Alicia
Alicia se había pasado la noche trabajando en «limpiar su imagen». O, al menos, intentándolo.
Lo primero que había hecho fue tratar de borrar su falso perfil en la red social MyLife, donde Erica la había suplantado. La muy asquerosa de Erica había creado un perfil con el nombre de Alicia Roca —había puesto sus datos e incluso su foto— y había confesado públicamente, haciéndose pasar por ella, que estaba liada con el profesor de inglés, al que todos llamaban el señor T.
ALICIA ROCA Mi padre es un mierda que abandonó a mi madre cuando yo tenía 11 años. Mi madre es alcohólica. Tengo un hermano retrasado que no puede ni hablar. Estoy bastante gorda, me sobran unos 20 kilos (o más). Y a pesar de todo soy feliz porque estoy ENAMORADA. Es un hombre mayor que yo, pero no importa porque él también me quiere. Me acuesto con mi profesor de inglés, el señor T.
Le hervía la sangre cada vez que leía aquello. Para su indignación, no había podido borrar todavía el perfil falso. Para crear un perfil solo había que dar un nombre —falso o no, nadie lo comprobaba—, una dirección de correo y una contraseña, y luego insertar la información personal que uno quisiera —falsa o no—. Nadie comprobaba que uno era quien decía ser. Sin la contraseña de acceso era imposible borrar o modificar un perfil creado por otra persona.
Después de pasarse mil horas buceando entre la letra pequeña de las políticas de privacidad de MyLife y después de leer como un millón de veces la misma idea redactada de mil formas diferentes —que la empresa responsable de la red social quedaba libre de cualquier daño o perjuicio que el uso de la red causara a sus usuarios, bla, bla, bla…—, logró encontrar un formulario de reclamación. Lo envió denunciando que alguien había suplantado su personalidad. La respuesta de la compañía —un mensaje automático— fue que estudiarían su reclamación y que tomarían una resolución en un plazo de treinta días. ¡Treinta días! Para entonces Erica ya la habría destruido por completo. No podía esperar tanto tiempo.
Tampoco es que pudiera hacer otra cosa. Intentó crear su propio perfil verdadero en MyLife y como el nombre de Alicia Roca ya estaba en uso tuvo que llamarse Alicia Roca auténtica. ¡Patético!
En su perfil verdadero se puso a introducir información sobre ella misma —dirección, teléfono, número de la seguridad social—, con la idea de demostrar que era la auténtica Alicia Roca. Entonces se dio cuenta de que si dejaba allí esos datos, Erica también podría copiarlos en su perfil falso. ¡Joder! Era un callejón sin salida.
Tampoco es que tuviera pruebas para demostrar que Erica estaba detrás de su falso perfil. Era una locura. Lo único que podía hacer, por el momento, era comenzar a contestar a los comentarios desmintiendo lo que la falsa Alicia había dicho.
ALICIA ROCA AUTÉNTICA DIC 15 2012 3:50 AM Yo soy la verdadera Alicia Roca, alguien ha suplantado mi perfil y ha dicho un montón de mentiras sobre mí. Yo no tengo ninguna relación con el profesor de inglés. Todo es falso. La persona que ha dicho todas esas mentiras lo va a pagar. Sé quién es. Aún no tengo pruebas para demostrarlo, pero pronto quedará en evidencia».
Se dedicó a copiar el mensaje y a pegarlo como respuesta a todos los comentarios que había en su perfil falso. A ver si así calaba la idea entre sus compañeros de que alguien se estaba haciendo pasar por ella. Era patético, ya que eso era todo lo que podía hacer por el momento.
Todavía tenía que pensar cómo vengarse de Erica.
Escribió un correo al profesor de inglés, el señor T., donde le explicó todo lo que había pasado con Erica. Le daba una vergüenza horrible admitir su lesbianismo, el episodio con el consolador, aunque si quería que el profesor de inglés la creyese, no veía otra alternativa que ser sincera con él. Seguro que el profesor valoraba su sinceridad. Se daría cuenta de que Erica era un mal bicho y que había sido ella la que había dicho todas aquellas mentiras. El señor T. no toleraría algo así, estaba segura. El señor T. era justo, haría lo posible para que expulsaran a Erica del instituto.
Cuando acabó de redactar el correo y lo envió ya estaba amaneciendo. Genial, otra noche en blanco.
Se dio una ducha rápida. Cuando se asomó al espejo vio que las ojeras le llegaban al suelo. Para disimularlas se pintó el contorno de ojos con lápiz negro y se aplicó abundante base de maquillaje bajo los ojos. No se maquillaba casi nunca. Le encantó el efecto del lápiz negro en el contorno de ojos. Tenía un aspecto felino. Agresivo. Pinturas de guerra.
¡Voy a por ti, Erica!, dijo al espejo poniendo cara de mala.
Cuando bajó a la cocina se encontró otra vez con el novio de su madre, aquel tío enorme de espaldas tan anchas. Mario, el Armario, lo había bautizado. Llevaba un traje tan elegante como el día anterior y estaba recostado en la silla con la misma postura de «dueño y señor de este castillo». Tenía un periódico en la mano y estaba tomando un café.
—Hola niña, ¿qué tal te va? —saludó con una sonrisa de presentador de televisión.
—Me llamo Alicia.
—Sí claro, pero eres todavía una niña. Una niña a la que le gusta pintarse. ¿Tu madre te deja jugar con maquillaje de mayores?
Alicia tragó saliva y respiró hondo. Para colmo aquel tío se había acabado todo el café. Rellenó la cafetera y la puso en el fuego. El agua tardó como una eternidad en hervir. La cocina estaba helada. Por la ventana vio el Mercedes negro aparcado junto al patio de su casa. Parecía un animal enorme y agazapado. Le gustaba aquel coche. Desde luego aquel tío estaba forrado.
—¿En qué trabajas, Mario? —preguntó Alicia.
El café empezó a subir a borbotones en la cafetera.
—Tengo negocios.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de negocios?
—Negocios que una niña como tú no entendería —respondió con brusquedad.
«Joder, por qué mi madre no se puede liar con alguien amable, para variar». Aquel tío era tan imbécil como elegante. Alicia llenó un termo de café y se lo guardó en la mochila para beber en clase. No aguantaba allí ni un segundo más.
—Que te jodan, Mario —dijo al salir por la puerta.
En la calle hacía un frío de mil demonios. Había estado lloviendo toda la noche y todo estaba echo un asco, lleno de charcos y de barro. Alicia caminó hasta el instituto bebiendo tragos de café para entrar en calor y no dormirse. El cielo no era azul, era blanco, un blanco de nubes que ocultaba el sol y que, irónicamente, auguraba de todo menos paz. Iba a ser un día duro. Esperaba que sus mensajes hubiesen tenido algún efecto. O, al menos, que el señor T. hubiese leído su email. Algo haría el profesor.
Pero cuando llegó al instituto descubrió que el centro de atención era precisamente Erica, aunque por un motivo que nunca hubiese imaginado.
Erica había desaparecido.
Las clases se habían suspendido y los pasillos del instituto eran un revuelo de estudiantes y profesores. El primer estudiante que encontró la puso al día de la noticia: los padres de Erica habían denunciado a la policía la desaparición de su hija.
Erica no había pasado la noche en casa, no contestaba al teléfono móvil y nadie sabía dónde estaba. Los padres de Erica habían emitido una petición de ayuda en la radio local de Almería. En la radio habían dicho que las primeras cuarenta y ocho horas eran vitales para buscar a un desaparecido. Si alguien había visto a Erica en compañía sospechosa, era en esos primeros instantes cuando podría recordar algún detalle. Después, la gente confundía lo que escuchaba en televisión con lo que había visto en realidad, las pruebas se diluían y se hacía mucho más difícil seguir el rastro.
Así que en el instituto todo el mundo se había volcado a ayudar. Las clases se habían suspendido y se estaban organizando grupos para pegar carteles por la calle.
«Se busca», «¿Han visto a esta chica?»
En el cartel aparecía una foto de Erica con apariencia angelical.
—Joder, que si la he visto —respondió Alicia en voz alta cuando Samanta le enseñó el cartel que iban a pegar.
—Tú eres amiga suya, ¿verdad? —le preguntó Samanta—. Te vieron con ella en su coche.
—No, no era yo —respondió torciendo la boca hacia un lado y arrugando la nariz—. Yo no soy su amiga ni nada.
—¿Fuiste a su casa o no?
—Que no, nunca he ido a su casa —respondió Alicia mirando el suelo y dando un paso atrás.
Samanta la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Tienes idea de qué puede haberle pasado?
—No.
—Toma estos carteles para pegar. —Samanta le tendió un fajo grueso.
—No voy a pegar ningún cartel de esa idiota.
Lo que Alicia pensó fue que Erica se habría largado con algún tío, que estaría pasándoselo bien por ahí y que dentro de unos días volvería dándose importancia. No entendía por qué todos se volvían locos. Total, todo porque sus padres eran médicos y tenían dinero. Seguro que si era ella la que desaparecía, nadie del instituto movería un dedo.
—¿No vas a ir a pegar carteles? —preguntó Samanta con los ojos muy abiertos.
—No. Por mí que no vuelva nunca.
—Eres mala persona, Alicia. Siempre me lo pareciste.
Alicia iba a decir algo, pero Samanta se largó y la dejó con la palabra en la boca. Genial. Se puso entonces a buscar al profesor de inglés entre todo el revuelo que se había formado en los pasillos. Tenía que hablar con él y preguntarle si había leído su email. Tenía que saber si la iba a apoyar. Erica se iba a llevar una buena sorpresa cuando apareciese y se diese cuenta de que los profesores sabían lo que había hecho. La expulsarían y no volvería a poner un pie en el instituto.
Se encontró al profesor de inglés en la puerta de su clase rodeado por un grupo de alumnos. Estaba repartiendo carteles y dando instrucciones, coordinando equipos de reparto para recorrer Almería. Cuando vio a Alicia se apartó del grupo, la agarró por el brazo con brusquedad y se metieron en el interior del aula. El señor T. cerró la puerta.
—¿Tienes tú algo que ver con esto? —espetó el profesor.
—¿Está loco o qué?
—Alicia, he visto que me has escrito un email, no quiero que me escribas nunca más. Ni siquiera lo he leído, ¿no te das cuenta de la situación en la que me estás poniendo? Ni siquiera deberíamos estar hablando ahora mismo. No entiendes nada y no te culpo, no tienes edad de entender lo que es ser adulto, tener una familia que depende de ti…
—¿Usted qué sabrá de mí?, mire, yo también…
—¡No entiendes nada, niña!, ¡no quiero saber nada de tu vida personal!, ¡no me escribas más!, ¡y mucho menos cosas tan personales!
—Me acaba de decir que no ha leído mi email y ahora resulta que sí lo ha leído.
—Alicia, no me debes escribir esas cosas, esas mentiras…
—¡No son mentiras! ¡Erica es una zorra! ¡Quiso humillarme!
—¿No serás tú quien la acosa a ella?
Alicia se quedó sin respiración. De pronto, como en un fogonazo, fue consciente de la perspectiva del profesor, que seguramente era la de todo el mundo: la pobre chica gordita, enamorada de la guapa y popular Erica, la chica tímida y gordita ignorada que empieza a acosar a la buena de Erica. ¿Pensarían lo mismo de ella si fuese delgada y guapa?
—¡Es usted un gilipollas! —gritó al profesor con lágrimas en los ojos—. ¡Yo pensaba que era diferente! ¡Pensaba que me entendía! ¡Pero no es más que otro gilipollas como los demás profesores!
Se dio cuenta de que estaba insultando a un profesor a gritos y que eso podía costarle la expulsión, aunque le daba igual. En ese momento le importaba todo una mierda. Que le abrieran un expediente, que la expulsaran.
Salió del instituto con los ojos encendidos por las lágrimas. El mundo era un asco. Los profesores eran un asco, incapaces de ver más allá de sus narices. ¿Y para qué los necesitaba? ¡Que se fueran todos al infierno!
Caminaba dando patadas rabiosas a todo lo que encontraba a su paso: latas, bolsas de plástico. Algunas personas se volvían a mirarla. El viento de levante soplaba tan fuerte que parecía que iba a llevárselos a todos por los aires. Ojalá un huracán se los llevase a todos por delante. El viento le sacudía las ropas, aullaba entre las casas y levantaba tremendas nubes de tierra que se le metía en los ojos.
Caminando sin rumbo fijo, atravesó una zona de vega e invernaderos hasta que se topó con la Universidad de Almería, justo antes de llegar al mar.
Todos los edificios de la universidad parecían el mismo, todos de ladrillo visto, entre amarillento y anaranjado. Alicia se cruzaba con universitarios que iban con prisa de un edificio a otro. Un par de muchachos que le pasaron cerca se iban quejando de lo duro que era cierto profesor, algo acerca de unos proyectos.
¿Qué sabréis vosotros lo que es una vida dura de verdad?, pensó.
Llegó al otro extremo del campus, cruzó la carretera que bordeaba la costa y se adentró en la playa. Caminó entre unas peñas y se sentó en la arena.
Por fin estaba a solas con el Mediterráneo.
Pensó en fugarse de casa como Erica. Podría irse a cualquier sitio, a Granada, o todavía más lejos, a Madrid o a Barcelona. Viviría en una casa de okupas. Trabajaría de cualquier cosa con tal de que la dejasen en paz.
Pero no podía dejar a su hermanito David.
Su hermano necesitaba ayuda y ella era la única dispuesta a hacer algo por él. Había leído mucho en internet sobre las terapias de rehabilitación para niños con parálisis cerebral. No era algo aceptado por la comunidad médica oficial, pero estaba claro que David podría mejorar mucho si se trabajaba con él. Solo era cuestión de encontrar la descripción de los dichosos ejercicios y dedicarle varias horas al día. Estimular su cerebro. Si trabajaban duro, David podía llegar a hablar y a andar. ¡Hablar y andar! Si es que no era imposible. Alicia había leído millones de testimonios de padres que explicaban, locos de contentos, cómo sus hijos con parálisis cerebral habían mejorado muchísimo con aquellas terapias de rehabilitación. No olvidaba el vídeo que había visto en la página web de la clínica Neurocrecer. Aquel joven aparentemente normal que resultaba haber nacido con parálisis cerebral. Se mantenía en pie y hablaba como un chico que no tuviese ningún problema. Todo gracias a las terapias de rehabilitación. Parecía bastante inteligente. Desde luego era más inteligente que los imbéciles de sus compañeros de clase que perdían el culo por Erica.
No, no podía fugarse de casa. No hasta que hubiese hecho todo lo posible por su hermano.
Si tenía que aguantar aquello, al menos necesitaba su propio dinero. Necesitaba un maldito trabajo. Con dinero podría comprarse una guitarra nueva y también el Mac, y grabaría las canciones más rabiosas que nadie había escuchado jamás.
Unos días antes había rellenado por internet una solicitud de trabajo para un puesto de cajera en el centro comercial de Carrefour, pero no había recibido respuesta. En la mochila llevaba una copia impresa de la solicitud.
El centro comercial Carrefour se encontraba al este de Almería. Había una buena caminata desde La Cañada. Alicia no tenía nada mejor que hacer y echó a andar. Necesitaba el trabajo. Tenía que ganar su propio dinero. A pesar de que el viento le azotaba el rostro, solo servía para espolear más su determinación. Aquel viento enloquecido era un pálido reflejo de la furia que ardía en su interior.
Siguió la costa en dirección oeste, una larga caminata con el mar como único compañero. Cuando llevaba media hora de camino el viento le dio por fin una tregua. Pasó entonces cerca de la casa de Erica. Se sentía tan avergonzada que tenía la impresión de que todos los transeúntes sabían lo ocurrido, a pesar de lo absurdo que aquello era.
En la avenida del Mediterráneo giró a la derecha, con dirección norte. Todavía faltaba un buen trecho. La avenida del Mediterráneo parecía interminable, con todos los árboles podados de la misma manera. Verlos en una fila tan perfecta le creaba a Alicia un pequeño conflicto: ¿aquellos árboles tan pulcros e idénticos debían ser motivo de admiración o de terror?
El Carrefour era un centro comercial de una sola planta, enorme, frente al cual se abría una gran explanada para aparcamiento. La fachada, de cerámica oscura y metal plateado, había sido decorada con luces de navidad que parpadeaban intermitentemente. Junto a la entrada había un enorme reno de plástico y un muñeco de Papá Noel desconchado y sin brillo, con pinta de haber sido reutilizado una y otra vez durante años. Unos altavoces emitían el sonido estridente de villancicos. Menuda navidad. Era todo bastante deprimente.
Alicia cruzó las puertas de cristal. En el interior, junto a la puerta, en un tablón de corcho estaba el anuncio de demanda de empleo para el puesto de cajera. Alicia arrancó la hoja y se dirigió hacia un extremo, al final de la larga hilera de cajas donde se encontraba el mostrador de atención al cliente. Allí había una chica con un uniforme ajustadísimo de color rojo, con el logotipo azul de Carrefour bordado en la solapa.
—Vengo por el trabajo de cajera —dijo Alicia.
—Para eso tienes que hablar con el gerente —respondió la chica.
Le indicó una puerta unos metros más allá. Alicia se dirigió al despacho y llamó con un toque de nudillos. En la puerta había una placa que decía: «Néstor González – Gerente».
La puerta se abrió y apareció un hombrecillo rechoncho, tan alto como ella, medio calvo y con una de esas narices que son todo agujeros, como si colgase de un gancho invisible. Vestía una camisa blanca arrugada y una corbata azul con flores amarillas anudada de un modo ridículamente corto.
—¿Qué quieres? —espetó el hombrecillo.
El tío parecía cualquier cosa menos un gerente. La miraba con los ojos entrecerrados.
—Vengo por el trabajo de cajera —respondió Alicia agitando el anuncio delante de su cara—. Rellené la solicitud por internet. Aquí le traigo una copia impresa.
El gerente la miró de arriba abajo deteniendo sus ojos a la altura de sus pechos. Parecía que quería vérselos a través de la camisa. Era la primera entrevista de trabajo de Alicia, así que no sabía muy bien qué esperar, aunque lo que no esperaba es que el tío se le quedase mirando las tetas. Respiró hondo. No pudo evitar cierta satisfacción por atraer a un tío, aunque fuera un tío como aquel. Pensó que, si la cosa se ponía muy mal, siempre podría liarse con un maldito mánager gordo de un supermercado. Rio para sus adentros.
—¿Te hemos llamado para una entrevista?
—No.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis. Casi diecisiete. Está todo en la solicitud.
El gerente le arrebató el papel de las manos y lo miró durante menos de dos segundos.
—¿Por qué no estás en el instituto?
—Han suspendido las clases esta mañana. Ha desaparecido una alumna y han organizado una pegada de carteles.
—Hay que joderse con los maestros. Siempre están buscando excusas para no trabajar. Ya me lo decía mi madre: hazte maestro si quieres vivir bien. —Se pasó la lengua por los labios—. Lo más seguro es que esa niña que no aparece se haya escapado con alguien.
—Eso mismo pienso yo.
—¿Y tú por qué no estás pegando carteles con los otros?
—Porque no la estoy buscando a ella, lo que busco es trabajo.
El gerente le devolvió una sonrisa torcida. Tenía una boca terrible, los dientes negros de tabaco.
—Mira, me has caído bien. ¿Cómo te llamas?
—Alicia.
—A lo mejor vas a tener suerte y todo. Acabo de despedir a una cajera. Iba a tirar de currículum —sacudió el papel que tenía en la mano—, pero ya que estás aquí te voy a poner a prueba, ¿te parece?
Alicia asintió con la cabeza.
—Vamos a empezar suave, querida, para darte una oportunidad. Te voy a tener tres meses de prueba, de miércoles a domingo, de las seis de la tarde a las diez de la noche, en una de las cajas. Para que veas que te trato bien, te voy a dar tres días pagados de asuntos propios.
—¿De asuntos propios?
—Si te pones mala, o tienes que estudiar para un examen, o un día no te da la gana venir, en esos tres meses, tienes tres días libres, solo que tienes que avisarme con al menos veinticuatro horas de antelación.
Estaba claro que el gerente esperaba una sonrisa de Alicia como respuesta, pero no la recibió. El tío tenía algo raro en la mirada. Por alguna razón no llegaba a abrir los ojos del todo, aunque no había tensión en sus párpados, en sus sienes, como que lo natural en aquella cara terrible era tener los ojos a medio abrir.
—Ten en cuenta, chica, que normalmente concedo cinco días al año, a ti te voy a dar tres días por tres meses.
Si hubiera que expresar el concepto de inexpresividad con una imagen, sería la cara de Alicia en ese momento.
—Me parece bien —respondió.
—Venga entonces. Relléname estos papeles, fírmame donde veas una cruz y vete a buscar a Emilia. Es la encargada de las cajeras. Ella te explica lo que tienes que hacer.
El trabajo de cajera sí es tan fácil como parece. La tal Emilia le explicó el funcionamiento de la caja y cómo cobrar tarjetas de crédito, todo en menos de media hora.
—Pídele siempre a tus clientes que se saquen la tarjeta de descuentos del supermercado, solo tienen que rellenar este impreso de aquí —dijo Emilia.
—No entiendo por qué molestarse, ¿dónde está la ganancia para el supermercado?
—Cuando tienen la tarjeta…
—Ah, claro, tienden a venir más, ¿no es eso?, y teniendo su dirección podéis atiborrarle el buzón de casa con publicidad…
—Joder chica, eres brillante —exclamó.
Alicia suspiró. Era tan brillante que allí estaba: a punto de que la expulsaran del instituto y trabajando de cajera por un sueldo miserable.
—¿Te atreves a quedarte sola? —preguntó Emilia—. Ahora no hay mucha gente.
—Por supuesto.
—Si alguien te discute algo, o se pone pesado o lo que sea, llámame. Voy a ver qué quiere el jefe.
Emilia era alta y desgarbada. Tenía un culo enorme y unos pechos más grandes todavía. La cara era alargada, con el pelo recogido en un moño, y mascaba chicle sin parar. Parecía alguna clase de herbívoro.
El jefe querría, seguramente, mirarle las tetas de cerca, y eso no era asunto de Alicia. Emilia se alejó meneando su enorme culo.
Allí estaba, con aquella ridícula bata, con su nombre en una pegatina sobre la estúpida bata roja, como un pasmarote, en la caja registradora.
Trabajaría seis horas al día y ganaría cuatrocientos euros al mes. No estaba tan mal. Con el primer sueldo se compraría una guitarra nueva y unos meses más tarde tendría suficiente para el Mac.
Grabaría las canciones más hermosas que nadie había escuchado jamás.
Solo tenía que lograr sobrevivir hasta entonces.
Llegó el primer cliente, un tío de unos treinta años, regordete y barbudo, con una caja de preservativos y otra de galletas. Alicia pensó que, si su existencia se tratara de una novela barata escrita por un escritor mediocre, hubiera escogido precisamente que un cliente como ese se le presentara en ese momento.
«Esfuérzate un poquito más», susurró mirando hacia arriba.
* * *
Sus primeras horas como cajera le resultaron de lo más fácil. La verdad es que el trabajo no estaba nada mal. Mientras atendía la caja y cobraba los productos podía escuchar música en su iPod, dejar la mente en blanco o pensar en nuevas melodías para sus canciones. Se animó con la perspectiva de que pronto tendría una guitarra nueva y un Mac para grabar con un sonido profesional. Intentó concentrarse en esa idea, en su guitarra y en sus canciones, y no pensar en Erica, en el señor T., en sus compañeros de clase, en su madre y en el novio de su madre, Mario el Armario, en su hermano pequeño enfermo…
Suma y sigue.
Cuando salió del supermercado había parado el viento, aunque hacía un frío de mil demonios. Comenzaba a pesarle el cansancio acumulado y la noche anterior sin dormir.
Los gilipollas de sus compañeros de clase habían hecho un buen trabajo. Había carteles con la cara de Erica hasta en las señales de tráfico.
«Se busca», «¿Han visto a esta chica?»
«Se busca», «¿Han visto a esta chica?»
—Joder, que si la he visto.
Cuando llegó a su casa se encontró con aquel enorme Mercedes de lujo de cristales tintados aparcado en el patio de su casa.
El novio de su madre, Mario el Armario, estaba sentado en el sofá del salón mirando la televisión, bebiendo un vaso de whisky. Genial. Ya ni siquiera podía respirar cuando llegaba a su propia casa.
—Hola, niña —la saludó Mario el Armario—. ¿Te has portado mal en la escuela? —preguntó con una sonrisa burlona.
Alicia se limitó a ignorarle sin mover un músculo del rostro, pero los puños se le apretaron por sí solos.
—Ha llamado el director. Tu madre está muy disgustada.
—Que-te-den… —respondió Alicia arrastrando las sílabas, intentando mantener un gesto neutro.
Mierda. El gilipollas del señor T. había dado las quejas por cómo le había gritado.
—Eres una niña maleducada, Alicia. Si fueras mi hija, te daría un buen correctivo —Mario se llevó la mano al cinturón.
—Tú no eres mi padre para darme lecciones.
Su madre entró en ese momento al salón.
—¡Alicia, niña tonta! ¿Qué has hecho ahora? Me ha llamado el director, dice que has insultado a un profesor a gritos. ¿Es que te has vuelto loca?
Su madre sostenía a su hermano en un brazo y en la otra mano llevaba un vaso de coñac. Tenía los ojos vidriosos.
—El profesor de inglés es un gilipollas. Se le ocurrió insinuar que yo estaba acosando a Erica —respondió Alicia con frialdad. No quería gritar a su madre ni perder los nervios delante de Mario el Armario.
—¿Erica? ¿La muchacha que ha desparecido? ¿Qué tienes tú que ver con ella, Alicia?
—Mira, mamá, como se suele decir, es una larga historia. A lo mejor alguna vez te podrías poner a escuchar a tu hija. ¡Cuando no estés borracha!
Al final no pudo evitar soltarle un grito. David se retorció en el brazo de su madre, que tuvo que girarse bruscamente para que no se le cayera. El vaso de coñac se le resbaló de la mano y se hizo añicos contra el suelo. Alicia sintió como algunos fragmentos de cristal se estrellaban contra sus tobillos.
El idiota de Mario el Armario la miraba con burla en los labios. El tío se lo estaba pasando en grande. Alicia corrió escaleras arriba. Cerró la puerta de su dormitorio con un portazo que retumbó en la casa como un cohete de feria.
Tenía ganas de gritar con todas sus fuerzas, mas se conformó con tumbarse en la cama, taparse la cabeza con la almohada y llorar. No iba a dejarse derrotar. Le plantaría cara a Erica, a los profesores, a su madre y al maldito mundo entero si hacía falta.
Se incorporó y se limpió los ojos con un pañuelo. De tanto llorar se le había corrido el lápiz que se había puesto por la mañana y los ojos parecían dos manchurrones.
Se sentó en el escritorio y encendió el ordenador. Su amiga Julia no estaba conectada, pero vio que tenía un email de Yahoo Preguntas.
Había consultado si alguien sabía dónde encontrar la descripción de las terapias de rehabilitación del doctor Doman para niños con parálisis cerebral. Los cursos de la clínica costaban más de cinco mil euros, pero Alicia estaba segura de que el curso gratis tenía que estar en internet. Aunque se había pasado miles de horas buscando en la red sin encontrar nada.
Respuesta de Dr. Telmo Vargas.
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Estimada Alicia:
He leído atentamente tu consulta y me gustaría ayudarte. Mi nombre es Telmo Vargas, soy doctor en neurocirugía y durante unos años trabajé en la clínica del doctor Doman. Allí conocí las terapias que aplica a niños con parálisis cerebral y puedo decirte que realmente funcionan. Sin embargo, comprendo tu frustración por las tarifas que la clínica cobra por la formación de los padres. Afortunadamente, yo puedo enviarte el material que necesitas para que tú misma aprendas a realizar los ejercicios adecuados. Encontrarás los ficheros adjuntos en este email. Mi consejo es que los leas detenidamente y trabajes con constancia e intensidad. Es importante involucrar a toda la familia. No solo tú debes ser responsable, también tus padres. Si necesitas ayuda, estaré gustoso de ayudarte. Puedes contactar conmigo en Messenger o en Twitter mediante @doctor.vargas
Atentamente. Doctor Vargas
Alicia no podía creerse su suerte. Abrió los ficheros adjuntos. ¡Allí estaba todo! Las descripciones precisas de los ejercicios que cubrían todas las partes del cuerpo: los movimientos, los músculos que había que trabajar en cada sesión, la duración, el número de repeticiones, horarios, rutinas más apropiadas…
Se puso como loca de contenta. Lo mandó todo a la impresora mientras se leía de cabo a rabo todos los documentos.
Básicamente, al niño había que atacarle por cuatro frentes: la movilidad, la nutrición y estímulos intelectuales, además de un tratamiento de oxigenación. Las terapias específicas para cada área estaban explicadas perfectamente en los documentos.
Respecto a la movilidad y al estímulo intelectual, ella misma podía encargarse. Calculó que si dormía solo cuatro horas al día podría dedicarle a su hermano casi ocho, repartidas entre primera hora de la mañana y después del turno en el supermercado. Respecto a la alimentación, podría conseguir casi todo lo que necesitaba en el supermercado; si no podía permitirse algo, lo robaría.
Se recomendaba complementar la dieta con suplementos vitamínicos. Leyó que los suplementos eran muy necesarios para la estimulación del cerebro y para el desarrollo de nuevas conexiones neuronales. Las vitaminas eran caras, pero en una nota el doctor Vargas le indicaba una tienda de suplementos vitamínicos en internet que «servía los productos directamente de fábrica a precios muy reducidos al no existir intermediarios». Alicia escribió en el navegador la dirección de la página web de aquella tienda.
Cuando echó un vistazo a los productos descubrió que por solo quince euros podía comprar suficientes vitaminas para un mes. ¡Genial! Rellenó los datos de envío y realizó el pedido.
A continuación revisó el aspecto de la oxigenación. En ese sentido no parecía que pudiese hacer mucho, de momento. O a lo mejor sí. En la misma página web donde había comprado las vitaminas anunciaban aparatos de oxigenación para uso particular en los domicilios. Estaban indicados para personas mayores con problemas respiratorios, pero Alicia no tardó en encontrar un modelo que era exactamente el que necesitaba. El aparato costaba cuatrocientos euros. No había problema. Pronto cobraría su primer sueldo del supermercado. La guitarra nueva tendría que esperar…
Cada vez estaba más animada. Jo, ¡menuda suerte! Tenía todo lo que necesitaba y se había ahorrado los cinco mil euros del curso de formación.
Volvió a repasar todos los documentos. Estaba enfrascada en la lectura de la descripción de los ejercicios de rehabilitación, aprendiéndose términos como reptación refleja, estimulaciones propioceptivas, zonas reflexógenas, movimientos fásicos… cuando se abrió la puerta de su habitación. Su madre entró llevando a David en brazos. Lo dejó en la cama de Alicia.
—¡Mamá, por lo menos llama antes de entrar! —se quejó Alicia.
—Hija, ¿puedes estar un rato pendiente de tu hermano? Si se pone a gritar, ya sabes lo que tienes que hacer…
—Sí, mamá. ¿Vas a salir?
—No, solo… voy a estar ocupada. —Su madre se ruborizó.
—Está bien, comprendo, no te preocupes.
Alicia se fijó en que su madre llevaba una pulsera de oro que no le había visto. Un regalo de Mario el Armario. Al menos el tío se estaba dejando el dinero con ella. Alicia pensó que, a pesar de estar bastante machacada, su madre, recién cumplidos los cuarenta, tenía un bonito cuerpo y las tetas más o menos en su sitio. Desde luego, si había algo que no sentía eran celos, ni ninguna sensación de traición hacia su padre. Su madre podía hacer con su vida íntima lo que le diera la gana.
—Mamá, tengo que decirte una cosa —dijo con tono conciliador—. ¿Sabes que David se puede curar? Podría llegar a hablar y hasta caminar solo.
—¿De dónde te has sacado esa idea?
—De internet. He encontrado una información sobre rehabilitación para niños con parálisis cerebral. Hay que trabajar con él todos los días varias horas, podríamos repartirnos el trabajo. Yo estoy dispuesta a esforzarme.
—¿En internet? —Su madre arrugó la nariz—. Ay, hija, te crees cualquier cosa que te encuentras en internet. El doctor que atendió a tu hermano cuando nació ya nos explicó que el pobrecito iba a llevar una vida vegetativa. No va a caminar ni a hablar. Hay mucha gente con ganas de aprovecharse de la desesperación de los demás dando falsas esperanzas.
—¡Pero mamá! ¡No es ningún engaño! Hasta hay un reportaje en Telemadrid. He estado mirando los vídeos. Hay testimonios. Hasta he contactado con un médico que me lo ha explicado todo.
—¿Un médico? No seas idiota, Alicia. Te están engañando.
Lo que irritó a Alicia fue que su madre le hablara como si fuese todavía una niña pequeña que no comprendiese el mundo de los adultos.
—¿Eres capaz de abandonar a David? ¿No vas a hacer nada por él? —gritó Alicia.
—No me hables así. Soy tu madre. Claro que hago mucho por tu hermano. Y también por ti. Si no fuera por vosotros, yo no llevaría esta vida.
—¿Qué? ¿Me estás culpando a mí del fracaso de tu vida? ¡Yo no pedí nacer!
—Alicia, niña malcriada, no grites. Mario está abajo.
—¿Y qué? Esta es mi casa, ¿no? ¿O también me vas a echar a la calle para poder follarte a tu novio?
Su madre le dio una bofetada. La segunda en pocos días.
—¡No te consiento que me hables así!
David comenzó a llorar.
—¡Mira lo que has hecho! —Su madre cogió a David en brazos—. Tranquilo, mi niño, tranquilo, no llores, tranquilo. —Fulminó a Alicia con la mirada—. ¿Por qué no maduras de una vez, Alicia? Ya casi tienes diecisiete años, deja de comportarte como una cría.
—¡Vete, déjame en paz! —chilló Alicia con todas sus fuerzas.
Alicia cogió a David de los brazos de su madre y la empujó fuera de la habitación. Cerró de un portazo. David lloraba con todas sus fuerzas.
—Tranquilo, mi chico, no llores, tranquilo, mamá y yo solo estamos jugando, tranquilo.
¿Por qué cada vez que hablaba con su madre acababan a gritos? ¿Por qué su madre no podía entenderla? Era como vivir en mundos diferentes, como hablar idiomas diferentes.
Los ojos de David reflejaban terror. Alicia le acarició la cabeza y le besó en las mejillas. Lo dejó tumbado en la cama y siguió besándolo y jugando con él, haciéndole cosquillas hasta que el pequeño comenzó a reír.
—Mi pequeño, mi ángel. ¿Nadie nos comprende, verdad? Me parece que tú y yo estamos solos contra el mundo. No nos van a ganar, ¿eh?, nos ayudaremos el uno al otro, ¿verdad, mi chico guapo?
David la miraba con sus grandes ojos de miel. Alicia tuvo la certeza de que estaba entendiendo lo que le decía. Si es que todo era cuestión de coordinación muscular. Estaba claro. David no podía hablar ni moverse porque su cerebro no podía enviar las órdenes a su cuerpecito. Eso no significaba que no fuese inteligente, que no entendiese todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. La idea de que David pudiese estar atrapado en su cuerpo la llenaba de angustia. No le extrañaba que gritase por las noches, solo, en la oscuridad. ¿Qué clase de infierno era su vida?
Alicia se tumbó a su lado y le susurró al oído, abrazándolo con fuerza:
—Voy a ayudarte, mi chico. No estás solo. Sé que me estás escuchando. Voy a hacer que las cosas cambien. —Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Alicia trató de no pensar que solo era una chica de dieciséis años a la que estaban a punto de expulsar del instituto, con un miserable trabajo de cajera y una madre alcohólica que no quería saber nada de terapias para su hijito enfermo.
Estaba sola, pero de algún modo lograría hacer que todo cambiase. De algún modo.