lo perdiste en un aborto?

Carla miraba al desconocido con horror.

El desconocido la miraba con intensidad.

Carla no era capaz de articular palabra.

El desconocido la seguía mirando.

Fue entonces cuando Carla comprendió quién era realmente el desconocido.

—Sí, mamá, estás en lo cierto, soy yo, soy Aarón, y no me puedo creer que me digas esto ahora. Que no existo, que soy un producto de tu imaginación, que solo existo porque tú me mantienes con vida. Sabes que eso no es cierto, sabes que sí que estoy vivo, que soy real.

—No… no entiendo por qué dices eso. Tú no eres real. —La agitación la hizo temblar.

—Y me lo dices con esa tranquilidad. ¿Qué tipo de persona eres, mamá? Sabes perfectamente que sí existo. Mírame. Soy real. Estoy vivo.

—No, no lo estás.

—Existo. Reconócelo, mamá. Admite la verdad.

* * *

Carla se despertó con un sobresalto. Tardó unos segundos en orientarse, en recordar que se encontraba en una habitación de hospital junto a la cama de su hermano herido. Tenía la frente empapada en sudor. El corazón martilleaba con furia en su pecho.

La habitación estaba en penumbra. Escuchó un rumor de pasos. Había alguien más. Una enfermera. Carla la observó en silencio. La enfermera estaba comprobando las constantes vitales de Isaac. Revisó los aparatos y realizó algunas anotaciones en un cuaderno. Miró a Carla como que reparaba en su presencia por primera vez. La obsequió con una sonrisa compasiva y se marchó.

Carla se puso en pie para desentumecer los miembros. Sentía como si hombrecillos calzados con alfileres caminasen por brazos y piernas. Estaba amaneciendo y la claridad que se abría paso entre las gruesas cortinas le pareció insípida y falta de vida. Tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido, que el día no avanzaría más, igual que si se encontrase en uno de esos lugares donde la noche dura seis meses y el día es un crepúsculo interminable. La ausencia de luz solar se le antojó tan insoportable que notó como la respiración se le entrecortaba.

Se inclinó sobre su hermano y le dio un beso en la mejilla. Su aspecto no había mejorado. Seguía teniendo la cara hinchada y una expresión de sufrimiento. Carla tragó saliva con un ruido fuerte y hueco. Exhaló un aliento helado. Estaba temblando. Sentía un dolor insoportable en el pecho, como si tuviese allí alojado un bloque de hielo. Respirar dolía mucho.

La enfermera regresó a la habitación acompañada por uno de los doctores que se ocupaba de su hermano. El médico observó los datos tomados por la enfermera con el ceño fruncido. Carla retuvo el aliento.

—Sigue estable —dictaminó por fin el doctor—. La hemorragia está contenida y su corazón está respondiendo bien. Lo único que podemos hacer ahora es esperar.

Esperar.

* * *

A las nueve de la mañana Carla abandonó el hospital y cogió un taxi que la llevó hasta la comisaría de policía de Ciudad Lineal, donde la habían citado para hablar sobre lo ocurrido a su hermano.

Esperaba averiguar algo más sobre la agresión. Todo lo que le habían dicho hasta entonces era muy confuso, por no decir absurdo: que Isaac estaba acusado de acoso sexual a una menor y que había sido el padre de la joven quien le había agredido al defender a su hija. Carla estaba segura de que aquello era un error. Estaba deseosa de aclararlo lo antes posible.

En la puerta de la comisaría dio su nombre y la hicieron pasar a una gran sala donde había varias filas de sillas de plástico, todas ocupadas, y, frente a estas, dos largas hileras de mesas con policías tomando denuncias de ciudadanos. En el aire flotaba un barullo de voces inconexas y timbres de llamada de teléfonos fijos y móviles. En la sala también había algunas personas esposadas acompañadas de policías de uniforme. Carla supuso que eran detenidos aguardando su turno para declarar: un hombre mayor con aspecto de vagabundo que no paraba de murmurar para sí; un chico africano que repetía una y otra vez que no había hecho «nada malo, nada malo» y una mujer joven con el rostro muy demacrado que no paraba de llorar.

Al cabo de unos minutos un policía pidió a Carla que le acompañase. Pero, en lugar de llevarla hasta una de las mesas, la hizo pasar a un pequeño despacho amueblado únicamente con una mesa y dos sillas, una a cada lado. Sobre la mesa había un ordenador tan antiguo que parecía concebido en alguna época anterior a la aparición de la informática. Tenía un monitor de tubo enorme con la pantalla abombada y la carcasa era de plástico amarillento y descolorido, como si hubiese pasado mucho tiempo a la intemperie.

Carla se sentó en una de las sillas, en el lado de la mesa que no estaba ocupado por el ordenador. Se quedó esperando con la mirada fija en un punto de la mesa. Instantes después entró un policía vestido de paisano. Era un hombre medio calvo y muy gordo, con una enorme barriga. Llevaba una camisa azul con desagradables manchas de humedad en los sobacos y una corbata gris con el nudo casi abierto.

Sin mirarla siquiera a la cara, el policía dijo que iba a «tomarle los datos para hacerle la ficha en el expediente». Carla no tenía ni idea de por qué la policía tenía que hacerle una ficha a ella, mas respondió pacientemente a las preguntas sobre su edad, domicilio, ocupación y demás datos personales. El policía utilizaba solo dos dedos para teclear y tardaba una eternidad en escribir sus respuestas en el ordenador. Cada vez que escribía una palabra observaba la pantalla con expresión ceñuda, a veces rectificaba machacando sonoramente con un dedo la tecla de borrado y volvía a escribir.

Cuando finalizaron aquellas preguntas, el policía le dijo que vendría alguien a hablar con ella y se marchó. Otro policía, también de paisano, ocupó su lugar unos minutos después. El recién llegado explicó que le haría algunas preguntas personales acerca de ella y de su hermano para «completar el expediente».

Le preguntó acerca de la ocupación de Isaac, el lugar donde trabajaba y su horario. Le pidió que dijese los nombres que recordase de sus compañeros de trabajo y también los de sus amistades. Le preguntó por los hábitos de Isaac: a qué hora se levantaba, cuándo se acostaba, dónde comía, qué solía hacer con su tiempo libre, cuáles eran sus ingresos, de cuánto dinero disponía, si tenía deudas, aficiones, vicios, juego, novias, amantes…

El policía formulaba cada pregunta con parsimonia y se tomaba aún más tiempo para anotar la respuesta en el ordenador. Carla se dio cuenta de que repetía las mismas preguntas cambiando pequeños matices, como tratando de pillarla en alguna contradicción. Comenzó a angustiarse ante las frases que nunca llegaban a su fin, aunque el significado estaba claro desde las primeras sílabas. A veces comenzaba a negar con la cabeza, adivinando adónde quería ir a parar el policía antes de que acabase de formular la pregunta.

—Mire, señorita, permítame que termine de hacerle la pregunta antes de contestarme, por favor.

Fue entonces cuando Carla experimentó una desagradable sensación de disociación con la realidad, seguramente fruto del cansancio y de la falta de sueño. La luz de la bombilla en el techo se intensificó, deslumbrándola como si mirase al sol. El aire se enrareció a su alrededor y los sonidos se amplificaron. La voz del policía entraba en sus oídos como algo físico que hurgase en el interior de su cabeza.

«¿Su hermano había tenido algún incidente con la policía anteriormente?»

«¿Su hermano participa habitualmente en peleas?»

«¿Su hermano tiene un carácter violento?»

No, no, no, no…

Un tiempo indeterminado después, el policía dio por finalizadas las preguntas y se levantó. La miró como reprobando algo y se fue sin decir nada. Dejó la puerta abierta y Carla asistió durante unos minutos al festival cacofónico de sonidos procedentes de la comisaría, flujos de palabras serpenteantes que comenzaron a tomar posesión de aquella estancia diminuta. Gritos, reproches, lamentos de detenidos, palabras de angustia, pero, sobre todo, los malditos teléfonos.

Cada vez que sonaba uno Carla se estremecía de pies a cabeza. Parecía que cada timbrazo tenía más volumen que el anterior y el tono se hacía más agudo de un teléfono a otro, hasta que cada timbrazo podía sentirse reverberar en los dientes, en los huesos, en el cráneo.

Entonces entró otro policía, también vestido de paisano; ni siquiera llevaba corbata, solo vaqueros y una camisa arrugada. El hombre cerró la puerta y se sentó frente al ordenador.

Cerrada la puerta, el ruido de la comisaría desapareció por completo. Aquel se trataba, sin duda, de un cuarto insonorizado.

Carla mantenía la cabeza baja intentando controlar sus nervios, disfrutar de la pequeña tregua que le estaban brindando a sus oídos, a sabiendas de que aquel bendito silencio sería violado nuevamente. El recién llegado permaneció observando la pantalla del ordenador unos segundos antes de hablar:

—Bien, señorita, si me lo permite, debemos continuar con el interrogatorio.

A Carla la palabra «interrogatorio» no le sonó apropiada, pero asintió levemente con la cabeza, preparada para la nueva avalancha de las mismas preguntas.

—Tengo entendido que usted no tiene una vida sexual demasiado activa.

En circunstancias normales, Carla se hubiera extrañado ante aquella pregunta, pero aquellas no eran circunstancias normales.

—Tiene usted razón, tengo menos sexo del que debería —contestó sin dejar de mirar a un punto fijo en la mesa.

—Señorita, seamos serios. Si usted quiere ayudarnos de verdad, debe regularizar su comportamiento, en todos sus ámbitos, solo una persona equilibrada puede ver las cosas con claridad, solo así nos podrá ayudar con su caso.

Carla sintió que le quitaban un peso de encima. El comentario había sido totalmente inesperado, aunque la voz de este policía era más directa, menos calculada, más humana. Fue un alivio que no escribiese nada en el ordenador. El hombre permanecía con las manos en el regazo. Parecía que las capas de niebla que la atosigaban hacía solo unos instantes empezaban a disiparse.

—Y dígame una cosa —preguntó el policía—, ¿cuándo fue la última vez que mantuvo relaciones sexuales?

—Pues hace unas dos semanas, aproximadamente, justo antes de… dejarlo con mi novio —respondió Carla con una voz que no era la suya.

—Comprendo. ¿Y fue esa una relación totalmente satisfactoria? ¿Alcanzó usted un orgasmo como es debido?

—¿Adónde pretende llegar por ese camino?

—Solo deseo ayudarla, no la estoy acusando de nada.

—No le entiendo —contestó Carla. El sudor se le había enfriado en la frente y le producía un extraño placer.

—Le pido claridad, señorita, por eso le soy franco, por eso le sugiero que comience a desnudarse.

Carla sonrió como si estuviera ebria, pero la sonrisa se transformó en una mueca de horror.

El hombre la miraba directamente a los ojos, con un aplomo y seriedad carentes de fisuras.

Estaba claro que aquello era, sin duda, una maldita pesadilla. A su hermano no le había pasado nada. Todo era producto de su imaginación, todo era un dichoso sueño. ¿Por qué no se despertaba entonces?

En ese instante la puerta pareció explotar. Un policía de uniforme irrumpió en el cuarto y se abalanzó sobre el hombre sentado frente a ella, propinándole un tremendo derechazo en la nariz que le hizo caer al suelo de espaldas.

Otro policía levantó al hombre del suelo agarrándole por los sobacos y entre los dos lo inmovilizaron. Un tercer hombre pasó al interior y cerró la puerta cuando los dos policías sacaron al individuo a rastras. Este último era alto y bien parecido, vestía un impecable traje de lana marrón y llevaba el pelo negro cuidadosamente peinado hacia atrás con gomina.

En esta ocasión, Carla ni se había enterado de los ruidos del exterior durante los segundos que la puerta había vuelto a estar abierta.

—No tengo palabras para disculparme como es debido. No entiendo cómo ha podido entrar aquí ese hombre —dijo el recién llegado, de pie frente a ella.

—¿No es un compañero suyo? ¿No es un agente de policía?

—No, claro que no. Ese hombre está detenido por agresión sexual. Es un depravado. ¿Por qué no ha gritado cuando lo ha visto entrar?

—Pensaba que era otro policía —respondió Carla, extrañamente relajada.

—Por amor de Dios, ¿es que no ha visto usted que ese individuo estaba esposado?

Carla reía a mandíbula batiente. El policía evitaba mirarla, claramente avergonzado. Cada vez que los ojos de Carla se cruzaban con su mirada de perrito herido, reía más y más.

«Verás cuando se lo cuente a Isaac. Lo que se iban a reír los dos de aquello…»

—Señorita Barceló, por favor, mantenga la compostura.

Carla, todavía entre risas, fue capaz de contestarle.

—¡Me está pidiendo… —risas— que confíe en usted, en la policía —risas—… y no son capaces ni de evitar que cualquier desgraciado se les cuele en una sala de interrogatorios!

—Por favor, señorita, cálmese, entiendo que está usted bajo una gran tensión.

—¡Por Dios santo! ¿Qué sabrá usted de cómo me siento yo? —gritó Carla entre carcajadas. Se llevó las manos a la boca tratando de ahogar el sonido de su risa.

—Tiene usted que bajar la voz, intente dejar de llorar.

—¿Llorar?, ¿es que está loco?, ¡me estoy riendo!

El policía se limitó a mirarla. Carla sintió una sacudida de horror. Se llevó las manos a las mejillas y comprobó que estaban arrasadas por las lágrimas. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.

«Verás cuando se lo cuente a Isaac».

Los dos se iban a partir de la risa cuando le contase lo que le había pasado en la comisaría. Isaac haría chistes de aquello durante meses.

Pero Isaac estaba en coma, al borde de la muerte, dijo una voz en su interior, y algo frío y duro le aprisionó el corazón. Sintió una descarga eléctrica en la columna.

Su hijo Aarón, de pie junto al agente, la miraba con la preocupación dibujada en su carita infantil.

—¡Sal de aquí, maldita sea! —gritó— ¡Te dije que te fueras, no vuelvas!

—No puedes echarme, mamá, porque soy real —dijo Aarón.

—Oiga, señorita, ¿me está hablando usted a mí? —respondió el agente.

El llanto se apoderó del cuerpo de Carla con la misma violencia con la que una llanura inhóspita tiembla al paso de una manada de caballos salvajes. Se llevó las manos a la cara.

El policía le ofreció un vaso de agua y un pañuelo. Carla comenzó a beber a pequeños sorbos. Hizo un gesto de agradecimiento.

—Entiendo muy bien por lo que está usted pasando. Es muy normal que esté confundida, abrumada. Tiene que tranquilizarse. Permítame presentarme como es debido. Soy el inspector Fernando Casas. Voy a ocuparme del caso de la agresión a su hermano.

La voz del inspector destilaba lógica y sentido común. Carla comenzó a sentir que regresaba a la realidad que conocía.

El inspector se acomodó frente a ella al otro lado del escritorio, junto al viejo ordenador. Metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono móvil que dejó sobre la mesa junto a un bloc de notas y un bolígrafo. El teléfono era una Blackberry, un modelo nuevo. Carla se quedó mirando aquel teléfono reconfortada, como si fuese el único pedazo de realidad de todo lo que la rodeaba.

—Vamos a ver: ya le informó mi compañero en el hospital que su hermano fue agredido por un hombre llamado Aitor González —dijo el inspector—. El señor Aitor González ha declarado que su hija de catorce años estaba siendo acosada sexualmente por Isaac Barceló.

—¡Eso es ridículo! —chilló Carla.

—Por favor. —El policía levantó las palmas de las manos—. Le estoy exponiendo los hechos. Tiene que entender que su hermano está acusado de abuso a una menor de edad —aunque no alzó la voz, sonó más fría y severa que antes.

—¿Se han vuelto todos locos? ¡Es imposible que mi hermano haya abusado de nadie!

El policía la miró atentamente. Abrió la libreta y tomó el bolígrafo entre sus dedos. Realizó una anotación. Carla no alcanzaba a ver lo que escribía.

—Por favor, tranquilícese —pidió el inspector de policía—. La mejor manera de ayudar a su hermano es colaborar conmigo, ¿lo entiende?

Carla hizo un esfuerzo sobrehumano por tranquilizarse. No, claro que no entendía nada. Estaba a punto de volverse loca. ¿Cómo podían acusar a su hermano de algo semejante?

—¿En qué se basan? —preguntó.

—Como le estaba diciendo, el señor Aitor González denunció recientemente que su hija de catorce años estaba siendo coaccionada por alguien a través de internet. Un desconocido anónimo la obligaba a desnudarse y a realizar actos obscenos delante de la cámara de su ordenador. ¿Comprende lo que estoy diciendo?

Carla asintió con impaciencia. El policía meneó la cabeza como si se lamentase de algo.

—No se lo tome a la ligera. Quizá piense que obligar a una joven a desnudarse delante de una cámara web no tiene importancia —dijo el policía, que al parecer consideraba que aquel asunto requería mayor explicación—. Le aseguro que es un delito muy grave. La gente subestima la influencia negativa que tiene internet en los jóvenes de hoy día, cada día llegan cientos de denuncias…

—Sé perfectamente de lo que me está hablando —interrumpió acalorada—. ¡Mi hermano no tiene nada que ver con eso, se lo puedo asegurar!

El policía la miró fijamente. Anotó algo en su libreta.

—Esa actitud no ayudará a la investigación —dijo—. Le pido colaboración. Negar los hechos no va a hacer que cambie la realidad. ¿Está usted segura de que conoce los hábitos de su hermano? ¿Sabe lo que su hermano hacía en la intimidad? Los pedófilos y acosadores se encuentran entre nosotros, llevan una vida normal. Entiendo que puede ser duro de admitir para usted, siendo su hermana, pero pesan graves acusaciones.

—¡Le digo que mi hermano es inocente! ¿Qué pruebas tiene?

—Vamos a ver. Es lo que estoy intentando explicarle. Mire, el señor Aitor González detectó un comportamiento extraño en su hija. Estaba huraña, huidiza y agresiva. Se pasaba horas encerrada en su habitación con su ordenador. Así que el señor Aitor González hizo algo que, en mi opinión, todos los padres deberían hacer. Instaló un software espía en el ordenador de su hija para poder ver lo que hacía en internet. De ese modo averiguó que tenía una relación malsana con un hombre mayor de edad.

—Le aseguro que ese hombre no era mi hermano —dijo Carla con todo el aplomo que pudo reunir. La sangre le batía en los oídos—. Aún no me ha explicado por qué le atacó ese desgraciado.

—Ese desgraciado, como usted lo llama, solo estaba protegiendo a su hija.

—¡Pues se equivocó! —gritó al borde de la histeria.

El policía anotó algo en su libreta. Jugó unos segundos con el bolígrafo entre los dedos antes de proseguir:

—Déjeme que acabe de relatarle los hechos y luego podrá usted dar su versión. El señor González interceptó las conversaciones de chat de su hija. Descubrió que alguien la estaba coaccionando para un encuentro personal. El acosador había citado a su hija a las doce del mediodía en un bar de copas del centro de Madrid. Un sitio muy poco frecuentado a esas horas. Todo apunta a que planeaba un secuestro de la joven. Llevársela por la fuerza. El señor González es un hombre de temperamento. En lugar de llamar a la policía, como ya habrá imaginado, fue él quien se presentó a la cita. Estaba muy alterado. En el lugar de encuentro convenido se encontró con el señor Isaac Barceló, que esperaba la aparición de su hija. El señor González perdió los nervios y le propinó una paliza. El señor González es un hombre violento, no seré yo quien le defienda. Tiene antecedentes por peleas en bares. Tendría que haber avisado a la policía en vez de actuar por su cuenta. Aunque tengo que decir que su reacción es comprensible, teniendo en cuenta que se trata de su hija.

—¡Eso es una idiotez! ¡Mi hermano no tenía nada que ver con su hija!

—Entonces, dígame una cosa. ¿Qué estaba haciendo su hermano en aquel bar en aquel momento?

—Mi hermano no me informa de cada paso que da. Estaría tomando algo, o habría quedado con alguien.

El policía anotó algo en su libreta.

—Por Dios. Le aseguro que mi hermano no tiene nada que ver con el acoso a esa chica.

—¿Por qué está usted tan segura?

—Porque… porque mi hermano es la mejor persona que existe. —Carla rompió a llorar, se tapó la cara con las manos—. Él siempre ha cuidado de mí… —La voz se ahogó entre sollozos—. Isaac nunca le haría daño a nadie, él nunca haría algo así, no se merecía lo que le han hecho…

El policía anotó algo en la libreta.

—Tranquilícese, por favor. Creo que debería usted someterse a asistencia psicológica. Se encuentra muy inestable. Me preocupa su salud mental.

—¡¿Qué?! —estalló Carla. Se puso en pie con violencia. La silla cayó hacia atrás—. Me hacen venir aquí, me interrogan con preguntas absurdas, me ponen delante un perturbado sexual… ¡Y ahora insinúa que estoy loca! —Carla se dio cuenta de que estaba gritando a pleno pulmón. Al menos, dijo una vocecita dentro de sí, sus gritos no saldrían de aquella sala.

—No rechace la ayuda. Es evidente que no se encuentra bien. No ha parado de reír y de llorar en todo este tiempo. Parece que tiene problemas para aceptar la realidad.

—¡Váyase al diablo! ¡Anote eso también en su libreta! —Se fue a la puerta. Por un instante temió que estuviese cerrada, pero el pomo giró y se abrió—. Supongo que puedo irme cuando quiera, ¿o me van a retener más tiempo?

—Puede irse. Aunque es probable que necesitemos hablar con usted más adelante.

Carla salió de la comisaría a toda velocidad. Los policías se volvían a su paso, lanzando miradas de curiosidad. Ya en la calle se detuvo, cerró los ojos y respiró hondo. El corazón le latía a mil por hora. El mundo se había vuelto del revés. Todo se estaba desmoronando a su alrededor. El teléfono sonó en su bolso y el sonido casi hizo que se echase a llorar. La llamada era de su editora. Silenció el teléfono y lo volvió a guardar. No quería hablar con nadie. Era incapaz de enfrentarse a nada en aquel momento.

«Dios mío, sé fuerte Carla —se dijo a sí misma—. Tienes que seguir como sea».

Era como si volviese a ser una niña y le faltase la comprensión del mundo adulto. Se sentía como cuando en una ocasión, con seis años, se perdió en un centro comercial. Sucedió cuando sus padres aún vivían y durante unos angustiosos minutos todo fueron carreras frenéticas, rostros extraños que la asustaban, miedo y desorientación. Y, entre todo aquel frenesí caótico, la imagen recurrente de su hermano rodeado de todos aquellos tubos y sondas, su rostro desencajado volvía una y otra vez a su mente. No veía cómo podría superar jamás aquello.

—¿Se encuentra usted bien?

Un hombre la tomó del brazo. Carla tardó unos instantes en reconocer el rostro en la neblina de confusión que la envolvía. Sus ojos recayeron en la mancha que el hombre tenía en la calva desnuda. Era una mancha de nacimiento, ligeramente más oscura que el resto de la piel, del tamaño de la palma de una mano, con una forma intrincada y simétrica, semejante a una de esas manchas que utilizan los psiquiatras en los test de personalidad. Le pareció una máscara grotesca que se estaba burlando de ella. Apartó la mirada.

—Tengo que hablar con usted —dijo el hombre.

—No me encuentro bien —respondió Carla—. Tengo… tengo que ir al hospital. —Buscó a su alrededor confusa, no sabía ni dónde estaba.

—Por favor. La he estado buscando. Es importante —insistió Héctor Rojas, el funcionario de la Oficina de Protección del Menor.

—¿Qué quiere de mí?

—Puedo explicarle lo que le ha pasado a su hermano.