Carla
Sexting: envío de contenidos eróticos o pornográficos propios por medio de teléfonos móviles. Es una práctica común entre jóvenes y cada vez más entre adolescentes. Algunos adolescentes piden a sus parejas fotografías o vídeos de contenido erótico. Cuando rompen, el chico empieza a reenviar esas fotos y difundirlas por internet, propiciando un grave daño y perjuicio a su expareja.
Fuente: Wikipedia: La enciclopedia libre
Cuando uno logra publicar un libro y presentarlo en público quizá sueñe con la fama y la notoriedad. De haber sabido Carla que aquello la conduciría a involucrarse en la persecución de un peligroso ciberacosador, con las trágicas consecuencias que eso tendría en su vida, jamás hubiese aceptado el contrato editorial, ni por toda la fama y el dinero del mundo.
Pero allí estaba, frente a un nutrido grupo de periodistas en los salones del hotel Intercontinental de Madrid, ilusionada con la publicación de su libro y muerta de los nervios porque en breve le tocaría hablar a ella, cuando su editora acabase de presentarla.
—Carla Barceló es licenciada en Tecnología de la Información por la Universidad Politécnica de Madrid. Comenzó a trabajar como programadora en la división de marketing digital de Accenture, donde participó en diferentes proyectos relacionados con la publicidad en internet. En 2008 fue contratada por la filial de Yahoo en España, donde trabajó en el análisis de las tendencias de los consumidores basados en sus movimientos en las redes sociales. En los últimos tiempos, Carla se ha especializado en el estudio de las redes sociales de adolescentes y menores de edad. Ella, como muchos de nosotros, se ha hecho una pregunta. ¿Son seguras las redes sociales para los menores? Los niños y adolescentes pasan parte de su vida en mundos paralelos como Tuenti y Facebook. Es una realidad imparable y parece que irreversible. Y lo hacen cada vez antes, pese a que ambas redes sociales requieren de una edad mínima de catorce años o de autorización paterna. Más de un diez por ciento de niños de entre solo nueve y diez años tienen un perfil en una red social. Porcentaje que sube hasta un cuarenta por ciento entre los once y doce años. Crear un perfil si eres menor de catorce años es tan fácil como falsear el año de nacimiento. ¿Les suenan términos como ciberbullying, sexting o grooming? Pues más vale que vayan familiarizándose con ellos porque si no hacemos nada por evitarlo, va a ser el mayor problema al que se enfrenten nuestros hijos. Y la mayoría de los padres ni siquiera saben que esos peligros existen…
Carla respiró hondo mientras Elsa Sjöberg, la directora de la editorial que había publicado su libro, llevaba a cabo la presentación. Carla evitaba mirar de frente al grupo de periodistas que tenía delante. Estaba muerta de los nervios. No había imaginado que su libro despertase tanto interés. Tanta expectación, sin duda, se debía al trabajo de la editorial. La presentación había congregado a más de medio centenar de periodistas especializados del sector tecnológico. El salón del hotel estaba atestado. Incluso una cámara de televisión de Telemadrid se había instalado al fondo.
«Bueno, ¿y si el libro se vende y me soluciona la vida?», pensó. Nunca se sabía. A veces los libros más tontos se convertían en bestsellers, como ese de las dietas que estaba en todos los escaparates, o aquel del ratón y el queso sobre gestión de empresas, que te lo leías y te quedabas igual, pero que no paraba de venderse. Había invertido mucho tiempo en aquel libro y había recopilado mucha información útil para los padres. Había tenido mucha suerte, desde luego, de que una editorial se interesase en publicarlo. Aunque, en realidad, tenía que agradecérselo a su hermano por haber hablado de ella a la editora.
Carla trató de controlar los nervios que le provocaban todas las miradas sobre ella, por no hablar del hecho de estar siendo grabada e incluso retransmitida en directo. Era la primera vez que tenía que hablar en público delante de tanta gente y no lo estaba llevando nada bien. Le sudaban las manos y no había pegado ojo en toda la noche.
Buscó apoyo en su hermano Isaac, sentado en las primeras filas. Isaac la sonrió ampliamente, le guiñó un ojo y lanzó una cómica dentellada al aire en un gesto que significaba «cómetelos a todos». Isaac, vestido con un impecable traje negro y corbata, se puso a hacerle muecas y caras allí, entre todos aquellos periodistas tan serios. Carla sintió que se le aflojaba la risa y apartó la mirada. Isaac sabía cómo hacerla reír y ella sabía seguirle las bromas. Cuando les entraba la risa floja no podían parar. Pero no era cuestión de que le diera un ataque de risa en aquel momento. Mejor pensar en otra cosa. Respiró hondo.
—Y ahora Carla les brindará unas palabras sobre este magnífico trabajo de investigación —dijo la directora de la editorial Temas de Hoy—. Después de la presentación del libro tendrán un turno de preguntas —añadió la editora cediéndole la palabra.
¡Era su turno! Carla inspiró una profunda bocanada de aire. Sintió vértigo, como si estuviese a punto de zambullirse en el mar desde un acantilado. Todo el mundo tenía la vista clavada en ella. Las luces de las cámaras de televisión la deslumbraban cuando miraba al frente.
«Está bien, vamos allá». Tragó saliva y carraspeó ligeramente.
—Los adolescentes de entre doce y dieciocho años pasan una media de cuatro horas diarias conectados a las redes sociales —comenzó a decir. Enseguida se le secó la boca, pero tenía que seguir—. ¿Se han preguntado alguna vez con quién hablan sus hijos cuando están conectados a internet? Cuando sus hijos se encierran en su habitación durante horas con su ordenador, ¿les gustaría poder colarse y espiar la pantalla por encima de su hombro sin ser vistos? ¿Qué creen que encontrarían? Tal vez algo así.
Tras ella había una gran pantalla de proyección conectada a un ordenador portátil. Carla apretó una tecla del ordenador y en el proyector aparecieron unas líneas de texto. Para hacer más efectiva su presentación, la editorial había contratado a una pareja de actores de doblaje para que grabasen los diálogos que Carla quería mostrar. De ese modo evitaban que los presentes tuviesen que leer el texto en la pantalla. Carla activó el audio.
—Presten atención a este diálogo —dijo—. Se trata de una chica de trece años que ha recibido un correo electrónico invitándola a entrar en un chat de chicos de su edad.
En los altavoces del salón de conferencias del hotel brotaron una pareja de voces, masculina y femenina, recitando el diálogo que apareció en la pantalla de proyecciones.
Carlos_25. No tienes msn [Messenger]??
Lucia13. No se lo voy a dar a un desconocido.
Carlos_25. Te gusta hablar de sexo?
Lucia13. No sé de sexo.
Carlos_25. Yo te enseño.
Lucia13. No sé, me da miedo.
Carlos_25. Es algo normal.
Lucia13. Por qué no quieres hablar de otra cosa?
Carlos_25. Es que estoy solo. Quiero calentarme.
Lucia13. No quiero seguir hablando.
Carlos_25. A ti ya te salieron pelitos en tu vagina?
—No se estremezcan —dijo Carla—. Lucia13 no es una adolescente real. Se trata de un alias, una falsa identidad creada por mí. Si entras en un chat con un nombre de chica y en tu perfil se indica que eres menor de edad, al instante te aparecen decenas de ventanitas de otros usuarios pidiéndote conversación. Muchos aseguran ser menores. Pero se los reconoce por la forma de hablar. O, mejor dicho, un adulto puede reconocerlos fácilmente. En cambio, para un niño ya no es tan evidente descubrir el engaño. Un niño no tiene motivos para sospechar que quien está al otro lado no es quien dice ser. Es fácil comprobar lo que le puede llegar a suceder a un menor cuando se conecta a internet. Ustedes pueden hacer la prueba. Uno solo tiene que crear una cuenta de correo electrónico simulando ser alguien que no es. No encontrarán ningún impedimento. Háganse pasar por menores de edad. Tampoco tendrán ninguna dificultad. Yo lo he hecho. He pasado algún tiempo navegando por internet con algunas de esas identidades falsas y la experiencia no ha sido demasiado agradable. Han querido engañarme para que me desnude delante de mi webcam. Me han hecho todo tipo de propuestas obscenas. Piensen que las redes sociales las emplean diariamente millones de jóvenes en todo el mundo. Millones de jóvenes inocentes e inexpertos que son el blanco perfecto de acosadores y pedófilos.
Carla pulsó una tecla del ordenador y cambió el contenido proyectado en la pantalla. Estaba lanzada. Había perdido el miedo y empezaba a sentir que controlaba la situación.
—La primera incursión de Lucia13 en un chat de adolescentes tuvo el resultado que pueden ver en la imagen —explicó—. Al instante, un usuario desconocido llamado Universitario me abrió un cuadro de diálogo privado.
Universitario: Ola wapa.
Lucia13: Ola!!!
Universitario: te gusta follar?
El eco de las voces grabadas que recitaban el diálogo quedó suspendido en la sala durante unos instantes.
—Directo al grano —dijo Carla—. Lucia13 se movió por varios chats con canales específicos para adolescentes. En todos tuvo que soportar barbaridades similares. —Carla apretó una tecla y el texto de la presentación cambió de nuevo.
Hola wapa, te gusta el morbo?
Te interesa la moda? Mándame fotos y te digo si tienes posibilidades
Te gusta masturbarte?
Te gustaría chupármela?
Me dejarías besar tus pies?
Ya se notan tus tetas?
¿Quieres aprender a follar?
—Lo que para un adulto resulta ofensivo puede despertar la curiosidad de muchos niños —explicó Carla—. Piensen en sus hijos y en el tipo de información que pueden estar recibiendo de internet.
Carla se dio cuenta de que algo iba mal. El público parecía mudo. Esperaba alguna reacción, expresiones de asombro, pero todos parecían vacas sagradas mirándola fijamente. Había cierta tensión en el ambiente, aunque no alcanzaba a entender a qué se debía.
En ese momento, uno de los cámaras de Telemadrid se subió a la tarima de oradores y se aproximó a donde estaba ella, caminando un poco encorvado, con pasos cortos y rápidos. El cámara era un chico joven de veintitantos años.
Fue entonces cuando escuchó por primera vez ciertos murmullos provenientes de los espectadores.
El chico cubrió el micrófono de Carla y la habló al oído.
—Oiga, tiene usted que cambiar el tono de su presentación, no puede seguir usando palabras como las que está usando.
Los murmullos del público crecían en intensidad. Carla se dio cuenta de que la conversación se estaba filtrando por el micrófono que tenía frente a ella. Sintió que se ruborizaba.
—Yo… yo no… yo no estoy usando malas palabras, solo las muestro… en conversaciones reales… —respondió, también susurrando, mirando hacia el suelo con el ceño fruncido.
—¿De qué habla? —dijo la editora airada—. No sabía que estábamos haciendo un programa infantil.
—Tiene que dejar de usar esas palabras malsonantes. —El cámara la observó con los ojos entornados.
—Oye, no vamos a cambiar nada. —La editora lo fulminó con la mirada—. ¿Qué te has creído? No puedes interrumpirnos así.
—Deberían haberse preparado, haber censurado ciertas palabras.
Aquello sí que era increíble, se dijo Carla. Estaba intentando explicar lo que los niños se encontraban cada vez que entraban en las redes sociales y aquel individuo le estaba diciendo que no podía mostrarlo a un grupo de periodistas adultos porque resultaba ofensivo. ¡Era absurdo!
—Nadie me dijo nada de esto —dijo Carla, con los ojos muy abiertos mirando a los zapatos del joven—. No puedo, no voy a cambiar nada ahora, esto es muy embarazoso, haga el favor de marcharse.
A pesar de que hablaban en susurros y el micrófono estaba cubierto por la mano del cámara, el público fue capaz de escuchar las últimas palabras de Carla. El malestar y las quejas ya eran sonoras.
—Vamos a tener que cortar la retransmisión por radio y cuando emitamos extractos en televisión tendremos que editar todas esas partes, no nos hacemos responsables del resultado.
—Hagan lo que tengan que hacer —dijo la editora con voz de hielo—. Ahora váyase y déjenos hacer nuestro trabajo.
El cámara se marchó haciendo aspavientos. Carla miró al público, que seguía murmurando.
Miró a su hermano Isaac, que le dibujaba círculos en el aire con el dedo: «sigue como si nada hubiera pasado».
Isaac improvisaría uno de sus chistes en el acto para quitarle hierro al asunto. Pero ella no era Isaac. Estaba como bloqueada. No sabía ni por dónde iba.
Apretó una tecla del ordenador, lo cual hizo que la imagen de la gran pantalla volviese a cambiar. La voz del actor de doblaje, sincronizada con el texto de la presentación, resonó en la sala.
Quiero chuparte el chichi
Yo te enseño a follar duro
Se escucharon algunas risas. Mierda, aquello no era lo que quería mostrar a continuación. Carla interpretó las risas como una señal de apoyo. Tal y como le había indicado su hermano, tenía que seguir adelante como si nada.
—Como les decía antes de la interrupción, quienes hacen este tipo de propuestas obscenas responden a un perfil marcado y, por lo general, poco peligroso porque sus intenciones obscenas son demasiado evidentes y espantan a la mayoría de los jóvenes.
Bien. Había recuperado el control. No se le daba mal aquello de hablar en público.
—Hay otro perfil de acosador —continuó explicando—, uno mucho más peligroso. Son los pedófilos seductores. Son mucho más peligrosos porque escriben como menores, usan emoticonos, símbolos sonrientes con los que adornan sus mensajes, tiñen su texto de rosa u otros colores, como muchos menores. Pero no lo son. La falsa adolescente Lucia13 también se topó con ellos. Alguien con el alias Nekane se presenta a Lucia13. Nekane dice que es sevillana, que tiene 14 años y es novata en el mundillo del chat. «Esto de q va?», pregunta. Enseguida propone algo de intimidad entre chicas.
Carla pulsó una tecla. Una serie de mensajes aparecieron en el proyector.
Vamos al msn [Messenger]??? Es que esto e muy frio
—Lucia13 duda. Nekane insiste. Le da una dirección de correo electrónico para conectarse con ella. Lucia13 accede. Ya en el Messenger, Nekane le pide a Lucia13 que conecte su cámara web. Lucia13 responde que no tiene. «Y foto?», insiste.
Venga pon una foto q me gustaria ver como eres
—La conversación continúa sin que Lucia13 ponga su foto —explica Carla—. Nekane, en cambio, sí coloca una foto supuestamente suya, una chica rubia con sudadera de una universidad americana sentada en un sofá. Entonces empieza a subir el tono de la conversación.
Tu ya has echo algo con xicos? Yo pokiiiiisimo
Una vez estabamos tres xicas y un xico en una acampada y nos tocamos los 4
No te has tocado con tus amigas? Pero tu sola sí, alguna vez? No te has masturbado?
Yo es k soy un poko gamberra. Kieres ver mas fotos mias? Hay gente contigo?
—Nekane pasa una secuencia de imágenes, supuestamente ella en sujetador, tumbada en el suelo, desnuda de cintura para arriba. Le pide a Lucia13 si tiene fotografías similares y que, si no, que se las haga con la webcam. Insiste que es divertido. Lucia13 corta la conversación. En otra conexión, días después, la situación se repite con una chica llamada Sara. También insiste en pasar al Messenger para intimar. Curiosamente su correo electrónico es el mismo que el de Nekane. La conversación se desarrolla de forma prácticamente idéntica.
Ni me enseñas una foto ni pones la cam; sin saber komo eres, esto es mu frio hija
Has besao algun xico?
Atención pregunta… has tocado o te han tocado?
Bueno una vez q se quedaron a dormir laura y cris. Me lo pase muy bien kon las dos; me xupo el xixi laura y yo se lo xupe a cris y fue genial
—La supuesta joven —prosiguió Carla— pasa en ese instante una secuencia de imágenes: una chica en sujetador, después unos pechos en primer plano y tensa la conversación hasta donde puede.
Eres un pko reprimida no? Kiero k te relajes y me describas lo k vas sintiendo, pero tienes q obedecerme esclava, jijijiji, a ver k ropa llevas dime… enseñamela x la cam un segundo, no pongas la cara si no kieres, liberate un poco tia…
—Aquí corté la conversación —señaló Carla—. Mi falso alias Lucia13 no cayó en la trampa, pero algunos adolescentes sí han picado. Según la Brigada de Investigación Tecnológica de la policía, una conversación como la que han visto puede ser el origen de algo más serio, el grooming, un término que desgraciadamente empieza a extenderse. Consiste en el engaño de una persona adulta a un menor a través de programas de conversación tipo Messenger. Lo que busca son imágenes con desnudos del menor que después utilizará para coaccionarle, bajo amenaza de enviar esas imágenes a amigos y familiares y evitar así que la relación se corte. Es decir, abuso sexual virtual.
Carla hizo una pausa para manipular su ordenador. En la pantalla de proyecciones comenzó a fluir el texto de otro diálogo.
—La siguiente conversación de Messenger —explicó— no la mantuvo la falsa adolescente Lucia13. Es real. La presentó un padre a la policía y dio lugar a la detención de uno de los pedófilos más activos de la red. El individuo había desarrollado un sistema muy elaborado para engañar a las jóvenes. Primero entraba en contacto con las menores en algún chat fingiendo ser una chica de catorce años llamada Lucy. Les pedía su cuenta de Messenger, las agregaba como contacto y les enviaba una postal simpática de un corazón, de amor, o un gatito. Haz clic aquí si quieres ver el gatito, decía el mensaje. Si la niña picaba, automáticamente se descargaba un virus en su ordenador. Cuando la chica teclease la clave de acceso a su correo electrónico el virus se la estaría enviando también al acosador.
Carla activó el audio de la conversación que mostraba el proyector. Pensó que el actor de doblaje había hecho un buen trabajo. Había algo en aquella voz metálica que le ponía el vello de punta.
Lucy: Te he robado tu msn, te lo devolveré. Solo quiero q me hagas un favor.
(pausa)
Lucy: Contesta o me meto en tu msn.
Bea: Oyeee komo sabes mi clave?
Lucy: Tu pregunta secreta era muy facil. Me podrias hacer el favor que te pedi?
Bea: X favor me puedes devolver el msn.
Lucy: Primero ponte la cam para conocerte, ok?
Bea: Ok.
Lucy: Primero quiero q sepas q soy les [lesbiana], no te molesta?
Bea: Yo soy bi.
Lucy: Solo tienes que enseñarme las tetas.
Carla detuvo la conversación en ese punto.
—Después de un intercambio de mensajes similar —dijo—, la chica llamada Bea accede a mostrar los pechos unos segundos delante de la cámara web. Recuerden que ella cree estar hablando con una chica de su edad. A partir de ese momento Bea está atrapada. La falsa adolescente le muestra el vídeo que ha grabado mostrando sus pechos.
Carla reanudó la conversación:
Lucy: Viste el video?
Bea: Si, por favor lo puedes borrar?
Lucy: Es un recuerdo para mi, ¿te molesta?
Bea: Mucho, por favor lo puedes borrar?
Lucy: Sabes que he copiado a todos tus contactos? Que harias si se lo mando a todos?
Bea: Me moriria de vergüenza. Por favor no lo hagas.
Lucy: Qué te parece si se lo envío a tus amigos?
Bea: Que me voy a poner a llorar. Estoy temblando.
Lucy: Cierra la puerta para que nadie nos moleste. No quiero que te vean llorando.
Bea: Esta cerrada.
Lucy: Y no hables con nadie.
Bea: Por favor.
Lucy: Soy les [lesbiana], ya te lo dije y quiero hacerme un dedo viendote. Si haces lo que te pido no pasara nada, ok?
Bea: No me pidas nada mas, por favor.
Lucy: Quiero hacerme un dedo viendote. Si no, te juro que mando el video.
Bea: Noooooo. Por favoooor.
Lucy: Tu dime, lo haras o no?
Bea: Que tengo que hacer?
Lucy: Cierra las ventanas y la puerta para que no nos molesten, ok?
Bea: Ya esta.
Lucy: Sera algo rapido. Mientras mejor lo hagas sera mejor.
Bea: Que es???
Lucy: Primero quítate eso negro que llevas arriba. Date prisa.
(pausa)
Bea: Tengo miedo, por favor no me lo hagas hacer.
Lucy: De que tienes miedo?
Bea: De ti.
Lucy: No tengas miedo. Solo haz lo que te pido y me piro.
Bea: Es que no puedo.
Lucy: Entonces lo siento. Te dije que solo seria un momento. Me voy.
Bea: Donde vas?
Lucy: A enviar tu video a tus amigos!!!!
—En mayo, gracias a la denuncia de Bea y otras de sus víctimas —relató Carla—, detuvieron a la persona que actuaba tras el alias Lucy. Resultó ser un hombre de nacionalidad argentina de treinta y dos años al que se acusa de robo de contraseñas, coacciones y abusos sexuales. Según la policía, el acosador guardaba más de setecientas direcciones de correo electrónico y sus respectivas contraseñas, todas ellas de chicas de entre ocho y catorce años. Todas organizadas por nacionalidades: argentinas, canadienses, chinas, colombianas, ecuatorianas, mexicanas… El hombre había conseguido grabar al menos ochenta vídeos de adolescentes en actitudes eróticas. Para aumentar el realismo de su personaje sincronizaba sus conversaciones con un vídeo en el que se veía a una menor escribiendo ante el ordenador como si estuviese delante de una webcam. Hacía creer a las niñas que estaban hablando con otra chica de su edad. Y bajaban la guardia.
Carla recorrió a los presentes con la mirada. Se sentía estupendamente hablando en público. ¡Con lo asustada que había estado! Dominaba el tema y estaba cada vez más animada. Le gustaba que todos estuviesen pendientes de ella. Le produjo una extraña excitación nerviosa en la base del estómago.
—A los ojos de un adulto —dijo— puede sorprender lo fácil que resulta engañar a un menor. Daniela, una niña de trece años de origen colombiano, ocultó a su familia durante casi un año que estaba siendo víctima de un chantaje similar al que acabamos de ver. Fue su hermana mayor quien la sorprendió delante de la webcam posando a las órdenes de alguien al otro lado del Messenger. Todo comenzó porque alguien le había enviado un correo electrónico simpático con virus incorporado. El virus le permitió a alguien tomar el control de la webcam y captar imágenes de la niña. Las primeras imágenes de Daniela ni siquiera eran comprometedoras, pero le bastaron. Con Photoshop unió el rostro de Daniela al cuerpo de una niña desnuda y la amenazó con difundirla entre sus amigas. De ese modo obtuvo los favores de la menor.
Carla paseó la mirada entre los presentes. Prácticamente todos los periodistas se tocaban la cara con la mano de alguna manera, o con el bolígrafo, muchos de ellos se sostenían la barbilla mientras mantenían un gesto de pretendida neutralidad.
—Se trata de un problema difícil de cuantificar —continuó—. Los chavales no acuden a los padres por vergüenza. El año pasado se suicidaron más de una docena de menores por acosos en internet. La vergüenza que sienten los adolescentes es un elemento clave en este grave problema. Algunos de ellos prefieren acudir a la policía antes que a sus propios padres. Lo que les voy a leer a continuación es el mensaje real de auxilio que recibió la policía de Eva, una joven acosada.
Carla leyó textualmente de su libro en una página previamente marcada.
Hola. Soy una menor de 15 años que está siendo abusada por una persona a través de internet. […] Hace unos seis meses alguien me agregó al Messenger y sin decirme nada entró en mi cuenta, me eliminó todos mis contactos y puso un nombre grosero que al volver a entrar en mi cuenta me dejó sin palabras. Si no recuerdo mal, ponía: «me afeito el coño con cera». Yo en mi PC tenía alguna foto mía semidesnuda, no sé cómo la consiguió, desde entonces me amenaza para que le pase fotos desnuda, él me dice cómo las quiere y si no le hago caso, me amenaza con mandar todas mis fotos a mis contactos del Messenger. […] He cambiado cinco veces de Messenger, no sé cómo lo hace pero me vuelve a encontrar. […] Me siento controlada y me da miedo conectarme a internet por miedo de que me encuentre. […] Estoy segura que no solo me lo está haciendo a mí, sino a más chicas. No sé de dónde es ni cómo se llama, ni su edad, ni si es varón o mujer… Aunque imagino que sea un varón. Espero respuestas.
—Hay una frase que me llama poderosamente la atención —apuntó Carla—: «Me siento controlada». Piénsenlo. Nos da una idea de cómo viven los menores este tipo de acoso. «Me siento controlada» —repitió—. Nos da una idea de lo peligrosamente real que es el problema.
Hizo una pausa para tomar aliento. Todos la observaban en silencio, expectantes, inclinados hacia delante. Casi nadie tenía la espalda en contacto con el respaldo de su asiento. Carla se sentía cada vez mejor. ¡Qué sensación que todos estén pendientes de lo que dices!
—Puede que lo siguiente que se estén preguntando es si podemos hacer algo para combatir todo esto. Yo, al menos, me lo he preguntado. ¿La respuesta? Imaginen qué ocurriría si de repente se aboliese el Código Penal, si se derogase el Código Civil y todas las ordenanzas municipales. Imaginen qué ocurriría si se suprimiese el Cuerpo Nacional de Policía, la Guardia Civil y el Ejército. En definitiva, si cada uno de nosotros pudiera hacer lo que le viniese en gana sin temor al castigo, sin normas que regulasen nuestra convivencia, sin una autoridad que pueda disuadirnos de cometer delitos. Y lo más grave: imaginen, si pueden, qué pasaría si no existiese ningún registro de nuestra identidad. Ni pasaporte, ni carnet de conducir, ni ficha dental, ni ADN, ni registro de huellas dactilares. Solo nuestra palabra para demostrar quiénes somos. Piénsenlo por un momento. ¿Conciben la vida en una sociedad así? ¿Creen que las ciudades serían habitables? ¿Creen que podríamos andar tranquilamente por la calle, conducir nuestro coche, salir de nuestras casas? ¿Creen que sus hijos estarían a salvo? ¿Qué tipo de lugar sería ese? ¿Pueden imaginarlo?
Se detuvo brevemente para tomar aliento. Estaba lanzada. El silencio en la sala era absoluto, apenas el zumbido eléctrico de las luces en el techo y el ronroneo difuso de las máquinas de aire acondicionado.
—Sé que resulta difícil imaginar un mundo así, pero existe. Lo tenemos delante. Vivimos inmersos en él cada día. En ese mundo realizamos nuestras compras, leemos el periódico y educamos a nuestros hijos. Ese mundo sin ley se llama internet.
Un murmullo se extendió en la sala. Se escucharon susurros y carraspeos. Bien, a lo mejor se había pasado un poco, pero no cabía duda de que los tenía a todos atrapados. Por un instante se vio a sí misma recorriendo el mundo dando conferencias y firmando libros. «La controvertida ensayista Carla Barceló…» ¿Por qué no?
—Si alguien está pensando que las leyes de nuestro mundo real también rigen de alguna forma en internet, se equivoca —dijo con voz experta—. En internet nadie vela por la ética o la moral, no hay normas ni control alguno. No es una afirmación gratuita. Conozco muy bien de lo que hablo. La sola idea de pensar que nuestros hijos se están educando en ese mundo debería darnos mucho que pensar. He escrito este libro porque creo que alguien tenía que alzar la voz, alguien tenía que hablar y decir que no todo vale, que con nuestra complicidad e indiferencia, amparados en el desconocimiento de la tecnología y la dificultad para entender cómo funciona, está creciendo a nuestro alrededor un auténtico mundo de tinieblas, un territorio sin ley que, como mínimo, debería empezar a preocuparnos.
Carla tomó aire. Los rostros que tenía frente a sí parecían desconcertados, quizá no se estaba explicando con tanta claridad como pensaba. Decidió continuar, ignorando una vocecita interior que le decía que algo iba mal.
—Mi opinión es que la mayoría de los peligros que encontramos en internet tienen que ver con el anonimato —explicó—. Lo que los Gobiernos y los reguladores deberían empezar a plantearse son los mecanismos que garanticen la identidad de las personas que acceden a internet. Tenemos derecho a saber con quién hablan nuestros hijos. Algunos se escudan detrás del derecho a la libertad para delinquir impunemente. Hay quienes no quieren oír hablar de nada que tenga que ver con un sistema para luchar contra el anonimato en internet. No hay que olvidar que nuestra libertad acaba donde empieza la de los demás. Y creo que todos deberían poder saber con quién están hablando sus hijos.
Bueno, allí acababa su presentación. Se quedó callada. La sala estaba en completo silencio. A lo mejor había sido un final un poco brusco. ¿Era su imaginación o todo el mundo estaba en tensión? A lo mejor tendría que haber acabado con un chiste o algo así. A lo mejor no se había explicado tan bien como pensaba. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás.
Buscó con la mirada a su hermano, que la obsequió con una amplia sonrisa. Cuando sus ojos se cruzaron, Isaac agitó las palmas de las manos en un aplauso silencioso.
—Gracias Carla, una estupenda exposición —intervino Elsa, su editora—. Les aseguro que en este libro encontrarán muchos más ejemplos de acoso a menores que les pondrán la piel de gallina. Y ahora es el turno de sus preguntas.
Varias manos se levantaron a la vez. La editora hizo un gesto hacia uno de los periodistas que había pedido el turno.
—Usted critica duramente el anonimato en la red —dijo el periodista apuntándola con un bolígrafo—. Defiende que internet necesita un mecanismo para que cualquiera pueda ser identificado en cualquier momento. Sin embargo, para muchos, internet representa el triunfo máximo de la libertad, de la libre circulación de ideas y personas más allá de las fronteras físicas de los países. Sin el anonimato no hubiesen sido posibles las revoluciones de Túnez, de Egipto o de Libia. ¿Cómo encaja eso con los mecanismos de censura y control de corte dictatorial a los usuarios de internet que usted defiende?
Carla le miró horrorizada. ¿Censura dictatorial? ¿De dónde se había sacado eso? ¿Tan mal se había explicado para que sus palabras fuesen malinterpretadas de aquella manera?
—¿Censura? No, por supuesto que no, ¡qué estupidez! —dijo con un tono de voz demasiado elevado y demasiado agudo—. De lo que yo hablo es de controlar…
—Censura y control suenan para mí muy parecidos —interrumpió el periodista, que seguía apuntándola con el bolígrafo. Tenía la barbilla alzada y sacaba pecho como un pavo real—. ¿Quién dice qué es lo que hay que controlar? ¿Y quién controla al controlador? Perdóneme: su discurso me trae a la mente las palabras «fascismo» y «dictadura».
El periodista le dirigió una sonrisa con las cejas levantadas, manteniendo los ojos entornados.
—No, no. —Carla movió la cabeza. Notaba una fuente de calor en las sienes y se sentía aturdida. De pronto tuvo la sensación de que la luz del foco que iluminaba para la cámara de Telemadrid se intensificaba y la deslumbraba—. Lo que yo quiero decir, lo que intento explicar… (hay muchos ejemplos) es que no todo vale en internet. Sobre todo cuando hay involucrados menores de edad. Fuera de la red existen carnets de conducir, pasaportes, actas notariales, partidas de nacimiento, registradores de la propiedad. Vivimos en un mundo saturado de burocracia donde apenas podemos dar un paso sin rellenar un impreso con nuestro nombre. ¿No les parece absurdo que en internet no exista ningún tipo de control? —alzó la voz, airada—. No se trata de controlarlo todo, ¡pero tampoco de no controlar nada!
—Nuestros padres lucharon duramente para que en España pudiésemos tener democracia —dijo otro de los presentes. Su voz sonaba enojada e iba subiendo de volumen y tono una palabra tras otra—. Algunos seguimos defendiendo la democracia, aunque al parecer hay otros que están empeñados en cargársela. Gracias a Dios, control y sanción no son términos que se estén aplicando a internet en este país. Su opinión me parece retrógrada. ¿De dónde ha sacado sus ideas? ¿De los dirigentes comunistas chinos? —Sonrió malévolo.
—No… no creo que lo que estoy diciendo tenga que interpretarse de esa forma —replicó Carla. Tuvo la sensación de que todos la odiaban por algún motivo que no alcanzaba a comprender.
—Bueno, usted ha dicho en su libro —el hombre blandió su ejemplar por encima de la cabeza como si se tratase de algún arma arrojadiza—, ha dicho, y cito literalmente, «aquí tenemos un claro ejemplo de una página web que debería ser controlada con mecanismos de identidad más severos o cerrada para evitar males mayores». —En ese punto empezó a negar con la cabeza mientras asestaba dos preguntas con manifiesto desprecio—. ¿Cómo quiere que interpretemos sus palabras entonces? ¿Cree que es interpretable su idea de cerrar páginas que a usted no le gustan?
Carla no podía creer lo que estaba escuchando. La frase que había citado el periodista, absolutamente sacada de contexto, se refería a un caso sangrante que estaba provocando decenas de acosos a menores. La culpable era una red social para adolescentes llamada MyLife, una web de preguntas y respuestas que estaba haciendo saltar muchas alarmas. La red permitía comentarios anónimos, lo que fomentaba los comentarios insultantes, el acoso y la intimidación en el ámbito escolar.
—Controlar una página web no es censura —dijo Carla con todo el aplomo que fue capaz de reunir—. Si una página web es dañina, tiene que ser cerrada, igual que se retiran productos defectuosos del mercado.
¡Bien por el argumento! El tío se había quedado con la boca abierta, sin saber qué responder. Tenía que aprovechar la ventaja y poner en contexto la frase que había mencionado de su libro.
—Le voy a explicar qué es lo que está pasando en esa página web que usted defiende —dijo.
El periodista alzó las cejas y meneó la cabeza. Carla no le dejó replicar. Tenía el cuerpo girado hacia el periodista, con el brazo derecho cubriendo su abdomen como si necesitara rascarse el costado izquierdo ante un picor inexistente, el brazo izquierdo descansando sobre su cadera, con ese puño cerrado y el pie derecho un poco más adelantado que el izquierdo, la espalda mínimamente curvada, como un corredor esperando el pistoletazo de salida.
—El funcionamiento de la red social MyLife es muy sencillo —explicó—. Sirve para hacer preguntas y recibir respuestas. Nada peligroso aparentemente. El sitio invita a los jóvenes a abrir una cuenta y hacer preguntas a sus conocidos, normalmente los compañeros de clase. MyLife explota el deseo natural de todos los adolescentes por saber lo que se opina de ellos. Quieren saber si les queda bien un peinado, la ropa que llevan o cómo les luce un tatuaje… El intercambio de opiniones se realiza de forma consentida. Te registras para tener tu propia cuenta y luego invitas a otros a que te envíen sus opiniones sinceras. —Al pronunciar la palabra sinceras Carla hizo un gesto de comillas doblando los dedos de ambas manos—. Sus creadores dicen que se trata de una iniciativa interesante que invita a la sinceridad. ¿Cuál es el problema entonces? Que para responder no es necesario identificarse. Uno puede opinar de forma anónima. ¿El resultado? Los mensajes que reciben los jóvenes son de una brutal honestidad. ¿O habría que decir de una brutal crueldad?
Carla buscó en su libro el capítulo donde hablaba de la red MyLife. Leyó en voz alta:
Todos piensan que eres una idiota creída, escribe un chico.
Tienes pinta de putilla, opina otro.
Te crees muy guapa, pero eres gorda.
—Solo son ejemplos de los mensajes que cualquier chico o chica puede recibir, tomados al azar de entre los miles que se producen diariamente —explicó—. La mayoría actúa como si no les importara lo que se dice de ellos. Pero sí les importa. Como el intercambio de mensajes es de mutuo acuerdo, ya no parece acoso en absoluto. En muchas ocasiones los jóvenes piensan que esas críticas son fundadas. Estoy gorda, soy fea, no tengo gracia… Los adolescentes ven confirmados sus mayores temores. Quienes les insultan no sienten el menor pudor, amparados en el anonimato.
Carla leyó otro de los mensajes:
Jamey es estúpido, gordo, feo y gay. Los homosexuales van directamente al infierno.
—Jamey es un chico americano que se suicidó hace unos meses —explicó—. Después de una charla online en la que hablaba acerca de su confusión sobre si era homosexual o no, comenzó a recibir mensajes homófobos. Cuando respondió a algunos comentarios explicando que le estaban haciendo sentirse muy infeliz, los insultos se intensificaron. En un mensaje poco antes de morir, el chico dio a entender que estaba pensando en quitarse la vida por lo mal que lo estaba pasando. Este es solo uno de los cientos de mensajes que recibió a continuación:
No me importa si te mueres. A nadie le importará, así que hazlo, haznos un día feliz a todos.
Carla clavó su mirada en el periodista que había mencionado el asunto. La adrenalina corría por sus venas.
—¿Hay algún valor positivo en un sitio como MyLife respecto a otras redes sociales no anónimas como Facebook? En mi opinión, la respuesta es un rotundo no. MyLife legitima la crueldad al permitir comentarios anónimos. Supone una invitación para ser cruel con los demás sin asumir ninguna responsabilidad. ¿Qué pensaría si es su hijo quien recibe ese tipo de comentarios? —preguntó airada—. Mi opinión es que MyLife debería ser sometida a un riguroso control. Debería existir una legislación que regulase el funcionamiento de este tipo de redes sociales. Y, puesto que estamos hablando de menores de edad, la empresa responsable del funcionamiento de esa red debería ser obligada a tomar medidas, so pena de ser cerrada cautelarmente. Si no se toman medidas, se estará haciendo un daño irreparable a nuestra juventud. Espero que ahora se entienda el sentido de la frase que usted ha comentado.
¡Trágate esa!, se dijo a sí misma triunfal, mirando al periodista. Carla se dio cuenta de que tenía los brazos cruzados y no pudo recordar cómo había llegado a adoptar aquella postura tan poco amigable sobre el escenario. Las mejillas le ardían.
—Bien, esa fue la última pregunta. No hay tiempo para más —dijo Elsa, la editora, dando por concluida la presentación.
Carla estaba abochornada. Tenía la impresión de que el acto se suspendía antes de tiempo por su culpa.
—Tranquila —dijo la editora en un susurro cuando todos se ponían en pie—. Lo has hecho muy bien. No te preocupes. —La editora tenía las palmas de las manos abiertas y asentía levemente.
Los periodistas se fueron levantando para abandonar la sala. Las voces subieron de tono, comenzaron a sonar teléfonos móviles y el barullo creció en intensidad como el rumor del oleaje que arrecia con la tempestad. Su hermano Isaac subió de un salto al estrado donde se encontraba.
—Bravo, hermana —dijo obsequiándola con una de sus encantadoras sonrisas—. Los has dejado sin argumentos.
—He sido horrible —respondió Carla—. No me esperaba un ataque tan directo. No estaba preparada.
—Te acostumbrarás a las críticas —dijo la editora, que sonreía despreocupada—. Toda esta polémica nos ayudará a vender el libro. Lo que importa es que se hable de él, créeme, esos idiotas nos están haciendo un favor al atacarte.
Carla se relajó un poco al comprobar la tranquilidad con la que su editora afrontaba la situación. Elsa Sjöberg, tan guapa y elegante, desbordaba energía y confianza en sí misma. Se notaba que estaba acostumbrada a tratar con ese tipo de situaciones. Su línea editorial no eludía el conflicto y abordaba los temas más polémicos: la guerra de Irak, el cambio climático, la corrupción política, la crisis económica… Ni siquiera parecía nerviosa ni preocupada.
«Y yo casi me echo a llorar por una crítica», se dijo Carla. Se sentía como una niña pequeña a la que regañan injustamente. Cuando era una adolescente siempre había pensado que al hacerse mayor y madurar se convertiría en una mujer fuerte y segura de sí misma. Según pasaban los años tenía la sensación de que eso llegaría más adelante. El problema era que ya tenía treinta y cinco y por dentro se sentía todavía como si tuviera trece. Y allí estaba Elsa, tan sofisticada y tan segura de sí misma. ¡Y encima era más joven que ella! No pudo evitar torcer el gesto.
—No deberías tomarte tan en serio lo que opinen todos esos —terció su hermano Isaac—. Los periodistas se creen que sus opiniones valen más que las de cualquiera. En realidad solo se escuchan a sí mismos. Creo que fue Forges quien dijo que los periódicos en España se hacen para que los lean los periodistas, luego los banqueros, después para hacer temblar a los políticos y, por último, y en despreciable cantidad, para que los hojee el público.
Carla sonrió sin ganas. La editora la tomó del brazo.
—No te preocupes, lo has hecho muy bien —dijo queriendo consolarla.
Carla se separó de ella fingiendo que recogía su ordenador. Estaba de mal humor y no entendía por qué. Si todos le decían que lo había hecho tan bien, ¿por qué no se lo acababa de creer? A lo mejor estaba de mal humor porque Elsa, que era más joven que ella, la trataba con condescendencia. La miró de reojo mientras enrollaba el cable del ordenador. Tan guapa, tan rubia y tan elegante. Tan segura de sí misma. Se la veía tan fresca y descansada como si acabara de levantarse. Ella en cambio estaba sudada, le picaban las medias un horror y la presentación la había dejado agotada. Parecía que acababa de salir de un combate de lucha libre.
«Mira que fantasear con dar conferencias por el mundo… ¡y ni siquiera sabes encajar una crítica!»
—Me muero de hambre —dijo su hermano—. ¿Te vienes a cenar con nosotros? —preguntó a Elsa.
—Me encantaría, pero esta noche prometí a mi madre que la llevaría a la ópera. Tengo entradas para el Parsifal de Wagner.
Carla soltó un bufido. ¿Quién llevaba a su madre a la ópera? Ella había planeado pasar la noche viendo algún programa de Telecinco. O mejor aún, vería una película de Disney con Aarón —a su hijo le hubiesen encantado las películas de Disney— y se acostaría temprano. Estaba muerta de cansancio.
—Podemos vernos otro día —propuso la editora a su hermano—. ¿Qué tal mañana?
—Mañana despejaré mi agenda y seré todo tuyo —respondió Isaac. Cuando sonreía, sus ojos se iluminaban con dulzura.
—Genial. Prepárate porque soy muy exigente —dijo la editora devolviéndole la sonrisa. Tenía unos ojos azules, intensos.
—Lo tendré muy en cuenta. Lo resisto todo, menos la tentación.
—Eso espero. En realidad tengo gustos simples… Solo me satisface lo mejor.
Isaac soltó una carcajada. Carla tenía que reconocer que, además de guapa, Elsa era una mujer inteligente que no carecía de sentido del humor. Era capaz de llevarle la réplica a Isaac sin inmutarse. Carla sabía que lo que su hermano apreciaba más en una mujer era el sentido del humor. Como solía decir, «la risa no era un mal comienzo para el amor y estaba lejos de ser un mal final».
Elsa, por su parte, se comía a Isaac con los ojos. Lo cierto es que las mujeres adoraban a su hermano. Isaac era una de esas personas cuya compañía es muy apreciada en cualquier lugar y circunstancia. No solo porque era un hombre atractivo o por su sentido del humor y su ingenio desbordante. Había algo en la forma en la que sus ojos se detenían en la gente que le hacía ganarse el aprecio de aquellos en los que recaía su mirada. En lugar de mirar, Isaac parecía admirar. Como si sus ojos apreciasen todo aquello que observaban y le diesen un valor incalculable, único. Cuando hablabas con Isaac tenías la impresión de convertirte en el centro del mundo.
Algunos lo llamaban «carisma». Para Carla el atractivo de su hermano se debía a la energía tranquila que parecía desprender. Viéndole, uno tenía la impresión de que Isaac vivía el momento presente con una intensidad real, que gozaba y disfrutaba de cada segundo, que cada instante era para él una oportunidad única que merecía ser apreciada. Los pensamientos de Isaac eran como un río de aguas tranquilas que nunca permanecen quietas, siempre fluyendo, siempre adaptándose al presente y evitando los pensamientos negativos, al igual que la corriente se desliza entre las rocas.
Carla envidiaba la capacidad de su hermano para disfrutar del presente. Era consciente de que su gran problema era, precisamente, su dificultad para dejar atrás el pasado. Carla no podía evitar revivir sus errores una y otra vez. Analizaba lo que había hecho mal. Se empeñaba en encontrar cuál hubiera sido el modo correcto de actuar, aunque sabía que ya era tarde.
La mancha, la terrible mancha estaba allí, un nódulo oscuro enquistado en su corazón que le pesaba en el alma. Esa mancha se llamaba Aarón, su hijo.
El pasado ya no podía cambiarse. Sabía que era inútil atormentarse. Los problemas nunca se presentaban dos veces del mismo modo, así que de nada servía resolver un problema que ya quedó atrás. Porque los problemas del presente serían diferentes y ella también lo sería, así que el único modo de superarlos con éxito era vivir intensamente el presente, vivir conectada al momento actual.
—Tus pensamientos de antes ya no están. No hay nada que puedas hacer con ellos, como no sea agotarte reviviendo las experiencias que te causaron. Tus pensamientos futuros aún no se han formado, no sabes cuáles serán. Tu pensamiento actual, lo que estás pensando en este mismo momento, es lo único que está totalmente bajo tu control.
Para su psicoterapeuta era fácil decirlo. Pero Carla no podía evitar pensar una y otra vez en lo que jamás debería haber hecho, en cómo y por qué lo hizo. En lo diferentes que podrían haber sido las cosas.
Aarón, su hijo perdido, el dulce Aarón al que cantaba una nana cada noche… Aarón pertenecía a una dimensión aparte, no era real, por más que se empeñara en entrelazarse con sus pensamientos.
Carla, sin quererlo, lo mantenía vivo, y ese era su mayor secreto, un secreto que no revelaba ni a su propio hermano. Aarón estaba presente en cada suceso de su vida. La risa de Aarón, el llanto de Aarón… Aarón había estado llorando en la sala de conferencias mientras acosaban a su mamá con injustos comentarios. Aarón estaba bebiendo una Coca-Cola junto a ella. Aarón adoraba a su tío Isaac.
Pero Aarón ni siquiera había llegado a nacer. Y su hermano Isaac no podía imaginarse su existencia, ni siquiera su posibilidad.
Cada cosa que Carla vivía la vivía por los dos. Cuando escuchaba una vieja canción, pensaba cómo sonaría a sus oídos. Cuando reponían una película de su niñez, imaginaba cómo la vería él. Cada cosa que para ella resultaba familiar podía ser nueva y excitante para Aarón.
Toda imagen atravesaba dos prismas. Y eso resultaba tan inevitable como agotador.
Hizo un esfuerzo para sacudirse esos pensamientos de la cabeza. La editora ya había recogido sus cosas y se disponía a marcharse.
—Hablamos mañana —dijo dándole dos besos.
Se despidió cariñosamente de Isaac, cogió su bolso de mano y se encaminó hacia la salida. En la sala quedaban apenas una docena de periodistas atareados en sus ordenadores portátiles, probablemente escribiendo allí mismo la crónica de la presentación del libro para enviarla a sus periódicos.
—Vamos, hermanita, anímate —dijo Isaac dándose cuenta de su turbación—. Parece que acabas de asistir a un funeral. Deberías estar contenta. Mañana todos estarán hablando de ti.
—A lo mejor no me gustará oír lo que digan. —Carla sonrió con desgana.
—Ya sabes que si los que hablan mal de mí supieran lo que opino de ellos, hablarían peor.
Carla esbozó una sonrisa amarga.
—La semana pasada descubrí un restaurante en el centro que te va a gustar —dijo su hermano—. La dueña es muy guapa; se llama igual que la mujer de Bin Laden: Estrella Torres.
—¡Eres un idiota! —rio Carla. Cuando Isaac bromeaba sabía ponerse muy serio.
—Lo soy, pero lo del restaurante va en serio. Te va a encantar la comida. Por cierto, tengo un par de nuevas fotografías para nuestra colección.
Isaac sacó su iPhone del bolsillo de la chaqueta y se lo mostró a Carla. En la pantalla aparecía un grafiti pintado en una pared con una frase que decía así: «En las próximas elecciones, vote a la putas, porque los hijos ya nos han defraudado».
Isaac miraba la fotografía con ojos de niño. Aquella era una pequeña afición con la que su hermano disfrutaba mucho: fotografiar con su teléfono móvil cualquier cosa divertida que encontrase por la calle. Subía todas las capturas a Instagram, una red social de fotografía donde contaba ya con miles de seguidores. Según él, aquello era una especie de archivo de todo lo divertido que uno podía encontrarse simplemente paseando por el mundo.
—Tengo otro par que también te gustarán —dijo. Pasó la imagen con un movimiento del pulgar—. Ayer me tropecé con estas dos mientras hacía unas compras…
En la primera fotografía aparecía un casco de motorista embalado en una caja marcada con la etiqueta «Muy frágil».
—Es para desconfiar, ¿no crees?… Esta es la mejor. Había quedado con una amiga, y bueno…
La siguiente fotografía mostraba una caja de preservativos sobre una estantería. En la caja podía leerse una etiqueta con la advertencia: «manténgase en un lugar fresco y seco».
—Pues el sitio donde yo tenía pensado usarlos es más bien todo lo contrario de fresco y seco. —Isaac la miró con expresión inocente, los ojos claros enmarcados en largas pestañas.
La tensión cedió y Carla sintió que se le aflojaba la risa. Su hermano siguió con las bromas, encadenaba un chiste tras otro. Isaac siempre la hacía reír, podía hacerla reír durante horas. Estar a su lado era como estar en una fiesta permanente. Era tan fácil olvidarse de los problemas. Isaac jamás perdía su sentido del humor, en ninguna circunstancia.
«La vida se compone de dolor y alegría en proporciones iguales —solía decir—; el mundo ya se encarga de proveernos de sobra del primer ingrediente, así que yo tengo que esforzarme en poner la alegría para igualar las cosas».
A pesar de la trágica muerte de sus padres en un accidente de tráfico, si algo les había sobrado cuando eran niños, gracias a la energía de Isaac, había sido la alegría de vivir. Carla hubiese querido transmitir esa misma alegría de vivir a su hijo Aarón, pero a veces le faltaban las fuerzas. Era como si algo dentro de ella se agotase sin previo aviso, dejándola totalmente vacía.
Metió su ordenador portátil en su maletín y acabó de recoger sus notas.
—Está bien, vamos —dijo echándose el maletín del ordenador al hombro.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que alguien se había acercado hasta el estrado donde se encontraban. Era un hombre bajo y robusto, aunque no llegaba al extremo de ser gordo. Debía tener alrededor de cincuenta años, estaba calvo y lucía un bigotillo grisáceo. Vestía traje negro sin corbata y llevaba un grueso abrigo de paño doblado sobre un brazo y un maletín de documentos en la mano. Tenía unos ojos pequeños y azules que miraban con interés a Carla tras los cristales de unas gafas sin montura.
—He seguido atentamente su charla —manifestó el desconocido dirigiéndose a ella. Tenía una voz grave ligeramente ronca—. He tenido la oportunidad de leer su libro. Me gustaría hablar con usted.
—Lo siento, el turno de preguntas ya ha acabado —respondió Carla. Lo último que necesitaba era enfrentarse a las preguntas de otro periodista.
—No soy periodista. Soy funcionario del Ministerio de Asuntos Sociales. Trabajo en la Oficina de Protección del Menor. Mi nombre es Héctor Rojas.
El hombre estiró la mano derecha y Carla se la estrechó con desgana.
—Lo siento, si quiere más información puede hablar con mi editora —dijo Carla—. Le daré su teléfono.
—No. Es usted con quien tengo que hablar. Por favor, le ruego que me dedique unos minutos. Tiene que ayudarme.
—¿Ayudarle? —Carla miró al hombre con mayor detenimiento. En la cabeza calva lucía una mancha de nacimiento, ligeramente más oscura que el resto de la piel, del tamaño de la palma de una mano, de forma irregular y que recordaba a la célebre mancha del presidente ruso Gorbachov—. ¿Qué tipo de ayuda? —preguntó.
—¿Ha oído hablar del secuestro de Irena Aksyonov?
Carla intercambió una mirada con su hermano.
—¿La hija del millonario ruso? —Carla asintió con un movimiento de cabeza—. Sí, claro. Estos días no se habla de otra cosa en las noticias. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Quien la secuestró se mueve en las redes sociales para adolescentes. Usted puede ayudarme a averiguar cómo la hizo desaparecer.