Carla
Carla y su hermano Isaac ocuparon una mesa en la cafetería del hotel acompañados por el hombre que les había abordado tras la presentación del libro.
Mientras se acomodaban, Carla estudió con disimulo al desconocido. Era un hombre de mediana edad, de apariencia afable y complexión robusta, aunque no llegaba al extremo de ser gordo. Debía tener alrededor de cincuenta años. Estaba calvo y lucía un bigotillo grisáceo. Llevaba gafas que le resbalaban por la nariz de modo que miraba todo el tiempo por encima de ellas. Carla se fijó en que tenía una especie de mancha de nacimiento en la calva, en la parte superior izquierda de la cabeza. Era una mancha grande, del tamaño de la palma de una mano, con una forma intrincada y simétrica, semejante a una de esas manchas que utilizan los psiquiatras en los test de personalidad. Su psicoterapeuta le había hecho uno de esos test en una ocasión, en una de las primeras visitas, pero nunca le había comentado los resultados. Carla había hecho después el test en internet por su cuenta y le había salido que era gay con ansiedad de castración y fijación vulvar… Se juró que nunca más haría un test por internet.
Si no recordaba mal algunas de las interpretaciones que había leído, la mancha de aquel hombre parecía una mariposa (¿hostilidad?), o un murciélago (¿miedo?), o una máscara (¿rechazo?). Carla apartó la mirada, no era cuestión de psicoanalizarse a sí misma con la mancha en la piel de un desconocido.
La cafetería estaba en silencio, ocupada por algunos ejecutivos trajeados que bebían whisky con aire cansado y consultaban sus teléfonos móviles con desgana. Carla se sentó junto a su hermano Isaac y el hombre de la mancha se acomodó frente a ellos. Pidieron unos cafés.
—Disculpe que la haya abordado de este modo —dijo el desconocido. Tenía un tono de voz pausado, muy educado—. No quería perder la oportunidad de hablar con usted. Sepa que he leído su libro con mucha atención y me parece un trabajo excelente. Es usted una gran conocedora de las redes sociales.
—Bueno… gracias —respondió Carla impaciente—. ¿Qué es lo que quiere exactamente de mí?
Carla tenía las piernas muy juntas y las puntas de los pies apuntando hacia la salida. Notaba una desagradable humedad bajo las axilas y las medias le picaban una barbaridad. Estaba agotada. Había perdido el apetito y ya ni siquiera le apetecía salir a cenar. Lo único que quería era darse una ducha, ponerse un pijama y sentarse en su sillón a ver una película de dibujos animados. A su hijo Aarón le hubiesen encantado las películas de Disney. Los dos se lo pasarían en grande con las películas de dibujos.
—¿Por qué ha dicho que mi hermana podría ayudar en la investigación de Irena Aksyonov? —preguntó Isaac inclinándose hacia delante.
—Se lo explicaré en unos instantes. Antes permítanme presentarme como es debido. —El hombre les miró con expresión afable por encima de sus gafas. Tenía unos ojos pequeños y azules muy expresivos—. Mi nombre es Héctor Rojas. Trabajo en la Oficina de Protección del Menor.
Sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior de la americana y la depositó sobre la mesa. En la tarjeta podía leerse su nombre —Héctor Rojas—, su cargo —funcionario del Ministerio de Asuntos Sociales—, un teléfono móvil y la dirección de una oficina de Madrid en el paseo de la Castellana.
—La Oficina de Protección del Menor es un organismo que depende del Ministerio de Asuntos Sociales —explicó—. Analizamos las situaciones de riesgo de los menores. Una especie de centro de datos, para entendernos. Cada vez que hay un incidente relacionado con un menor, un maltrato o una muerte, la policía tiene la obligación de enviarnos una copia del informe. En la Oficina estudiamos cada suceso. Establecemos un perfil sociológico de la víctima. Analizamos las causas del incidente y proponemos medidas de prevención. Cada año elaboramos una memoria anual que se presenta al director general. El informe va luego a los políticos, que se supone que utilizan esa información para elaborar planes de prevención.
Carla asentía despacio. Su hermano escuchaba con atención.
—Pero no he venido a explicarles el funcionamiento de la Oficina. Verán, quiero hablarles de un suceso que ocurrió hace un año. Todo empezó cuando trabajaba en el expediente de la muerte de un joven. Tenía dieciséis años y se había suicidado. Su padre encontró al chico muerto en la bañera. Se había cortado las venas. La policía hizo la habitual investigación rutinaria. Se hicieron fotos del cadáver. Se tomó declaración al padre y a algunos amigos del joven. Aparentemente, el caso no tenía nada de extraordinario, más allá de la propia tragedia, claro está. El perfil sociológico puso de manifiesto que el chico que se quitó la vida era homosexual, educado en una familia de clase alta, muy conservadora. Huérfano de madre, se crio con su padre, que era militar de alto rango y de convicciones muy rígidas. La relación con su padre empeoró mucho cuando el chico comenzó a manifestar su tendencia homosexual. Según su padre, unos meses antes de quitarse la vida el chico se había vuelto muy irascible y agresivo. Discutían con frecuencia. Una noche, después de una fuerte discusión, encontró a su hijo muerto en la bañera. Se había cortado las venas.
El funcionario miró a Carla por encima de sus gafas. Sus manos descansaban sobre la mesa de la cafetería con los dedos entrelazados. Acompañaba sus palabras con movimientos de los pulgares, separándolos y juntándolos.
—Hasta aquí, tristemente, nada extraordinario —prosiguió—. El suicidio de adolescentes homosexuales triplica la media de suicidios de adolescentes con tendencia heterosexual. Pero hubo un detalle que quedó grabado en mi mente, un detalle al que no di demasiada importancia en aquel momento. En el expediente policial pude ver una fotografía del chico muerto. Estaba desnudo en la bañera. En el pecho tenía tatuadas unas palabras. Una frase, en realidad. «Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí», recitó.
Carla levantó una ceja. ¡Vaya frase para un tatuaje! Su hermano Isaac frunció el ceño, pensativo. Se inclinó hacia delante.
—Esas palabras me resultan familiares —dijo—. Juraría que ya las he escuchado antes. ¿Tiene por casualidad alguna relación con la desaparición de Irena Aksyonov?
El funcionario le observó con detenimiento.
—Así es. ¿Cómo lo ha sabido?
—Soy periodista. Trabajo en la redacción de sucesos del periódico El Mundo. Me encargaron la crónica del secuestro.
—Entonces habrá leído el informe de la policía.
Isaac asintió.
—Fue en el informe donde leyó esa misma frase. Supongo que no le prestaría mucha atención. ¿Recuerda dónde la vio?
—No, no estoy seguro. —Isaac cerró los ojos y se masajeó la frente como si quisiera succionar con la mano un recuerdo oculto en su mente—. Tendría que volver a leerlo. ¿Es importante?
—Esa misma frase era uno de los mensajes de texto que había en el teléfono móvil de Irena Aksyonov cuando desapareció.
—Sí, es verdad, ahora lo recuerdo —exclamó Isaac—. ¿Qué relación hay?
—Permítanme que continúe con mi historia —dijo el funcionario asintiendo—. Entonces entenderán. Tampoco yo, cuando vi esa frase por primera vez tatuada en el cuerpo del chico muerto, le di más importancia que la extravagancia de un adolescente… Casi un año después volví a encontrarme con esas palabras en otro expediente. La misma frase. En esta ocasión se trataba del informe sobre la muerte de un bebé de dos años de edad. Me acordé entonces del tatuaje de aquel joven. La coincidencia me resultó muy llamativa.
—¿Y dónde encontraron esa frase? —preguntó Isaac—. ¿También en el teléfono del padre?
—No exactamente. El bebé murió asfixiado dentro de un coche en unas circunstancias bastante extrañas —explicó el funcionario—. Su padre se quedó dormido durante horas en el interior del vehículo con su hijo dentro. El coche estaba estacionado a pleno sol, en verano; la temperatura subió tanto que el frágil organismo del pequeño no pudo resistir y murió.
—¡Qué horror! —exclamó Carla. Sintió un dolor sordo en la base del estómago—. ¿Cómo pudo pasar algo así?
Héctor Rojas se humedeció los labios y permaneció unos instantes pensativo mientras dirigía sus pupilas hacia arriba y a su derecha, antes de proseguir:
—La policía lo investigó. El expediente llegó a mi oficina unos días después del terrible suceso. El padre del bebé era viudo. Trabajaba como analista de bolsa en una empresa de inversión de valores. Su esposa había muerto en un accidente de tráfico poco después de tener al bebé. El matrimonio tenía otra hija, una adolescente de catorce años. En un análisis toxicológico la policía descubrió que el padre del bebé muerto consumía habitualmente anfetaminas y barbitúricos…
—¿Por qué le hicieron un análisis toxicológico al padre? —interrumpió Isaac.
—Cuando se suicidó. Después de la muerte del bebé. Ahora llegaremos. Para entenderlo tiene que saber lo que sucedió. —El funcionario le miró por encima de las gafas—. Como les decía, ese hombre consumía anfetaminas para mantener el ritmo de trabajo durante el día, y los barbitúricos para relajarse y dormir por la noche. Una mañana, siguiendo su rutina diaria, instaló a su hijo pequeño en la silla del asiento trasero de su coche para llevarlo a la guardería donde el bebé pasaba el día. En el trayecto el hombre se quedó inexplicablemente dormido al volante. Él mismo lo relataría después a la policía. Empezó a sentirse mal, a sufrir mareos y una insoportable somnolencia. Fue incapaz de seguir conduciendo y tuvo que pararse unos momentos. Aparcó el coche. Entonces se quedó profundamente dormidoen el mismo coche, sobre el volante. Su hijo pequeño estaba en su silla del asiento trasero. El hombre estuvo inconsciente durante más de diez horas. Era verano y el coche había quedado aparcado a pleno sol con las ventanillas subidas. Al apagar el motor, el aire acondicionado se interrumpió. A lo largo del día, el sol hizo que la temperatura en el interior alcanzase más de cincuenta grados. Aunque con problemas de deshidratación, el hombre sobrevivió. El bebé no tuvo tanta suerte. Su débil organismo no resistió el calor.
—¡Dios mío, eso es terrible! —exclamó Carla entornando los ojos y arrugando la nariz. Pensó en su hijo Aarón; si le ocurriera algo parecido… Eso no era posible. Ella hubiese sido extremadamente cuidadosa en lo que se refería a su hijo.
—Un suceso muy lamentable —asintió el funcionario. Apretó los labios y entornó los ojos—. Tanto que el pobre hombre no pudo soportar que su hijo hubiese muerto por su culpa. Se suicidó unos días más tarde. Se arrojó por una ventana.
Sus pupilas se movieron de un lado a otro, frunció los labios.
—Hasta aquí podemos pensar que se trata de otra sórdida historia de negligencia paterna —prosiguió—. La policía estableció que el hombre había confundido las pastillas para dormir con las anfetaminas. Él siempre lo negó. Aseguraba que era imposible confundir esas pastillas. Le acusaron de homicidio imprudente. Como les he dicho, se quitó la vida antes de que pudieran juzgarle.
—Es lógico que lo negara. Parece un caso claro de negligencia —manifestó Isaac.
—Es lo que cualquiera pensaría. —El funcionario movió levemente la cabeza de izquierda a derecha—. Pero cuando inspeccioné el atestado policial encontré un detalle que me llamó poderosamente la atención. En el interior del coche, sobre el salpicadero, había un pedazo de papel con una nota. El padre del bebé aseguraba que esa nota no estaba allí cuando cayó inconsciente. El pobre hombre insistía en que alguien había tenido que abrir la puerta del coche para dejar ese papel mientras él estaba inconsciente. La policía no le dio demasiado crédito. Se limitaron a señalarlo en el informe sin concederle mayor importancia. ¿Por qué motivo alguien iba a abrir el coche y dejar una nota sin despertar a su ocupante? Máxime cuando en el coche había un bebé en peligro.
—No tiene mucho sentido —dijo Isaac—. ¿Y qué decía esa nota?
—Una sola frase: «Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí» —recitó Héctor Rojas con los ojos entrecerrados—. Cuando leí esas palabras me vino a la mente el tatuaje del chico muerto. Me pareció que podría tener alguna relación.
—¿La había? —preguntó Carla intrigada. La historia del bebé muerto la había estremecido hasta los huesos. Había olvidado el cansancio y el malestar.
—En mi opinión, sí —respondió el funcionario—. Creo que hay una relación. Verán. Después de aquello comencé a revisar todos los expedientes del último año, incluidos los que no habían pasado directamente por mis manos. Volví a encontrarme con esa misma frase una tercera vez, en el expediente de un joven fallecido en un accidente de tráfico. Aparentemente, el accidente había sido fortuito y no guardaba ninguna relación con los casos que acabo de relatarles, salvo por la aparición, otra vez, de esas mismas palabras.
Héctor Rojas hizo una pausa para ajustarse las gafas, que le resbalaban sobre la nariz.
—El chico que murió en el accidente se había fugado de casa. Su padre había denunciado su desaparición a la policía dos días antes. Al parecer, la relación entre ambos no era buena. El padre era viudo y el chico era su único hijo. Su padre dice que el chico había empezado a consumir drogas. Pastillas, anfetaminas, cocaína. El joven cada vez se mostraba más irascible y descontrolado. Discutían mucho. Después de una fuerte pelea, el muchacho le robó el coche y se fugó de casa. Unos días más tarde, el chico tuvo un accidente de tráfico en el que perdió la vida. De nuevo, aparentemente, nada extraordinario en el suceso, salvo que el joven también lucía un curioso tatuaje en uno de los brazos.
—¿Otra vez la misma frase? —preguntó Carla, cada vez más intrigada por la historia.
—Exacto. De nuevo las mismas palabras. —Héctor Rojas clavó la mirada en ella—. La coincidencia de esa frase me llevó a pensar que podía haber una conexión entre los tres sucesos. Las mismas palabras. No podía ser casualidad. Revisé con más detalle aquellos tres casos. Encontré elementos comunes… cuando menos inquietantes. Elementos que tienen que ver con internet y con las redes sociales.
—¿Con las redes sociales? —preguntó Carla, que no veía la relación.
—Así es, lo entenderán cuando les cuente lo que descubrí —respondió el funcionario.
Héctor Rojas frunció el ceño. En su frente se formaron arrugas que se prolongaban hacia la piel desnuda de su cabeza. Carla tuvo la impresión de que la mancha que lucía en la piel del cráneo cambiaba de forma. Ya no parecía una mariposa o un murciélago, sino más bien una mujer arrodillada lamentándose.
—Volví a revisar con detenimiento el expediente del joven homosexual que se suicidó —explicó Héctor Rojas—. Descubrí que el muchacho tenía una relación con alguien en internet. Al parecer, se conocieron en un chat de encuentro para homosexuales. Pedí ayuda a la unidad tecnológica de la policía. Logré acceder a algunos fragmentos de las conversaciones del chat. Desconozco la identidad de la otra persona. Nunca reveló nada sobre sí mismo, pero, fuera quien fuese, se ganó la confianza del chico. Le aconsejó con una actitud que pretendía ser alentadora. En los mensajes le animaba a que venciese sus miedos y mostrase sus verdaderos sentimientos al mundo. Debió de ser muy persuasivo porque el chico salió de su cascarón y comenzó a frecuentar ambientes gais. Tuvo relaciones sexuales con otros jóvenes. También con hombres mayores que él. En esos ambientes todo se confunde, promiscuidad con libertad sexual; para un adolescente es fácil cometer muchos errores. Desafortunadamente, alguien le grabó en vídeo en una de esas relaciones sexuales con un hombre mayor. Después le envió una copia del vídeo a su padre. Pueden imaginar que el padre no se lo tomó demasiado bien. Tuvo una pelea terrible con su hijo. Fue poco después de esa discusión cuando el joven se suicidó.
—Parece un caso evidente de acoso —dijo Carla mirando fijamente al funcionario—. Alguien le tendió una trampa a ese pobre chico. Lo grabó en vídeo manteniendo relaciones sexuales y se lo envió a su padre.
—Así es. —Héctor Rojas asintió sin cambiar el semblante serio—. Mi impresión es que no es un simple caso de acoso. Todo fue una trampa premeditada desde el principio. Alguien quería crearle a ese chico un conflicto en su hogar. De otro modo no le hubiese enviado la grabación expresamente a su padre. Creo que alguien utilizó las redes sociales para captar a ese chico. Se ganó su confianza primero y después lo manipuló. Le tendió una trampa.
Héctor Rojas acompañó sus últimas palabras con un suave golpe en la mesa, como un juez que dicta sentencia.
—Quiere decir que le empujaron a que se quitase la vida —dijo Isaac.
—Así es. Alguien lo tenía todo planeado desde el principio. Conoció al chico homosexual, vio que era una víctima propicia, que tenía problemas con su padre, y llevó a cabo su plan. Al igual que planeó la muerte del bebé.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Isaac—. ¿Piensa que la muerte del bebé no fue un accidente?
Héctor Rojas negó con la cabeza mientras hablaba.
—Conseguí una muestra de las anfetaminas que se tomó el hombre el día que se quedó dormido en el coche con su hijo —explicó con gesto sombrío—. Las envié a analizar. No eran anfetaminas. En lugar de estimulantes contenían un potente somnífero. No había confundido las píldoras. Alguien le vendió unos fármacos manipulados a propósito.
—¡Eso es horrible! —exclamó Carla—. ¿Por qué iba alguien a hacer eso?
Héctor Rojas frunció los labios, manteniendo una seriedad solemne y pesada en los ojos.
—Porque quería matar al bebé y responsabilizar al padre.
Carla le observó con la boca abierta. No podía creer que alguien fuese capaz de planear algo semejante.
—Sé que cuesta creer —asintió el funcionario—. Cuesta creer que alguien pueda ser tan retorcido para hacer algo así. Pero estoy convencido de que eso era exactamente lo que pretendía.
—No estoy seguro de entenderle —intervino Isaac—. ¿Quiere decir que cuando alguien le vendió somníferos en lugar de anfetaminas ya tenía en mente matar al bebé?
Héctor Rojas asintió con los labios fruncidos.
—Cuesta creerlo —dijo Isaac—. ¿Cómo podía adivinar nadie que se quedaría dormido precisamente en el interior del coche con su hijo? Para planear algo tan perverso tendría que conocer con exactitud los hábitos y costumbres de ese hombre, saber que ingería los fármacos por la mañana, que llevaba a su hijo a la guardería, cada cosa y a qué hora…
—Tiene usted razón. Y esa es precisamente la clave del asunto —respondió el funcionario señalando con un dedo al pecho de Isaac—. ¿Recuerdan que les comenté que el hombre tenía otra hija adolescente de catorce años? Cuando hablé con ella descubrí que la relación entre ella y su padre no era precisamente buena. Según pude averiguar, hacía meses que no se hablaban.
—¿Cree que su hija tuvo algo que ver en lo ocurrido? —preguntó Carla abriendo mucho los ojos.
—No intencionadamente. —Héctor Rojas levantó el dedo índice y negó con la cabeza inclinada, haciéndose eco de la incredulidad de Carla—. Pero alguien la utilizó para sonsacarle información sobre los hábitos de su padre. Verán, pude entrevistarme con la joven. Cuando la conocí presentaba un cuadro grave de anorexia. Ya saben lo fácil que es manipular a ese tipo de adolescentes que tienen la autoestima baja. Mi impresión es que estamos ante un sujeto que entiende muy bien la psicología de los jóvenes, sabe cómo ganárselos. La adolescencia es un periodo emocional muy inestable. ¿Tienen hijos?
Carla negó con la cabeza con un movimiento rígido. Sintió que se le acaloraban las mejillas.
—Mi hermana y yo todavía estamos solteros —dijo Isaac con una sonrisa—. Aunque espero que algún día Carla me dé un precioso sobrino.
—Yo tengo una hija de veinte años —dijo Héctor Rojas. Una sonrisa se abrió paso en su rostro—. Afortunadamente, mi hija ya dejó atrás la etapa de la adolescencia. Sé muy bien lo difícil que resulta esa fase para los padres. Los jóvenes atraviesan un periodo de afirmación de su personalidad. Buscan continuamente respaldo y apoyo para sus ideas. Los adolescentes tienen la sensación de que sus padres no les entienden. Así que cuando alguien se identifica con sus problemas depositan en ellos toda su confianza. Los depredadores sexuales lo saben muy bien. Por eso les resulta tan fácil manipular y engañar a los jóvenes. Solo tienen que hacerles creer que les entienden, que les apoyan, a diferencia de sus padres, que intentan corregir a sus hijos y conducirles por un camino que los adolescentes rechazan. Mi impresión al hablar con esa chica fue que alguien la había manipulado a distancia. En internet. Ella misma debió de hablarle de los hábitos de su padre. El individuo vio la oportunidad de provocar la tragedia. Le sonsacó información. Averiguó que el padre consumía drogas. Supo que llevaba a su hijo pequeño a la guardería cada mañana en coche. Vio la oportunidad y planeó la tragedia.
—Dios mío, eso es perverso —gimió Carla—: utilizar a la hija adolescente para provocar la muerte de un bebé.
Carla comenzaba a sentir una dolorosa presión en la base del estómago, una náusea del alma. Si aquello era cierto, aquel sujeto era mucho más retorcido que los vulgares acosadores sexuales con los que ella se había topado mientras investigaba para escribir su libro.
—Perverso y muy astuto —apuntó su hermano Isaac—. Entonces ¿cree que quien planeó la muerte de ese bebé es la misma persona que le tendió la trampa al joven homosexual?
—Estoy convencido de ello —respondió el funcionario—. Tenemos, en primer lugar, la coincidencia de la frase tatuada en el pecho del joven. Es la misma frase que alguien dejó en el interior del vehículo. Una especie de huella o señal. Y, aunque los casos son aparentemente diferentes, en ambos hay adolescentes implicados. El caso del chico que murió en un accidente de tráfico viene a confirmar lo anterior. Piénsenlo. Tenía la misma frase tatuada. Alguien tuvo que convencerle para que se hiciera ese tatuaje. Desconozco qué significado puede tener, pero sospecho que esa frase es una especie de marca o señal que ese individuo deja en sus víctimas.
—Si eso fuese así —dijo Isaac—, ese individuo se parece más a un asesino o a un psicópata que a un acosador sexual de menores. ¿Por qué no acude a la policía? Deberían investigarlo.
—Lo hice. —Héctor Rojas asintió levemente—. El problema, se darán cuenta, es que resulta muy difícil demostrar lo que les acabo de explicar. —Las manos de Héctor se movieron con inquietud—. Incluso asumiendo que alguien manipulase a esos chicos, es complicado demostrar que el responsable sea la misma persona. Es cierto que la policía está investigando cada suceso, pero por separado; no ha abierto una línea común de investigación. El caso del joven homosexual ha sido derivado a la unidad que se ocupa de la extorsión a menores. Está claro que hubo un delito porque alguien grabó al joven teniendo relaciones sexuales. Así que buscan a un acosador sexual que se mueva por los ambientes gais. Sin embargo, el asunto del bebé fallecido está siendo investigado por el Ministerio de Sanidad. La policía considera que podría haber un delito de venta de fármacos adulterados. No creen que nadie pretendiese deliberadamente provocar la muerte del pequeño. Y si hablamos del joven fallecido en el accidente de coche, la policía ni siquiera piensa que haya nada que investigar, cuando es evidente que alguien manipuló al chico y lo incitó a fugarse de su casa. ¿Se hacen una idea de lo difícil que resulta probar algo así?
—¿Y qué pasa con esa frase que usted encontró en los tres casos? —preguntó Carla—. ¿La policía no lo ve como una prueba para relacionar los casos?
Héctor Rojas alzó las cejas y suspiró en un gesto de frustración. Apretó el puño de su mano derecha.
—Para la policía esa frase no significa nada —dijo meneando la cabeza—. No les parece un indicio suficiente para abrir una línea de investigación común. Aducen que podría ser simple casualidad. Cada día hay accidentes mortales. Si uno analiza todos los sucesos, seguro que encuentra que algunas de esas personas compartían algo. Estaban leyendo el mismo libro, o veían la misma serie de televisión, o tenían la misma publicidad en sus buzones. Muchos chicos se hacen tatuajes con frases de moda que ni siquiera entendemos.
—Pero usted no cree que sea casualidad —dijo Carla negando con la cabeza. Intercambió una mirada con su hermano. No estaba muy segura sobre si tendría que creer lo que decía aquel hombre. Parecía serio. Por otro lado, la relación entre aquellos sucesos podría ser simple casualidad. A lo mejor Héctor Rojas había pasado demasiado tiempo revisando casos de muertes de menores y comenzaba a ver conspiraciones y vínculos donde no los había.
—No es casualidad —repitió el funcionario—. Creo que ese individuo sigue un modus operandi muy particular, por así decirlo. Creo que hay un responsable detrás de cada una de esas lamentables muertes. Alguien que contacta con jóvenes con problemas de autoestima. Con problemas en su hogar. Alguien que selecciona a sus víctimas a través de las redes sociales de internet. Es sorprendente la cantidad de información que los chicos dejan en las redes sociales sin ser conscientes de todas las intimidades que están contando sobre sí mismos y sus familias.
—Entonces —dijo Isaac— usted cree que esa misma persona está detrás de la desaparición de Irena Aksyonov. Sin embargo, a pesar de la coincidencia de esa frase, me resulta difícil establecer una conexión.
La frente del funcionario se llenó de arrugas. Carla no pudo evitar observar que la mancha de su cráneo cambiaba de forma.
—Usted ha escrito sobre el caso. Lo conoce bien —dijo Héctor Rojas mirando fijamente a Isaac—. Dígame, en su opinión ¿qué cree que ha ocurrido con esa joven?
Isaac se encogió de hombros.
—Todavía hay muchos puntos oscuros. El padre, Serguei Aksyonov, asegura que alguien ha secuestrado a su hija. La policía, en cambio, le acusa de haberla matado y de hacer desaparecer el cuerpo. En realidad no hay pruebas que avalen una hipótesis u otra. Mi periódico mantiene una actitud neutra al respecto.
—Si fuese un secuestro, nadie ha pedido todavía un rescate, hasta donde yo sé —dijo Héctor Rojas.
Isaac asintió, confirmando.
—Coincidirán conmigo en que las circunstancias que rodean la desaparición son muy extrañas —dijo el funcionario—. En primer lugar, está el hecho de que su padre recibiese un mensaje de advertencia en su móvil. El mensaje especificaba la hora exacta a la que tendría lugar el secuestro. Y así sucedió. Tal como concretaba el mensaje. A las nueve en punto Irena Aksyonov desapareció. ¿Qué secuestrador avisaría de sus intenciones?
—La policía cree que ese mensaje es una especie de coartada —respondió Isaac—. Un burdo intento de reforzar la falsa teoría del secuestro. La casa de Marbella donde vivía con su hija tenía las medidas de seguridad más avanzadas. Alarmas, cámaras de vigilancia, cerraduras electrónicas… Tecnología punta. Además, había una docena de vigilantes armados. Esa mansión era una fortaleza. Se hubiese necesitado un pequeño ejército para entrar allí y llevarse a su hija por la fuerza.
—Evidentemente, la fuerza no fue el método que emplearon —dijo el funcionario.
—Así es. Pero tampoco hay pruebas de que nadie entrase allí de un modo sigiloso. La policía no ha encontrado ni una sola huella sospechosa en toda la propiedad. Ni indicios de que alguien haya forzado una entrada en la casa. Todas las puertas de acceso son blindadas. Tienen cerraduras electrónicas que solo se abren con la huella dactilar de Serguei Aksyonov y de su hija. Ni siquiera los guardias de seguridad pueden entrar si no están autorizados. Ninguna cerradura parecía haber sido forzada. Esa casa era como un búnker. Así que la policía no se explica cómo demonios alguien podría haber sacado de allí a la joven por mucho que su padre se empeñe en que eso es lo que pasó. —Isaac arqueó las cejas—. Además, es imposible cruzar el muro que rodea la propiedad sin que las cámaras lo capten. Las cámaras tampoco registraron ningún movimiento inusual, salvo el simio que se coló en ese preciso momento.
—¿Un simio? —repitió Carla para asegurarse de que había escuchado bien. Las noticias no habían dicho nada de un simio.
—Un chimpancé común —respondió su hermano—. El animal estaba muy asustado. Los guardias de seguridad lo abatieron cuando se refugió en la copa de un árbol. Se escapó de un zoo privado de una de las mansiones cercanas. Cuando el animal cruzó el muro hizo saltar las alarmas. Todos pensaron entonces que podía tratarse de los secuestradores.
—¿Y no cree que la irrupción de ese simio fue un modo de distraer al personal de seguridad para que alguien más pudiese colarse allí? —preguntó Héctor Rojas.
—Podría ser, pero la mayoría de los guardias siguieron en sus puestos de vigilancia —rebatió Isaac—. Además, que el animal fuese detectado en cuanto se aproximó al muro es una prueba de la eficacia de la seguridad. Las cámaras detectaron al animal y no detectaron que nadie más entrase o saliese. Ninguna cerradura forzada. Por eso la policía descartó desde un principio la hipótesis de un secuestro. Creen que algo ocurrió entre Serguei Aksyonov y su hija. Creen que él la mató y después hizo desaparecer el cuerpo. La sangre que apareció en su habitación y en el jardín apuntan a esa dirección.
—Pero el cuerpo no ha aparecido —dijo el funcionario.
—No. Todavía no. —Isaac negó con la cabeza—. La policía ha removido palmo a palmo los terrenos que circundan la mansión. Han buscado por todos lados, pero aparte de la sangre no han encontrado nada.
Isaac se encogió de hombros.
—Dígame una cosa. —El funcionario le miró a los ojos—. ¿Cree que Serguei Aksyonov es un hombre tan idiota como para hacer desaparecer a su hija y fingir un secuestro de un modo tan burdo? ¿Utilizando como coartada un simple mensaje en su móvil?
—Reconozco que hay algo que no acaba de encajar —dijo Isaac—. Entonces ¿qué es lo que pasó? ¿Qué piensa usted?
—Creo que el mensaje que recibió Serguei Aksyonov no era una coartada. Creo que era real. Era un desafío. —Héctor Rojas le dirigió una mirada penetrante.
—¿Un desafío? ¿De quién? ¿Por qué?
El funcionario frunció el ceño. Miró a Carla, quien le alentó a responder con un gesto de asentimiento. Estaba tan intrigada como debía de estarlo su hermano.
—Supongamos por un momento —prosiguió Héctor Rojas— que Serguei Aksyonov no tuvo nada que ver con la desaparición de su hija. Supongamos que tal y como él mismo relató, la última vez que la vio fue poco después de que las cámaras detectasen un intruso, que resultó ser un animal. Según su propio relato, Serguei subió primero a la habitación de su hija y después abandonó la casa. Estuvo fuera solo unos minutos. Supervisó la seguridad. El mensaje de amenaza había despertado en él algunos temores. Comprobó que todo estaba en orden. Se sintió seguro. Cuando regresó a la casa su hija ya había desaparecido.
Carla se estremeció. Si era cierto que no tenía nada que ver, podía imaginar la angustia de aquel hombre. Tu hija está a tu lado y, momentos después, ya no está y no sabes si la volverás a ver, si está viva o muerta, si alguien le está haciendo daño…
—Serguei no encontró exactamente una habitación vacía —siguió diciendo el funcionario—. El teléfono de su hija estaba sobre la cama. En ese momento el teléfono recibió un SMS con un texto. La frase que ustedes ya conocen, «Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí» —recitó. Le tembló la voz. Cerró los ojos unos instantes, como si aquellas palabras le provocasen un fuerte dolor de cabeza.
—¿Así que usted piensa que quien le envió ese mensaje se las apañó para entrar allí y llevarse a la joven? —preguntó Isaac—. Y que fue el mismo individuo que preparó las otras muertes. Que esa frase es una especie de marca o señal de su presencia.
—Estoy convencido de ello —asintió Héctor Rojas.
—¿Por qué?, ¿con qué propósito? —preguntó Carla perpleja.
El funcionario descruzó las manos y se acarició el mentón, pensativo.
—Mi opinión —dijo— es que el mensaje que recibió Serguei Aksyonov fue un desafío. Alguien le retó a proteger a su hija y él falló. El sentimiento de culpa por haber fallado debe de estar consumiendo a ese pobre hombre. Lo cual es exactamente lo que pretendía quien se llevó a su hija.
Carla le miró con expectación. Héctor Rojas le devolvió una mirada vidriosa.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Isaac—. ¿Que trata de responsabilizar al padre de lo ocurrido?
—Miren, he pensado mucho sobre ello —respondió Héctor Rojas—. Sobre lo que realmente persigue. No son fines sexuales. Se sirve de internet para contactar con sus víctimas, pero no es un vulgar depredador sexual. Tampoco es un chantajista que busque dinero. No creo que el dinero o las relaciones sexuales sean su motivación. Creo que estamos ante un psicópata con una obsesión diferente.
Héctor Rojas apretó las manos entrelazadas. Los nudillos se pusieron blancos.
—Lo entenderían si piensan un instante en lo que les he relatado —dijo—. Si no busca sexo o dinero, ¿qué es lo que pretende? Tal vez, a primera vista, parece que solo quiere hacer daño a los chicos. Piensen en lo que ha ocurrido en cada caso. Ese individuo siempre ha manipulado la situación de un modo sutil, sin dejar rastro de su presencia, salvo por esa extraña frase. Desde un punto de vista de psicología criminal, hay asesinos capaces de planear un crimen perfecto, individuos meticulosos ocultando sus huellas. Sin embargo, todos los psicópatas sienten el impulso de dejar algún rastro de su presencia, una señal o marca de su actuación. Una especie de mensaje. Quieren ser escuchados. El comportamiento de este sujeto responde a ese impulso. Lo que mueve a ese tipo de psicópatas es el afán de experimentar la sensación de poder y control sobre otro ser humano. La pregunta clave es ¿cuál es su víctima? ¿Sobre quién pretende ejercer el control? Yo creo que sus víctimas no son los menores que encuentra en las redes sociales. Los manipula y los utiliza, pero ellos no son su verdadero objetivo.
—Entonces ¿quién? —preguntó Carla intrigada.
—Los padres —respondió Héctor Rojas. La miró por encima de las gafas—. Sus víctimas son los padres.
Carla reprimió un escalofrío. ¡Aquello sí que era de lo más raro! Los acosadores que ella había investigado obtenían su perverso placer manipulando a los jóvenes con coacciones y chantajes. Pero que alguien quisiera llegar más lejos, hasta los mismos padres, era algo nuevo para ella.
—¿Qué quiere decir exactamente con que sus víctimas son los padres? —preguntó Isaac con el ceño fruncido.
—Ya sé que puede parecerles raro —respondió Héctor—. Yo creo que los menores de edad solo son un instrumento para enviar un perverso mensaje a los padres.
—¿Qué mensaje?
—Piénselo. ¿Qué ha pasado con los padres de los chicos? El joven homosexual se suicidó después de una discusión con su padre. Su padre no fue tolerante con él y eso provocó una situación que acabó con su hijo muerto. Si ese hombre hubiese actuado de un modo más comprensivo, el chico seguiría vivo. ¿No creen que eso debe de pesarle en la conciencia? Con toda seguridad, ese hombre no podrá evitar pensar que podría haber evitado la muerte de su hijo si hubiese sido más transigente, si hubiese tratado de entender su condición homosexual en lugar de imponer su criterio moral.
Héctor Rojas miró a Carla y a Isaac alternativamente. Ambos le escuchaban con atención.
—Es lo mismo con el chico que murió en el accidente de coche. Se fugó después de discutir con su padre. Si esa discusión no hubiese ocurrido, si las relaciones con su padre no hubiesen estado tan deterioradas, el muchacho tal vez seguiría vivo. Es inevitable que su padre lo piense una y otra vez. Imaginen cómo debe de sentirse. La idea de que si hubiese actuado de otro modo su hijo seguiría vivo le debe de estar consumiendo.
—Comprendo lo que dice —intervino Isaac pensativo.
—Imaginen lo que debió de sentir el padre del bebé muerto cuando descubrió que su hijo murió por su culpa. Por tomar esas pastillas.
—Intenta decir que si hay alguien detrás de esos sucesos, pretende que los padres se culpen a sí mismos de la muerte de sus hijos —afirmó Isaac.
—Veo que empiezan a comprender —asintió Héctor lúgubre—. Yo soy padre, tengo una hija de veinte años, y no puedo imaginar mayor horror que pensar que algo le pudiera pasar por mi culpa. No podría soportarlo. Y ese insoportable sentimiento de culpa es lo que ese monstruo intenta provocar. ¿Pueden imaginar algo más despiadado?
Desde luego Carla no podía imaginarlo. La mirada se le empañó. Parpadeó para disimular las lágrimas que amenazaban con brotar. Tenía la impresión de que algo caliente y frío a la vez le estaba presionando las sienes.
—Es una teoría interesante. ¿Cómo encaja eso con la desaparición de Irena Aksyonov? —preguntó Isaac.
—¿Cómo cree que se sentirá su padre? Fue incapaz de protegerla. No podrá dejar de pensar en todo lo que podría haber hecho y no hizo para salvar a su hija. Quizás piense que no hizo todo lo que estaba en su mano. Que podría haber hecho más. Que si hubiese hecho algo más, su hija seguiría todavía a su lado. Esa duda le estará consumiendo.
—Ya veo —dijo Isaac asintiendo con la cabeza.
—Podemos entender así el mensaje que recibió Serguei Aksyonov —prosiguió Héctor Rojas—. Ese sujeto le avisó de lo que pretendía. Le retó a que hiciese todo lo posible para proteger a su hija. Es de suponer que alguien con tanto dinero como Serguei Aksyonov debe de sentirse poderoso, y el poder te hace sentir invulnerable. Aksyonov debía de pensar que su hija estaba a salvo de cualquier amenaza. Así que le atacó donde más daño podía hacerle. El objetivo del mensaje era hacerle sentir culpable cuando fallase.
—Eso no explica cómo desapareció la joven —dijo Isaac.
—Tampoco la policía tiene una explicación. Ni siquiera tiene un motivo. Y pueden estar acusando a la persona equivocada.
Quedaron en silencio unos instantes. El sonido de entrechocar platos tras la barra de la cafetería llegó hasta ellos nítido y discordante, como un intruso que se cuela en una reunión donde no es bienvenido.
—¿Y por qué me dijo que yo podía ayudarle? —preguntó Carla.
Héctor Rojas la miró a los ojos.
—Usted es una experta en redes sociales. He leído su currículum. Ha trabajado en procesos de marketing online. Sabe cómo clasificar a los usuarios de internet según sus perfiles.
—Sí, pero no veo cómo eso…
—Los jóvenes a los que ese criminal busca: todos tienen un perfil similar. El elemento común es el odio de esos chicos a sus padres. Todos tienen problemas de autoestima. Lo que quiero pedirle es que use sus conocimientos para buscar en las redes sociales adolescentes con ese perfil. Si les encontramos a ellos, podremos encontrar al acosador.
Carla miró a su hermano, que parecía tan desconcertado como ella. La historia de aquel hombre era lo más raro que había escuchado nunca. ¿Y si no eran más que conjeturas? Observó al funcionario. Parecía un hombre serio. Se notaba que había estudiado a fondo los casos. No parecía el típico colgado de internet que encuentra conspiraciones en todas partes. A lo mejor tenía razón. ¿Y si alguien estaba manipulando a los jóvenes para provocarles la muerte y hacer sentirse culpables a sus padres?
Carla trató de acallar el dolor sordo de su hijo Aarón que punzaba en algún lugar de su interior. Si su hijo Aarón hubiese vivido tendría ahora once años, casi doce. Aarón tendría un perfil de Facebook, navegaría habitualmente por internet. Carla había comenzado a visitar chats y redes sociales porque había sentido curiosidad por lo que su hijo Aarón encontraría. Y se había quedado horrorizada por los peligros que internet encerraba para los menores de edad. Por eso había empezado a investigar a fondo y había acabado escribiendo un libro. Se había convertido en una experta en las redes sociales frecuentadas por los menores solo por proteger a un hijo que ni siquiera existía.
—Por favor —rogó el funcionario—. En algún lugar ese individuo está acechando a su próxima víctima. Alguien va a morir y usted puede evitarlo.
Carla le miró al fondo de los ojos. No pudo evitar que sus pupilas se desviasen hacia la mancha en la calva del hombre. Ya no le parecía una mariposa, ni un murciélago, ni una flor. Parecía una máscara sonriente, burlona, grotesca y cruel, una máscara tras la cual acechaba un peligro para su hijo Aarón, un peligro para todos los niños del mundo.
Entonces escuchó la voz infantil de Aarón y sintió un frescor que rellenaba su cuerpo, por el pecho, a través de los brazos y hasta las puntas de los dedos. Sintió que su respiración se regulaba. Aarón no era real, pero tal vez podría salvar a otros niños, tal vez podría redimirse hasta cierto punto por la pérdida de Aarón de la que ella misma era responsable.
—De acuerdo —concluyó—. Le ayudaré en esto.