13

Francesca

A la madre de Alicia le pesaban las piernas, tenía la cabeza embotada y soñaba con irse a casa, meterse en la cama y dormir quince horas seguidas. Aunque todavía le quedaban cuatro para acabar la jornada de trabajo. Y a todo aquel cansancio había que sumarle ahora los nuevos dolores: en las plantas de los pies, en las manos y en la espalda.

Francesca se dijo que hacerse mayor significaba más que nada que los dolores ya no eran simples invitados que iban y venían por el territorio del cuerpo, sino que cuando llegaban lo hacían para quedarse definitivamente. Todavía recordaba cuando, en la juventud, un dolor de espalda desaparecía con una simple aspirina. Ahora, a punto de cumplir los cuarenta, el dolor de espalda era una pesada carga con la que debía luchar cada maldito día. Claro que cuando era joven tampoco había tenido que trabajar en aquella triste residencia de ancianos. No tenía que pasarse horas agachada haciendo camas o bañando y vistiendo a ancianos, limpiándoles el culo. Francesca odiaba aquel trabajo, pero tenía que tragar: era lo único que había encontrado para ganarse la vida y mantener a sus dos hijos.

Los pasillos de la residencia geriátrica estaban helados. El frío no era tan insoportable como la humedad. Los recortes en el presupuesto habían hecho que solo se encendiesen los radiadores de las habitaciones. Tenía los pies helados. La humedad se le metía en los huesos y no lograba entrar en calor.

Se metió en la habitación de doña Socorro, una anciana de ochenta años, gorda y grande como un toro. Sacarla de la cama, mover sus gruesas piernas primero, después incorporarla, lograr que se pusiese en pie y se sentase en la silla de ruedas, llevarla al baño y ducharla: el esfuerzo dejaba a Francesca agotada y dolorida.

Para sobrellevar la dura jornada de trabajo sacó la botellita de coñac del bolsillo del uniforme, la abrió y vertió un chorrito en el tapón. Se lo bebió de un trago.

Lo peor era que doña Socorro solo era la primera de una larga ronda de habitaciones y ancianos. Siempre la misma rutina: sacarlos de la cama, bañarlos, vestirlos, hacer la cama, limpiar la habitación, dejarlos de nuevo en la cama. A veces tenía la impresión de que cada uno de aquellos ancianos pensaba que recibía un trato especial, pero para ella era como trabajar en una cadena de montaje: las mismas repetitivas tareas un día tras otro. Hacía tiempo que sentimientos como la compasión habían quedado enterrados bajo toneladas de rutina y cansancio.

La mayoría de los viejos eran amables. Otros, instalados en su demencia senil, ni siquiera hablaban, bultos silenciosos a los que solo había que dedicarles unas palabras cariñosas para que te mirasen agradecidos. Algunos eran ariscos y resentidos con el mundo. No paraban de quejarse de cómo los había tratado la vida, de lo triste que era haber acabado en aquella residencia, de su vejez.

Esa era, quizá, la peor parte del trabajo: aguantar todas aquellas quejas. Francesca se dio cuenta de que las voces quejumbrosas y los lamentos se quedaban dando vueltas en su cabeza como mariposas aturdidas, incluso horas después de abandonar la residencia. Cada día salía del trabajo con nuevos dolores y un murmullo de lamentos flotando en su cabeza.

Algunos de aquellos ancianos, como la obesa doña Socorro, eran sencillamente insoportables. Doña Socorro era de los pocos residentes que no solía quejarse de su vida; muy al contrario, aprovechaba todos los segundos que Francesca pasaba con ella para presumir de familia. Tenía dos hijos. Uno era, según ella, un prestigioso médico cirujano de Granada; el otro, profesor de universidad. Doña Socorro no se cansaba de dar cuenta de todo el dinero que ganaban sus hijos, de lo importantes y admirados que eran sus hijos, de lo guapas que eran las esposas de sus hijos, de la clase que tenían, de lo maravillosos y guapos y listos que eran sus nietos y de la vida tan estupenda que todos ellos llevaban.

Doña Socorro no se cansaba de decir cuánto la quería su familia, si bien lo cierto es que Francesca jamás había visto que viniese nadie a verla, ni sus hijos, ni sus maravillosas nueras, ni sus guapos nietos. Lo cierto es que doña Socorro se pasaba el día sola, nadie iba a visitarla y no podía limpiarse el culo sin la ayuda de unos asistentes que no eran tan guapos ni tenían tanta clase como sus nueras, pero que nunca le fallarían mientras el estado siguiera subvencionando residencias como aquella.

Por supuesto, Francesca no decía nada de lo que pensaba a doña Socorro.

Había días en los que la sensación de estar atrapada la sobrecogía. Los dolores de espalda, la rutina. No había escapatoria. Horas insoportables en las que lo único en lo que podía pensar era en salir de allí, dejar el trabajo, salir a la calle y respirar aire puro. Recuperar la sensación de libertad. Entonces entendía que eso era imposible porque sus dos hijos dependían de ella y de aquel trabajo miserable.

Los muros de la cárcel que la retenían eran invisibles porque la cárcel era su propia vida.

De modo que, aunque Francesca odiaba su trabajo hasta extremos insospechados, las rodillas le temblaron cuando la directora del centro la llamó a su despacho y comenzó a hablarle de recortes presupuestarios.

—La Junta nos ha recortado las subvenciones un treinta por ciento —dijo la directora, una mujer menuda y delgada, excesivamente maquillada—. La crisis nos ahoga, como a todo el mundo, supongo. No tengo más remedio que tomar medidas de ahorro.

Francesca pensó en Alicia, su hija mayor, pero sobre todo pensó en su hijo pequeño enfermo, en las facturas y en la cesta de la compra, y se preguntó cómo saldrían adelante cuando la despidieran.

—Me veo obligada a prescindir de algunas empleadas de menor antigüedad —dijo la directora—. Pero tú tienes buen trato con los ancianos y quiero seguir contando contigo. Eso sí, hay que cubrir las vacantes haciendo horas extra. Vamos a ampliar la jornada en dos horas. Lamentablemente, el sueldo seguirá igual. Es lo único que podemos hacer para mantener la viabilidad económica de la residencia. Eso, o cerrar.

Francesca bajó la cabeza y asintió, sombría. Dos horas más de trabajo por el mismo dinero. Tenía que hacer cada día un trayecto de casi hora y media en autobús para llegar allí. Si al menos pudiese encontrar un trabajo más cerca de casa. A pesar de todo, tenía que estar contenta. Iba a mantener el trabajo. Entonces ¿por qué solo tenía ganas de llorar?

—Estos son los nuevos internos de los que tendrás que hacerte cargo a partir de hoy. —La directora le tendió una hoja con un casillero en el que aparecían números de habitaciones y una lista de nombres.

Francesca salió del despacho y se encaminó hacia la planta de residentes. Hizo un alto en el frío pasillo para beber un poco de coñac. Esta vez bebió directamente de la botellita. Un largo trago. Miró el reloj. Ahora tenía por delante cuatro horas de trabajo en lugar de dos, el cansancio iba en aumento y, encima, tenía cinco ancianos más que atender según aquella lista.

Se encaminó hacia la siguiente habitación que le tocaba. Según los datos, su ocupante era una señora de ochenta y nueve años, Bertha… Kalich. Le costó un poco leer el nombre. Tenía que ser extranjera. Ochenta y nueve años. Mientras giraba el pomo de la puerta, Francesca se preguntó si ella llegaría a esa edad. Con cuarenta años ya tenía la impresión de que estaba llegando al final de algo. Era difícil imaginar que uno pudiera soportar otros cuarenta más en las mismas condiciones: el trabajo, la angustia, los dolores que solo irían en aumento.

Bertha Kalich tenía el pelo blanco y largo, suelto sobre la almohada, y un rostro huesudo, casi cadavérico. Cuando Francesca se inclinó sobre ella la mujer la miró con unos ojos muy abiertos de color gris, muy claros. Aquellos ojos daban un poco de miedo. Francesca pensó que aquella señora no tardaría mucho en abandonar aquel mundo y esa idea la deprimió aún más.

—Bueno, doña Berta —dijo con voz esforzadamente animada—: es la hora del baño.

Francesca pensó que, de joven, doña Berta tenía que haber sido una mujer muy guapa. Tenía unos ojos bonitos y unas facciones simétricas que todavía conservaban cierta armonía. Cuando retiró las sábanas se sorprendió de lo extremadamente delgada que estaba. Bajo un pijama de paño se adivinaban los huesos de las caderas, las rodillas y la caja torácica.

—Doña Berta, tiene usted que comer más. Ya no es una jovencita que tenga que mirar por mantener la línea —bromeó.

La anciana sonrió débilmente. Sus dientes eran fuertes y estaban sanos, algo raro para una mujer de su edad.

—Mi madre siempre fue así, muy delgada, incluso de joven —dijo una voz masculina a su espalda.

Francesca se giró sobresaltada. En el umbral de la habitación había un hombre. Era muy alto, de espaldas anchas. Tenía una cabeza grande y una mandíbula prominente, acorde a su constitución. Guapo. Labios gruesos y firmes, piel morena, ojos claros enmarcados en pestañas largas y rizadas. Sus ojos eran los de doña Berta. Francesca calculó que el hombre tendría unos cincuenta años, a juzgar por las abundantes canas en el pelo. En cambio, la piel de su rostro era tersa y estaba bien cuidada.

—Lo siento, creo que te he asustado —se disculpó el desconocido. Tenía un ligero acento extranjero. Dio un paso al interior de la habitación—. Soy su hijo —aclaró mirando a la anciana con cariño—. Me llamo Mario. Mario Kalich.

Con gesto relajado y el cuerpo completamente dirigido a Francesca le extendió la mano. Francesca la estrechó mientras advertía la chapa verde prendida con una pinza en la solapa de la americana. En la chapa figuraba su nombre y una autorización para permanecer en el centro fuera del horario de visitas.

—No estoy acostumbrada a encontrarme con familiares —dijo Francesca—. Los hijos solo se acuerdan de que sus padres están aquí cuando les llaman para decirles que han muerto.

—Eso es muy triste, ¿no te parece? Que los hijos se olviden de sus padres después de todo lo que han hecho por ellos. Pero sigue con tu tarea, por favor, no quiero entretenerte.

Francesca incorporó a la anciana y la sentó en la silla de ruedas. Después la condujo hasta el cuarto de baño.

—Tengo que bañar a su madre —informó al hijo de doña Berta—. Tengo que pedirle que se quede aquí.

El hombre asintió con una sonrisa. Se sentó en la única silla que había en la habitación mientras Francesca se metía en el cuarto de baño. Desnudó a la anciana y, sin bajarla de la silla, la introdujo en una ducha especialmente adaptada. Francesca no recordaba haber visto a una anciana tan delgada. El cuerpo de doña Berta le recordaba a las imágenes de un documental sobre campos de concentración nazis que vio una vez en televisión.

Cuando se agachó para pasarle una esponja húmeda, sintió un pinchazo en la espalda. Dejó escapar un gemido de dolor.

—¿Estás bien? —preguntó el hijo de la señora desde la habitación—. ¿Necesitas ayuda?

—No, no se preocupe —se apresuró a decir Francesca. Lo último que quería era que aquel hombre diese quejas de su trabajo a la directora del centro—. Me agarré un dedo con la silla, no es nada —mintió.

—No me has dicho cómo te llamas.

—Francesca.

—Encantado de conocerte, Francesca —respondió el hombre—. Y no me llames de usted, por favor. Llámame Mario. Verás, mi madre nunca pudo ganar peso, desde que era una niña. Supongo que fue por culpa del Holodomor. Ella fue una de las pocas supervivientes de toda la región donde se crio de niña.

—¿Por culpa de qué? —preguntó Francesca, que no había entendido la palabra que había pronunciado aquel hombre. Tampoco quería parecer una tonta. Se lamentó por no haberse maquillado; debía tener un aspecto horrible.

—Mi madre nació en Ucrania —explicó el hijo de la señora—. En los años treinta, cuando era una niña, Stalin cortó el suministro de alimentos a todo el país. La hambruna que provocó mató a más de siete millones de personas. Fue algo terrible. El ejército de Stalin confiscaba cualquier alimento que pudiesen almacenar los campesinos. Literalmente, los mató de hambre. Mi madre tuvo la suerte de sobrevivir. Solo Dios sabe los tormentos que sufrieron ella y su familia. Ha sido una gran mujer, luchadora. Su familia consiguió escapar de Ucrania y emigró a Alemania. Allí tuvo ocho hijos. Yo soy el menor, un embarazo inesperado. Mi madre dio a luz sin problemas. Siempre fue una mujer muy fuerte a pesar de su extrema delgadez. Lo cierto es que nunca pasó de los cuarenta kilos, ni siquiera cuando estaba embarazada. Ella solía decir que su cuerpo nunca había olvidado el hambre. Es horrible, ¿no te parece, Francesca?

Francesca miró los grandes ojos grises de la anciana y vio allí reflejado un cansancio infinito. Era difícil imaginar cuánto había luchado aquella mujer por sobrevivir, qué enormes sacrificios había hecho para salir adelante y criar a sus hijos. Y, sin embargo, ¿de qué le había servido tanto sufrimiento?, pensó con pesimismo. Allí estaba ahora: un cascarón vacío al borde de la muerte. Al final, todo se reducía a morir, de un modo u otro.

Se esforzó por apartar los pensamientos funestos y acabó de bañar a la anciana. Secó su cuerpo con una toalla, le puso un pijama y regresó con ella a la habitación. Su hijo la tomó en brazos sin esfuerzo y la depositó en la cama.

—No me vendría mal un ayudante como usted —bromeó Francesca—. Algunos internos no son tan livianos como su madre.

—Tutéame por favor. Estaré por aquí un tiempo, no me importaría echarte una mano.

—Solo estaba bromeando.

—Gracias por cuidar de ella —dijo Mario Kalich mirándola con intensidad.

—No las merezco. Es mi trabajo —respondió Francesca mirando al suelo.

—Gracias de todos modos. Me gustaría invitarte a un café al salir.

—Mi turno no acaba hasta las once.

—No me importa. Me quedaré por aquí hasta entonces.

—Lo siento, no puedo retrasarme —dijo Francesca—. Si pierdo el autobús, tendré que esperar otras dos horas al siguiente.

—Yo te llevaré en mi coche. Tomaremos ese café y estarás en tu casa antes de que llegue el autobús.

Francesca no supo qué responder. Estaba muy cansada. No podía ni imaginar hacer cualquier otra cosa que no fuese ir a su casa y meterse en la cama. Aunque, por otra parte, el hijo de doña Berta era un hombre atractivo y parecía agradable. Se fijó en el traje que vestía. Parecía cortado a medida, fácilmente costaba más de quinientos euros. No había nada malo en tomar un café con él.

—No quiero molestarte.

—No es ninguna molestia. Tomaremos un café y después te llevaré a tu casa, ¿de acuerdo?

Francesca se encogió de hombros y asintió con la cabeza. El hijo de doña Berta le dedicó una sonrisa encantadora. Francesca se despidió y salió de la habitación. Aún tenía por delante tres horas de trabajo y seis ancianas más. Tendría que darse un poco más de prisa si quería tomarse ese café.