Alicia
Alicia, tumbada desnuda sobre la cama en forma de corazón de Erica, que acababa de besarla en cada rincón de su cuerpo, estaba dispuesta a dejarse llevar hasta donde hiciese falta. Había llegado su momento de experimentar el placer verdadero a manos de una chica fascinante a la que no le importaban sus kilos de más. Si dejaba escapar esta oportunidad se arrepentiría durante el resto de su vida.
Fue entonces cuando Erica se incorporó y sacó de la nada un pene de plástico de color negro, enorme. Lo agitó con aire circense como si fuese una varita mágica y lo llevó hacia el sexo de Alicia con determinación. Alicia cerró las piernas y se incorporó violentamente.
—¡No!
—¿Por qué? Esto te va a gustar. —Erica, con el enorme pene negro en la mano, compuso una expresión inocente en el rostro, las cejas levantadas y la boca entreabierta.
—¡Soy virgen!
—¡Lo sabía! Va siendo hora de que dejes de serlo —dijo risueña mientras dirigía el consolador.
Erica forzó entonces las piernas de Alicia intentando separarlas. Alicia sintió las uñas de Erica clavándose en sus muslos y la golpeó en la cabeza con el puño. Erica soltó un grito y le dio un puñetazo en el estómago. Alicia, que no sintió dolor alguno, le contestó con una patada en la cara. Erica salió despedida de la cama y se quedó tumbada de espaldas en el suelo.
El labio le sangraba. Fruncía el ceño y enseñaba los dientes como un perro rabioso.
—¡Sal de mi casa, gorda de mierda!
«Gorda de mierda».
Fue como si hubieran cortado una película, como si se hubieran saltado una escena. En un momento estás besando a la persona más increíble que has conocido jamás, se corta el plano y esa persona te grita que eres una gorda de mierda. Otro corte y ahora estás vagando por las calles de regreso a tu casa con una sensación brutal de autodesprecio, de desconexión con el mundo, de odio, de desesperanza.
Alicia se preguntaba si cada una de las personas con las que se cruzaba sabría lo que acababa de pasarle, si cada uno de los habitantes de aquel barrio estaría de acuerdo con la decisión que había tomado de negarse a seguir adelante con los juegos sexuales de Erica.
Una cosa estaba clara: todos coincidirían en qué era ni más ni menos lo que Erica la había llamado: «gorda de mierda».
¿Qué pasaría cuando se volvieran a encontrar al día siguiente en clase?
A su amiga Julia no le diría nada. Era una de esas cosas que no podría compartir con nadie, apenas podía hacerlo consigo misma.
Encima tenía que volver a su casa caminando. Si iba por el paseo marítimo iba a tardar dos horas. Podía seguir la carretera, pero no quería parecer una loca de remate caminando sola por el arcén. Se decidió a ir atravesando el mar de invernaderos que separaba la lujosa urbanización de Erica del barrio de La Cañada de San Urbano, donde estaba su maldita casa, la Casa de las Ruedas.
Cruzó el puente sobre el río Andarax, que más que un río parecía una enorme escombrera.
«Andarax y Andarax, pero agua no verax» era un dicho muy conocido en Almería.
Tardó cuarenta minutos en cruzar aquellos caminos terregosos, todo lleno de escombros y basuras, plástico a derecha e izquierda, olor a productos químicos, a tomates, mezclados con la aridez gris y terrosa del suelo, cuarenta minutos en los que solo pudo escuchar el sonido de sus propios pasos, interrumpido un par de veces por el paso de agricultores en motocicleta.
Empezó a dolerle el estómago. El puñetazo de Erica se hacía sentir con efecto retardado.
Tuvo un par de momentos de pánico en los que temió haberse perdido y pasar el resto de su vida caminando entre invernaderos, hasta que finalmente reconoció unos bloques de pisos amarillos y el parque con columpios que tenían al lado.
Recordaba bien aquel parque, fue precisamente allí donde, meses atrás, unos críos se habían puesto a hacer comentarios sobre su hermanito.
«¿Qué le pasa a ese niño?», «¿Es que es subnormal?», «A lo mejor solo es gilipollas perdido, ¿no?»
Alicia no podía llegar a comprender ni de lejos que tal crueldad fuera posible, y mucho menos en niños de diez u once años.
El cielo gris que tendía al negro. Un paso tras otro. La mochila cargada de libros inútiles que pesaba más a cada paso que daba.
Cuando ya estaba llegando a su casa se encontró un gatito abandonado, era apenas una cría que no podía tener más de una semana de vida.
Tenía el pelo naranja y una pata rota. Alicia lo acarició y se embriagó de la ternura de su calor y su suavidad. El gato maulló como si, a su vez, tratase de consolarla a ella. Ahí estaba su pequeño milagro.
Comenzó a llorar, pero no tardó en calmarse.
Echó al gatito en su mochila arropado por un jersey. Siguió caminando.
La oscuridad creciente que anunciaba la caída de la noche hizo que empezaran a encenderse una tras otra las farolas, cuya luz amarillenta se mezclaba con el gris del asfalto y el ocre de las fachadas y le daba un tono aún más opresivo a su trayecto.
No volvió a escuchar al gato hasta que llegó al patio de su casa. Ahí estaba el viejo Opel Corsa de su madre y la montaña de neumáticos que distinguía su casa entre todas las de aquella horrible calle de casas viejas. La suya la conocían los niños del barrio como la Casa de las Ruedas. Esos neumáticos parecían llevar años amontonados frente a la casa. No entendía por qué su madre todavía no había hecho nada por quitarlos de allí.
El gatito maulló a sus espaldas.
Aquellas ruedas parecían tener un poder maligno, como si emitieran una radiación nociva que no se les escapaba ni a los animales.
Respiró hondo y decidió que, una vez dentro, le contaría a su madre lo ocurrido. Necesitaba la perspectiva de alguien, aunque fuese su madre. No era tan mayor. Su madre todavía se acordaría de lo que era ser joven. Seguro que la entendería. Se abrazarían, hablaría con ella junto a su cama.
Todo el mundo sabe lo que pasa cuando las expectativas son tan idílicas.
Alicia entró en su casa y se encontró a su madre en el salón, con el uniforme de trabajo puesto, dando de comer a David.
La televisión estaba encendida. El telediario de la noche anunciaba crisis, recortes, quejas, culpas, independencias, manifestaciones y rescates.
Alguien debería venir y rescatar a su pobre familia.
Su hermanito estaba, como siempre, sujeto a su silla, sin hacer más movimiento para comer la papilla que el de abrir la boca, cerrarla y tragar con ciertas dificultades. Algo que no sería demasiado extraño si se tratara de un bebé de pocos meses de edad.
Pero David tenía cuatro años y medio, además de parálisis cerebral.
Una línea oscura descendía desde el ojo derecho de la madre de Alicia, una línea que delataba una lágrima que debía haber surgido de su triste corazón, se había mezclado con el rímel de ojos y había descendido trágicamente mejilla abajo, dejando una huella precisa de su recorrido.
Sobre la mesa, junto al cuenco de la papilla de David había una copa de coñac a medias.
—¿Estás bien, mamá?
—Hola hija, sí, estoy muy bien, ¿por qué lo preguntas? —respondió su madre con una leve sonrisa dibujada en la boca. Sus ojos solo reflejaban tristeza.
Alicia era muy consciente de cuánto se le había complicado la vida a su madre desde que nació David. La lista de los problemas de su madre era tan larga que Alicia encontraba dificultades para ponerlos por orden, para enumerarlos. Se podría comenzar mencionando a su hijo David, completamente estancado en su desarrollo, incapaz de realizar las actividades motoras más básicas como sostener un juguete con las manos. El niño se comportaba, casi a todos los efectos, igual que cuando tenía un año de vida. Esos y otros problemas habían dado lugar a que su padre las abandonase. No había habido divorcio legal. Su padre las había abandonado y su madre no tenía ni idea de cuál era su paradero. No había pensión de mantenimiento y encontrar un trabajo decente era poco menos que imposible. El banco les había quitado el piso y habían tenido que irse a vivir a aquella casucha de las afueras.
Su madre se las había apañado para encontrar trabajo en una residencia de ancianos en El Ejido, a más de una hora de autobús de allí. Tenía que dejar a su hijo pequeño en un jardín de infancia, donde no paraba de pillar gripes, infecciones de estómago y de garganta y todas las enfermedades contagiosas imaginables.
A pesar del agotamiento que se reflejaba en su rostro, su madre consiguió forzar una sonrisa para preguntar a su hija cómo le había ido con su amiga.
Alicia sintió que le rompían los pedazos del corazón en pedazos aún más pequeños.
En la televisión hablaban ahora sobre la desaparición de Irena Aksyonov.
—Muy bien, mamá, ha ido muy bien. Voy arriba.
—Hija, hoy tengo turno de noche —dijo su madre—. Me voy dentro de un rato. Ya sabes lo que tienes que hacer si tu hermano empieza a gritar.
—Sí, mamá.
—En la agenda tienes el número de la ambulancia. Si no puedes tranquilizarlo…
—Sí, mamá, ya lo sé.
Cuando Alicia llegó a su cuarto se dio cuenta de que el gatito había desaparecido. Recordó entonces el maullido cuando pasó cerca de las ruedas. El gato debió saltar desde la mochila y salir despavorido al sentir aquella radiación diabólica.
—No te culpo, pequeño —pensó en voz alta, y comprendió entonces que no le había dado tiempo ni a ponerle un nombre.
Tal vez le hubiera puesto Bowie. Tal vez Polly.
—Inteligente sería tu nombre perfecto por haber sabido alejarte de esta maldita casa antes incluso de entrar.
Alicia se quitó las botas y se metió bajo las mantas con la ropa puesta. Estaba muy mareada y tenía escalofríos. No se había dado cuenta de lo mucho que la había afectado la yerba que había fumado con Erica. Tenía la piel fría y a la vez sudaba. Imágenes nítidas pasaron por su mente y desaparecieron. Como almas flotantes, como fantasmas. No quería mirarlas, no quería comprender lo que significaban. La vergüenza de verse a sí misma con las piernas abiertas, su sexo expuesto.
Estaba llorando. Quería morirse. ¿Y si Erica contaba lo que había pasado? ¿Y si todo había sido una broma para burlarse de ella?
Escuchó cómo su hermano gritaba abajo; el sonido llegó amortiguado, como venido de muy lejos, como si solo fuese el eco atrapado en las paredes. Era un grito tan tenue y apagado que parecía venir de otro mundo. El sonido adquirió una cualidad enigmática. Parecía que quería avisarla de algo, pero no podía adivinar el qué. El cuerpo le pesaba mientras se hundía en el vacío, en la oscuridad.
Se quedó dormida. Soñó que despertaba y que, al salir para la escuela, en la entrada de su casa se encontraba con una inmensa montaña de consoladores de color negro.
La noche no había hecho más que empezar.
La despertó el llanto de su hermano pequeño. Los gritos se clavaban en su cerebro como punzadas de hielo. Alicia se dio la vuelta en la cama y se tapó la cabeza con la almohada.
David, el hermano de Alicia, podía tener solo cuatro años, pero si abrías las ventanas, sus gritos se podían escuchar desde la otra punta de Almería.
Por eso estaban siempre cerradas.
Alicia esperó a que su madre acudiese para calmarlo como cada noche. Entonces se acordó de que su madretenía turno de noche y que ya se habría ido a trabajar. Salió de la cama. El cuerpo le pesaba como una tonelada y tenía ganas de vomitar. Los aullidos de David se le clavaban en la cabeza como dardos.
Nueve de cada diez veces David gritaba sin ningún motivo aparente. Simplemente su cuerpecito comenzaba a sacudirse con espasmos que parecían transmitirse a su garganta. En ocasiones, los gritos le ocasionaban una tos incontrolable y entonces corría el riesgo de ahogarse con su propia saliva. Por eso era importante calmarlo, que dejase de gritar.
Alicia sacó a su hermano de su cuna y lo tomó en brazos. David lloraba y gritaba con todas sus fuerzas.
—¿Qué te pasa, mi chico? Ea, ea, tranquilo, no llores, no pasa nada…
Alicia lo acunó en sus brazos. Le besó en la frente y en las mejillas. Su hermanito era un niño muy guapo. De no ser por su problema hubiese sido la envidia de todas las madres en la guardería. Tenía unos ojos grandes y ovalados del color de la miel y una mirada dulce y angelical. El pelo negro era muy suave y le caía en un flequillo sobre la frente. Tenía una nariz respingona, de pícaro. El labio superior era grueso y carnoso, ligeramente alzado, dejando al descubierto los dientes de leche en lo que parecía una sonrisa perpetua.
El cuerpecito de David, sin embargo, parecía el de un muñeco de trapo. Cuando Alicia lo cogía en brazos la cabeza se le quedaba colgando inerte. Tenía que sujetársela para mantenerla erguida. Los brazos y piernas también colgaban flácidos. A veces sufría espasmos y entonces los brazos y las piernas se le ponían tan rígidos que era imposible doblárselos; la mayor parte del tiempo colgaban como si no tuviesen vida.
En realidad, hasta donde Alicia sabía, la parálisis cerebral que sufría su hermano no era una enfermedad ni era contagiosa.
Alicia recordaba lo ilusionada que había estado ante la llegada de su hermanito. Ella tenía once años. También recordaba la desilusión tan tremenda cuando no la dejaron verle inmediatamente. Lo lógico era que todos se mostraran felices ante el nacimiento de un bebé. Algo salió mal durante el parto. El nacimiento de David fue recibido como una tragedia. Ahora ya ni se acordaba de la cara de su padre, pero no se le había olvidado la expresión de angustia que tenía aquel día. Era algo que no se había borrado; no recordaba los detalles de la cara, pero sí la angustia en su rostro, como una máscara superpuesta. El único recuerdo que le quedaba de su padre.
Cuando se hizo mayor, Alicia fue capaz de comprender lo que había pasado. Al nacer, el bebé se había enrollado con el cordón umbilical y se quedó sin oxígeno durante unos segundos. Eso bastó para causarle lesiones a ciertas partes de su cerebro. Los médicos explicaron a sus padres que el cerebro de David había quedado dañado y que no podría enviar órdenes a sus músculos. También dijeron que nunca podría andar o controlar su cuerpo. Tampoco podría hablar.
Pese a no poder hablar ni andar ni jugar como cualquier otro niño de su edad, Alicia se consolaba con la idea de que David no era consciente de su desgracia: salvo cuando sufría aquellos ataques, su hermano siempre sonreía, siempre parecía contento.
La sonrisa de David, tenue y distante, podría parecerle a cualquiera una sonrisa de otro mundo, como la sonrisa que se esboza cuando estás soñando, una sonrisa que pertenece a otra realidad.
Alicia suponía que los gritos nocturnos del pequeño se debían a alguna clase de pesadilla, pero era incapaz de imaginar qué era lo que pasaba por su mente infantil para provocarle tanto terror.
David seguía gritando. Tenía la mirada ligeramente estrábica, pero cuando sufría una de aquellas crisis los ojos perdían completamente el control y era como si cada pupila quisiera estar lo más lejos posible de la otra.
—Hoy ha sido un día malo para los dos, ¿verdad mi chico? —musitó abrazándolo con fuerza, paseando arriba y abajo por la habitación—. No pasa nada, no pasa nada, no pasa nada…
Dio vueltas por la habitación con él en brazos, de un lado a otro, meciéndolo sin parar de hablarle palabras cariñosas al oído. David gritaba cada vez más fuerte. Alicia se dejó caer en la cama. Le dolían los brazos y se sentía muy cansada. El estómago le ardía y tenía ganas de vomitar. Pero no podía dejar a su hermano solo.
—¿Qué quieres, por Dios santo? —dijo exasperada—. ¡¿Qué quieres?! Tienes los pañales limpios…, ¿agua?, ¿comida?, ¿tienes frío?, ¿tienes calor?, ¿qué? Ahora no estás soñando, esta es la vida real. ¡Maldita sea!
David lloraba y se retorcía, ajeno a la frustración creciente de su hermana. Estaba empezando a ponerse rojo. Alicia sabía que eso no era bueno. Si seguía así, empezaría a tener problemas para respirar y entonces tendrían que irse corriendo al hospital.
Fue entonces, todavía aturdida por los gritos, cuando le llegó la inspiración. Bajó las escaleras con él en brazos, lo dejó con cuidado recostado sobre el sofá del salón y trajo un bote de helado de chocolate de la cocina, el preferido de su hermano.
David, recostado en el sillón, se quedó en silencio cuando vio el bote de helado. Seguía muy rojo, como si contuviese la respiración, pero al menos ya no gritaba. Alicia cogió una cuchara, la metió en el helado y se la llevó a la boca.
—¡Humm!, está buenísimo —dijo mirando fijamente a su hermano.
David soltó una risita. Cuando reía se formaban dos hoyuelos en sus mejillas.
—¿Así que lo que quieres es jugar, eh?
Alicia le puso la cuchara en la palma de su mano derecha, que descansaba sobre un cojín. Luego le hizo cerrarla alrededor de la cuchara. Alicia apartó su mano y los dedos de David se aflojaron inmediatamente. La cuchara se deslizó al suelo.
—Vamos, cariño, seguro que tú puedes, inténtalo por lo menos.
Volvió a ponerle la cuchara en la palma y a cerrarle la mano. David reía, pero era incapaz de sujetar la cuchara.
—No vas a poder conmigo, hermanito.
Sumergió la cuchara en el helado de chocolate.
—Vamos a volver a intentarlo.
David no era capaz de sostener la cuchara. La miraba y soltaba risas entrecortadas. Abría la boca como queriendo saborear el chocolate, pero su manita era incapaz de asir la cuchara. Por lo menos toda aquella operación parecía divertirle mucho.
Alicia acabó dándose por vencida. Se sentó a su lado y comenzó a darle de comer helado de chocolate a pequeñas cucharadas.
—Te lo has ganado, mi ángel. Has hecho lo que has podido.
Cuando entre los dos acabaron con el helado, Alicia lo llevó a su habitación, lo acostó en la cama y se tumbó a su lado. Cerró los ojos con fuerza, tratando de ahuyentar los pensamientos de lo ocurrido con Erica pocas horas antes. Lo que daría por que aquello no hubiese pasado. La abrasaba la vergüenza. Si solo pudiera retroceder unas horas en el tiempo… Claro que si retrocedía en el tiempo, volvería a hacer lo mismo que había hecho. ¡Cómo la había engañado Erica! Menuda gilipollas había sido.
Al final la venció el sueño. Cuando volvió a abrir los ojos tardó unos segundos en comprender que se había quedado dormida abrazada a su hermano. Por algún milagro David no se había vuelto a despertar. Dormía apaciblemente como un bebé.
«Mierda, ahora soy yo la que no puede volver a dormir».
Miró el reloj del despertador; eran las cuatro y media de la mañana. Su madre todavía no había vuelto de trabajar. Hacía unas diez horas que se encontraba besando a Erica, faltaban dos para tener que ducharse e irse al instituto.
¿Cómo sería tener que encontrarse con ella al día siguiente?
Más que odio, sentía repugnancia por Erica.
Están, por un lado, las cosas que decimos a cualquiera, luego las que confesamos a nuestros amigos, quedan aún las que somos capaces de decir a nuestro mejor amigo o amiga, a nuestra madre; luego están las cosas que no decimos a nadie, que nos decimos a nosotros mismos.
Por último, están las cosas que no nos atrevemos a decirnos ni a nosotros mismos.
El mundo estaría mejor sin Erica, era uno de los pensamientos de Alicia que caían en la última categoría.
Encendió el ordenador una vez más.
Se dio cuenta entonces de que el ordenador llevaba en standby desde hacía varios días; ahí seguía el vídeo pornográfico-filosófico de Porno Link SL en una pestaña del navegador, la entrada de Wikipedia en la otra. Genial. Esas páginas habían estado abiertas en su ordenador durante días, esperando a que su madre simplemente abriera el portátil y descubriera que su hija era una lesbiana.
Se puso los auriculares y escuchó las canciones que había grabado hacía unos días. ¡Jo!, eran tan bonitas, tan emocionantes. Pero el sonido era una mierda. El sonido de la guitarra se entrecortaba y su voz parecía sacada de una línea telefónica. Alicia imaginaba cómo podían llegar a sonar si las grababa con un micrófono como Dios manda. Si las enviaba al concurso de talentos con aquel sonido tan malo, las descartarían a los diez segundos de escucha.
Se puso a buscar información sobre algún modo de grabar canciones con calidad aceptable, sin tener que pagar un estudio.
Se deprimió aún más en cuanto comenzó a indagar, tras confirmar lo que ya sabía: necesitaba una guitarra nueva, un MacBook Pro, un micrófono y una tarjeta de sonido externa para conectarlo todo. Con eso podría grabar las canciones más bonitas y tristes que nadie hubiese escuchado jamás. Los dejaría a todos con la boca abierta. Ganaría millones y sería capaz de salir de su miseria. Quitaría a su madre de trabajar y David tendría un asistente las veinticuatro horas del día.
Sí, claro. Sigue soñando.
Los malditos Mac no son precisamente baratos. La zorra de Erica tenía uno en su cuarto, seguro que ni sabía lo que era Garageband, igual que tantos pijos de mierda…
Había que ser prácticos, realistas. Su madre nunca iba a ganar como para darle a ella ningún lujo como aquel, y si pudiera no lo haría.
Solo quedaba una salida.
Alicia necesitaba su propio dinero y para eso tendría que trabajar.
Entró en una página de búsqueda de empleo local en Almería y se puso a leer las ofertas. Estaba de suerte. Carrefour estaba buscando cajeras para la campaña de Navidad. Edad mínima, dieciséis años. Sin experiencia.
Alicia rellenó el formulario con sus datos. Cuando pulsó el botón de enviar, estaba amaneciendo.
Se dejó caer en la cama y cerró los ojos con fuerza. Sintió que una profunda oscuridad caía sobre ella y que su cuerpo se hundía en un abismo sin fondo. Todo era oscuridad y silencio. La oscuridad y el silencio tenían una cualidad sólida, envolvente. Era una sensación agradable. Ojalá pudiera quedarse así para siempre.
Apenas quedaban dos horas para comenzar una nueva jornada de instituto y vérselas con Erica.
* * *
Cuando sonó el despertador una hora después, experimentó la extraña sensación de que algo había cambiado. Todo seguía aparentemente igual, pero todo era diferente.
El primer cambio lo encontró cuando corrió las cortinas de su habitación y se encontró con un coche aparcado en el patio delantero. Era un coche enorme, un Mercedes de lujo muy nuevo, negro, con los cristales tintados. ¿Qué hacía aquel coche aparcado precisamente en el patio de su casa?
Lo más alucinante era el contraste tan extremo que había entre aquel coche tan lujoso y el patio de su pobre casa, la montaña de neumáticos, los escombros por el suelo.
Cuando bajó a la cocina para desayunar se encontró con un hombre sentado junto a la mesa de la cocina, con una taza de café en la mano y el periódico en la otra. Tenía que ser el propietario de aquel coche. Vestía un traje elegante, tenía el pelo oscuro salpicado de abundantes canas y era muy corpulento, ancho de espaldas.
En una realidad alternativa, aquel hombre sentado en la cocina podría haber sido su padre, desayunando antes de ir al trabajo. Ella le daría un beso y charlarían sobre cualquier cosa antes de que él se marchase a su trabajo y ella a clase.
Pero aquel hombre no era su padre. Era un completo desconocido.