Max N. N.
Max N. N. no podía dormir. Max N. N. no quería dormir.
A Max N. N. le quedaban muchas cosas por hacer y la noche era un buen momento para dedicarse a ellas.
Lo habían alojado en un pequeño piso en un edificio destinado a viviendas sociales en las afueras de Almería, en una zona que llamaban la Vega de Acá. En aquella zona había varios edificios nuevos, dispersos en un terreno yermo y seco, conectados entre sí por calles a medio terminar a las que le faltaban las aceras, o calles con aceras a las que les faltaba el asfalto. Al sur podía divisarse la franja azul de la costa. Al oeste se abría el amplio cauce de un río por el que solo corría polvo y matorrales secos empujados por el viento. Aquel río seco, desde luego, no se parecía en nada al río que se dibujaba en la mente de Max cuando pensaba en la palabra «río».
La ciudad quedaba al oeste. Entre esta y el edificio donde habían alojado a Max se abría una franja de terreno inerte, un descampado salpicado de cañaverales secos.
Según le habían explicado, aquel iba a ser un barrio nuevo, si bien la crisis lo había paralizado todo. Max no entendía demasiado bien lo que era la crisis, aunque tenía la sensación de que aquel edificio se encontraba tan aislado de la ciudad como él mismo se sentía aislado del resto del mundo.
Uno de los principales defectos que cualquier persona le encontraría a aquel piso en el que Max N. N. pasaba sus noches y parte de sus días eran sus minúsculas dimensiones, pero esa desventaja no tenía importancia alguna para Max. Casi le sobraba espacio en aquella única habitación en la que confluían los conceptos de dormitorio, sala de estar y cocina. De hecho, si no tenemos en cuenta el minúsculo cuarto de baño con una ducha en la que Max tenía que encorvarse para no golpearse la cabeza, el piso se componía de aquella única estancia multiuso.
Otro de los defectos que cualquier persona encontraría a aquel piso eran los ruidos continuos y a todas horas de los vecinos. Una televisión al otro lado del tabique retumbaba la programación noche y día. Con frecuencia se escuchaban gritos, discusiones y peleas provenientes de diversos puntos: arriba, a la izquierda o a la derecha. A veces se adueñaba del ambiente una música atronadora, palmas y cantos que podían durar toda la noche.
Aquel barullo continuo sería, sin lugar a dudas, la principal desventaja que cualquier inquilino le encontraría al piso, una vez pasados los primeros instantes de sorpresa por sus insoportables estrecheces.
Una vez más, aquello no era problema para Max N. N. A Max todo aquel ruido le ayudaba a mantenerse despierto, le reconfortaba, le hacía sentirse conectado de algún modo con el mundo. Le ayudaba a llenar su vacío interior.
El aterrador vacío interior.
Todos los pensamientos de Max N. N. tenían un mismo fin. Un único fin. Llenar su mundo.
Llenar el mundo de Max N. N.
Todo se desvanecía en el pasado. La vida de Max, hacia atrás, llegaba hasta una cama blanca en un hospital donde las imágenes perdían nitidez, el sol de la ventana se reflejaba sin contención en las paredes blancas, en las sábanas, cegando la visión e impregnando los sonidos, confundiendo las palabras y desordenando los acontecimientos.
Así era, pensaba Max. Puede que aquel sol blanco y cegador tuviera la culpa de todo.
Max luchaba para identificar su primer recuerdo, ese absoluto primer acontecimiento cuyos precedentes se habían evaporado.
Tras varios días llegó a la conclusión de que su vida, o lo que conocía de ella, comenzaba con un extraño enfermero que le traía la comida a la cama.
El enfermero era extraño porque miraba a Max con temor. Era extraño también porque tenía un artilugio en la barbilla, que parecía estar dislocada o rota.
Una naranja y un plato de pollo con verduras, acompañado de puré de patatas en salsa.
Una servilleta blanca, un objeto alargado de plástico blanco, un extraño invento que pretendía sin éxito combinar las funciones de las cucharas y los tenedores, al que todos llamaban cuchador.
Ahí comenzaba todo, con aquella bandeja y con dolores por todo el cuerpo, con heridas aún abiertas en el costado, en el abdomen. Manchas de sangre que esquivaban las gasas y las vendas y se depositaban en las sábanas.
En aquella época en el hospital, Max no se había preocupado aún de comprender sus emociones. En aquella época lo fascinante era comprender el lenguaje.
Max no tenía demasiados problemas para entender lo que querían o sentían los enfermeros (incluido el extraño). Estaban todos, simplemente, trabajando (realizando una labor para otros a cambio de una compensación económica) y reflejaban simplemente eso, personas que hacían cosas a cambio de otras, cosas en principio no demasiado desagradables.
El lenguaje, o mejor dicho, las palabras, era lo más sorprendente.
Max tenía a veces problemas para usarlas, para pronunciarlas, las entendía todas (salvo alguna que otra cosa rara como cuchador). Cuando las escuchaba por primera vez era como si cobraran vida porque sentía que, a pesar de conocerlas, era la primera vez que las experimentaba, la primera vez que podría asociar una emoción con ellas.
Si pensaba en la palabra cafetera la imaginaba con detalles, pero no en la cocina de una casa agradable, ni depositada en una mesa de camilla o en una mesita de café. La cafetera de Max estaba aislada, ni caliente ni fría, sin nada alrededor, flotando en el deslumbrante vacío blanco como las paredes, como las sábanas…
Pero entonces llegaba un enfermero con una cafetera y el sol se apagaba, la cafetera se convertía en caliente, en agradable en contacto con la bandeja de hospital, que se balanceaba en su avance hacia su cama, al compás del paso del enfermero, humeando, dibujando figuras en el aire. A partir de ese momento, esa cafetera, esa primera cafetera, no abandonaría a Max y sería lo que imaginaba cada vez que alguien dijera la palabra «cafetera», y cada nueva cafetera tendría la poca o mucha fortuna de compararse con aquella primera cafetera magnífica, gris, caliente, agradable, aromática, metálica, brillante, contextualizada.
Los objetos seguían flotando en la mente desierta de Max N. N., suspendidos en un universo blanco. Flotaba un árbol hasta que Max vio uno a través de la ventana del hospital. Lo mismo pasó con los pájaros que pasaron del lienzo inmaculado de la mente de Max a volar en cielos azules, blancos y grises, cortando los rayos del sol, posándose en los árboles que ya eran familiares y cercanos.
Ya había pasado mucho tiempo desde su estancia en el hospital y miles de palabras habían tenido la oportunidad de materializarse en la mente de Max N. N. Estaban casi todas, o al menos la inmensa mayoría de las palabras que cualquier persona usaría en el trascurso completo de su vida.
Pero seguían faltando algunas. De vez en cuando, una palabra nueva cobraba vida y eso le producía a Max un inmenso placer.
Max quería recordar, no solamente las palabras. Max quería saber quién era.
Recibía el apoyo de un psiquiatra y le habían buscado un trabajo en un centro comercial con el que no tenía quejas. Para cualquier persona el trabajo era una parte importante de la vida. ¿Cuántas veces no hemos escuchado a alguien decir «me paso la vida trabajando»? No era el caso de Max N. N., que a veces se angustiaba al comprobar las infinitas y enormes diferencias que lo separaban de la gente corriente. A pesar de que pasaba con creces las ocho horas reglamentarias, para Max trabajar era una parte ínfima del día. La tarea de Max en la vida era entender el mundo, su mundo, con o sin recuerdos.
Todo se desenvolvía a sus anchas en un mundo extraño, un mundo en el que las palabras volaban confundidas hasta que se posaban sobre algo tangible y se convertían en objetos. Y eso no le pasaba a nadie más. Solo a Max.
¿Era Max como ellos?
¿Pertenecía Max a este mundo?
¿Por qué nadie había denunciado su desaparición?, ¿por qué no lo reconocía nadie por la calle?
¿Había sido tal vez una sombra, un hombre sin cara que no deja huellas?
La gente seguía con sus vidas sin darse cuenta de los días que pasaban, sin pararse a pensar que cada día era un día menos que les quedaba, sin apreciar el maravilloso contexto que tenía todo para ellos, el sueño inalcanzable de Max de tener un pasado, unos amigos, una historia, un porqué.
De todas las palabras, las que más fascinaban a Max eran las que describían emociones humanas.
Encontró una lista en un libro de autoayuda que ojeó en el supermercado.
Miedo, Tristeza, Amor, Placer, Sorpresa, Rabia, Odio, Envidia…
Max N. N. casi sufre un ataque de pánico cuando notó que conocía el significado de todas aquellas palabras, entendía lo que eran aquellas emociones, aunque él no sentía ninguna de ellas.
En su hora de almuerzo, con aquellas palabras que describían emociones flotando en su cabeza, comenzó a caminar por los pasillos del supermercado como poseído, como si cada uno de los clientes con los que se cruzaba supusiera una amenaza a su mismísima existencia, como si cada losa que cubría el suelo le fuera extraña e inaccesible, como si el universo mismo le rechazara.
Como un virus en un cuerpo que lucha por aniquilarlo.
Fue solo minutos después cuando comprendió la paradoja de su horror.
Obviamente, había una emoción que sí sentía. De hecho la estaba experimentando en ese mismo instante.
Miedo.
Se quedó petrificado en mitad del pasillo de la sección de zapatería.
Max N. N. sentía miedo de ser diferente, tenía miedo de no tener emociones, pero ese miedo le demostraba que no era diferente después de todo.
Max entendió entonces que sentía también placer, que, como todos, ¡sentía curiosidad!
Empezó a reír como un niño en mitad del supermercado, ante las miradas atónitas de los clientes.
Max sabía lo que era el hambre y la sed, Max sabía lo que era desear a una mujer, Max sabía lo que era la compasión.
Max supo que pertenecía a este mundo y esa idea tan básica, tan universal, le produjo un placer mucho mayor que la materialización de ninguna palabra.
* * *
El recuerdo más antiguo de Max N. N. se remontaba a casi un año y medio atrás, cuando despertó en una habitación de hospital con la mente en blanco.
Lo único que pudo averiguar por aquel entonces fue que lo encontraron medio muerto, flotando en el mar con una herida reciente en la cabeza. Según le explicaron después, la herida había sido causada por un disparo de arma de fuego. Una bala le había atravesado el cerebro, pero no le mató. Los médicos que le atendieron no paraban de decirle la suerte que había tenido. La bala le atravesó la cabeza de lado a lado dañando algunas partes de su cerebro sin causar lesiones realmente graves. Pasó varios meses en coma y, cuando despertó, tuvo que someterse a una dura terapia de rehabilitación para volver a caminar y a hablar.
Max no recordaba nada de aquello. Su psiquiatra le había explicado que sus recuerdos de ese periodo también se habían borrado, como el resto de su memoria.
No pudo averiguar nada más, nadie supo decirle quién o por qué le habían disparado.
Nadie parecía tener ni la más remota idea de quién era.
Max N. N. Falso era el nombre y, aunque consciente de su falsedad, había aceptado aquel como propio, lo había interiorizado y asimilado como suyo.
Tenía que agarrarse a algo, a un nombre, a una identidad, aunque no fuese la verdadera. Se puede ir por el mundo desconociendo muchas cosas, se puede ir por el mundo desconociéndolo prácticamente todo, como un recién nacido o como un idiota, pero no se puede ir sin un nombre propio en el que reconocerse, sería como ir desnudo o indefenso.
Max N. N. era un cascarón vacío que se aferraba a su propio nombre como se aferra un náufrago a un tablón a la deriva para no hundirse en las oscuras aguas de la no existencia.
Los servicios sociales le habían dado aquel nombre —que él mismo había elegido—, le habían conseguido un trabajo de mozo de almacén y repartidor a domicilio en un centro comercial y le habían proporcionado un pequeño piso donde vivir.
Como si esos tres elementos fuesen suficientes para que un hombre pudiese reconstruir su vida desde la nada.
Max aparcó la furgoneta de reparto del supermercado frente a una fila de adosados unifamiliares. Aquella casa era la siguiente dirección anotada en la hoja de ruta de reparto que llevaba en el salpicadero. Tiró de la palanca del freno de mano para inmovilizar el vehículo. Conducir era una de esas cosas que su psiquiatra llamaba «habilidades inconscientes». Recursos aprendidos que no se veían afectados por la amnesia. A pesar de no conservar ningún recuerdo, sabía cómo poner en marcha la furgoneta y cómo manejar la palanca de cambios y los pedales. Lo hacía sin pensar, como caminar o como llevarse un tenedor a la boca.
Se bajó. Abrió el portón trasero y sacó una pesada caja de plástico que contenía diversas mercancías. Cargando la caja, cruzó un pequeño jardín y se dirigió hasta la puerta de entrada. Depositó la caja en el suelo y llamó al timbre.
En un rincón del patio de entrada había un solitario árbol de navidad, seco y de color marrón. A su lado se amontonaban juguetes infantiles cubiertos de polvo: un triciclo, un juego de bolos, una pistola de plástico, una pelota de goma, un pequeño dinosaurio de juguete…
Max pensó en aquellos objetos como testigos mudos del pasado de sus propietarios. Para él no significaban nada, objetos inservibles, poco más que basura. Pero en algún lugar debía haber alguien a cuya mente, al ver aquellos objetos, acudiría el recuerdo de gloriosas tardes infantiles de juegos y diversión.
En la terraza había también unas sillas de jardín alrededor de una mesa de plástico. Aquellas sillas llevaban aparentemente meses sin usarse y estaban cubiertas de tierra. Encima de la mesa, hojas secas y putrefactas. Aquel rincón, vestigio de una vida y costumbres pasadas, le produjo un gran desasosiego. Imaginó que, en algún lugar, debía existir un espacio donde tal vez se apilaban los objetos de su vida, tal vez en un sucio montón tan polvoriento y olvidado como aquel.
Daría cualquier cosa por reencontrarse con esos objetos.
Max se giró para buscar los rayos del sol invernal en el rostro. Respiró de forma lenta y profunda. Le gustaba sentir el sol en la cara. Le reconfortaba. Tal vez era una costumbre adquirida en su pasado olvidado, o quizás el placer por el sol era algo que había comenzado a sentir después de pasar tanto tiempo recluido en una habitación de hospital. Era difícil de saber. Max analizaba cuidadosamente todos sus gustos y preferencias, sus actitudes y sus reacciones, tratando de adivinar si era algo del «antes» o del «después». Por ejemplo, le gustaba fumar, y eso era algo que debía de haber hecho antes, pues la primera vez que olió el tabaco sintió la necesidad de encender un cigarrillo. Así que el hombre que había sido antes fumaba. Pero la mayoría de las veces no era tan sencillo establecer las conexiones. Por ejemplo, no encontraba ningún placer en mirar un partido de fútbol, algo que entusiasmaba a todos sus compañeros de trabajo del supermercado. Max no sabía si su falta de interés se debía a que nunca le había gustado el fútbol, o a que había olvidado las reglas y los factores que necesitaba para apreciar el deporte.
De ese modo frustrante y limitado, Max había intentado hacerse una idea de cómo podría haber sido su vida anterior. Cuáles eran sus gustos, sus aficiones, a qué se había dedicado y a qué no.
El único vínculo real con su pasado consistía en un puñado de objetos que alguien había dejado junto a sus ropas cuando le dieron de alta en el hospital: un recorte de una fotografía donde aparecía el rostro de una mujer, un puñado de monedas y billetes y un teléfono móvil inservible. Al parecer, eran lo único que había quedado del hombre que había sido en el pasado.
La puerta se abrió a sus espaldas y una mujer apareció en el umbral. Debía tener unos cuarenta años —un poco mayor que él, calculó Max—. Esa era otra de sus incógnitas, qué edad tenía realmente. Para averiguarlo siempre se comparaba mentalmente con la apariencia de los demás.
La mujer tenía el pelo rubio teñido y unas prominentes caderas. Vestía una bata de seda blanca, medias oscuras y zapatillas con borlas de algodón.
—Buenas tardes, doña Rosa —saludó Max.
Alzó la pesada caja con la mercancía del supermercado y pasó al interior. Fue derecho hasta la cocina. Conocía bien aquella casa donde repartía cada semana. Depositó la caja sobre la encimera. Abrió la tapa y fue sacando uno a uno los productos que contenía: un paquete de arroz, latas de conservas, salchichas, botellas de refrescos…
—¿Cómo está su marido? —preguntó Max educadamente.
—Bien. Hoy tiene turno de noche —respondió la mujer. Se arrodilló junto a Max.
Max sabía que el marido de doña Rosa era conductor de una línea de autobuses que cubría el trayecto entre Almería y El Ejido, y que tenía cincuenta años de edad. Max conocía la edad de casi todas las personas con las que se relacionaba. Si se comparaba con el marido de doña Rosa llegaba a la conclusión de que él debía ser al menos diez años más joven.
La mujer desabrochó el cinturón de Max y le bajó el pantalón.
—¿Y cómo están sus hijos? —preguntó cortésmente Max.
—Oh, muy bien. Esos gamberros están en la piscina. Llegarán dentro de una hora.
La palabra «piscina» comenzó a flotar en la mente de Max como una pompa de jabón que se escapa por una ventana y se eleva hacia el vacío. «Piscina» subía y subía zigzagueante hasta que otras ideas surgieron de la nada y comenzaron a bailar en círculos a su alrededor.
Agua.
Bañador.
Toalla.
Respiración.
Doña Rosa se introdujo el miembro de Max en la boca. Max pensó que le gustaba que se la chuparan tanto como le gustaba fumar un cigarrillo o beber una cerveza en el bar al acabar la jornada de trabajo. También sabía que todo eso era algo que le gustaba a la mayoría de los hombres, a juzgar por los frecuentes comentarios sobre «mamadas» que escuchaba. Así que aquello tampoco le decía gran cosa sobre sí mismo, salvo que era un hombre como los demás.
En realidad, por la insistencia con la que todos hablaban continuamente de ello, follar con todas las mujeres posibles parecía ser la principal meta en la vida de todos los hombres; así que en ese sentido Max había llegado a la conclusión de que él mismo debía de ser un tío muy normal: practicaba el sexo con, al menos, diez mujeres diferentes cada semana. Lo hacía en cada una de sus visitas a las casas donde repartía los productos del supermercado. Todas aquellas amas de casa solicitaban entrega a domicilio de sus compras y pedían expresamente que fuese Max quien realizase la entrega.
Sin embargo, Max había observado dos diferencias fundamentales entre él y los otros trabajadores del supermercado.
La primera diferencia era que practicar el sexo, en realidad, no le entusiasmaba. Más bien sucedía todo lo contrario. El sexo le producía cierto placer superficial, pero siempre acompañado de una sensación inquietante, difícil de concretar. Era una inquietud que conectaba de algún modo con su pasado y que afloraba con fuerza cada vez que lo hacía con una mujer. Por más que se esforzaba no lograba extraer nada más de sus recuerdos. Era como atisbar una amenaza por el rabillo del ojo que nunca se llegaba a materializar.
Doña Rosa se tumbó sobre la mesa de la cocina. Max puso las palmas de sus manos sobre los muslos de la mujer y la embistió con energía.
La segunda diferencia que Max había observado entre él y el resto de trabajadores del supermercado era que todas las mujeres con las que hacía el amor decían que era el hombre más guapo que habían visto en su vida. Todas se lo repetían, una y otra vez, le decían que nunca habían conocido a un hombre tan guapo en persona.
Max desconocía tanto de los cánones de belleza masculinos como de cualquier otra cosa, y estaba claro que él no había vivido antes en aquella ciudad donde todo el mundo se conocía aunque solo fuera de vista.
Ciertamente medía un metro noventa y tenía una complexión atlética. Sus músculos parecían haberse desarrollado con alguna clase de ejercicio muy intenso. Tal vez había sido algún tipo de deportista profesional, pero no se le daba especialmente bien correr, ni tenía ninguna habilidad con un balón en los pies. Así que no tenía ni idea de cómo había llegado a desarrollar aquellos músculos.
Placer.
Vibración.
Semen.
Humedad.
Cuando acabó, Max recompuso sus ropas y salió de la casa.
—Nos vemos la semana que viene, cariño —se despidió la mujer desde el umbral.
Max se giró y le lanzó un beso con la palma de la mano. Silbando una melodía, se metió en la furgoneta de reparto y condujo hacia el supermercado. Aquella había sido la última entrega del día, por lo que su jornada de trabajo había acabado.
Mientras recorría Almería con su camioneta de reparto, escuchaba siempre las noticias con atención, ansioso por escuchar alguna sobre su desaparición, la desaparición de su antiguo yo. Cualquier noticia que le ayudara a descubrirse a sí mismo. Sin embargo, la única desaparición de la que se hablaba era la de una joven llamada Irena Aksyonov, hija de un magnate ucraniano. Max había visto a la chica en la televisión, una adolescente de catorce años, casi una niña. Todas las televisiones habían difundido su fotografía con el objetivo de que alguien pudiese dar alguna pista sobre su paradero.
Max también recordaba al padre de la muchacha. Había aparecido en televisión con ojos enrojecidos, jurando venganza al secuestrador de su hija. La cara de aquel hombre era la viva representación del odio en estado puro.
Ahora estaban hablando precisamente de él, el pobre hombre.
—Buenas tardes, les habla Alfredo Casas; estas son las noticias de Cadena SER Almería, trayéndote los temas de la actualidad local y nacional que te interesa conocer. Hoy nos vuelve a ocupar la misteriosa desaparición de la joven Irena Aksyonov. En un nuevo y dramático giro en la investigación, el juez del caso ha procesado al padre de la joven, el empresario Serguei Aksyonov, como culpable de dicha desaparición.
Max negó con la cabeza mientras conducía. Aquel hombre era inocente de lo que le acusaban. Su expresión de dolor era sincera cuando lo vio en televisión, su rabia y desesperación eran genuinas. Max estaba seguro, aunque no sabía de dónde provenía esa seguridad.
—La policía —se quejaba ahora el abogado de Serguei Aksyonov— lleva décadas acosando a mi cliente y a su familia. Las acusaciones que se han vertido durante todos estos años sobre el buen nombre de los Aksyonov han sido siempre infundadas. Hay algo detrás de todo esto de lo que nadie habla; yo lo voy a hacer. En este país no se perdona que gente de origen extranjero haga una fortuna. A eso se le llama xenofobia. Amigos, les invito a todos ustedes a que hagan una reflexión profunda como ciudadanos acerca de su propia identidad, de las razones que les hacen ver a alguien como culpable o inocente…
Max apagó la radio. Aparcó la camioneta en el parking del centro comercial. Después fue andando hasta un bar que había al otro lado de la calle, donde solían reunirse algunos de los empleados para tomar una cerveza al acabar la jornada. El bar era estrecho y alargado, apestaba a cerveza y a fritura. Tres de sus compañeros se encontraban ya al fondo, mirando con desgana la repetición de un partido de fútbol en una televisión que colgaba del techo. Max les saludó con un movimiento de cabeza. El camarero, un hombre flaco y con cara de pocos amigos, restregaba un trapo húmedo contra el cristal de la barra.
Max se sentó en un taburete y pidió una cerveza.
José, el encargado de la carnicería del supermercado, se volvió hacia él. José tenía grandes brazos de oso y sus manos siempre parecían impregnadas en sangre, incluso después de lavarlas concienzudamente, incluso en la oscuridad. Probablemente la sangre había acabado metiéndosele bajo la piel, como un tatuaje, y no había forma de quitársela.
—¡Eh, Max! —gritó José con una sonrisa torcida en los labios—. ¿Qué tal te ha ido el reparto hoy?
Todos se volvieron para mirarle. Max sonrió con torpeza, sin saber qué responder. Se había dado cuenta de que todos le consideraban una especie de retrasado mental con una inmerecida suerte. La calificación de retrasado se debía, sin duda, a su amnesia. Max sabía que su mente funcionaba perfectamente, pero el hecho de no recordar nada y tener que preguntar continuamente sobre cualquier cosa le hacía parecer torpe e idiota la mayor parte del tiempo. Por eso Max se limitaba a hacer las tareas que había aprendido y a no hacer demasiadas preguntas.
Que tuviera, además, relaciones sexuales con varias de las clientas del supermercado era motivo de que todos le atribuyesen una inmerecida suerte. Max había acabado comprendiendo que su actividad sexual despertaba no pocas envidias entre sus compañeros de trabajo.
—¿Todavía se le moja el chocho a esa vieja que te follas? —insistió José, paseando una sonrisa socarrona entre los presentes—. ¿Se lo has chupado hoy con esa cara tuya de capullo? —Achicó los ojos, sacó la lengua y la agitó como si lamiese algo.
Todos estallaron en una carcajada.
—Venga, José, no te metas con el pobre Max —dijo Rodrigo, el responsable de la sección de alimentación, que tenía una barriga enorme y una nariz como un puño—. Sabes que el hombre hace una labor humanitaria…
Volvieron a reír a carcajadas.
—Dejadme en paz —gruñó Max dándoles la espalda.
—Venga, Max, no te cabrees, hombre —dijo José conciliador—. Vamos a echar una partida de póquer, nos falta uno, ¿te apuntas?
La palabra póquer se iluminó como una bombilla en la mente de Max. Estaba claro que era una palabra que conocía, aunque no podía asociarla con ningún recuerdo; no había ninguna conexión emocional asociada a la palabra, solo cartas que flotaban, corazones, diamantes, billetes de verdad y monedas de plástico que danzaban en círculos como si se tratara de un tornado. Minutos antes, piscina volaba pausadamente hacia el cielo azul; póquer, sin embargo, estaba encerrada en un cuarto oscuro cargado de humo.
Cuando póquer se posó en una mesa imaginaria, rodeada de todas sus palabras amigas, a Max le sobrevino una desagradable sensación de peligro…
Números.
Humo.
Rojo, negro, blanco.
Sangre.
—Eh, yo no voy a jugar con el tontaina ese —dijo Rodrigo por lo bajo.
Max pudo escucharle perfectamente.
—Por mí vale —aceptó Rolando, de la sección de charcutería, un sudamericano sin barbilla con aspecto de roedor—. Que vaya conmigo. Lo que sea por no ver la mierda esta de partido.
—Vamos, Max, no te hagas de rogar. Vente a jugar —llamó José.
Max se sentó a la mesa junto a sus compañeros. José empezó a explicarle las reglas del póquer. Hablaba muy despacio, como si se dirigiese a un idiota.
—Apostaremos dinero de verdad, ¿de acuerdo? —dijo José guiñando un ojo a los otros dos hombres—. La apuesta mínima es un euro, ¿lo has entendido Max?
Max asintió. El juego parecía muy simple. Se repartían cartas al azar entre los jugadores. En función del tipo de carta se podían formar diferentes combinaciones. Cada combinación tenía un valor diferente. Dos cartas iguales eran una pareja, tres un trío, cuatro un póquer. El póquer tenía más valor que un trío, y este, a su vez, más que una pareja.
—Vamos con la primera mano —dijo José—. ¿Estamos?
Max supuso que mano era lo mismo que partida y asintió con la cabeza. Había que apostar una cantidad de dinero. Quien lograse la combinación de cartas de mayor valor se llevaba el dinero apostado.
Sin embargo, cuando jugaron la primera mano, Max comprendió que la clave del juego no estaba en el simple azar de lograr las mejores cartas, sino más bien en aparentar que se tenían buenas cartas. José ganó la primera ronda al subir su apuesta, ante lo cual los demás se retiraron. Sin embargo, José tenía una simple pareja de doses.
Max comprendió que el verdadero juego consistía en amedrentar al contrario fingiendo tener buenas cartas, para que nadie se atreviese a igualar la apuesta y los demás acabasen perdiendo al retirarse sin confrontar siquiera las cartas.
Después de un puñado de manos, Max se dio cuenta de otra cosa: cada uno de los tres hombres llevaba a cabo un repertorio de pequeños gestos cada vez que fingían tener mejores cartas de las que llevaban en realidad. Los gestos le resultaban totalmente evidentes. Se sorprendió de que los demás no captaran todas aquellas muestras que anunciaban el engaño. José se tiraba del cuello de la camisa con un dedo y se rascaba. Rodrigo tragaba saliva; el movimiento de su nuez era inconfundible, como una señal de aviso de sus cartas. Rolando torcía la boca con los labios apretados. A veces, cuando José iba a rascarse, la mano se quedaba a mitad de camino, interrumpiendo su periplo hasta el cuello con un gesto sin sentido como levantar el pulgar o balancear el dedo índice como si estuviera sacudiendo la ceniza de un cigarrillo. Pero sin cigarrillo.
Al principio, Max pensó que estaban tomándole el pelo otra vez. Era como si todos quisieran hacerle ver con señales cuándo estaban mintiendo. Pero, después de jugar varias manos, comprendió que solo él parecía fijarse en aquel repertorio de gestos.
Entonces comenzó a dirigir sus apuestas en función de las señales que hacían los demás y de ese modo ganó la mayor parte de las manos. Solo se echaba atrás y no subía la apuesta cuando sabía que alguien llevaba realmente buenas cartas porque su cara producía una rápida y leve sonrisa. Otra señal de que alguien llevaba buenas cartas era tamborilear los dedos suavemente contra la mesa, dando muestras de impaciencia por terminar esa mano que creía ganada.
Después de unas cuantas rondas, José empezó a girar la cabeza y a mirar por encima de su hombro como esperando encontrar alguien detrás.
—Estás haciendo trampas —gruñó el carnicero con el ceño fruncido. Tiró sus cartas sobre la mesa. Apretó la boca, elevando el labio inferior—. Llevas diez manos seguidas ganando.
—Yo no hago trampas —dijo Max.
—Y una mierda. Estas cartas están marcadas o algo pasa. Me has pillado todos los faroles, hijo de puta. —José dio un manotazo a las cartas que sostenía Max, que volaron por los aires—. Te estabas haciendo el tonto, haciendo que no sabías jugar al póquer, ¿eh? ¿Cómo lo haces? ¡Di, tramposo!
José frunció el entrecejo, su nariz se dilató y el labio inferior se puso en tensión. Se puso en pie y agarró a Max por la solapa de la camisa. Max era más alto que él, pero José tenía la robustez de un toro. Con un movimiento del cuerpo lo lanzó hacia atrás. Max tropezó con un taburete y se quedó sentado a medias, apoyado contra la barra.
—Lo siento, José —dijo Max, conciliador. Levantó las palmas de las manos—. No quería echar a perder el juego. Solo tuve un poco de suerte.
Algo le dijo que sería mejor no mencionar lo evidente que le había resultado descubrir que mentían.
El responsable de la carnicería se abalanzó de nuevo sobre él, agarrándole del cuello con una de sus grandes manos impregnadas de sangre.
—Venga, José, déjalo en paz —dijo Rodrigo cogiéndole por los hombros—. Solo ha sido la suerte del principiante.
—Será gilipollas el tarado este —masculló José. Torció el rostro, elevando un lado de la boca, los labios apretados y los ojos entornados—. Anda y vete ya, gilipollas, antes de que te parta la cara de idiota que tienes.
Max salió del bar. Había anochecido y la humedad brillaba en la superficie de los coches. Max recorrió a pie el trayecto hasta su casa mientras reflexionaba sobre lo sucedido. El viento era frío y húmedo y el aliento de las personas con las que se cruzaba flotaba, blanco, precediéndoles en su marcha.
Algo se había destapado en su mente. Era como si hubiese llevado una venda sobre los ojos que se le hubiese caído de repente. Los gestos y expresiones en los rostros de los demás traspasaban sus sentidos y le decían cosas, cosas que no podía conocer de otro modo. Había sabido cuándo mentían y, después, había visto con claridad la desconfianza, la furia y el desprecio dibujados en el rostro de José. Era como leer las descripciones en un libro. Salvo que, en lugar de letras formando palabras, el lenguaje estaba formado por las expresiones del rostro, la altura de las cejas, la tensión en los labios, el movimiento de la barbilla, de los ojos… La posición de las manos, el tono de voz… Lenguaje corporal.
El concepto emergió desde algún rincón del fondo de su mente. Lo que Max estaba haciendo era interpretar el lenguaje corporal. Aquello debía de corresponderse con alguna habilidad de su vida anterior, tal y como le había explicado su psiquiatra. Una habilidad que no había olvidado, como conducir.
¿Cómo habría desarrollado aquella habilidad? ¿Y para qué?
Las preguntas se agolpaban en su mente como una avalancha de rocas ladera abajo. Cada pregunta era como una piedra que desprendía a su vez otras preguntas y unas se acumulaban sobre otras y ninguna tenía respuesta.
No poder compartir con nadie lo que sentía le provocaba una profunda sensación de soledad. Cada vez tenía más la certeza de que había sido alguien diferente a la gente que le rodeaba. Los detalles sobre sí mismo que iba descubriendo así se lo confirmaban. Y, sin embargo, si había sido alguien que destacaba de algún modo sobre el resto, ¿cómo había podido desaparecer sin dejar rastro, sin que nadie le reconociese o le estuviese buscando en aquel mismo instante?
Había carteles de la chica desaparecida, Irena Aksyonov, por todos lados, pero no había ningún cartel con la cara de Max N. N.
Cuando llegó a su apartamento se quitó las ropas de trabajo y se metió en la ducha. El agua caliente le tranquilizó en parte. Mientras se secaba, contempló su cuerpo en el espejo del baño. Allí estaban todos aquellos músculos. No obstante, lo que más le intrigaba eran las cicatrices.
Tenía cicatrices en el pecho, en el torso, en los brazos y en la espalda. También en las piernas. Recordaba como esas cicatrices supuraban y le dolían cuando estaba en el hospital. Pero, según el psiquiatra que revisaba su caso, habían pasado varios meses desde que despertó del coma hasta que su mente comenzó a consolidar recuerdos. Amnesia anterógrada lo había llamado el psiquiatra. Después de salir del coma, su mente fue incapaz, durante un tiempo, de guardar recuerdos nuevos. Así que, si recordaba el dolor, si recordaba las heridas abiertas, eso significaba que esas heridas se habían producido estando en el hospital. La pregunta era: ¿cómo? Su psiquiatra no tenía explicación. El psiquiatra había tratado de convencerle de que esos recuerdos eran falsos. Max sabía que no era así. Estaba completamente seguro de que aquellas heridas se habían producido mientras estaba en el hospital.
Se puso un pijama y después cogió una lata de cerveza de la nevera y se sentó en una silla junto a la mesita del salón, que también era el dormitorio. Encendió un cigarrillo y sacó una pequeña caja de madera del cajón de la mesita. Abrió la tapa y extrajo cuidadosamente todos los objetos que contenía: tres monedas de un euro acuñadas en España y un billete de cinco euros; un teléfono inservible, sin batería ni tarjeta, modelo Blackberry, y un fragmento de fotografía en el que podía verse la parte superior del rostro de una mujer. La mujer debía tener unos veinte años, tenía el pelo negro y era guapa. Aunque la fotografía estaba cortada y no podía verse la boca, sus ojos indicaban que sonreía a la cámara.
Al dorso de la fotografía había una frase escrita a mano: «La historia la escriben los ganadores».
Max permaneció un largo rato contemplando aquellos objetos; ningún pensamiento acudió a su mente en blanco, ninguna asociación. Solo una pregunta recurrente, sin respuesta: ¿de qué modo lograría recuperar su vida olvidada?