22

Max

Max vivía como una especie de aventura cada viaje de su casa al trabajo y viceversa. Como un explorador que recorre un territorio exótico y desconocido.

Carecía de referencias, de otras ciudades con las que comparar la única ciudad en la que recordaba haber estado en toda su vida. Si algún día salía de Almería, un pensamiento que no le reconfortaba lo más mínimo, cada nueva ciudad que visitara sería grande o pequeña dependiendo de si era más grande o más pequeña que Almería, luminosa u oscura, escarpada o plana, vieja o nueva, bonita o fea, serían atributos todos dados en función a la comparación con Almería.

Al salir de su casa cruzaba terrenos baldíos y solares en obras hasta llegar a la amplia avenida del Mediterráneo. Aquella avenida marcaba el comienzo de la ciudad por el este. A un lado no había edificaciones, tan solo un gran espacio asfaltado con algunas pistas deportivas donde los niños iban a aprender a patinar o a montar en bicicleta. A la izquierda comenzaba la ciudad propiamente dicha, en una hilera de pequeños edificios amarillos. Al sur podía distinguirse el mar brillando como un filamento incandescente.

Cada mañana Max caminaba con dirección opuesta a la costa, hacia el norte, donde estaba el centro comercial en el que trabajaba, recorriendo aquella larga avenida flanqueada por árboles de hojas pequeñas y verdes. Todos los árboles tenían idéntica altura y tamaño debido a que las copas habían sido podadas dándoles la misma forma cilíndrica. La avenida era tan larga que las aceras y la hileras de árboles confluían en un único punto en el horizonte. Parecía una pista de aterrizaje. Allí el viento siempre soplaba con fuerza. Las ráfagas de viento arrancaban desde la playa y recorrían la avenida de un extremo a otro, rugiendo a su paso como aviones que ganan potencia.

Max siempre cruzaba al lado de la avenida donde comenzaban los edificios. Le gustaba internarse en las calles mientras iba y volvía del trabajo. Cruzarse con gente y observar cómo se relacionaban entre sí, qué costumbres seguían.

Descubrió, a los pocos días de ir y venir, que la gente tendía a hacer las mismas cosas a la misma hora. A veces parecía que estaban teniendo las mismas conversaciones y dedujo entonces que había en los seres humanos un placer en la costumbre, en la repetición, algo que no recordaba pero que podía entender sin esfuerzo.

Cada vez le resultaban familiares más y más caras, movimientos, rutinas que se convertían en certezas, risas de niños camino a la escuela, niños que comenzaban a tener nombres; pero nadie le reconocía a él, ni al de antes ni al de ahora, tal y como reflejaban los rostros de aquellos con los que cruzaba la mirada.

Allí estaba otra vez aquel oficinista de corbata de flores que salía rumbo a su coche mal aparcado cada día, justo a las siete y media. El oficinista, como cada mañana, le abría la puerta del portal a su mujer para que esta saliera primero y, acto seguido, se despedía de ella en la acera. Después, el hombre se iba en busca de su coche y su esposa caminaba hacia la parada de autobús. Max ya había observado en varias ocasiones anteriores aquella despedida.

El oficinista (por su modo de vestir, Max daba por sentado que se trataba de un oficinista) se despedía de su mujer con una sonrisa en los labios.

Solo en los labios. No había arrugas a los lados de los ojos. No era sincero.

Una vez más, igual que las otras veces, aquella mañana el oficinista arrugaba la nariz apenas una milésima de segundo (desprecio), mientras sonreía a su esposa mirando hacia arriba. Las cosas iban a peor porque el oficinista hoy, por vez primera, apretaba el puño de su mano izquierda un instante después de su levísimo gesto de desprecio.

Max dedujo que aquel hombre había empezado por no querer a su esposa y ahora empezaba a odiarla, mientras que su esposa lo quería a él genuinamente, como reflejaban las arrugas a los lados de sus ojos que acompañaban a su sonrisa, o sus manos extendidas, o su torso vuelto hacia él como ofreciéndose.

Luego estaba la voz, el sonido del «hasta luego, mi amor» de ella y el «hasta la tarde, cariño» de él.

La despedida de la mujer era corta y suave, melódica, acompañada de un gesto de paz y satisfacción.

El «hasta la tarde» del oficinista tenía un tono demasiado alto, sobre todo al principio de «tarde», además de aquel casi imperceptible gesto de rechazo con la nariz, además de que comenzaba a girarse mientras lo decía, de camino al coche, al que le demostraba mucho más cariño.

«Hasta luego, mi amor». «Hasta la tarde, cariño».

La mujer debía de empezar a sospechar que algo iba mal entre ella y su querido oficinista, tal vez de un modo inconsciente, porque aquella mañana, durante menos de un segundo, una pequeña línea vertical le había aparecido entre los ojos, tal vez sorpresa, tal vez sufrimiento, el sufrimiento de la duda.

Lo que Max no podía entender era por qué los dos parecían ignorar aquellas señales tan evidentes que se intercambiaban.

Le resultaba angustioso el abismo que se abría entre lo que todos decían y lo que expresaban sus gestos.

Lo mismo sucedía en su trabajo. Todos pretendían ser amables con él («Hola Max, ¿cómo estás?»), mas era evidente que le consideraban un idiota. ¿Por qué le preguntaban cómo estaba si no tenían el menor interés en escuchar la respuesta? ¿Es que no se daban cuenta de cuánta indiferencia o impaciencia mostraban al frotarse las manos, al golpear ligeramente los dedos evitando mirarle a los ojos? Se creían por encima de él dando a entender su rechazo al apretarse la nariz o su aprensión al unir los tobillos. O sus sonrisas eran falsas y forzadas, labios curvados mostrando los dientes y los ojos como extraviados o fuera de lugar.

Sus compañeros de trabajo no solo eran falsos con él, también entre ellos. Había una distancia insalvable entre lo que decían y lo que sus gestos querían decir en realidad. Las emociones ocultas afloraban como un relieve imposible de ocultar tras una falsa fachada de cortesía: envidia, celos, lujuria, desprecio, rabia, inquina, atracción… Nadie decía realmente lo que pensaba. Todos eran falsamente amables o indiferentes, o falsamente serviciales y concernidos. Y lo más llamativo para Max era que nadie parecía darse cuenta de aquello, de la doblez con la que todos se comportaban.

El trabajo en el supermercado era sencillo y eso le gustaba. Su trabajo consistía en sacar cajas del almacén para reponer los productos agotados en las estanterías.

En su cuarto de hora de descanso, a Max le gustaba deambular sin rumbo fijo entre las estanterías. Le gustaba observar a los clientes. El supermercado le daba mucha información sobre la gente. El supermercado ofrecía una buena muestra de lo que pasa en la sociedad. Allí acudía gente de todo tipo, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, que reflejaban mucho de su personalidad y de sus costumbres, no solo en las cosas que compraban sino en cómo las compraban.

Aquel día, sin embargo, no era a los clientes a quienes dedicaba su atención, sino a su recién adquirido carnet de identidad, al que miraba con cierto orgullo. Lo había recibido esa misma mañana. Aunque hacía ya varias semanas que tenía sus papeles en regla, con un nuevo nombre, un nombre que él mismo había elegido (Max), nunca había tenido una identificación que pudiera meterse en el bolsillo, un pedazo rectangular de plástico rosado con su foto y su nombre que no dejaba de leer: Max N. N., su fecha de nacimiento aproximada, basada en la edad que le calcularon en el hospital; nacido en Almería, que fue donde lo encontraron, el número de identificación, la dirección de su piso…

¿Cómo puede tu identificación estar basada en pura elucubración con un nombre inventado? Era, por definición, un carnet falso, aunque perfectamente legal.

Las palabras «falso» y «legal» le parecían completamente excluyentes, pero miraba su carnet y veía aquellas dos palabras entrelazadas, aplastadas entre finas películas de plástico.

Ahí estaba su cara, a la que se había acabado acostumbrando. Se acercó la fotografía a los ojos, muy cerca, y susurró: «¿quién eres en realidad, Max N. N.?».

Iba tan pendiente del carnet que su pie tropezó con algo, perdió el equilibrio y a punto estuvo de irse de bruces al suelo. Se agarró en un movimiento reflejo a una estantería, la cual se zarandeó peligrosamente. Una hilera de latas de conservas se desplomó con gran estruendo.

Max se puso de rodillas y comenzó a colocar las latas, una a una, de nuevo en la estantería. Cuando las hubo restituido todas a su lugar, se puso en pie trabajosamente. Mientras se incorporaba se encontró con la mirada curiosa de una pareja de clientes. El hombre tenía una ligera mueca de desprecio mezclada con indiferencia. La mujer lo miraba con interés y mal disimulada atracción sexual (pupilas dilatadas, cadera ofreciéndose), pero también con algo parecido a un orgullo altivo. Cuando Max los miró a la cara, ambos se comportaron como si fuese invisible.

Max se alejó de allí con su flamante carnet en la mano. La falsedad también estaba presente en los clientes. Parejas que se intercambiaban comentarios cariñosos cuando, en la mayoría de las ocasiones, solo uno de los dos realmente quería al otro. También había padres que decían a sus hijos que los iban a matar, o que no tenían dinero para comprar esto o aquello. Niños que declaraban no poder vivir sin tal o cual juguete.

Lo curioso es que todos mentían. Todos, menos los niños. Cuando decían que no podían vivir sin algo lo decían con total sinceridad. Tal vez por ese motivo la sección favorita de Max era la de juguetes. Observar a los niños era una suerte de descanso. Le gustaba observar las reacciones sinceras de los niños ante aquel espectáculo de color. El sentido de la maravilla que se reflejaba en sus ojos. Los niños eran los únicos cuyo lenguaje corporal iba en consonancia con lo que decían. No había falsedad en ellos y eso reconfortaba a Max. A menudo se preguntaba qué es lo que ocurría para que, cuando aquellos niños se hacían adultos, la falsedad se apoderase de todos ellos.

Al final de uno de los pasillos de juguetes había una gran figura recortada de cartón: un hombre en un traje negro que parecía tener partes metálicas, con una inmensa capa a sus espaldas y la cabeza cubierta por un casco que parecía imitar la cara de un robot.

Max observó la figura con interés.

Sin darse cuenta, adoptó la misma postura, como si estuviera mirándose en el espejo. Se preguntó quién se escondería detrás de aquella máscara y por qué lo haría.

—¿Te gusta Darth Vader?

Max se volvió y descubrió a una joven vestida con el uniforme del supermercado. La había visto antes, era una de las cajeras nuevas. Era una chica no muy alta, morena y con una cara redonda y agradable.

—Hola, ¿cómo te llamas? Yo soy Alicia.

—Me llamo Max.

—Hola de nuevo, Max —respondió Alicia mientras le extendía la mano.

Se dieron un apretón de manos frente a la figura de cartón, que parecía observarles.

—¿Entonces…?

—¿Qué quieres decir?

—No has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta? ¿Cómo me llamo?

—No, que si te gusta Darth Vader.

—No sé quién es Darth Vader.

—Increíble, el cabrón de Néstor decía la verdad.

—¿Néstor, nuestro jefe?

—Sí, le escuché hablando con la de la sección de zapatos. Decía que tú estabas como chalado, que no te acordabas de nada.

—Vaya, no debería haber dicho eso.

—Ya, está el tema de la confidencialidad, etcétera, etcétera, blablablá, pero Néstor se lo pasa todo por los huevos.

La joven sonrió abiertamente. Sus ojos también sonreían. Tenía la mano derecha apoyada en las caderas, lo que acentuaba sus formas femeninas en ese lado del cuerpo.

—Oye, ¿me invitas a un cigarrillo? —preguntó señalando al bolsillo de la camisa de Max, donde sobresalía un paquete de Marlboro.

—Claro —respondió Max—. El problema es que aquí dentro está prohibido fumar. Y tampoco podemos salir fuera hasta que no acabemos el turno.

—¿Te tomas en serio las normas, eh?

—No. Solo las cumplo.

—Jo, eres increíble. Ven conmigo, no hace falta salir fuera, conozco un sitio dentro donde podemos fumar.

Max siguió a la chica hasta el fondo del supermercado. Se metieron por una puerta que daba al almacén y cruzaron hasta la zona de vestuarios para los empleados. Al final de un largo corredor en penumbra había una puerta metálica. La chica abrió aquella puerta que daba a un patio trasero abandonado. Allí había trastos de todo tipo: cajas de cartón humedecidas por el rocío y la niebla, sogas enrolladas, tablones y un olor a cemento húmedo que se fundía con el chirriar de los pájaros.

—No es el sitio más bonito del mundo, pero aquí nadie nos molestará —dijo la joven.

—Te lo agradezco —respondió Max. Sacó un cigarrillo y se lo ofreció. Después encendió otro con alivio. Aspiró una fuerte bocanada de humo—. No entiendo cómo me pude hacer adicto al tabaco si no dejan fumar en ningún sitio.

—Debe de ser fantástico eso de no recordar nada —dijo Alicia. Le miraba con interés.

—No sabes lo que dices.

—En serio, puedes ver todas las películas del mundo y todas serán nuevas para ti. Puedes ser la primera persona de la historia que vea por primera vez las seis partes de La guerra de las galaxias en orden. ¡Menuda pasada!

Alicia le dio una calada al cigarrillo expulsando el humo hacia arriba. Max, que no se podía quitar de la cabeza la imagen de su jefe pasando el contrato de confidencialidad por encima de un cartón de huevos, apuró su cigarrillo expulsando el humo hacia abajo.

O aquella chica estaba loca de remate o eso de los huevos era otra de aquellas extrañas… metáforas. Como aquello de matar dos pájaros de un tiro.

—Joder, tiene que ser una putada eso de perder la memoria. Al menos no has terminado como el tío de la manta.

—¿El tío de la manta? —preguntó Max.

—Sí, mi madre siempre hablaba de él, yo nunca lo llegué a ver porque era muy pequeña. Era un pobre hombre, un vagabundo que iba por las calles desnudo, cubierto únicamente con una manta. En invierno y en verano, siempre con la manta. Lo podías ver por el centro, por el paseo, por la zona de la plaza vieja. Si aquel pobre hombre supiera lo tuyo te hubiese tenido mucha envidia.

—¿Por qué me iba a envidiar a mí nadie?

—Por tu amnesia. Ese hombre se volvió loco por sus recuerdos. He visto fotos suyas en internet. Según dicen, en los años ochenta, si te dabas una vuelta por Almería, más tarde o más temprano te topabas con él. Iba descalzo, tenía el pelo muy sucio, largo, con rastas, tenía barba y siempre llevaba su famosa manta a cuestas. Jo, a aquel hombre le hubiera venido muy bien tu amnesia. Por lo visto, tenía mucho dinero, pero lo dejó todo y se puso a caminar por el mundo con la manta a cuestas.

—¿Y por qué hizo eso? ¿Se volvió loco?

—Pregúntale a cualquier persona de Almería, todo el mundo conoce la historia. El hombre era extranjero, aunque no se sabe muy bien de dónde, era cirujano, y su hija tuvo una enfermedad, un tumor o algo parecido. Total, que se encontró en la situación de tener que operar a su propia hija.

—¿Y qué pasó? —preguntó Max, intrigado.

—El caso es que la hija se le murió en plena operación. Según cuentan, ese hombre, en ese momento, agarró una manta que había en el mismo quirófano y salió andando de allí. Desde entonces se pasa la vida caminando con la manta.

—Vaya, ¿y dónde está ahora? ¿Sigue en Almería?

—Nadie lo sabe, se pasó años vagando por ahí y un buen día desapareció. Imagínate, lo que él hubiese dado por poder borrar de su memoria lo que pasó con su hija.

—Tienes razón. Hay cosas que es mejor olvidar para siempre.

Permanecieron en silencio unos instantes. El humo de los cigarrillos les envolvía como una fina niebla.

—Oye, ¿por qué llevas en la mano tu carnet?, ¿no tienes una cartera?

Max sonrió con cierto embarazo apretando los labios, cabizbajo. Se guardó el carnet en el bolsillo del pantalón. Aquella chica le caía bien. Se dio cuenta con cierta sorpresa de que, hasta el momento, no había advertido en ella ningún signo de falsedad. Era evidente que la chica era más tímida de lo que quería aparentar (el rubor en las mejillas), aunque era la primera persona que mostraba interés genuino hacia él (sus ojos atentos le decían que realmente se tomaba en serio lo que Max le decía) y que no le despreciaba o le consideraba un idiota. Su sonrisa era abierta, tímida pero abierta, y sus ojos acompañaban la sonrisa.

—¿Dónde os habíais metido vosotros dos? —graznó una voz a sus espaldas. Era Emilia, la encargada de las cajas.

Emilia miró de soslayo a Alicia y, aunque no dijo nada, Max pudo leer el significado de su mirada: ¿tú qué haces aquí?, ¿estás intentando ligar con este idiota? Emilia le miró luego a él (deseo, desprecio, superioridad), pero, como venía siendo habitual, lo que Emilia dijo a continuación no tenía nada que ver con lo que decía su cuerpo a través de sus gestos:

—El jefe os está buscando como loco —dijeron sus palabras—. El supermercado está a tope y se está formando cola en las cajas.

Los ojos de Emilia brillaron ante la idea de que el jefe les echase una bronca (satisfacción, orgullo, malicia). Max le dio una calada al cigarrillo con cierto cansancio. Era duro enfrentarse al mundo de aquel modo, rodeado de tanta falsedad.

—Ese gilipollas no respeta ni los descansos reglamentarios —dijo Alicia mientras se encaminaba al interior de mala gana.

Emilia fue tras ella y Max se demoró a solas unos instantes. Apuró el cigarrillo observando los oscuros nubarrones de tormenta que se agolpaban sobre ellos. El cielo estaba iluminado con una extraña iridiscencia, como si flotase una nube de partículas de múltiples facetas cuyo reflejo cambiase a cada instante. Max desconocía si en el cielo podía flotar alguna sustancia aparte de aquellas nubes oscuras y sucias como manchas de grasa. Contemplar el cielo era como mirarse en un espejo que le devolviera el reflejo de su alma. El vacío exterior y el vacío interior se igualaban.

Tiró el cigarrillo y apagó la colilla con la puntera del zapato. Algo diferente flotaba allá arriba, pensó, y a su mente acudió la idea de que la extraña iridiscencia en el cielo era una señal de que algo iba a cambiar, una premonición, como la tormenta que estaba a punto de estallar.

Emilia no exageraba. El interior del supermercado estaba verdaderamente abarrotado. Parecía que todos los habitantes de la ciudad se habían puesto de acuerdo para hacer sus compras a la vez, una especie de locura colectiva.

Néstor González, su jefe, corría arriba y abajo gritando órdenes a los empleados. González era un individuo al que todos, a sus espaldas, apodaban el Cerdo. El apodo no era gratuito porque Néstor tenía el aspecto de un refinado puerco al que hubiesen enseñado a arreglarse el bigote y a caminar sobre las dos patas traseras. Alguna clase de enfermedad le impedía abrir los ojos totalmente, por lo que siempre parecía estar olisqueando a su alrededor con los párpados entrecerrados, su nariz chata y el cuello muy doblado hacia arriba. Hasta donde Max había llegado a observar, a Néstor nunca le faltaba una palabra desagradable para sus empleados.

Aunque Néstor parecía odiar a todo el mundo, a juzgar por cómo le insultaba y trataba de ridiculizar constantemente, de hacerle sentir como un idiota o un retrasado, Max tenía la impresión de que su jefe le odiaba a él personalmente de un modo muy especial. Max intentaba hacer bien su trabajo, era rápido y cuidadoso con la mercancía y, aun así, siempre se ganaba alguna bronca por el más mínimo motivo.

—Te odia porque tienes un aspecto demasiado elegante, cariño —le había dicho en una ocasión Emilia, con la que charlaba a veces—. Ni siquiera ese uniforme de trabajo puede disimularlo. Pareces un ejecutivo de banco, o un político. Pareces alguien que está acostumbrado a mandar y a moverse en ambientes selectos. Te mueves como si nadie pudiera entrometerse en tu camino. Por eso Néstor te humilla. Se aprovecha de lo que te pasa en el coco. —Emilia se golpeó la sien con el dedo índice.

En cuanto Néstor vio a Max se abalanzó hacia él gritándole como un energúmeno y gesticulando. Parecía que con las manos quería estrujar una pelota invisible. Al menos, pensó Max aliviado, su jefe no escondía sus sentimientos hacia él. Su lenguaje corporal y el modo en que le trataba estaban totalmente en sintonía.

—Tú, atontado, ¿dónde coño estabas? —gritó plantándose frente a él y casi poniéndose de puntillas—. Es que eres todavía más tonto de lo que pareces. Esas estanterías se están quedando vacías, ¿es que no lo ves? ¡Trae más cajas ya! —chilló.

Sumiso, Max fue hasta el almacén y regresó cargando varias cajas de latas de conservas. Se arrodilló en el suelo junto a la estantería y fue colocando cuidadosamente, una a una, cada lata en la repisa inferior.

A su izquierda, en las cajas, se agolpaban largas colas de carros rebosantes. El sonido de los productos al pasar por el escáner, una nube de pitidos (bip, bip, bip) ascendiendo y estallando como diminutas burbujas de sonido, se mezclaba con el bullicio de los clientes, el ir y venir de los carros, el grito esporádico de algún niño. Max, concentrado en su trabajo, escuchó una voz que, por algún motivo, destacó entre el resto:

—El tío enano que no para de gritar a los empleados es el jefe. La caja fuerte con el dinero está en su despacho, al fondo, en aquella puerta al lado del mostrador de atención al cliente. Las cajas registradoras se vacían cada hora aproximadamente y el dinero se guarda en la caja fuerte.

Aquella voz le resultaba extrañamente familiar. Max se giró para ver a quién pertenecía. Era un hombre joven. Era la primera vez que lo veía, al menos que pudiese recordar. Tenía el pelo rubio muy corto, la piel muy blanca y una barbita rubia y rala. Vestía pantalones de cuero y sujetaba un casco de moto bajo el brazo. Le estaba hablando a una mujer de pelo artificialmente rojo, delgada y huesuda, vestida también con ropa de motorista. Ambos estaban muy nerviosos y excitados. Cambiaban continuamente de postura y sus pupilas se movían de un lado a otro como enloquecidas.

—El guardia de seguridad es un mierda —estaba diciendo el joven en voz alta—. Se pasa el día borracho o dormido.

El guardia uniformado al que se refería se encontraba solo a un par de metros de ellos, junto al torno de entrada.

—Yo me encargo de él. Lo voy a dejar seco con un golpe con el casco.

Max miró al guardia. Era extraño. Aunque estaba muy cerca, era como si no pudiese escuchar lo que decían de él. Aquel joven no se escondía. Hablaba con tono suficientemente alto como para que todos a su alrededor pudiesen oír lo que decía.

—Le quito la pistola al guardia y voy a por el gerente —siguió diciendo el joven—. La caja fuerte está en su despacho. Lo mejor será que tú te quedes aquí con la pistola. Controla que nadie se mueva y yo le obligo a abrir la caja fuerte.

—¿Y si no la abre? —preguntó la mujer. Tenía una voz aguda, nerviosa, excitada.

—Ese tío es un cobarde llorón. La va abrir cuando le dé un par de hostias. A ese le tengo guardada una —torció la boca en una sonrisa malévola.

Max estaba confuso. Si tenía que hacer caso a lo que estaba escuchando, aquellos dos pretendían atracar el supermercado. Y lo estaban planeando delante de las narices de todos. Hablaban en voz alta, todo el mundo podía escucharles. Max no entendía por qué nadie se alarmaba. A su alrededor había otras personas, pero nadie prestaba atención.

—¡Eh, tú! ¿qué miras? —espetó la mujer al darse cuenta de que Max la estaba observando.

—No le hagas caso a ese —dijo el joven—. Lo conozco. Es un grandullón medio tarado que no se entera de nada. Trabaja aquí por caridad o algo así. Olvídate de él y escucha lo que te digo.

«Tarado» no era un adjetivo precisamente halagador, como lo demostraban otras palabras asociadas que Max conocía: «retrasado», «idiota», «tonto».

Lo que Max no alcanzaba a entender era por qué aquellos dos hablaban abiertamente, sin esconderse, planeando un atraco en voz alta. Un sudor frío le recorrió la espalda. ¿Estaba interpretando mal aquella conversación?

Comenzó a dudar de sus sentidos. Una cosa eran los gestos y otra las palabras. No era solo lo que aquellos dos transmitían con su cuerpo (nerviosismo, agresividad, rabia, ansiedad) sino también lo que decían. Para colmo, lo que decían y lo que transmitían sus gestos estaba en perfecta consonancia. ¿Qué es lo que estaba interpretando mal? ¿Era aquella conversación una especie de «metáfora»? ¿Estaban hablando en realidad algo diferente a un atraco?

Una de las cajeras se detuvo junto a los supuestos atracadores y comenzó a anotar en un cuaderno el precio de un producto de la estantería que tenían a su izquierda.

—Cuando le quite la pistola al guardia hago un disparo al aire para que todos vean que vamos en serio —dijo en ese momento el joven—. Después te paso la pistola y mantienes a raya a todo el mundo. No creo que ningún empleado quiera jugársela, aunque nunca se sabe, siempre hay alguien que quiere hacerse el héroe.

Max pensó que era imposible que la cajera no estuviese escuchando aquellas palabras. El joven hablaba en voz alta, sin esconderse. También había otras personas cerca, llenando sus carros o en la cola de las cajas. ¿Por qué nadie se alarmaba? Estaban planeando asaltar el supermercado en voz alta, rodeados de decenas de testigos que no se inmutaban lo más mínimo. ¿Era aquello una especie de broma?

Max dudó de sí mismo, preguntándose si la mente no le estaría jugando una mala pasada. ¿Estaba recordando aquello después de que hubiese sucedido, tal y como le había explicado su psiquiatra que podría ocurrirle con algunos recuerdos? Eso era absurdo. Estaba viviendo el presente, estaba seguro. Estaba escuchando a aquellos dos planear el atraco al supermercado delante de todo el mundo sin que nadie se preocupase lo más mínimo.

Max tuvo la impresión de que había un ángulo muerto en su interior, algo que no alcanzaba a ver y que lo explicaba todo. Cerró los ojos apretándolos con fuerza. Buscó en su propia oscuridad interior. Sintió el corazón martilleando con fuerza en el oído. Intentó alcanzar aquel ángulo muerto. Supo que si lograba llegar hasta aquel punto de su interior, las cosas se volverían terriblemente claras, sencillas, expuestas a la luz. Pero era imposible. Por más que se replegaba sobre sí mismo no podía ver más allá, no lograba vislumbrar eso que lo explicaría todo.

Abrió los ojos. Allí seguían aquellos dos en posición de asalto, con una pierna por delante de la otra, con las pupilas dilatadas, los puños apretados, las mandíbulas tensas.

El hombre se puso a abrir y cerrar el puño de la mano derecha rítmicamente, como si fuese una bomba hidráulica para darse valor. Entonces dio un paso adelante y llevó a cabo exactamente lo que había dicho. Se acercó al guardia de seguridad y le golpeó en la cabeza con el casco de la moto. Fue un golpe salvaje. El guardia se desplomó como una marioneta a la que cortan los hilos. El agresor le quitó la pistola del cinto. La amartilló y disparó al aire. La estampida los dejó a todos paralizados de la sorpresa unos segundos, como si alguien hubiese apretado el botón de pausa.

Después todo el mundo reaccionó con desconcierto y pánico. Todos menos Max.

Max observaba lo que sucedía recreándose con la angustia de la anticipación, como un déjà vu, como si estuviese rememorando porque ya sabía lo que iba a suceder.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué le estaba pasando?