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Alicia

Ciberbullying: uso de información electrónica y medios de comunicación tales como correo electrónico, redes sociales, blogs, mensajería instantánea, Twitter, mensajes de texto y teléfonos móviles por parte de uno o varios menores de edad para acosar a otro menor de edad, atormentarle, amenazarle, hostigarle, chantajearle o humillarle. En el ciberbullying el o los acosadores tienen una edad similar al acosado.

Fuente: Wikipedia: La enciclopedia libre

A pesar de que la vida estaba a punto de complicársele muchísimo, Alicia, una adolescente de dieciséis años, no se olvidaría nunca de la impresión que le causó entrar por primera vez en la maldita Casa de las Ruedas.

Lo peor era que aquel lugar tan horrible no era una atracción de feria; aquella casa polvorienta y cochambrosa era nada menos que su nuevo hogar. Cuando se encontró dentro de la cocina, junto a su madre y su hermano pequeño, no dijo nada porque en su mente no encontró palabra capaz de describir la sensación de angustia que la invadió.

—No me mires así, Alicia —dijo su madre—, ya sabes quién tiene la culpa de que estemos aquí.

La casa parecía a punto de caerse y estaba, según sus propias palabras, «en la periferia de un barrio periférico de una ciudad de tercera en un país de cuarta», una manera muy poco ortodoxa de referirse a las afueras de La Cañada de San Urbano, una barriada de la capital almeriense.

Efectivamente, algunas cosas habían cambiado para Alicia: casa nueva (por no decir vieja) e instituto nuevo, pero lo peor eran las cosas que no habían cambiado: su padre seguía «desaparecido», su hermano pequeño seguía teniendo parálisis cerebral y los kilos que le sobraban se negaban a abandonarla.

Si los padres y los buenos amigos fueran tan fieles como aquellos malditos kilos de más.

El banco les había quitado el piso de Almería al no poder hacerse cargo su madre sola del gasto de la hipoteca. Su madre había alquilado aquella casa barata en una zona a medio urbanizar, rodeada de solares e invernaderos, y, según ella, todavía «tendría que dar gracias por tener un sitio donde vivir».

En el patio delantero, además de escombros y matorrales, había una montaña de neumáticos viejos que nadie se había molestado en quitar. Los niños del barrio conocían aquella casa como la Casa de las Ruedas.

Era para morirse de la vergüenza.

Alicia se pasaba las horas de instituto vagando de clase en clase, prestando la atención justa, hablando las palabras exactas, deprimida al saber que, después del instituto, le esperaba aquella maldita casa que contenía a su madre con sus copas de más, su madre y su cansancio después de trabajar «como una mula de carga», su madre y su odio hacia el cobarde del padre de Alicia.

No nos olvidemos de los gritos incontrolables del hijo minusválido.

Ni de la enorme distancia que se abría como una herida sangrante entre su madre y ella.

Era todo muy deprimente. Y el instituto no era mucho mejor que digamos.

Lo que más odiaba del nuevo instituto era precisamente lo que más le recordaba a su instituto anterior: la hipocresía de los profesores. Le reventaban sus falsas sonrisas y su pretendida amabilidad cuando era obvio que a ninguno le importaba lo más mínimo el futuro de los alumnos ni lo que pudieran aprender.

Tenía a todos los tipos de profesor, una clase tras otra.

La de informática, que siempre llegaba veinte minutos tarde a clase y les dejaba la puerta abierta con toda la cara del mundo para que se sentaran frente a los ordenadores y navegaran en internet o hicieran lo que les viniera en gana. Curiosamente, muchos aprendieron más de informática en esos veinte minutos diarios que en los restantes en los que la profesora les «enseñaba» cuatro idioteces que ya sabían.

—Queridos estudiantes, hoy voy a enseñaros a usar el buscador más potente de toda la red, se llama Google.

Luego estaba el profesor de arte, que una vez confesó en clase que fumaba marihuana, que era «colega» de todos los alumnos, vegetariano y nudista. Se pasaba las clases adoctrinándolos sobre la maldad del capitalismo y las bondades del comunismo, en lugar de enseñarles realmente arte.

La de ciencias, a la que nadie respetaba y ni ella misma se mostraba respeto. Según ella, subyugada por la tragedia de no haber podido jubilarse pasados los sesenta, «tener que aguantar esto, alguien como yo».

El que daba matemáticas, cuyas notas, curiosamente, eran directamente proporcionales a la belleza física de la alumna en cuestión. Alicia siempre aprobaba por los pelos.

La excepción era el profesor de inglés, un irlandés de unos cuarenta años llamado Tomás que había llegado a Almería a los veinte y ya no se había movido de allí (vivía en una casita junto a la playa, en el cabo de Gata, y hablaba español con un acento almeriense la mar de cómico), que daba la última clase de cada día.

El señor T. (que era como el profesor había pedido a sus alumnos que le llamasen) decía las cosas como son, no montaba un espectáculo por una idiotez. Cuando algo era difícil lo decía, cuando era fácil no le daba más vueltas, y siempre estaba disponible por si alguien tenía alguna duda. Llamaba a los padres de los vagos para advertirles que sus hijos llevaban camino de suspender y les ofrecía alternativas, y no olvidaba llamar a los padres de los mejores estudiantes para felicitarles por el rendimiento de sus hijos.

Los estudiantes de aquella clase de inglés, sin embargo, dejaban mucho que desear. Casi nadie prestaba atención, en parte por culpa de un grupo insoportable de maleducados que se pasaban el día colocados de yerba. A Alicia solo le caía bien Nelson Castillo, un grandullón pelirrojo que pasaba de los cien kilos, un chavalote bonachón que tenía pinta de no haber roto un plato en su vida, precisamente porque jamás había roto un plato. Nelson tenía una cara redonda y mofletuda, como un oso de peluche grande y bobalicón; daban ganas de abrazarlo.

Cuando terminaba los ejercicios, Nelson se pasaba el resto de la clase dibujando. Los suyos eran dibujos casi infantiles pero encantadores; dibujos de animales, de paisajes, una mezcla de los típicos dibujos de Mariscal y los paisajes montañosos pintados en las paredes de cualquier restaurante chino. Esas dos cosas y un claro tercer elemento que solo se podía definir como Nelson.

Alicia sospechaba que el chico tenía alguna clase de minusvalía intelectual, algo tal vez leve pero cierto e innegable. Y es que Nelson decía lo que pensaba siempre y en todo momento, sin sopesar las consecuencias de sus palabras. Alicia ya había intercambiado alguna que otra mirada de complicidad con el profesor de inglés, el señor T., después de que Nelson soltara alguna de sus sentencias a toda la clase.

«Señor T., ¿es cierto que los ingleses nunca se duchan?»

«Me encantan los Doritos, ADORO los Doritos; cuando sea mayor, voy a tener siempre la despensa llena de bolsas de Doritos».

«He estado malo de la barriga este fin de semana, no paraba de tirarme pedos e ir al baño».

Cuando Nelson soltaba una de las suyas todos los estudiantes de la clase se morían de la risa, incluso el señor T., pero había un grupito de tres, liderado por el imbécil, el chulito de Borja Granero, que solía responder a Nelson hirientemente.

«Nelson, ya sé dónde vives; yo pensaba que el olor era de un vertedero o algo así».

Y todos se morían de la risa.

«Nelson, ¿por qué no te pierdes como la rusa esa?»

«Tranquilo, Nelson, que con lo gordo que estás a ti no te va a querer secuestrar nadie».

El desgraciado de Borja sabía cómo ser hiriente. En las noticias no se hablaba de otra cosa que de la desaparición de aquella pobre chica rusa, Irena Aksyonov. Se especulaba sobre si podría estar viva o muerta y al imbécil de Borja no se le ocurría otra cosa que hacer bromas a su costa.

Lo bueno era que Nelson no captaba ningún tipo de indirectas, pero Alicia se ofendía por los dos. Le reventaba que el chulito de Borja se burlase del bueno de Nelson y encima todos le riesen las gracias.

Unos días antes, Alicia no había podido aguantar más las burlas y se quejó al profesor al acabar la clase.

—Señor T., debe usted haberse dado cuenta de lo que pasa con Nelson, esos idiotas siempre están metiéndose con él.

El señor T. cruzó los brazos y se llevó la mano izquierda a la cara, el pulgar bajo la barbilla, el resto de la mano cubriendo parte de su boca.

—Lo sé, Alicia, y no sé qué hacer, ya he hablado con ellos y siempre se las apañan para quedarse justo en el límite de lo permisible, no les puedo echar de clase o intentar que los echen de la escuela sin motivos más serios, como que actúen violentamente o le ofendan sin paliativos.

El señor T. permaneció pensativo unos instantes, apretando levemente la mandíbula.

—Mira, Alicia, te habrás dado cuenta de que a Nelson no parece importarle demasiado…

—A mí sí me importa. Cuando le insultan a él es como si me insultasen a mí.

—Pero es que no puedo abrirles un expediente hasta que no contravengan alguna de las normas del centro.

—Señor T., es un asco tener que seguir siempre las normas y dejar de lado el sentido común —dijo Alicia.

El señor T. la miró fijamente. Alicia se fijó en que era un hombre guapo a pesar de lo mayor que era. Tenía unos ojos azules de lo más profundo.

—Alicia, no te dejes nunca abducir…

—¿Abducir?

—Sí, por esta cultura tan vacía que está inundando el mundo, que es todo imagen y apariencia, pero detrás de la fachada de diamantes hay un solar vacío y polvoriento.

Jo, el señor T. lo había vuelto a hacer, solo él podía soltar frases así a traición, exagerando su acento inglés, como si recitara a Shakespeare, desplegando una expresión tan solemne y teatral que la dejaba siempre con la duda de si estaba actuando en serio o en broma.

—Alicia, no te preocupes por Nelson —dijo el profesor recuperando el tono de voz normal—, si esos cabroncetes se pasan de la raya, me ocuparé personalmente del tema.

Algo que no tardaría en suceder.

En un grupo de treinta adolescentes que se ven cada día hay un incontable número de relaciones interpersonales, recuerdos compartidos, recelos, anhelos, y las conversaciones surgen siempre de un punto indefinido, un pensamiento fugaz que provoca un comentario al que un compañero responde y la conversación se expande de una mesa a otra, se entrelaza con otras, hasta que, de repente, la clase se ha convertido en una asamblea. Ninguno de los presentes pudo recordar jamás cuál fue la génesis de aquella conversación compartida que pudo haber acabado en desgracia.

Poco podía imaginar Alicia que, ironías de la vida, había sido ella la chispa que dio lugar al incendio.

El profesor de inglés estaba explicando el uso de los artículos (the, a, an) y entonces hizo un comentario sobre la suerte que tenían los alumnos porque los artículos en inglés eran muy fáciles, y lo difícil que le había resultado a él aprender a usar los artículos en español. ¿Por qué en español cada palabra tenía que ser masculina o femenina? ¿Qué tiene una serpiente que la haga femenina?, ¿es que no hay serpientes macho en España? ¿Y una rana?, ¿y una mesa? ¿Cómo es que si las palabras habitación y cuarto son sinónimos, una es masculina y otra femenina?

Alicia bromeó en voz baja con Samanta, su compañera de pupitre, que eso debía de ser porque los hombres españoles eran unos dementes y «veían el sexo en todas las cosas». El comentario susurrado fue escuchado dos filas atrás por Andrea, que comentó a sus amigas que no entendía la obsesión que tenían los chicos con la pornografía. Héctor Méndez comentó en voz alta que eso no era cierto, cosa que escuchó toda la clase, a lo que Fran replicó que no fuera tan hipócrita, que seguro que él veía pornografía cuando tenía oportunidad. Jesica, abiertamente lesbiana, replicó que tal vez no era cosa del sexo de cada uno, sino de su inclinación sexual, ya que ella era chica, pero le gustaban las chicas y la pornografía igual que a los chicos.

Alicia miró a su profesor, el señor T., y vio la palabra INCOMODIDAD escrita en la cara. Estaba claro que el profesor no quería meterse en semejante conversación y tampoco sabía cómo cortarla. Hasta el momento todos estaban sentados, trabajando en la tarea, nadie estaba gritando, nadie había ofendido a nadie y nadie había soltado una palabrota. Alicia imaginó que el señor T. estaría repasando mentalmente la larga lista de normas del colegio, buscando alguna que le permitiese parar aquello, en lugar de simplemente actuar y pararlo.

Fue entonces y solo entonces, cuando el grandullón de Nelson habló, de nuevo, más de la cuenta.

—¿Y yo qué, entonces? ¿Si eres bisexual, te debe gustar la pornografía o no?

Toda la clase se quedó en silencio. El señor T. giró la cabeza. Estaba blanco como el papel.

El imbécil de Borja y sus secuaces no decían palabra, solo intercambiaban miradas de complicidad. Alicia, aterrorizada. Jesica, que no estaba impresionada, se limitó a preguntar.

—Nelson, ¿eres bisexual?

—Sí —contestó Nelson como si le hubieran preguntado si le gustaba el chocolate con almendras.

—¿Alguna vez te has enrollado con un tío?

—Todavía no…

Borja y sus amigos ya reían a carcajada limpia. Nelson parecía no entender las reacciones que su diálogo con Jesica provocaba en el resto de los presentes. Jesica siguió con su interrogatorio.

—¿Y cómo sabes que eres bisexual si nunca te has enrollado con un tío?

—Porque me gusta ver porno gay.

En ese momento el señor T. ordenó enérgicamente a la clase que cambiaran de tema porque no era «apropiado para una clase» o, mejor, que se dedicaran a completar en silencio las actividades del día.

Alicia le lanzó una mirada de agradecimiento.

Nelson se afanaba en completar aquellas actividades de inglés, ajeno a la trascendencia de su inocente salida del armario.

Al día siguiente Alicia volvió a la clase de inglés muerta de miedo, pensando en los comentarios malévolos contra el bueno de Nelson, en la tensión de la cara del señor T., en la posible reacción de Nelson cuando comprendiera que se estaban burlando de él.

Borja Granero era el tío más gilipollas del universo. ¿Es que nadie iba a hacer nada para callarle la boca? ¿Y qué haría ella? ¿Podía acusar a sus compañeros de no hacer nada cuando ella misma tampoco era capaz de enfrentarse a ese imbécil?

La clase comenzó y ni Borja ni sus amigotes hicieron ningún tipo de comentario al respecto, dentro o fuera de clase.

Tampoco pasó nada al día siguiente, ni al otro, ni una semana después.

Todos parecían haberse olvidado del asunto.

Tal vez el mundo estaba cobrando un poquito de cordura, tal vez había una pequeña esperanza, un destello de madurez. Si Borja Granero era capaz de respetar la sexualidad de Nelson, tal vez había una posibilidad de que, en un futuro, se acabaran las guerras en el mundo.

Aunque algo estaba cambiando, lenta pero gravemente.

Nelson.

Nadie había comentado nada respecto a la salida del armario del inocente Nelson, pero algo estaba cambiando en él. Llegaba cada vez con peor aspecto a clase, más cansado, más triste, sobre todo más discreto; ni rastro de sus famosas sentencias.

Cuando Alicia intentaba entablar conversación con él, respondía con monosílabos.

—No te preocupes, Alicia —dijo el señor T. al final de la clase—. Tal vez se haya dado cuenta de que es mejor tener el pico cerrado. En boca cerrada jamás entró mosca alguna.

Pero no era eso, no podía ser.

Un lunes por la noche, mientras navegaba por internet mirando chorradas antes de acostarse, se le ocurrió buscar a Nelson en Facebook. Para entrar en la red social, Alicia utilizó uno de sus muchos perfiles falsos: una foto de la actriz Helena Bonhan Carter y el nombre de Marla Player.

25 años

soltera

filosofía budista

estado mental déjame en paz

Tecleó «Nelson Castillo» en el buscador y obtuvo siete posibles personas; ninguna de ellas era el bueno de Nelson.

Mierda.

Tal vez Nelson, igual que ella misma, se había registrado con otro nombre en Facebook.

Ni de coña, Nelson no era capaz de hacer algo así. Si se llamaba Nelson Castillo, eso era exactamente lo que pondría al registrarse en Facebook o en cualquier parte.

Quizá Nelson seguía en la red social que casi todos habían abandonado ya: Tuenti.

Hacía por lo menos un año que Alicia no entraba en Tuenti, ni siquiera recordaba el usuario y mucho menos la contraseña con la que se dio de alta. Se puso a rellenar la solicitud de registro: usó la misma foto de Helena Bonhan Carter, Marla Player otra vez, soltera…

Nelson Castillo

Buscar

Esta vez obtuvo cuatro resultados. Su compañero Nelson era el segundo de ellos.

La foto de su perfil parecía habérsela tomado a sí mismo en su cuarto de baño, sonreía como hacía días no le había visto sonreír en persona.

El fondo de la página era verde manzana. (Oh, Nelson.) Había una selección de canciones infantiles como favoritas en su perfil, que estaba abierto a que lo visitara cualquiera.

Tenía fotos en su habitación, leyendo un libro, jugando a videojuegos con otros amigos que Alicia no conocía. Una foto de su séptimo cumpleaños, una foto de cuando era un bebé y varios de sus maravillosos dibujos.

Todo tan tierno, y todo tan Nelson, nada fuera de lugar, hasta que a Alicia se le ocurrió empezar a leer los comentarios al pie de cada foto.

Vaya cara de gilipollas que tienes en esta foto, Nelsoncito, parece que acabas de comerte una polla

Debes de estar así de gordo de tanto semen como tragas, maricón de mierda

Yo creo que aquí en pañales ya eras maricón, seguro que tus padres te tenían que estar sacando siempre el chupete del culo

Alicia dio un respingo en la silla. Estaba horrorizada.

Nelson tenía exactamente veintitrés «amigos» y, a excepción de tres, los primeros, que compartían apellido y parecían ser sus primos, el resto eran claramente perfiles falsos y todos habían empezado a hacer comentarios en su perfil y en sus fotos desde hacía menos de una semana.

Justo después de aquella famosa clase que parecía haber quedado en nada.

Hijos de puta.

Había comentarios diarios, constantes. Alicia empezó a leerlos cronológicamente y descubrió, para mayor espanto, que todos habían comenzado siendo amables, se presentaban como chavales homosexuales y bisexuales. El inocente Nelson había aceptado el ofrecimiento de amistad de todos y les preguntaba que cómo habían dado con él.

LUCAS OCT 12 2013 3:05 PM

He visto tu foto por casualidad, y me pareces un chico muy guapo

CHICO AMOR Z OCT 12 2012 5:05 PM

Si quieres podemos hablar de cómo masturbarse o cómo hacerle el amor a otro chico

Nelson les contestaba con inocencia.

NELSON CASTILLO OCT 12 2012 9:40 PM

Me da miedo que me metan nada en el trasero, eso duele mucho

LUCAS OCT 12 2012 9:45 AM

Claro que no, hombre, prueba a meterte un plátano primero y relájate, luego ve intentando con cosas cada vez más y más grandes, aunque te duela un poco; es bueno que vayas adaptando el esfínter

NELSON CASTILLO OCT 13 2012 6:40 PM

Ayer me metí medio plátano, pero al sacarlo se chafó y me manché todo

LUCAS OCT 13 2012 6:48 PM

Supongo que te comerías el plátano después, dame tu teléfono

NELSON CASTILLO OCT 13 2012 7:40 PM

Mi teléfono 9502711121; por qué me iba a comer el plátano?

LUCAS OCT 13 2012 7:42 PM

Siempre que te metas algo, luego tienes que comértelo, no lo sabías?

NELSON CASTILLO OCT 13 2012 7:47 PM

Eso no tiene sentido

GAY ROBOT OCT 13 2012 7:48 PM

Vamos a ver, Nelsoncito: ¿eres o NO eres un BISEXUAL AUTÉNTICO? Si te decimos que tienes que comerte el plátano, te lo tienes que comer, te voy a llamar ahora mismo

Alicia no podía seguir leyendo de la angustia. Había cientos y cientos de comentarios y leyó lo que Nelson respondía a algunos de ellos.

NELSON CASTILLO OCT 14 2012 3:15 AM

DEJAD DE LLAMARME, POR FAVOR. AL MENOS NO LLAMÉIS DESPUÉS DE LA MEDIANOCHE, MI PAPÁ ESTÁ MUY ENFADADO

Alicia se propuso descubrir quién era quién entre los «amigos» de Nelson en Tuenti. Hizo de tripas corazón y se dispuso a leer todos y cada uno de los comentarios o, mejor dicho, los perfiles de los autores de cada uno de ellos. Descubrió que de los veinte falsos amigos, catorce no habían hecho jamás un comentario, debían ser meros espectadores, amigotes de Borja y compañía que se lo estaban pasando en grande con aquello (seguramente habría muchos más espectadores que no se hicieron perfiles falsos en cuanto descubrieron que el perfil de Nelson estaba en abierto), y descubrió que de los seis que habían intervenido había sobre todo dos que comentaban continuamente.

LUCAS, que era sin duda Borja.

GAY ROBOT, que podía ser Jairo o Saúl.

Estaba siendo una gilipollas, ¿para qué demonios quería identificar a todos esos tarados? Todos le lamían el culo a Borja, el niño chulito hijo de puta. Borja era todo lo que necesitaba. Si terminaba con él, todo el maldito grupo se desmantelaría.

Lo primero era terminar con el tema de Tuenti. Dio con la contraseña de Nelson en el cuarto intento. De entre todas las posibles, la contraseña era «contraseñatuenti», típico de Nelson, pensó aliviada porque a ninguno de esos desgraciados se le hubiera ocurrido.

Guardó todas las fotos de Nelson en el disco duro de su ordenador y después canceló la cuenta de Tuenti. Entonces creó una nueva cuenta en la que volvió a subir las fotos. Desde esa nueva cuenta envió peticiones de amistad a los primos de Nelson. Por último, le escribió un email a Nelson desde una cuenta falsa, haciéndose pasar por un ejecutivo de Tuenti.

Estimado Nelson:

Me comunico contigo para informarte de que hemos eliminado tu cuenta en Tuenti debido al contenido ofensivo que contenía. Hemos vuelto a crear una cuenta con el nombre de Nelson Artist. La contraseña es «contra99seña».

Te aconsejamos que en el futuro no aceptes peticiones de amistad de personas que no conozcas realmente y que te comuniques con Tuenti en cuanto te sientas ofendido por algún comentario.

Atentamente.

John Boss

P. D.: Estamos muy impresionados con tus dibujos, tienes mucho talento.

Alicia sonrió satisfecha. El estómago le hizo un ruidito. Jo, estaba muerta de hambre: si es que apenas había cenado una loncha de jamón de york. Se miró las piernas y se juró a sí misma que no iba a sucumbir a la tentación de bajar a la cocina a comer. Consultó el reloj de su ordenador y vio que pasaba de la medianoche. Tendría que aguantar hasta el desayuno.

El problema era que el culo y las piernas no paraban de engordar. No entendía de dónde salía toda aquella grasa, ¡si casi no comía! Cuando se ponía unos vaqueros le apretaban tanto que parecía que iba a explotar con solo coger aliento. Para colmo, tenía los pechos grandes y era como un mal chiste: muchas chicas pagarían una fortuna por tener aquellas tetas, pero con su culo y sus piernas el conjunto no tenía ningún valor.

Era terrible. «¿Quién se va a enamorar de mí con este cuerpo?», pensaba todo el rato.

Tenía dieciséis años, casi diecisiete, y lo peor era que todavía no se había acostado con ningún chico. Todo era bastante deprimente. Con sus compañeras de clase rehuía cualquier conversación que tuviese que ver con el sexo. Todas hablaban con desparpajo de sus relaciones sexuales, todas sus compañeras de clase se habían acostado como con cien chicos cada una. Alicia guardaba silencio. ¡Lo que se iban a reír si supieran que ella no se había acostado aún con nadie! Por el amor de Dios, ¡ni siquiera había besado a un chico!

A veces pensaba que jamás conocería el sexo. La idea de quedarse desnuda frente a alguien era deprimente. ¿Cómo iba a quedarse desnuda con aquellos muslos?

Ya lo había intentado todo: dietas hipocalóricas, dietas de proteínas, dietas vegetarianas, dietas milagro, dieta de líquidos. Se había matado haciendo ejercicio: jogging, aerobic, spinning, pilates… Y nada. Incluso había intentado, sencillamente, dejar de comer. ¡Pero si es que no comía casi nada!

Su cuerpo se negaba a perder un maldito gramo. Su cuerpo se aferraba a la grasa como una montaña se aferra a las rocas.

Lo malo es que no tenía fuerza de voluntad. Se lanzaba a cada nueva dieta llena de energía y esperanza. El primer día cumplía la prescripción a rajatabla: seleccionaba cuidadosamente los alimentos, los pesaba y los medía. Un puñado de días después no podía ni con su alma, no había perdido ni un gramo y se moría de hambre. Entonces se convencía de que jamás podría adelgazar y lo mandaba todo a la mierda. Era todo muy deprimente. Lo malo era el sentimiento de culpa. Cuando abandonaba una dieta, el sentimiento de culpa iba creciendo durante semanas, persiguiéndola como un millón de ojos llenos de reproche, como un ejército de dedos acusadores. El sentimiento de culpa la asediaba hasta que se decidía a intentar una nueva dieta, otra dieta que apenas aguantaba unos días, para volver a dejarla y volver a sentirse culpable.

No era fácil vivir cargando con un montón de kilos de más y un perpetuo sentimiento de culpabilidad.

Ignorando la sensación de vacío en el estómago, empezó a registrarse en páginas de contactos eróticos. Se pasó dos horas buscando hasta que por fin encontró lo que necesitaba: una chica joven, morena y muy guapa, con pinta de adolescente, que había colgado algunas fotografías eróticas vestida con chaquetas y corbatas de hombre. Alicia enrojeció de alegría cuando comprobó que había incluso fotos de la chica caminando por Madrid.

Acto seguido creó un perfil falso en Facebook utilizando algunas de las fotos de aquella chica y un nombre inventado: Aurora.

Miró el reloj y supo que no le quedaban más de seis horas de sueño. Lo malo es que antes de irse a la cama tenía que encontrar el verdadero perfil de Borja Granero en Tuenti o, mejor aún, en Facebook.

Su amiga Julia apareció entonces en el Messenger.

Julia: qué horas son estas?

Alicia: estoy ayudando a Nelson

Julia: Nelson es el grandote ese medio tonto?

Alicia: no seas idiota, Nelson es mi amigo

Julia: y qué le pasa?

Alicia: el idiota de Borja y sus amigotes no paran de meterse con él

Julia: y tú qué puedes hacer?

Alicia: voy a acabar con esto. Voy a darle una lección al imbécil de Borja.

Julia: tú? Una lección a Borja? Te has vuelto loca? Qué vas a hacer tú?

Alicia suspiró. Julia era su mejor amiga, aunque a veces parecía no entender nada. Aun así la quería mucho. Las dos habían crecido en el mismo barrio, habían ido al mismo colegio, habían hecho muchas cosas juntas. Incluso habían tenido una extraña experiencia lésbica una vez que Alicia se quedó a dormir en su casa cuando tenían quince años. Compartieron la habitación y durmieron en la misma cama, y ninguna de ellas estaba pensando ni remotamente en el sexo hasta que ocurrió: se abrazaron bajo las sábanas y, casi de mutuo acuerdo, comenzaron a acariciarse y a apretarse la una contra la otra. No podría decirse que fuese una experiencia sexual completa. La cosa no pasó de las caricias y los abrazos. No quería decir que fueran lesbianas. Simplemente se dejaron llevar por un impulso. Aquella noche Alicia sintió un fuego en su interior que tardó muchos días en extinguirse. Fue entonces cuando se le ocurrió pensar que no le había importado quedarse desnuda delante de Julia, a pesar de que su amiga era delgada y tenía un bonito cuerpo. Y, aunque su amiga Julia no le dio ninguna importancia a lo sucedido, el episodio se quedó grabado en la mente de Alicia como un nudo no resuelto, algo sobre lo que pensaba a menudo y que era como un gran misterio en su vida que algún día tendría que resolver.

Julia: entonces, qué vas a hacer??

Alicia: ya lo verás, dentro de unos días mira en la página de informática del instituto

Julia: Uuuuuh, misterio, misterio…

Era extraño: Alicia se daba cuenta de que en el mundo virtual de internet era mucho más valiente que en el mundo real. Allí se atrevía a hacer lo que nunca soñaría en el mundo real.

Fue justo entonces cuando su hermano pequeño, David, comenzó a gritar desde la habitación contigua. Fue un grito desgarrador que se prolongó en el silencio de la noche con la urgencia de una tragedia. Un grito de pánico, de angustia.

Su hermanito David tenía cuatro años y sufría parálisis cerebral de nacimiento.

Alicia escuchó a su madre correr escaleras arriba desde su dormitorio.

Alicia: me tengo que ir, mi hermano tiene otra crisis

Julia: lo siento chica, espero que no sea grave

Alicia: siempre es grave

Su hermano David no podía hablar ni moverse, pero era capaz de gritar con una fuerza estremecedora.

Julia: bueno, avísame cuando hayas hecho lo que sea que vayas a hacer con el idiota de Borja. ¡No quiero perdérmelo!

Alicia: tranquila, te enterarás

Su madre la estaba llamando a gritos para que acudiese. David no se calmaba.

—Mierda —pensó Alicia—, y yo preocupada por joder a Borja. Espero que esta noche no volvamos a terminar en el hospital.