Alicia
Borja Granero estaba que no cabía en sí de la emoción. Hacía una semana había conocido a Aurora, una tía buenísima, a través de Facebook. La tía era de Madrid, pero su familia estaba a punto de mudarse a Almería por motivos de trabajo. Su padre era funcionario o algo así, por eso había estado buscando a estudiantes de su instituto porque sabía que la iban a trasladar allí y quería tener amigos cuanto antes.
Después de conectar con ella y hacerse amigos en Facebook, no tardaron en comenzar los mensajes privados primero y los emails después.
Al principio Aurora le mostraba su miedo a no poder adaptarse a la vida en una ciudad tan pequeña como Almería porque estaba claro que «no se puede comparar con Madrid», y Borja le aseguraba que en Almería se lo podía pasar muy bien «si sabía escoger a sus amigos».
En el segundo email, Aurora comentó que «lo peor del traslado va a ser tener que dejarlo con mi novio porque no puedo estar más de tres días sin tener relaciones sexuales, no sabes lo horrible que es tener una adicción así. Tengo que ocultarlo para no crearme fama de putilla en mi nuevo instituto».
A Borja se le ponía dura cada vez que leía cosas como aquella y no tardó en decirle que él la encontraba «súper sexy», y Aurora respondió que «tú no estás nada mal, pero cuando me conozcas no vas a querer acostarte conmigo».
por qué dices eso?
me gusta tener juegos extraños
y a mí también
me pone a cien vestirme de hombre y que el chico se vista de mujer
Aurora le envió entonces fotos en las que iba vestida de hombre y le dijo que a ver si él era capaz de enviarle fotos vestido de mujer.
Borja se negó en redondo y Aurora dejó de escribirle.
Borja no podía creerlo: se le iba a escapar la tía más buena que iba a haber en el maldito instituto por una gilipollez. Eso no podía ser.
Dos días después, Borja envió un email con dos fotos en las que aparecía con un vestido de su madre, con cara sensual. Aurora le respondió emocionada que si le enviaba dos o tres «con los labios pintados y con gestos aún más sensuales», le iba a hacer «la mamada más gloriosa que puedas imaginar».
Borja no dudó un instante, sobre todo tras recibir la noticia de que Aurora ya estaba en Almería y que iba a comenzar en su instituto «mañana mismo». Le escribió incluso su horario completo en un email; tenían un profesor común, a última hora, en la clase de inglés.
Mi niña, qué ganas tengo de tenerte en mis brazos, mañana me conocerás. Estamos juntos en la clase de inglés del señor T., que por cierto es un gilipollas de cuidado. En pocos minutos te mando las fotos.
Volvió a colarse en el dormitorio de sus padres, esta vez no se conformó con un vestido y se cogió sujetadores, bragas, medias…
Y, por supuesto, barra de labios.
Se hizo fotos sobre la cama, con las piernas abiertas, haciendo todo tipo de gestos obscenos, corriéndose el lápiz de labios, lanzando besos a la cámara, siempre imaginando la mamada que le iban a hacer «mañana».
«Mañana» llegó por fin, tras una noche laaarga en la que Borja tuvo casi que amarrarse para no masturbarse, de tanta excitación acumulada.
Se levantó, se vistió, se cepilló los dientes, desayunó y se metió en el autobús como un autómata; una cosa tras otra, rítmicamente, haciendo lo imposible por no pensar, manteniendo la mente en blanco, metiéndole prisa a las manecillas de todos los relojes.
¿Sería capaz de aguantar hasta la última hora del día para conocerla? Seguro que se la encontraba por los pasillos o en la hora de la comida.
Había conseguido (una heroicidad comparable a la de no masturbarse en toda la noche) no decir nada de la situación a los colegas: quería darse el gustazo de que le vieran ligándose a la chica buenísima nueva «nada más conocerla». Se estaba imaginando la cara de admiración que iba a poner Jairo cuando le viera agarrándole el culo a Aurora. Dios mío, aquello iba a ser legendario. Se hablaría de eso durante años.
Intentando mantener la calma entró en el instituto, caminando entre la multitud y el estruendo de la primera campana, el primer aviso, mirando para todos lados, buscándola.
Mientras los estudiantes empezaban a dispersarse de camino a sus respectivas clases, decidió darse una vuelta rápida por los pasillos por si había suerte. No le preocupaba llegar tarde a la clase: la de informática siempre llegaba tarde con su pestilente café en la mano.
Había sido tan idiota. Podría haberse fijado en qué clase tenía Aurora a primera hora del día.
No hubo suerte: los pasillos se acabaron quedando desiertos y se dirigió, finalmente, al aula de informática.
No le vio ningún administrador y no se metió en problemas. En su mente, solo cuatro palabras: «Hoy me la chupan».
Cuando cruzó el umbral de la clase de informática ocurrió algo extrañísimo. Todos los estudiantes, sentados ya frente a sus ordenadores, soltaron una especie de grito asombrado al verle.
Luego empezaron las risitas nerviosas.
«¿Qué coño estaba pasando?», pensó mientras dejaba caer su mochila y se sentaba frente a su ordenador.
Ahí estaba la respuesta, frente a sus ojos: una página web que se llamaba «Borja Granero Fuera del Armario», nutrida de interesantes citas y, por supuesto, sensuales fotografías.
Cuando Borja se cayó de la silla horrorizado, las risas de sus compañeros se podían escuchar desde el patio.
Borja no advirtió que Alicia Roca, tres filas atrás, era la única estudiante que, además de reprimir las risas, no podía disimular una satisfacción más profunda ante la situación.
* * *
Aunque se moría de las ganas, Alicia no pudo compartir lo que había hecho con ninguno de sus compañeros de clase. Ni siquiera se lo había dicho a su amiga Julia, por si las cosas se torcían. Pero ahora que todo había salido bien estaba deseando contarle a su amiga la cara que había puesto el imbécil de Borja cuando vio colgadas en internet sus fotos de travestido. Se había llevado su merecido. Alicia estaba superorgullosa de lo que había hecho, aunque no pudiera colgarse el mérito ante nadie. Bueno, sí, ante su amiga Julia.
Alicia se encontraba en su habitación tumbada sobre la cama, con el ordenador portátil abierto frente a ella y los auriculares conectados escuchando música. Julia no estaba conectada.
Le envió un texto a través de Whatsapp.
Conéctate tía
Julia no se conectaba. Y aquello no lo quería poner por escrito en un email.
En los pequeños altavoces incrustados en sus oídos estaba sonando una canción de David Bowie, su cantante favorito. La canción era Space Oddity, una Odisea espacial. La letra de la canción iba de una conversación entre un astronauta y el control de Tierra. Algo falla y el astronauta acaba perdido en mitad del espacio. En el control de Tierra todos saben ya que la nave no va a regresar, que el astronauta está condenado, pero nadie se atreve a decírselo. Alicia imaginaba a aquel pobre astronauta perdido en el espacio, admirando las estrellas sin saber que iba a morir. Era tan triste y tan maravilloso a la vez.
Cada vez que escuchaba una de las estrofas se estremecía de la emoción:
Y creo que mi nave espacial sabe hacia dónde ir.
Díganle a mi esposa que la amo mucho, ella lo sabe.
Le daban ganas de ponerse a llorar.
Ojalá alguien le dijese a ella alguna vez que la amaba mucho por lo menos con la mitad de emoción con la que el astronauta de la canción se lo decía a su esposa. La mujer del astronauta tenía mucha suerte. El pensamiento de su esposo, mientras flotaba en mitad del espacio rodeado de maravillas, era para ella y nadie más.
Alicia se moría por la música. No era por presumir, pero tenía una bonita voz, buen oído y facilidad para componer melodías.
La verdad es que la voz era la única parte de su cuerpo de la que podía presumir, ¡y ni siquiera era una parte de su cuerpo! Del resto no le gustaban sus muslos ni sus caderas. Digámoslo claramente: estaba gorda. Siempre había sido «la chica gordita», y eso le reventaba.
De lo que estaba orgullosísima era de su voz. Sabía tocar la guitarra y se volvía loca por la música. Podría pasarse la vida tocando la guitarra. Los sonidos que la embelesaban siempre sonaban a inglés, a consonantes que chocan entre sí como chasquidos eléctricos, el sonido de la z inglesa, que zumbaba como una mosca y le daba mágicos matices a las palabras, la suavidad de la h que acariciaba sus oídos sin llegar a tocarlos.
Si pudiese utilizar la voz para el sexo, estaba segura de que le saldría mejor que a cualquiera de sus compañeras de clase. En una ocasión contactó con un chico en un chat de amistad. El chico era realmente interesante: le gustaba David Bowie y P. J. Harvey, y hasta tocaba la guitarra y no cantaba mal. Después de unos intercambios de mensajes y unas cuantas conversaciones en el chat, el chico le pidió lo que Alicia más temía: que hablasen por la webcam. Alicia accedió, pero desconectó la cámara fingiendo que estaba rota.
Cuando el chico escuchó su voz quedó impresionado.
Debes estar buenísima. ¡Dios mío, tu voz me pone a cien!
Después de aquello Alicia no volvió a contactar con él.
Aquel chico había sido lo más parecido a un novio que había tenido y ni siquiera había dejado que le viese la cara. Era muy deprimente.
Julia seguía sin conectarse. Sin saber qué más hacer, se metió en Google y le dio a la sección de noticias. La noticia del día seguía siendo el tema de Irena Aksyonov, la joven millonaria desaparecida en Marbella.
En la web había una fotografía de la chica. Era guapísima, alta, rubia y delgada, con unos ojos preciosos. El padre era una especie de empresario ruso o algo parecido y vivían en una casa lujosísima en Marbella con las mejores medidas de seguridad posibles, y a pesar de todo se las habían arreglado para meterse en la casa y llevarse a la pobre chica sin que nadie pudiese evitarlo.
—Pobre —pensó avergonzándose de sus propios problemas.
Lo que al parecer volvía locos a los policías era que los secuestradores no habían dejado ni una sola pista. No había rastro de que hubiesen forzado las puertas ni nada de eso. La mansión tenía guardias y cámaras y todas esas medidas de seguridad de millonarios, y aun así la chica había desaparecido. Como por arte de magia.
De lo que no había ninguna duda era de que a Irena Aksyonov le había ocurrido algo malo. Habían encontrado sangre en su habitación y también en el jardín.
La investigación se había desviado precisamente hacia el propio padre, que parecía ser ahora el principal sospechoso.
Alicia recordaba haber visto al padre hablando en televisión completamente sobrecogido por el dolor. Era un tío con un aspecto durísimo, parecía de hierro, y sin embargo no podía contener las lágrimas ante la desaparición de su hija. El tío tenía que ser falsísimo.
Alicia pensó en su propio padre, que había dejado tirada a su madre con dos hijos, uno de ellos con una grave enfermedad. El espíritu humano está podrido.
Se había puesto a llover. Las gotas de agua repiqueteaban en el cristal de la ventana y el ulular del viento contra las paredes producía la impresión de que aquella vieja casa entera se desplazaba hacia algún lugar. Alicia fantaseó con la idea de que su habitación estaba desconectada del mundo. Su habitación era una cápsula espacial que avanzaba a la deriva, adentrándose en la oscuridad del espacio exterior. Miró a su alrededor, como si quisiera escanear las paredes de su cuarto, sus pósteres de grupos musicales, intentando confirmar que su habitación estaba desconectada del resto de la casa, que su vida estaba desconectada de la vida de su madre, y le vino a la mente Irena Aksyonov secuestrada en un cuarto oscuro, sin ventanas, deseando volver a conectarse con su familia, con su vida de antes de lujo y riqueza, la vida que Alicia deseaba tener. ¡Qué injusto era todo!
Recibió un mensaje en el móvil por Whatsapp. ¡Era Julia!
Alicia escribió emocionada. Por fin podía contarle cómo había ayudado a Nelson y lo que había pasado con el idiota de Borja.
Alicia: por fin te conectas tía
Julia: Alicia! ALICIA ALICIA
Alicia: xq gritas??
Julia: TIA, TENGO NOTICIAS
Alicia: ¿?
Cuando Julia escribió la siguiente línea, Alicia sintió que el mundo se le venía encima.
Julia: Tengo NOVIO!!!
Alicia se quedó muda con la vista clavada en esas dos palabras seguidas de tres signos de admiración. En solo dos segundos fue capaz de procesar una serie de pensamientos humillantes. Deseó ser Irena Aksyonov, deseó que la hubiesen secuestrado, desaparecer, y se lamentó de que, posiblemente, solo podría tener relaciones sexuales si la violaban. Se horrorizó y se despreció, pero sobre todo supo que tenía que responder al comentario de Julia, inmediatamente.
Alicia: Tía, qué alegría!
(Julia está escribiendo…)
Fue entonces cuando se le encendió una pequeña luz de esperanza: tal vez Julia estaba bromeando.
(Julia está escribiendo…)
Eso era, seguro, todo quedaría claro en la próxima frase, la frase que le estaba escribiendo en ese momento.
Julia: Es un tío buenísimo!!! Lo conocí el fin de semana en una fiesta en casa de una amiga. ¡Estoy súper feliz!
Alicia sintió como un aldabonazo en el alma. No quedaba esperanza. Solo tenía una amiga, y, aunque cada vez se veían menos, aunque era como tener media amiga, incluso eso lo iba a perder. Cuando Julia tuviese novio se olvidaría de ella, de la triste y gorda amiga de infancia a la que nadie amaría jamás.
Alicia: Eso es genial!!! Cuéntamelo todo!!!
Afortunadamente, Julia no podía verle la cara mientras escribía aquello. No era genial, ni quería que le contase nada de nada. Solo quería llorar y desaparecer, salir de aquel estúpido cuerpo.
Julia: Y ya nos hemos acostado!!! —continuó su amiga.
Alicia: Oooh, no me lo puedo creer!!!
Julia: Pues créetelo, y fue maravilloso!!! Me voy a acordar toda la vida. Fue como un sueño hecho realidad!!! yiuuuuuu
La línea de mensajes se llenó de corazones y Alicia llenó su mensaje de caras sonrientes mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Alicia, que no podía soportar la hipocresía, estaba siendo la persona más hipócrita del universo.
En internet era muy fácil pretender ser algo que no eres.
Y no es que no se alegrase por su amiga. Lo que provocó que tuviese ganas de morirse era la sensación de que se estaba perdiendo algo irrecuperable, que la vida era como un tren que pasaba muy despacio ante sus ojos mientras ella era incapaz de dar un paso para subirse en marcha, ni siquiera al último vagón de cola.
Cuando Julia se puso a contar todos los detalles de cómo había hecho el amor por primera vez, Alicia fingió que se quedaba sin batería y apagó el teléfono. Aquello era más de lo que podía soportar.
Se dejó caer en la cama con la cabeza hundida en la almohada.
«Soy una persona horrible. Debería estar contenta por mi amiga».
Tenía que admitirlo: tener una amiga en su misma situación, sin novio, le hacía sentirse bien, por horrible que aquello sonara, por inadmisible que aquello fuera.
«Yo no tengo novio, pero Julia tampoco», era un triste consuelo con el que ya no contaba.
¿Por qué se iba a enamorar alguien de Alicia Roca? ¿Había algo en su interior que mereciese la pena?
¿Qué tipo de persona era en realidad?
Tumbada sobre su cama, con los ecos de los gritos de la última crisis de su hermano aún atrapados en las paredes, en los pósteres de grupos musicales como Silversun Pickups o Grizzly Bear, de David Bowie o de su diosa particular, P. J. Harvey, Alicia intentaba verse a sí misma, encontrar algo bueno.
¿Qué define mejor a una persona? ¿Son sus acciones, lo que piensan sus amigos, su entorno, sus gustos, sus objetos, su ordenador, su sexualidad?
¿Las miles de canciones ilegales que guardaba en su portátil?
¿Qué palabras tendría que introducir en Google para que el resultado de la búsqueda fuese Alicia Roca?
Adolescente, pobre, hermano enfermo, padre desaparecido, sobrepeso, ¿bisexual?
Por no saber, no sabía siquiera si prefería a los hombres o a las mujeres.
¿Qué pensarían de ella sus compañeros de clase? Se vio a sí misma a través de los ojos de los demás como esa chica rara vestida de negro, acomplejada y gordita que casi no hablaba con nadie. Esa no era ella. No se identificaba con esa imagen, no era así como se veía a sí misma en su interior. En su interior estaba llena de poesía, de música, de emociones y de cosas bonitas…
Jo, estaba la mar de deprimida. Se incorporó y agarró su guitarra. En la ventana, en la penumbra del exterior, se adivinaba la montaña de neumáticos apilados en la puerta de su casa, aquel monstruo de goma negra. Era por esa montaña de neumáticos por lo que todos los niños del vecindario conocían su casa como la Casa de las Ruedas. Más allá la vista se perdía entre plásticos de invernaderos y descampados polvorientos.
¿Por qué habían tenido que dejar el piso de Almería? Cómo odiaba aquella casa perdida en mitad de la nada, ribeteada por invernaderos abandonados y almacenes de chatarra, de locales sin techo delimitados por láminas metálicas oxidadas, unas azules, otras grises, que parecían estar mal clavadas en el suelo polvoriento.
Con la mirada aún empañada por las lágrimas empezó a tocar suavemente la guitarra. Lo que nadie podía negarle era su voz. Era grave y profunda, potente y llena de matices, y podía moldearla a su antojo, reverberando con los acordes de guitarra, creando melodías que jugaban con las palabras.
Tocaba lo más suavemente posible para no despertar a su madre ni a su hermano pequeño, no en balde eran más de la una de la mañana.
Menuda putada es pasarse el día muerta de sueño y cuando llega la noche no ser capaz de pegar ojo. Sus manos se movían instintivamente, marcando un acorde tras otro, dejándose llevar por la melodía apagada, sin una idea de cuál sería el acorde que vendría a continuación, pero sin perder nunca el ritmo.
Mientras la lluvia golpeaba el cristal de la ventana, intentó recuperar la idea de que su habitación estaba desconectada del mundo, su habitación era una cápsula espacial que avanzaba a la deriva, adentrándose en la oscuridad del espacio exterior, dando vueltas y vueltas alrededor de la Tierra, alejándose en lugar de caer, en órbitas cada vez más amplias, hasta que tardase años en completar una vuelta.
Con esa idea en mente consiguió encadenar dos parejas de acordes que sonaban bien y una melodía vocal surgió en su mente como enviada desde el espacio.
Oh, mi mundo está cayendo en el olvido
Era algo muy simple, muy bonito, muy enigmático y absolutamente cíclico, «como una lavadora estelar». La música brotó de sus dedos y una melodía improvisada de su garganta:
Invento mi mundo porque me dijeron que escalara
Me dieron cuerdas, agua y todo lo necesario
Pero no encontraba las montañas
También querían que bailara sin música y nadara sin agua
Tal como hacen ellos, tal como hacen todos
Como payasos, como zombis girando en curvas imaginarias
Cruzando a nado lagos secos y desiertos
Volando sin aire
Viendo luz en la oscura noche y poemas en hojas blancas
Por eso invento mi mundo
¡Guau! Eso sonaba muy bien. En la página web de la revista musical Q había visto un anuncio de un concurso de talentos. Podría enviar aquella canción. Se metió en internet y buscó el anuncio. Había que enviar tres canciones originales. Un jurado seleccionaría al mejor artista y el ganador lograba un contrato discográfico para grabar y promocionar un disco. Jo, ganar ese concurso sería como un sueño hecho realidad.
Pero sería imposible grabar canciones con su viejo portátil, que se quedaba colgado cada dos por tres. Para colmo, tocaba solo las cinco cuerdas de arriba de la guitarra, la primera se le había partido y no tenía de recambio.
Le tenía cariño a su guitarra, el mismo cariño que le tienes a una mascota que está a punto de morir.
Si no grababa aquella melodía de alguna manera, caería en el olvido, tal como rezaba la letra que acababa de imaginarse.
Puta pobreza, pensó, si tuviera su propio dinero se compraría una guitarra en condiciones, un portátil Mac con Garageband.
Le parecía tan injusto que algunos de sus compañeros de clase tuvieran Mac en casa, sin saber siquiera que con Garageband tenían todo un completísimo estudio de grabación dentro de su propio ordenador.
Decidió que de todos modos ensayaría unos días y grabaría tres o cuatro de sus canciones usando el micrófono interno del portátil. Luego intentaría mejorar el sonido de alguna manera. Tenía que ganar aquel concurso. Tenía que cambiar su vida. Por lo menos tenía que intentarlo.
Puta miseria.
De nada valía lamentarse, así que dejó la triste guitarra sobre la cama y abrió el deprimente portátil.
La visión de desconocidos haciéndose todo tipo de guarrerías le solía producir un efecto a medio camino entre la fascinación y el horror, excitación y rechazo, o sea que decidió meterse en páginas pornográficas gratuitas.
Había en la pornografía un elemento de violencia, de desprecio tal vez, que no lograba conciliar con su idea del sexo.
Estaba claro, el amor era una cosa y el sexo otra muy diferente.
¿Cómo le haría el amor a ella el David Bowie de sus pósteres?
Sería dulce y sensual, como un alienígena, besaría sus pechos, atraparía su lengua mientras le echaba el pelo hacia atrás y le acariciaba las orejas.
¿Y cómo le haría el amor el señor T., el profesor de español? Aunque era un tío bueno, la idea de estar entre sus brazos no le produjo ningún sentimiento especial. Y eso era extraño.
Fue entonces cuando se le ocurrió, por vez primera, ver los vídeos de lesbianas.
No lo había hecho hasta entonces por el asco que el tema levantaba en sus compañeras de clase.
Preparada y mentalizada para horrorizarse en cuanto viera las primeras escenas del primer vídeo, hizo clic en el enlace de la sección de lesbianas. Eligió un vídeo al azar.
«Porno gay —pensó—. Supongo que, siguiendo la lógica de Nelson, estar haciendo esto me convierte oficialmente en bisexual».
El título del clip era: Se cierra una puerta para que se abra otra.
—Joder, qué literario…
Dos mujeres, una de unos treinta años y otra de unos veinte están hablando, vestidas, sentadas en una cama.
Alicia tenía el volumen del ordenador bajado para que su madre no escuchara gemidos ni cosas raras, pero decidió ponerse los auriculares ante el entusiasmo que mostraban las dos mujeres en su conversación, sin hacer ningún tipo de gestos sensuales.
Empezó a escuchar la conversación en este punto:
Mujer de 30: ¿No es esa la manera en la que debería trabajarse desde las posiciones de poder, trabajando duro para que los ciudadanos dieran lo mejor de sí mismos?
Mujer de 20: Sin duda es en la realización personal donde se halla la verdadera felicidad del individuo, lo demás son zarandajas.
Mujer de 30: Y siguiendo con ese punto, si nos animáramos a intervenir nosotras en asuntos de política, por ejemplo en temas urbanísticos, ¿no deberíamos asegurarnos primero de que teníamos las habilidades y aptitudes necesarias para realizar tales labores de la mejor manera posible?
Mujer de 20: Sin duda alguna, querida. —Le lleva una mano a una teta—. Me admiran tu sabiduría y tus buenas razones.
«¿Qué mierda es esto?», pensó Alicia, y se fijó en la marca de agua que seguramente se refería a la página original.
«Porno Link SL».
Se metió en Google y solo encontró una pequeña entrada en Wikipedia: «Porno Link SL: Distribuidora pornográfica operativa a principios de los 2000 que se caracterizaba por los guiones con contenido filosófico que mantenían los actores antes de iniciar las relaciones sexuales ante la cámara».
«Dios, qué interesante», pensó.
Entonces su hermano gritó desde la otra habitación y todo ese mundo pornográfico-filosófico, con todas las ideas asociadas a tan extraño concepto, se disiparon como el humo en la mente de Alicia.
Escuchó los pasos cansados de su madre. Los gritos de su hermano cada vez eran más fuertes, con más urgencia. Los gritos de su hermano pequeño enfermo eran como pegamento que la mantenían atada a aquella vida, a aquella realidad.
Se dejó caer en la cama. No se iba a dar por vencida. No iba a renunciar a sus sueños. Empezaría una nueva dieta y esta vez no se rendiría. Grabaría su canciones como fuese y las enviaría al concurso de talentos. Se haría famosa. Alguien se enamoraría de ella.
Iba a cambiar su vida y el cambio empezaba aquí y ahora.
Sí, claro. Lo mismo se decía cada noche, antes de quedarse dormida. El problema era que al día siguiente todo volvía a ser como siempre, una vez más.
Su hermano seguía gritando. Alicia se tapó la cabeza con la almohada. «Por favor, que no tengamos que acabar en el hospital una noche más».
«No. Esta vez voy en serio. Esta vez mi vida va a cambiar», no paraba de repetirse una y otra vez mientras corría hacia la habitación de su hermano pequeño.
* * *
Un tornado que te atrapa de repente, te eleva por los aires, te zarandea, te pone cabeza abajo y, cuando quieres acordar, acabas en un lugar extraño a kilómetros de donde estabas, exhausto y medio muerto: así irrumpió Erica Dueñas en la vida de Alicia.
Erica, la «chica nueva», entró en escena con todo el misterio y fascinación que acompañan siempre a esos estudiantes que llegan cuando nadie se lo espera, añadidos a su maquillaje púrpura, sus pendientes en la nariz y en los labios (en las orejas ni uno solo) y sus movimientos de gata.
Verla por primera vez mientras entraba tarde en la clase de arte, pidiendo perdón al profesor entornando los ojos con cierta burla sutil y disimulada, fue un impacto tremendo para Alicia. Era enigmática, suave, dulce, misteriosa.
Erica se deslizaba entre los bustos de cerámica mirando los lienzos y la decoración de las paredes con altivez como si ella fuese la única obra de arte que había en la habitación. Los objetos, al menos, recibían alguna atención de su parte; los estudiantes parecían no existir para ella, a pesar de que todos la estaban mirando.
Se plantó finalmente en mitad de la clase, donde los distintos focos de luz que el profesor de arte tenía estratégicamente colocados confluían de manera que Erica parecía no tener sombras, como un ángel que flota sobre un lago en el centro del paraíso. Su torso parecía elástico bajo aquel jersey negro ajustado.
Erica paseó la mirada entre sus compañeros como buscando algo, hasta que Alicia sintió que sus ojos se detenían en ella.
Alicia tragó saliva. Sus pupilas se dilataron.
Erica volvió a sortear aquellos insignificantes lienzos, se aproximó hasta la mesa de trabajo en la que se encontraba Alicia y se sentó a su lado.
Alicia sentía que el corazón se le quería salir del pecho. Aspiró un perfume fuerte, sus fosas nasales se inundaron de algo ácido y dulce a un tiempo. Erica llevaba una minifalda muy apretada que apenas cubría el arranque de los muslos, medias transparentes y unos botines de piel teñidos de color púrpura.
—Ese tío es marica —dijo a Alicia en voz baja después de abrir el libro de arte sobre el pupitre.
—¿Te refieres al profesor? ¿Cómo lo sabes?
—Cuando he entrado en clase ni siquiera me ha mirado las piernas. Todos los tíos se vuelven locos con mis piernas. ¿A ti qué te parecen?
Erica elevó la pantorrilla de la pierna izquierda cruzada sobre la derecha. Estiró la mano y se pasó la yema de los dedos con suavidad, desde el empeine del pie hasta los muslos.
Alicia se ruborizó al ver cómo la miraba Erica.
—Tienes unos ojos muy bonitos, ¿sabes? —espetó Erica—. No deberías taparlos con el pelo.
Le apartó el flequillo. Alicia se estremeció con el roce de sus dedos en las mejillas. Miró a su alrededor: nadie las miraba. El profesor estaba explicando algo acerca de retablos medievales y campesinos atemorizados por la religión católica. Jesica, sentada frente a ellas, masticaba chicle y leía una revista de moda. Algunos alumnos escuchaban al profesor. Otros dormían recostados en las mesas o escuchaban música con la mirada perdida en el techo.
—¿Quieres venir a mi casa al acabar las clases? —preguntó Erica—. Tengo maría.
Alicia aceptó como quien acepta compartir un cigarrillo, con la mayor indiferencia que supo mostrar.
Se pasó el resto de las clases en un estado de ansiedad que no había sentido hasta entonces, mirando los relojes de cada clase como si quisiera acelerarlos con la vista.
La clase de inglés del señor T., la última de cada día, terminó por fin y Alicia se apresuró a salir a los pasillos para llamar a su madre. Le dijo que iba a trabajar en un proyecto de clase con una compañera, que llegaría a casa «unas dos horas más tarde que de costumbre». Acto seguido, se subió al coche de Erica. ¡Erica tenía coche! Un Mini Coupé pequeño, precioso, de color púrpura.
De camino a su casa, mientras hacía rugir el motor, Erica le contó que acababa de cumplir los dieciocho y que aquel era su regalo de cumpleaños.
Increíble.
Erica condujo con dirección sur desde La Cañada hasta toparse con la Universidad de Almería. Cogió la carretera que bordeaba la costa, pasándose de sobra la velocidad máxima, con el mar a ambos lados; a la izquierda el Mediterráneo, agitado, víctima del viento, enfadado pero bellísimo; a la derecha un mar de plástico de invernaderos grisáceo-amarillentos, mucho menos estimulante, que parecía extenderse hasta las montañas difusas que recortaban la línea del horizonte. Alicia pensó que, estéticamente hablando, Dios superaba con mucho a los hombres y que era la mar de raro eso de no creer en Dios pero sí en su sentido estético.
Erica conducía con su brazo interminable estirado, la mano izquierda relajada, apoyada sobre el volante, mientras mantenía la derecha sobre el cambio de marchas.
Erica era guay hasta en su manera conducir.
Ninguna de las dos decía una palabra. Erica llevaba la ventanilla bajada y se podía escuchar el motor y el sonido de las olas grises. Alicia estaba embelesada con el perfil a contraluz de Erica, con su nariz recta y levemente respingona, sus labios carnosos.
Llegaron a Nueva Almería, una de las urbanizaciones más lujosas de la ciudad. Alicia no podía dejar de avergonzarse al comparar mentalmente su casa, la tristemente famosa Casa de las Ruedas, con aquellos chalets tan bonitos, algunos adosados, otros independientes, la gran mayoría con su pequeño jardín.
El de Erica no parecía llevar construido ni cinco minutos; de dos plantas y un ático. Alicia imaginó qué pensarían los padres de Erica cuando la vieran. La mirarían de arriba abajo, juzgando sus ropas baratas de color negro y su exceso de peso.
Para su alivio, Erica le explicó que sus padres eran médicos y que no llegarían hasta bien entrada la noche. Cruzaron un portón de entrada y Erica detuvo el coche junto a la puerta del garaje. Era una casa preciosa, con un jardín muy cuidado, una piscina cubierta e incluso un invernadero de cristal. Erica debió de darse cuenta de la cara de sorpresa que ponía Alicia.
—Cuando tenga mi propia casa va a ser entera de color púrpura, pienso pintar hasta el césped.
El interior de la casa era como una revista de decoración de interiores. Muebles de diseño, alfombras a juego, enormes sofás de piel, cuadros y esculturas con pinta de ser muy caros, una gigantesca televisión de alta definición.
Erica se dejó caer en uno de los sillones, rebuscó en su mochila y sacó una cajita de madera.
—Ponte cómoda —le dijo mientras sacaba un porro y lo encendía. Dio dos caladas profundas y se dejó caer hacia atrás, con los pies sobre la mesita de té. Alargó el brazo ofreciendo el porro.
Alicia lo cogió y dio una calada temerosa, esforzándose en no toser. ¡Jo! ¡Qué nerviosa estaba! Sintió que algo se le removía en el estómago y después un agradable mareo.
—Un día le voy a meter fuego a esta casa —soltó Erica ante el desconcierto de su invitada.
Erica se puso en pie de un salto y fue hasta un reproductor de música con pinta de nave espacial que había junto a la chimenea. Lo encendió y giró la rueda del volumen al máximo. Dos altavoces tan altos como ella comenzaron a rugir con un ritmo atronador.
—¿Te gusta Lady Gaga? —gritó Erica para hacerse oír por encima de la música—. ¡Es mi diosa!
Con la música a tope se puso a bailar como movimientos provocativos, poses exageradas y sexis. Se acercó a Alicia, la agarró de las manos, tiró de ella y se pusieron a bailar sobre la alfombra, danzando cada vez de forma más loca mientras se pasaban el porro y reían. Daban saltos y no paraban de reír. Alicia se olvidó de sus caderas anchas y de sus muslos gruesos. Se sentía ligera, como flotando sobre la música, como si la música la empujase hacia arriba.
«¿Dónde te habías metido hasta ahora, Erica?»
—¡Vamos a mi habitación! ¡Necesito amor! —gritó Erica.
Agarró a Alicia de la mano y tiró de ella escaleras arriba. Erica tenía una habitación enorme, con las paredes pintadas de púrpura y una gran cama en forma de corazón. Estaba claro que Erica, igual que ella, quería establecer una separación entre su habitación y el resto de su casa, el resto del mundo. La diferencia es que Erica lo había conseguido.
Erica se quitó los botines y se tiró encima de la cama de un salto. Alicia se tumbó a su lado boca arriba. La música retumbaba desde el piso inferior haciendo vibrar el suelo. Erica encendió otro porro. Durante unos instantes fumaron en silencio, mirando el techo con los ojos entrecerrados, soñadores. El humo flotó sobre ellas, serpenteando y enroscándose sobre sí mismo como un ser vivo.
—¿Tus padres no van a notar el olor? —preguntó Alicia.
—Mis padres están tan metidos en lo suyo que no se enteran de nada. Casi nunca les veo. Si me preguntan por el olor les digo que he encendido incienso. Y si no se lo creen… ¡que les jodan! —Soltó una risita descontrolada—. Mis padres son unos capullos.
—¿Cómo puedes decir eso de tus padres? ¡Mira todas las cosas que tienes! —replicó Alicia, que enseguida se arrepintió por el comentario.
—Yayayayaya… mis padres tienen pasta, vale. Mira esa tía, la rusa que han secuestrado: sus padres sí que tienen pasta.
—Se llama Irena… Bueno, esa es millonaria, claro.
—Sí, la tía rusa esa… ¿de qué les ha servido el dinero? La han secuestrado igual. Ahora dicen que ha sido el padre el que la ha matado. Gilipolleces. Seguro que se ha secuestrado ella sola, harta de que la estén jodiendo todo el día, seguro que está escondida por ahí, en una casa de okupas y se pasa el día follando y fumando porros. ¡Cómo la envidio!
Alicia no sabía qué responder. Era fascinante que Erica envidiase a Irena Aksyonov, era fascinante que tuviese su propio coche. Era igual de fascinante que dijera que iba a quemar su propia casa. Era fascinante que tuviera un puñetero MacBook Pro en el escritorio de su habitación.
La música de Lady Gaga seguía atronando desde el salón de la primera planta.
Sin venir a cuento, Erica soltó una carcajada y reanudó la conversación.
—Mis padres son un asco. ¿Cómo son los tuyos?
—Mi padre abandonó a mi madre cuando yo tenía once años, poco después de que naciera mi hermano. Desde entonces no he vuelto a verlo; tampoco es que pasara mucho tiempo conmigo cuando vivía con nosotros, se pasaba el día fuera. Cuando se largó, mi madre quemó todas sus fotos y ya no me acuerdo ni de qué cara tenía.
—Ojalá mis padres se divorciasen. Seguro que entonces me dejarían tranquila. Seguro que tu madre no está todo el día metiéndose en tu vida como la mía.
—Mi madre… me deja en paz, y eso es lo mejor que puedo decir de ella. Está muy ocupada con mi hermano pequeño. El pobrecito está muy enfermo.
—¿Qué le pasa?
—Tiene parálisis cerebral. —Alicia tragó saliva.
—¡Joder! Eso es muy grave, ¿no?
—Mucho, es de nacimiento. No se puede mover. Tampoco habla. Se pone a gritar sin control de noche. Creo que por eso mi padre nos ha abandonado, el muy cobarde de mierda. Mi padre se ha ido y mi madre se lio a beber por lo mismo. Ella no quiere reconocerlo, pero creo que tiene problemas de alcoholismo.
—¿Ves lo que te digo? Los padres son un asco. ¡Todos, sin una puta excepción! En cuanto pueda me largo de casa. ¿Sabes que en internet un tío me ofreció mil euros por acostarme con él? ¡Imagínate! ¡Mil euros por un polvo! ¡Si sabes utilizar bien tu cuerpo puedes tener todo lo que quieras!
—¿Te acostarías con alguien por dinero?
—¡Claro! ¿Qué hay de malo en el sexo? Tú no serás una estrecha o algo así, ¿eh?
—No, no, claro que no…
—¿Cómo fue tu primera vez?
—Bueno… pues… normal —contestó atropelladamente, mordiéndose el labio inferior.
Erica ni siquiera la estaba mirando. Un tren se le escapaba a Alicia, tenía que decir algo inmediatamente, pero no podía decir nada sobre su primera vez porque no la había tenido jamás y se moría de vergüenza si tenía que reconocer que nunca se había acostado con nadie.
—¿Cómo fue la tuya? —preguntó para salir del paso.
Erica tenía la vista clavada en uno de sus pósteres. Echó una bocanada de humo.
—Total. Yo tenía catorce, me lo hice con un compañero de clase. Follamos aquí mismo, bueno en esta misma cama quiero decir, pero en la casa de Madrid, antes de la mudanza. Yo estaba ciega de yerba, muy mareada, intenté que no se notara que era mi primera vez. Al final el sexo es como un deporte complicado. —Erica flexionó las piernas llevándose las rodillas al pecho, después las volvió a estirar. La falda se le arrugó hasta la cintura, dejando al descubierto las bragas que eran, cómo no, de color púrpura—. Te hace falta coordinación muscular, hay que practicar mucho para hacerlo bien. La primera vez no lo hice nada bien, pero no hay que avergonzase. Tampoco pasa nada si al principio no estás a la altura, es solo cuestión de práctica.
Erica se incorporó y se sentó sobre la cama con las piernas cruzadas bajo los glúteos. Alicia se incorporó con dificultad. Estaba muy mareada por la yerba.
—¿Y tú, cómo te lo hiciste la primera vez? —insistió Erica.
—Pues… me ocurrió más o menos como a ti —mintió Alicia enrojeciendo. Era incapaz de confesar que nunca lo había hecho.
—¿Sabes que me gustan mucho tus ojos? —dijo Erica. Le apartó el flequillo de la cara y le acarició las mejillas—. Tus ojos dicen algo, aunque hay que adivinarlo.
Entonces Erica atrapó su cara con ambas manos y se la llevó a la suya. Los labios de Erica tocaron los de Alicia y pareció que la arrastraba un remolino. Alicia sintió la lengua de Erica en el interior de su boca buscando la suya con avidez. La cabeza le daba vueltas y se sentía como si estuviera cayendo y cayendo. Sintió mucho calor y a la vez un escalofrío. Recuperó brevemente el sentido y se dio cuenta de que Erica le había quitado la camiseta y le estaba acariciando los pechos. Erica buscaba sus pezones con los labios y su lengua los lamió suavemente. Alicia arqueó la espalda y estuvo a punto de gritar por lo maravilloso de aquella sensación.
Erica le bajó los pantalones y las bragas. Alicia se resistió unos segundos a abrir las piernas, aunque acabó cediendo ante los avances de Erica.
Cuando Erica llevaba segundos besándola en sus partes íntimas, Alicia decidió dejarse llevar por completo, dejarse llevar hasta donde aquello tuviera que llegar.
No tardaría en arrepentirse.
Erica se incorporó sobre la cama y sacó de la nada un pene de plástico de color negro, enorme. Lo agitó con aire circense, como si fuese una varita mágica, y lo llevó hacia el sexo de Alicia con determinación. Alicia cerró las piernas y se incorporó violentamente.
—¡No!