Carla
En los pasillos de los juzgados de plaza Castilla, Carla se mordía las uñas de los nervios. Estaba de pie, esperando junto a la puerta de la sala donde iba a tener lugar la vista previa por la demanda interpuesta contra ella. Había llegado muy temprano. Siempre era la primera en llegar a los sitios, en parte por su costumbre de madrugar. Pero es que aquella noche no había pegado ojo. Estaba muy nerviosa.
Los pasillos de los juzgados parecían un mercado en hora punta. Por todos lados había corrillos de abogados hablando con sus clientes, caras de preocupación, de angustia, gestos airados, gente corriendo de un lado para otro, cargando fajos de expedientes, hablando por el móvil, entrando y saliendo.
Carla se había pasado la noche en blanco y el café cargado que se había tomado antes de venir estaba haciendo que el corazón le fuese a mil por hora. Sentía los músculos rígidos, agarrotados, la garganta seca, tenía que llevarse la mano a la boca porque los dientes le habían empezado a chirriar.
«Vale, tranquilízate».
Se sentó en un banco de madera con la espalda muy tiesa y los brazos cruzados con fuerza. Se había puesto un traje de sastre de lana beige, con chaqueta cruzada y una blusa blanca, medias negras y zapatos de tacón alto.
Todavía le costaba creer que MyLife, la multinacional de internet, le hubiese puesto una demanda millonaria. Vale que había criticado en su libro lo que estaba pasando con su red social para adolescentes. Pero los peligros de MyLife eran demasiado patentes como para pasarlos por alto. La red social MyLife se basaba en la idea de animar a los jóvenes a hacerse preguntas con el propósito de resolver dudas personales.
«¿Qué opinas de mi nuevo peinado?»
«¿Creéis que Adrián me es fiel?»
«¿Qué dieta me recomendáis para bajar unos gramos de peso?»
El único problema era que la red social permitía registrarse como usuario anónimo. La idea era que si uno se mantenía en el anonimato, se era «más sincero» a la hora de expresar las opiniones sobre los demás. Los efectos reales, sin embargo, eran devastadores entre los adolescentes: se difamaban y se ofendían sin cortapisas, protegidos en su anonimato.
«Lo tuyo no tiene arreglo, pareces un espantapájaros».
«Adrián se acuesta con toda la clase, te pone los cuernos seguro».
«¿Unos gramos? ¡A ti te sobra una tonelada, vaca gorda asquerosa!»
La crueldad entre los jóvenes alcanzaba límites insospechados y eso daba lugar a problemas muy tangibles en el mundo real. Varios suicidios por acoso escolar habían hecho saltar las alarmas. Las críticas le llovían a la red social.
Pero los ejecutivos de MyLife, en lugar de considerar las críticas como una llamada de atención sobre aspectos a mejorar en su aplicación, habían reaccionado atacando a quienes les criticaban. La demanda por daños de imagen había sido cifrada en diez millones de euros. La idea era delirante. Pero allí estaba, en el juzgado. No era ninguna broma. Si el juez admitía la querella a trámite, la editorial y ella tendrían que enfrentarse a los abogados del gigante de internet en un juicio.
¿Y si perdía? Su editora había dicho que hasta podrían acabar en la cárcel…
Carla intentó apartar esos pensamientos y ser positiva. ¿Cómo iba a ir a la cárcel por decir la verdad? El juez tendría sentido común y desestimaría la demanda. Ella no había tenido ninguna intención de dañar la imagen de la empresa. Simplemente quería advertir a los padres, evitar que los chicos pudiesen hacerse daño. El juez lo entendería. Estaba claro que ni siquiera llegarían a un juicio.
Mientras esperaba se puso a mirar las noticias en su iPhone. Se llevó una alegría inesperada. El escándalo del caso Alberto López de Prada acababa de saltar a la primera página de todos los periódicos. Su padre, el director general de la Consejería de Urbanismo de la Junta de Andalucía, había sido imputado en un caso de corrupción. Aunque, como era habitual, lo negaba todo y se negaba a dimitir de sus cargos, la prensa se había hecho eco de los correos electrónicos filtrados en Wikileaks que le dejaban en evidencia.
Carla no pudo reprimir una sonrisa. Movió el brazo arriba y abajo con el puño cerrado como si bombease. El mundo estaría un poco mejor con aquel tío apartado de la política. El imbécil de su hijo lo tendría más difícil la próxima vez que quisiera abusar de alguien.
En ese momento sonó el teléfono. Era su hermano Isaac.
—Han pillado al idiota de Alberto López de Prada en un caso de corrupción —anunció su hermano—. Su padre está imputado por la Audiencia Provincial de Sevilla.
—Lo sé, acabo de verlo en internet —respondió Carla.
—Parece que hay algo de justicia en el mundo después de todo, ¿no crees?
—Eso parece. Aunque a veces a la justicia haya que echarle una mano.
—Mierda, Carla, ¿no tendrás tú algo que ver con la filtración a Wikileaks?
—Digamos que simplemente encontré un fallo en la seguridad de su teléfono móvil.
—Joder, eres un genio…
—No ha sido nada que un estudiante de primero de informática no pudiera haber hecho igual.
—Ese cabrón se lo merecía, pero ten cuidado.
—No te preocupes. No hay forma de que me pueda relacionar con lo que le ha pasado, entre otras cosas porque es un idiota rematado.
—Me alegro de que lo hayan pillado. Oye, siento no poder estar ahí en el juzgado. Tenemos mucho lío en el periódico. Llámame en cuanto acabe la vista con el juez.
—No te preocupes, todo saldrá bien.
—Así me gusta verte, optimista. Dales duro. Es a ellos a quienes habría que juzgar por esa mierda de red social que tienen en marcha. El juez se dará cuenta de que no tienen razón con la demanda.
—Eso espero —suspiró Carla.
—Hablando de redes sociales, le estoy siguiendo el juego a ese tío sospechoso que encontraste y creo que lo tengo prendado de mí.
—Yo que tú me preocuparía —bromeó Carla—. A lo mejor estás descubriendo tu lado femenino.
—En ese caso, soy lesbiana. Te aseguro que me siguen volviendo loco las mujeres. Pero, en serio, ese tío es muy raro. Le interesan mucho los hábitos del padre de la chica que estoy suplantando. Yo creo que podría ser el mismo de los casos de Héctor Rojas.
Carla no había tenido demasiado tiempo para ocuparse de aquel asunto. Hasta el momento la única ayuda que le había prometido al funcionario de la Oficina de Protección del Menor se había limitado a poner en marcha el robot de búsqueda en internet y a pasarle algunos perfiles a su hermano para que los investigase. Era Isaac quien se estaba encargando de suplantar la identidad de las adolescentes para tratar de desenmascarar a los individuos que se hacían pasar por menores.
—Creo que ese Chico10 podría ser el asesino de la máscara digital —siguió Isaac.
—¿El asesino de la máscara digital?
—Lo llamo así en el artículo que estoy escribiendo.
—Da miedo. Parece el título de una película de terror para adolescentes.
—Ya sabes que en periodismo hay que llamar la atención como sea.
En ese momento llegó Elsa Sjöberg, la directora de la editorial que había publicado el libro de Carla. La acompañaba un hombre que debía ser el abogado de la editorial.
—Tengo que dejarte —dijo Carla a su hermano—. Cuídate. Te quiero.
—Suerte, hermanita. Estoy a tu lado.
Carla se puso en pie para saludar. Las dos mujeres se dieron dos besos sin apenas rozarse las mejillas. Después la editora le presentó al abogado.
—Gonzalo Pombo. Es especialista en demandas por infracción del honor.
El abogado le ofreció la mano con la palma hacia abajo. Carla le estrechó la mano con su palma hacia arriba. Gonzalo Pombo aparentaba unos cincuenta años, serio y circunspecto, tenía un aspecto anticuado y un poco ridículo. Lucía un gran bigote teñido de canas que se extendía de lado a lado de la cara. Vestía chaqueta de tweed de color verde oscuro, pantalón burdeos, chaleco granate con filigranas doradas, camisa amarilla y corbata negra de lazo. Parecía un hombre de otra época. Carla se preguntó si estaría preparado para resolver un asunto tan vinculado a las nuevas tecnologías como la demanda que le habían planteado.
—Gonzalo tiene mucha experiencia en casos similares —dijo la editora como si pudiese leer las dudas en su expresión.
—No tiene que preocuparse —terció el abogado con una sonrisa bajo su gran bigote gris—. He estudiado el caso con detalle. En el fondo todo se reduce a lo que hacen las personas con la tecnología, no a la tecnología en sí —tenía una voz ronca y hablaba pausadamente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo—. Y las personas siguen siendo las mismas, siguen teniendo los mismos impulsos y deseos básicos desde hace miles de años, no importa si se comunican por teléfonos móviles de última generación o charlan alrededor de una hoguera en una caverna.
Carla asintió. Frunció los labios en una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—De todos modos, va a ser una batalla difícil —prosiguió el abogado mientras negaba con la cabeza y el dedo índice, que señalaba al techo—. Conozco al juez y creo que sé cómo enfocar el asunto, así que no se alarme por lo que escuche ahí dentro. —Señaló la puerta de la sala—. Una demanda por derecho al honor de este tipo no consiste en dilucidar quién tiene la razón o no. Tampoco se trata de dictar qué es lo justo o lo injusto. En realidad, la justicia tiene poco que ver en un proceso de demanda judicial. A sus ojos, le parecerá que todo el proceso carece del sentido común más elemental —dijo mirando a Carla—. Lo único que importa en una demanda judicial es si los hechos encajan o no en algún supuesto del Código Penal. Que el resultado sea justo o injusto para alguna de las partes no tiene la menor importancia para el juez. Todo eso de impartir justicia solo sirve para confundir. Es cosa de las películas. ¿Comprende eso?
Carla no estaba segura de comprenderlo. Lo último que había esperado oír de un abogado era que la justicia no tenía nada que ver en un proceso judicial. Para ella, la justicia consistía en darle a cada parte lo que se merecía: castigo o recompensa. Al menos eso era lo que siempre había pensado.
—Así que es mejor que no diga nada —recomendó el abogado apuntando a Carla con el dedo—. Si el juez le pregunta, acójase a su derecho a no declarar. Oiga lo que oiga, incluso de mi boca, no caiga en la tentación de entrar en la discusión o argumentar. ¿Lo comprende? Cualquier cosa que diga, aunque a usted le parezca lógica, aunque usted crea que sirve para su defensa, podría ser utilizada para todo lo contrario. Quiero que ambas lo tengan muy presente. —Dirigió la mirada a la editora—. Déjenme hablar a mí y todo saldrá bien.
Carla no tenía ni idea de cómo funcionaba una demanda judicial, pero igualmente estaba asustada. Diez millones de euros era una cifra de dinero mareante. La idea de que su futuro dependiese de la decisión, basada en alguna extraña lógica procesal, que se tomase en el interior de aquella sala era demencial.
En ese momento, Carla vio que se aproximaban a donde se encontraban ellos un hombre y una mujer. Carla conocía al hombre. Había leído sobre él en blogs de tecnología. Se llamaba Carlos Castellanos y era el presidente en España de MyLife. La mujer elegantemente vestida que iba con él, supuso, sería su abogada.
Carlos Castellanos tenía aspecto de ejecutivo aventajado, enérgico. Era alto y de complexión atlética, guapo. Tenía un rostro agraciado y juvenil. El pelo rubio peinado hacia atrás con gomina y traje caro. Caminaba con las manos semiabiertas y firmes, con seguridad, como un boxeador camino del ring que está a punto de disputar una pelea contra un adversario a quien considera muy inferior.
Su abogada era una mujer muy guapa, joven, de unos treinta años, vestida con una falda negra, una elegante blusa blanca sin mangas y un chaleco gris. Llevaba el pelo recogido hacia atrás en un cuidado moño y tenía una mirada astuta, fría y penetrante.
Se detuvieron a pocos metros. Carla sintió las miradas de ambos clavadas en ella. La abogada la miró de arriba abajo sin disimulo. Su postura parecía un reflejo exacto de la de su cliente. Carla bajó los ojos. Su corazón era un caballo desbocado. Escuchaba el latido tan fuerte que parecía que le había saltado del pecho y estaba flotando a la altura de sus oídos. Era ridículo que demandantes y demandados tuviesen que esperar juntos a que el juez les recibiese. Era de lo más desagradable.
Viendo a la abogada, una mujer tan fría y tan segura de sí misma, Carla no pudo evitar una revelación dolorosa: que ella carecía de la falta de escrúpulos necesaria para triunfar en la vida. Eso lo veía claro ahora que tenía delante a aquel ejecutivo y a su abogada, que eran la viva imagen del éxito.
Carla había leído algunas cosas sobre Carlos Castellanos, un directivo muy conocido en el mundillo de internet por sus éxitos al frente de algunas de las empresas más importantes. Antes de recalar en MyLife había trabajado en las filiales españolas de Yahoo y de Facebook.
Por lo que Carla sabía, el negocio de MyLife no se basaba únicamente en su red social para adolescentes. La empresa disponía de un software capaz de seguir el rastro por internet de millones de personas y recopilar información sobre ellos para ofrecerles después la publicidad más apropiada en cada momento. El software de la empresa capturaba datos de los internautas, los clasificaba en diferentes perfiles según sus gustos y preferencias y les colocaba la publicidad más acorde a sus intereses.
Carlos Castellanos era famoso en el sector por haber introducido algunas ideas revolucionarias en el modo en que se gestionaba la publicidad. Suya era la idea de no limitarse a identificar los gustos y preferencias de los internautas, sino también sus cambios emocionales. Sus métodos de clasificación de información asignaban variables «emocionales» a las páginas web y a sus contenidos. Por ejemplo, si alguien escuchaba una canción romántica en iTunes, el software diseñado por Carlos Castellanos utilizaba ese dato, junto con otro centenar de variables, para decidir si esa persona estaba enamorada. Y si el programa decidía que lo estaba, entonces también sabía que esa persona sería más receptiva a la publicidad de ramos de flores o a una escapada romántica, necesidades que de otro modo hubiesen pasado por alto.
MyLife analizaba sin descanso los perfiles de millones de personas en todo el mundo.
A la navegación por internet había que sumar la información proporcionada por las aplicaciones instaladas en los teléfonos móviles, que indican la posición de los usuarios en cada momento. Mediante las aplicaciones móviles y las coordenadas GPS de los teléfonos, el movimiento de millones de personas quedaba registrado continuamente. Analizando la trayectoria de un teléfono y estudiando el tiempo que alguien pasa en cada lugar se puede saber dónde vive, dónde trabaja, en qué tiendas compra o cómo se divierte.
Con toda esa ingente cantidad de información MyLife elabora perfiles de consumo. Las personas se catalogan según sus gustos, su poder adquisitivo, sus preferencias de ocio e incluso su tendencia política.
El resultado es que las empresas encuentran a los compradores de sus productos mucho más rápido y están dispuestas a pagar por ello.
Si Google se convirtió en un gigante multimillonario por ayudar simplemente a encontrar la página de internet acertada, ¿cuán más preciado será, en todas las industrias imaginables, hallar a la persona indicada?
El problema era que MyLife acaba conociendo demasiados detalles sobre la gente. La privacidad estaba amenazada y cada vez se alzaban más voces en contra del uso que se hacía de sus datos de navegación por internet.
Carla había leído que MyLife no solo utilizaba la información de los internautas para gestionar la publicidad. Había rumores que apuntaban a contratos millonarios con aseguradoras médicas. A las aseguradoras no les gusta contratar nuevas pólizas a personas que acaban de descubrir que tienen una grave enfermedad. Las aseguradoras prefieren clientes sanos que paguen su cuota y no hagan uso de los servicios médicos. Un cliente que contrata un seguro y oculta una enfermedad es un cliente deficitario, ya que incurrirá en gastos médicos muy superiores al importe de su póliza, algo que las aseguradoras tratan de evitar a toda costa.
Entonces alguien les hizo ver que todo el mundo, cuando sospecha que tiene una enfermedad, lo primero que hace es buscar información en internet sobre la misma.
Así que cuando alguien solicitaba la contratación de una póliza de salud, MyLife le decía a la aseguradora si ese alguien había visitado recientemente páginas web sobre enfermedades.
De pronto, miles de personas que acababan de descubrir que tenían una enfermedad grave no entendían por qué sus aseguradoras médicas les negaban la renovación del seguro o rechazaban la contratación de una póliza nueva.
Si eso era cierto, desde luego era repugnante. Carla miró de reojo al ejecutivo. Carlos Castellanos estaba diciendo algo a su abogada con una sonrisa a medias. Si para triunfar en los negocios había que dejar de lado la ética, se dijo Carla, ella prefería seguir siendo una humilde informática en paro.
Las puertas de la sala se abrieron por fin y alguien que debía ser el secretario judicial apareció al otro lado.
—Pueden pasar, el juez les recibirá ahora —anunció.
El despacho judicial era una estancia sobria, ocupada en su mayor parte por una gran mesa ovalada. El juez aguardaba sentado en un extremo de la mesa, parapetado tras una montaña de papeles y un ordenador portátil. Era un hombre entrado en años, con un aire antiguo, tal vez por su peinado con raya en medio y las gafas redondas. Parecía más acorde o en sintonía con su propio abogado que con la guapa letrada de MyLife. Carla no supo decidir si eso podía ser bueno o malo.
Carla se sentó junto al abogado de la editorial, a la izquierda de su editora. Al otro lado de la mesa se acomodaron Carlos Castellanos y la abogada. Carla tenía la impresión de que la abogada la miraba con una mueca burlona.
—Pueden realizar sus alegaciones —invitó el juez con voz autoritaria—. Los demandantes en primer lugar.
La abogada de Carlos Castellanos comenzó a hablar. Simultáneamente, un timbrazo salió del bolso de Carla. ¡Qué oportuno! Había olvidado silenciar su móvil. El juez la fulminó con la mirada. Carla se apresuró a silenciar el teléfono. Era un número desconocido. Se quedó con el teléfono en la mano en lugar de devolverlo al bolso, como si fuese un asidero al que agarrarse o para mantener las manos ocupadas. La agitación interna no cedía, sentía una desagradable humedad en las axilas. Estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda muy recta. La postura la incomodaba: la base de la silla estaba demasiado blanda y el respaldo demasiado inclinado hacia atrás; era como estar sentada en un tenso equilibrio al borde de una azotea.
Mientras tanto, la abogada de MyLife seguía hablando. Carla no entendía nada de lo que decía: una perorata de términos jurídicos que sonaba como un interminable preámbulo que parecía destinado únicamente a poner en contexto algo que iba a decir a continuación y que nunca llegaba. Miró de reojo al abogado de la editorial. Escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, asentía y tomaba notas ocasionalmente con una pluma en un cuaderno. Su editora también tomaba notas con mucha diligencia, como un estudiante que toma apuntes en clase, como si comprendiese todo lo que allí se estaba hablando. Carla se preguntó si tendría que haber traído ella también una libreta para tomar apuntes. Se sentía como una idiota. El juez escuchaba atentamente con los labios ligeramente fruncidos, como si aquel galimatías jurídico le produjese alguna íntima satisfacción.
Miró de reojo a Carlos Castellanos. El ejecutivo estaba recostado en su silla observando a su abogada con la actitud relajada de un niño travieso que está disfrutando del espectáculo. Sin embargo, sus dedos tamborileaban sobre la mesa delatando impaciencia.
—En resumen, señoría, Carla Barceló y la editorial Temas de Hoy —dijo la abogada provocando que Carla recuperase el hilo de lo que estaba diciendo— han conspirado para difamar el buen nombre de mis representados, para dañar su imagen y para perjudicar sus legítimos intereses comerciales, vertiendo una serie de mentiras sobre la aplicación conocida bajo la denominación de red social y con nombre comercial MyLife, una página web, en definitiva, que permite el intercambio honesto y libre de preguntas y respuestas entre los jóvenes.
«¿Conspirado para difamar? ¿Pero de qué iba aquella tía?» Carla sintió que las mejillas se le acaloraban de indignación.
—Su turno —indicó el juez al abogado de la editorial.
—No existe tal conspiración ni difamación —rebatió el abogado con firmeza—. Mi cliente se ha limitado a relatar una serie de sucesos relacionados con el uso de la aplicación diseñada por el demandante. Es un hecho que tres jóvenes de edades comprendidas entre trece y quince años de edad se quitaron la vida. Queda acreditado por los estudios de los psiquiatras forenses que los suicidios se debieron a graves traumas provocados por el acoso que sufrieron los jóvenes en la red social que comercializa el demandante. Mi cliente también ha documentado varios casos de jóvenes que han necesitado tratamiento psiquiátrico para superar los traumas psicológicos. No creo que ninguno de esos hechos tenga ánimo de difamar. Simplemente constatan una realidad.
El juez miró a la abogada de MyLife indicando que podía rebatir.
—Señoría, en el libro se culpabiliza a mi representado directamente de las muertes —replicó la abogada—, lo que constituye una gravísima injuria, por no hablar del grave perjuicio para su imagen. Según palabras textuales —la abogada levantó teatralmente el libro de Carla a la altura de sus ojos para leer—: «La falta de control sobre la identidad de los menores de edad que utilizan la red social MyLife ha originado ya varias muertes y graves daños en la salud mental difíciles de cuantificar entre niños y adolescentes. La empresa responsable de su funcionamiento debería plantearse tomar medidas. De no ser así, las autoridades deberían tomar cartas en el asunto, cerrando cautelarmente la página web si fuese necesario». —La abogada arrojó el libro sobre la mesa con desdén—. Señoría, lo que aquí tenemos es una acusación de negligencia hacia mi cliente —señaló—. Acusación que es totalmente ridícula. Tan ridícula como si acusamos al fabricante de los lápices con los que se ha escrito una nota de amenaza. Quien fabrica las herramientas y utensilios no puede ser responsable del uso que se hace de ellos. La aplicación de mi cliente solo es un vehículo para conversar. Lo que se dice no es de su incumbencia.
Carla estuvo a punto de saltar para enumerar a la abogada la lista de cosas que «su cliente» podría hacer para evitar más muertes: eliminar los perfiles anónimos, limitar las condiciones de uso para menores de edad, aplicar filtros para eliminar las palabras malsonantes o hirientes… Como su abogado le había advertido que era mejor no intervenir se mordió la lengua y guardó silencio.
—Permítame, señoría —intervino el abogado de la editorial—. Me gustaría mencionar el caso de jurisprudencia de mil novecientos noventa y ocho interpuesto contra el fabricante de automóviles MG Rover.
—Protesto —dijo la abogada de MyLife—. No veo qué relación puede guardar un caso de automóviles con una aplicación de redes sociales en internet.
El juez rechazó la protesta con un gesto de la mano y pidió al abogado que continuase.
—Sea breve —advirtió—. Le interrumpiré si no llega pronto a una conclusión relevante para el caso.
—Gracias, señoría. La demanda fue interpuesta por… —el abogado consultó sus notas— por don Carlos Carnicer. Su hijo falleció cuando circulaba por una autopista a ciento cuarenta kilómetros por hora —explicó—. Al interponerse un obstáculo imprevisto en la calzada, los frenos del coche no respondieron con la suficiente adherencia para detenerse a tiempo. El señor Carnicer acusó a la empresa MG Rover de negligencia en la fabricación de esos frenos. El fabricante de automóviles alegó que el uso que se había dado a su vehículo no cumplía la normativa, puesto que circulaba a mayor velocidad de la permitida y que, por tanto, la respuesta de los frenos no podía relacionarse en ningún caso con las circunstancias del accidente. —El abogado hizo una pausa para mirar a los presentes—. Una investigación pericial determinó que existía un fallo en el diseño de los frenos, un fallo que no se manifestaba a menores velocidades. El juez falló a favor de don Carlos Carnicer —prosiguió—, obligando al fabricante MG Rover a indemnizarle con doscientos mil euros. Además, la sentencia obligó al fabricante de automóviles a revisar el diseño del sistema de frenado de todos sus vehículos comercializados en España. La sentencia se basó en la idea de que un fabricante es responsable de hacer todo lo que esté en su mano para minimizar el riesgo para la salud que pueda causar el producto que fabrica, sea cual sea la circunstancia. En el caso del automóvil, el juez llegó a la conclusión de que MG Rover no había hecho todo lo que estaba en su mano para garantizar la seguridad. En el caso de la página web que nos ocupa, es evidente que sus responsables tampoco lo están haciendo. Mi representada propone en su libro algunas medidas que podrían llevarse a cabo, como eliminar los perfiles anónimos, limitar las condiciones de uso para menores de edad o aplicar filtros para eliminar las palabras malsonantes o hirientes. Son solo algunos ejemplos. La lista es larga.
Carla tuvo la impresión de que aquel era un buen golpe. Al menos daba la impresión de que estaba obligando a reflexionar al juez. Admiró la inteligencia del abogado. Hablar de redes sociales y de aplicaciones en internet resultaba confuso. Para el juez podría ser difícil hacerse una verdadera idea del problema. Establecer la comparación con algo cotidiano como un coche se lo ponía más fácil. Ahora podía plantearse el problema en términos de si MyLife estaba revisando como debería los «frenos» de su aplicación.
Reforzó su confianza el hecho de que Castellanos y su abogada intercambiasen una breve mirada. El ejemplo del automóvil parecía haberles pillado por sorpresa.
—Es patente que el único objetivo de mi cliente —continuó el abogado de la editorial— es prevenir a los padres de los peligros a los que se exponen sus hijos al entrar en ciertas redes sociales. Ninguna intención de conspirar para difamar.
El juez miró a la abogada de MyLife.
—Permítame dudar de las buenas intenciones de la demandada, la señorita Carla Barceló. Mi duda se basa en la denuncia que hace unas horas mi cliente ha interpuesto contra ella en la Policía Nacional. —Entregó un papel al juez. Carla la miró con los ojos muy abiertos. ¿De qué denuncia estaba hablando?—. MyLife vela por el buen uso de internet —continuó la abogada—, y así lo establece en las políticas de uso que cualquier usuario debe aceptar al registrarse en sus aplicaciones. También tiene la obligación de denunciar cualquier infracción de esas políticas, como ha sido el caso. Para ello, periódicamente lleva a cabo auditorías. En una de esas auditorías, el señor Castellanos, aquí presente, ha detectado que Carla Barceló ha infringido las normas de uso de las redes sociales que gestiona su empresa. Concretamente, ha llevado a cabo una actividad ilegal conocida como phishing, o suplantación de la identidad. —El ejecutivo miró a Carla con una sonrisa maliciosa—. Señoría: Carla Barceló ha suplantado la identidad de varios menores de edad con fines sospechosos. Como es su obligación, mi cliente ha puesto la correspondiente denuncia.
—¡Eso es ridículo! —saltó Carla—. Suplanté la identidad de esas jóvenes porque estaban relacionándose con pedófilos. ¡Lo hice mientras investigaba!
—Como puede ver, señoría, ella misma acaba de reconocer su delito —dijo la abogada visiblemente satisfecha—. Pero no todo queda aquí. Mi cliente, el señor Castellanos, ha puesto a disposición de la policía toda la información cibernética disponible en sus bases de datos relacionada con Carla Barceló. Lo cual incluye su teléfono móvil. —Carla sintió que toda la sangre del cuerpo se le agolpaba en la cabeza—. En la mencionada información requerida por la policía a instancias de la denuncia, queda manifiesto que Carla Barceló accede de modo habitual a redes sociales y chats para menores de edad con una falsa identidad; concretamente utiliza el usuario Aaron11. Por otro lado, y según se desprende de la traza de su teléfono móvil, la señorita Barceló acude con frecuencia a la puerta de colegios y a parques infantiles sin otro fin determinado que observar a los niños. Todo lo anterior ha llevado a la policía a investigar a la señorita Barceló por presunto acoso y pedofilia.
—¡Dios mío! —exclamó Carla—. ¡Eso es absurdo!
Tenía la boca abierta en lo que era mitad una sonrisa mitad una mueca de horror. La editora la miraba con el ceño fruncido. El juez revisaba con atención los papeles que le había entregado la abogada.
—¿Qué tiene usted que decir a esto? —la interpeló directamente el juez.
—Yo… eso pertenece a mi vida privada —chilló con voz hueca—. No tienen derecho a indagar en mi vida.
Carla negó con la cabeza. Estaba como aletargada, pero con los nervios a flor de piel. No podía creer que la estuviesen acusando de acoso a ella.
—Como puede ver, señoría —dijo la abogada de MyLife—, existen motivos más que suficientes para poner en duda las supuestas buenas intenciones de la demandada cuando difama la aplicación de mi cliente. Alguien bajo sospecha de acoso a menores no parece la persona más indicada para velar por los intereses de esos menores.
El juez miró al abogado de la editorial.
—No tenía conocimiento de esta información —dijo el abogado—. Solicito un receso para hablar con mi cliente.
—Está bien. Le concederé de plazo hasta mañana —asintió el juez.
Carla se puso en pie como un resorte y abandonó el despacho del juez como si la persiguiese el diablo. La cabeza le daba vueltas.
—¿De qué están hablando, Carla? —la recriminó la editora en cuanto salieron al pasillo del juzgado.
—Están mintiendo.
—Si son mentiras —dijo el abogado—, podremos rebatirlas fácilmente. Pero conozco a esa abogada y a su bufete. No les creo capaces de mentir ante un juez.
—Es verdad que he entrado en chats para menores y haciéndome pasar por un niño, lo hago para investigar —se defendió Carla—. Es ridículo pensar otra cosa, por favor.
Carlos Castellanos y su abogada salieron en ese momento del despacho del juez. El ejecutivo de MyLife miró a Carla con una sonrisa altiva. La abogada le dirigió una sonrisa desdeñosa. Carla reprimió las ganas de gritar. La sangre le hervía. El desgraciado había utilizado sus datos de internet y de su teléfono para acusarla de algo que era mentira. Y ni siquiera podía defenderse.
—¿Y lo que han dicho de los colegios, Carla? —preguntó la editora—. Tú no tienes hijos.
Carla no sabía qué contestar. No podía decirle que lo hacía por su hijo Aarón. Un hijo que no existía.
—Han sembrado una duda en el juez —dijo el abogado—. El caso se nos ha complicado mucho.
Su teléfono empezó a vibrar en ese momento. De nuevo aquel número desconocido. Carla utilizó la llamada para evadir las preguntas del abogado y la editora.
—¿Sí, quién es? —dijo con los nervios a flor de piel.
—Buenas tardes —saludó la voz de un desconocido—. Le llamo de la comisaría de policía del distrito de Ciudad Lineal. ¿Es usted la hermana de Isaac Barceló?
—Sí, soy yo —respondió.
Algo en el tono de voz del policía hizo que las piernas le temblasen. Le sobrevino un vértigo que a punto estuvo de hacerla caer.
—Siento decirle que su hermano se ha visto involucrado en un incidente.
—¿Un incidente?
—Relacionado con el acoso sexual a una menor de edad.
¿Es que el mundo se estaba volviendo loco? ¿Por qué todos se empeñaban en acusarles a ellos? Aquello tenía que ser una especie de broma.
—Oiga, esto es una broma, ¿verdad?
—Le estoy hablando muy en serio. Su hermano ha sido denunciado por acoso. El padre de la joven que puso la denuncia quiso proteger a su hija y agredió a su hermano. Por eso la llamo.
—¿Qué?
—Su hermano recibió un fuerte golpe en la cabeza —dijo el policía—. Se encuentra en estado crítico. Le pediría que acuda lo antes posible al Ramón y Cajal. Es posible que no sobreviva a los próximos minutos.