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Carla

Carla, semiinconsciente e inmovilizada sobre el frío suelo de la terraza, ya ni siquiera trataba de liberarse del hombre que intentaba violarla.

Una mano le hurgaba en la entrepierna tirando de sus bragas. Carla apenas notaba su propio cuerpo ni el peso de aquel hombre. Solo sentía un dolor punzante en la cabeza, pero incluso el dolor se alejaba mientras ella se hundía cada vez más en la oscuridad.

Una última fibra de consciencia se le escapaba cuando escuchó un grito de su hijo Aarón.

—¡Mamá!

Fue como salir de un pozo y sentir que la luz inunda tus sentidos. Una inyección de adrenalina recorrió su cuerpo de los pies a la cabeza. Giró las caderas con violencia, levantó la rodilla y le golpeó en la entrepierna. El hombre soltó un aullido de dolor. Carla se escabulló a un lado y se puso en pie.

Alberto López de Prada, de rodillas, quiso sujetarla por el brazo. Afortunadamente estaba muy borracho y sus movimientos eran torpes y lentos. Carla lo empujó con todas sus fuerzas y el hombre se desplomó hacia atrás.

—¡Hijo de puta, tengo todo lo que ha pasado grabado en mi teléfono!

Carla abrió la puerta corredera y cruzó la gruesa cortina de regreso a la fiesta. Nadie parecía haber advertido lo que acababa de ocurrir en la terraza.

Temblaba de miedo y de rabia. Buscó a su hermano, pero no lo vio entre la multitud que todavía se agolpaba en la redacción del periódico. Habían subido el volumen de la música y el alcohol hacía que todos bailasen y gritasen a carcajadas.

Temblorosa, se metió en un despacho vacío. Cerró la puerta y se dejó caer en el suelo, la espalda apoyada contra la pared. Entonces rompió a llorar mientras escuchaba voces y risas al otro lado de la puerta. Tenía la respiración agitada y el corazón latía con fuerza.

Nunca había sentido tanta rabia.

Lo que le había dicho a Alberto era mentira. Cuando había empezado a acosarla en la terraza no le había dado tiempo de accionar la grabación en su iPhone. No tenía ninguna prueba de lo ocurrido. No podía hacer nada.

Tenía miedo de la reacción de su hermano. La reacción de Isaac era imprevisible si se enteraba de lo ocurrido. Si se enfrentaba con aquel desgraciado podría acabar perdiendo el trabajo.

Pero no podía dejar que las cosas quedasen así. Tenía que hacer algo.

Como si obedeciese a un impulso invisible, espoleada por una lanza de rabia, se puso en pie y encendió el ordenador que había en el despacho. Se conectó a internet y entró en la página web de la Consejería de Urbanismo de la Junta de Andalucía.

No supo lo que buscaba, ni siquiera era plenamente consciente de lo que estaba haciendo, hasta que encontró el listado oficial de miembros de la Consejería donde aparecía el nombre de Alberto López de Prada y, lo más importante, su teléfono de contacto. Carla estaba segura de que aquel número de teléfono pertenecía al iPhone que el desgraciado le había enseñado unas horas antes. Lo más seguro era que Alberto utilizase un solo teléfono, el oficial, y cargase todas sus llamadas privadas a la Consejería.

Para Carla aquel teléfono era una llave que abría otras puertas, solo había que saber utilizarla y ella sabía cómo.

Los teléfonos, al contrario que las redes de ordenadores, apenas contaban todavía con medidas de seguridad. Sonoros eran los casos de fotografías comprometedoras de personajes famosos robadas de sus teléfonos móviles. Con los conocimientos informáticos adecuados no era difícil piratear un teléfono si uno se lo proponía.

Carla entró en su cuenta de Dropbox, un espacio de almacenamiento de datos en internet conocido como «la nube». Desde allí todavía tenía acceso a algunos programas que había utilizado habitualmente en su trabajo antes de que la despidiesen. Tener los programas accesibles desde una carpeta de la nube le permitía seguir trabajando desde casa sin necesidad de estar copiando continuamente en una memoria los ficheros del ordenador del trabajo al de casa.

Desde el ordenador del periódico ejecutó una aplicación capaz de recopilar las páginas web que habían sido vistas desde cualquier dispositivo móvil. Era un programa sencillo que muchas empresas que se dedican a insertar publicidad en internet utilizan para conocer las preferencias de los usuarios. Aunque a Carla le importaban una mierda las páginas web que Alberto hubiese visto, conocer su historial de navegación era el primer paso para lograr lo que realmente perseguía: averiguar la contraseña de su correo personal.

Los sitios como Google, Amazon o Facebook protegían bien sus contraseñas. Utilizaban conexiones cifradas. Si no se instalaba previamente un virus o un programa espía, resultaba casi imposible interceptar las contraseñas que los usuarios introducían para acceder a esas páginas.

Pero había otras páginas web que no se preocupaban tanto de la seguridad. En esas páginas las contraseñas se transmitían sin cifrar y se guardaban temporalmente en la memoria del teléfono para no tener que teclearlas cada vez que se entraba en ellas.

Como había esperado, Carla descubrió que Alberto visitaba regularmente varias páginas de baja seguridad. Todas ellas eran sitios de pornografía de pago en las que había que registrarse mediante contraseña. Analizando los datos del historial de navegación, no tuvo ningún problema para ver la contraseña que Alberto había utilizado en una de esas páginas:

madonna230978

A continuación, Carla entró en el perfil público de Alberto en Facebook.

Música favorita: Coldplay, Madonna, Alejandro Sanz, Lady Gaga.

Fecha de nacimiento: 23-09-1978.

Contacta conmigo: Alberto.prada@gmail.com.

Que hubiese utilizado uno de sus artistas favoritos —Madonna— en su contraseña le indicó que iba en la dirección correcta. Por otro lado, los números se correspondían con su fecha de nacimiento.

Como programadora, Carla conocía lo suficiente de las medidas de seguridad informáticas para saber que los hackers —como se llama a los expertos en programación que entran ilegalmente en las redes privadas de las empresas—, no hacen precisamente uso de complejas técnicas para romper las protecciones de seguridad. Los sistemas de encriptación de contraseñas han evolucionado tanto que es prácticamente imposible acceder a un sitio web con los métodos que funcionaban unos pocos años antes. Los hackers ya no perdían el tiempo tratando de engañar a un Firewall, una muralla informática de seguridad prácticamente inexpugnable. En cambio, se seguían colando fácilmente en las redes de empresas y organismos públicos aprovechando el punto más débil del sistema: el humano.

El espionaje industrial es un negocio muy lucrativo. El noventa y nueve por ciento de los accesos ilegales a las bases de datos de empresas se lleva a cabo gracias a la negligencia de las personas que las utilizan.

Y es que para todo el mundo supone un quebradero de cabeza recordar las contraseñas del ordenador de su trabajo y además las de cada página web que obliga a registrarse: Gmail, Facebook, Apple… Que te obliguen a que esas contraseñas sean cada vez más complejas, con números, signos de puntuación y mayúsculas, no hace sino facilitar la tarea de los hackers porque la mayoría de usuarios las acaba apuntando en un pedazo de papel para no olvidarlas.

Los espías burlan sistemas de seguridad que cuestan millones de dólares simplemente robando el pósit donde alguien ha apuntado la contraseña de acceso.

Las personas algo más precavidas que no apuntan su contraseña en un pedazo de papel suelen inventarlas basándose en datos fáciles de rememorar: el nombre de un familiar, un actor o su músico favorito; palabras combinadas con números sencillos de recordar, como una fecha significativa, el cumpleaños del hijo o el aniversario.

Carla examinó la contraseña que Alberto había utilizado para registrarse en la página de pornografía: madonna230978. Estaba construida de un modo muy obvio. Madonna, según su perfil de Facebook, era uno de sus artistas favoritos. Los números se correspondían con su fecha de nacimiento.

Existía la posibilidad de que utilizase siempre la misma contraseña para registrarse en todas las páginas web. Si Alberto era lo suficientemente precavido para tener contraseñas diferentes, lo más probable es que emplease un método para construirlas que le permitiera recordarlas con facilidad.

Carla accedió a la página de registro del correo de Gmail. Introdujo la dirección de email de Alberto (Alberto.prada@gmail.com) y, a continuación, probó suerte con la contraseña que había sacado de su teléfono móvil.

El nombre de usuario o la contraseña introducidos no son correctos

Probó combinando otros de los artistas favoritos de Alberto que aparecían en su perfil de Facebook con su fecha de nacimiento:

alejandrosanz230978,

ladygaga230978,

coldplay230978.

La tercera contraseña fue aceptada y Carla tuvo acceso a su correo personal.

Comenzó a revisarlo sin una idea clara de lo que buscaba. Solo sentía que el corazón le latía muy deprisa en el pecho y la sangre se le agolpaba en la cabeza. Más allá de la agresión física, en sus oídos todavía resonaban las palabras de amenaza de Alberto.

«Voy a hacer que despidan a tu hermano».

No tardó en encontrar montones de emails con facturas por descargas de pornografía en internet. Los cobros se cargaban a una tarjeta Visa que estaba a nombre de la Junta de Andalucía. Alberto era tan estúpido que ni siquiera era capaz de descargar la pornografía gratuita que inundaba la red, tan estúpido que encima la pagaba con la tarjeta oficial.

Siguió revisando los emails. Aplicó un filtro para ordenarlos por destinatario y comprobó que había abundante intercambio de emails con su padre, un tal Francisco de Prada, el director general de la Consejería de Urbanismo, el alto cargo del partido socialista del que tanto presumía su hijo.

A lo mejor debería filtrar a los medios de comunicación las facturas de Alberto por descarga de pornografía a cuenta de la tarjeta oficial. Pero aquello no le parecía lo suficientemente contundente.

Carla leyó algunos de los mensajes que Alberto había intercambiado con su padre. La mayoría trataban de asuntos triviales. Carla dedujo que Alberto era algo así como el chico de los recados de su padre. Se preocupaba de que su coche estuviese listo, le ayudaba con la correspondencia o le llevaba los trajes a la tintorería. Todo a cambio de un ostentoso puesto en la Consejería y de un generoso salario. Le daba náuseas.

Una cadena concreta de mensajes hizo que el corazón aletease en su pecho como un pez fuera del agua.

De: Alberto López de Prada

Para: Francisco de Prada

enviado el 12 octubre de 2012 a las 17:40

Me he reunido con Frutos esta noche. Ofrece el 10% y 30000 euros en efectivo por la recalificación del terreno.

De: Francisco de Prada

Para: Alberto López de Prada

enviado el 12 de octubre a las 17:58

Acepta. Recoge el dinero. Yo moveré los permisos.

De: Alberto López de Prada

Para: Francisco de Prada

enviado el 12 octubre de 2012 a las 18:05

Ya he hablado con él. Mañana me entregará el dinero. El 10% cuando empiecen las obras;)

¡Te tengo! gritó Carla levantando ambos brazos con los puños cerrados, como quien acaba de meter un gol. Aquello era pura dinamita. Estaban aceptando algún tipo de comisión ilegal por recalificar unos terrenos para algún constructor. ¿Es que en España no quedaba ni un solo político o empresario que no fuera corrupto?

Tenía que andarse con cuidado. Le temblaban las manos. No podía simplemente reenviar aquel email a un periódico. Los correos electrónicos podían manipularse fácilmente. Cualquiera podría cambiar el texto de un mensaje y reenviarlo. Ningún periódico tomaría en serio un correo acusatorio, y menos si el acusado era un «respetable» político.

Cosa diferente sería si alguien entrase directamente en aquel buzón y encontrase la información por sí mismo. Alguien con la libertad y la capacidad de difundirla adecuadamente.

Carla entró en la web de Wikileaks.

Wikileaks era un portal que publicaba filtraciones de cualquier documento que desvelase comportamientos poco éticos de Gobiernos, organizaciones o personajes relevantes. Aquello les iba a encantar.

Carla fue hasta el formulario de contacto y escribió un simple mensaje:

Esto les puede interesar.

HYPERLINK “mailto: Alberto@Prada.com” Alberto@Prada.com

password: coldplay230978

Alto cargo socialista. Corrupción urbanística.

Envió el mensaje y respiró hondo. Cerró los ojos con fuerza. Tuvo la impresión de que algo la abandonaba, como si una sombra invisible escapase por los poros de su piel. Fue una sensación extraña que hizo que se sintiera mucho mejor.

La puerta del despacho se abrió en ese momento. El bullicio de la fiesta la sacudió como un golpe de mar.

—¿Dónde te habías metido? —exclamó su hermano mientras se acariciaba el cuello y la cara se le estremecía en un espasmo de alivio—. Te he estado buscando por todos lados. ¿Te encuentras bien? Estás temblando…

Carla intentó sonreír como si nada hubiese pasado, pero las fuerzas le fallaron. Cuando su hermano se acercó hasta ella escondió el rostro y se abrazó a él con fuerza.

—Carla, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?

Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba llorando. No quería ser débil. No quería parecer débil delante de su hermano. Quería ser tan fuerte como él. Quería demostrarle que no tenía miedo. Pero no podía dejar de temblar. Ahora que era adulta se había creído a salvo de cualquier peligro, pero había bastado la fuerza bruta de un hombre para sentirse de nuevo vulnerable y aterrorizada como una niña.

—Dime, ¿qué te ha pasado?, ¿por qué tiemblas? —preguntó Isaac. Le puso la palma de las manos en las mejillas.

Carla encontró las fuerzas para relatarle su encuentro con Alberto en la terraza exterior.

—Qué hijo de puta —masculló Isaac apretando los puños con fuerza.

Frunció el ceño. Su mirada se endureció de un modo extraño. Su rostro parecía esculpido en piedra. Fue como si todo rastro de humanidad le abandonase por un instante. El rictus risueño de sus labios se volvió frío y despiadado. Carla nunca había visto aquella expresión en los ojos de su hermano. Era como mirar a un desconocido. Tuvo miedo de que hiciese algo de lo que pudiera arrepentirse.

—Estoy bien —dijo con un escalofrío—. En realidad no llegó a tocarme. Solo me dio un buen susto.

—Mierda, Carla. Ese tío es un gilipollas. No voy a dejar que esto quede así.

—Olvídalo, de verdad. Yo estoy bien.

—Carla, todavía estás temblando. ¿Te crees que voy a dejar que ese desgraciado se quede tan campante?

—Su padre es un político importante. Tienen poder. No quiero que hagas nada.

—Ya me andaré con cuidado. Por muy político que sea no va a poder con nosotros. Tú y yo somos más fuertes. —Sonrió con ternura—. Recuerda la fuerza que vive en nuestro interior.

—Ya no soy una niña a la que puedas consolar con historias —dijo Carla enjugándose las lágrimas.

De niña, poco después de que muriesen sus padres, cuando tenía pesadillas o la asustaba la oscuridad, Isaac solía hablarle de una fuerza misteriosa que, según él, ambos tenían en su interior. Carla todavía recordaba sus palabras de niño: «Está aquí dentro, cerca del corazón —decía Isaac poniendo su mano en el pecho de su hermana pequeña—. Yo puedo sentirla. Cuando algo me asusta o necesito valor recurro a ella, nunca me falla. Tú también la sientes, ¿a que sí?».

Con nueve años, Carla decía que sí para no defraudar a su hermano. Ella también quería ser valiente como él. Su hermano nunca tenía miedo, nunca lloraba. Carla quería dejar de sentirse sola. Quería dejar de echar de menos a sus padres. La realidad era que nunca había sentido aquella fuerza de la que le hablaba Isaac. Le mentía cuando le decía que sí. En realidad, su verdadero apoyo había sido su hermano, él siempre encontraba la solución para cualquier problema. De niños, su hermano siempre había sido un muro sólido en el que apoyarse para protegerse de las inclemencias del mundo.

—¿Sabes una cosa? —confesó Carla—. Yo nunca he sido valiente. —Se sentía como si tuviese otra vez nueve años, llorando en el hombro de su hermano mayor—. Siempre estaba muerta de miedo.

Isaac sonrió de un modo que hacía aflorar en su rostro el niño que había sido. Carla pensó que su hijo Aarón se le hubiese parecido mucho.

—Te contaré un secreto —dijo Isaac hablándole al oído—. Yo también estaba muy asustado cuando murieron nuestros padres. Entonces, un día me pregunté por qué los adultos iban por el mundo sin miedo, sin dudas. Por qué tenían respuestas para todo. Supuse que cuando eres mayor te haces muy fuerte. Imaginé que yo también tenía esa fuerza de los adultos, aunque fuese todavía un niño. Por mucho que quería ser fuerte seguía teniendo miedo. Cuando crecíamos siempre tuve la impresión de que podría haber hecho las cosas mejor, que mi vida estaba llena de errores. Y, a pesar de eso, nunca dejé que la tristeza se adueñase de mi carácter. Siempre encontré un motivo para sonreír. ¿Y sabes por qué? Porque te tenía a ti. Tú tenías la fortaleza suficiente para ambos.

Carla le miró a los ojos y supo que decía la verdad. Por primera vez su hermano parecía desorientado y frágil. Carla vio en sus ojos el rescoldo de un dolor que creía olvidado.

—Yo siempre tenía miedo —reconoció Carla con un hilo de voz—. Solo fingía que era valiente para no defraudarte.

—Y eso es lo que hizo que los dos saliésemos adelante. No importa lo asustados que estuviésemos. Lo importante era el amor y la confianza mutua que nos teníamos. La fuerza de la que siempre te hablé existe de verdad. ¿Te das cuenta? Es la capacidad de amar y de confiar el uno en el otro. Esa es la verdadera fuerza que reside en nuestro interior. Y esa fuerza, Carla, no nos va a abandonar nunca.

Alguien entró en el despacho en ese momento. Carla reconoció a uno de los compañeros de Isaac de la redacción del periódico.

—Siento interrumpir, Isaac, pero el jefe nos busca. Ha surgido algo.

—¿Qué pasa?

—Quiere que nos larguemos ahora mismo a Marbella para cubrir un suceso sobre el terreno.

—¿Ahora? ¿Estás loco?

—Díselo al jefe. Tenemos que estar allí antes de que amanezca. Hay una noticia que va a saltar mañana y quiere que tengamos una crónica lista a primera hora para la edición digital.

—¿Qué ha pasado?

—Ha desaparecido la hija de un empresario. Un tal Serguei Aksyonov. Es un magnate ruso afincado en Marbella. El asunto no huele bien. Por lo que se ha filtrado, la policía sospecha que no ha sido un secuestro, sino que el propio padre hizo desaparecer a su hija. Han encontrado sangre en la habitación y también en el jardín, pero todavía ni rastro de la joven.

—Joder —masculló Isaac.

—Sí, joder. Ese tío, Aksyonov, tiene contactos arriba. —Hizo un gesto con el pulgar—. Ha estado haciendo llamadas a los dueños de algunos periódicos. Incluido el nuestro. Dice que la policía se equivoca en acusarle y quiere que se aireen los trapos sucios de la policía de Marbella.

—Mierda. ¿Y qué se supone que tenemos que hacer nosotros?

—El jefe quiere que averigüemos la verdad y que la publiquemos. No importa si deja en buen o en mal lugar a ese tío. Siempre que sea la verdad.

—Está bien, voy enseguida.

—No te preocupes por mí —dijo Carla—. Ya estoy bien. Ve a hacer tu trabajo.

—Te llamaré mañana —soltó su hermano saliendo apresurado.

Carla volvió a quedarse sola en el despacho. El barullo de la fiesta había disminuido. De vez en cuando resonaba una carcajada discordante, lejana. Se abrazó a sí misma. A veces, pensó, el mundo era un lugar extraño y frío. A veces tenía ganas de que el mundo se detuviese para poder tomarse un respiro.

No tenía más remedio que seguir adelante. Con un suspiro se encaminó hacia la salida. Tenía que hacer algo con su vida. No podía seguir así, como perdida. Su psicoterapeuta tenía razón. Estaba utilizando a su hijo imaginario para llenar un vacío. Tendría que hablar seriamente con su psicoterapeuta. Que le pusiera un plan de choque o algo así. Quitarle de la cabeza como fuera la idea de Aarón. No podía seguir viviendo encadenada a un error.

La idea de desprenderse de Aarón la llenó de angustia. Tal vez podría esperar un poquito más. Al fin y al cabo, su hijo era un gran apoyo. A lo mejor tendría que esperar hasta que su vida se estabilizase un poco.

—Tu hijo que no existe está llenando un vacío en tu vida. Lo primero que debes hacer es llenar ese vacío con algo real.

—¿Como qué?

—Eso depende de ti. Define tus objetivos. Piensa qué quieres hacer con tu vida.

—Pienso que quiero hacer algo importante. Algo grande. ¿He dicho una tontería?

—No, no es ninguna tontería, si así lo piensas de verdad. ¿Qué significa para ti algo grande?

—No sé, algo que deje una huella en el mundo, en los demás. De niña solía pensar que cuando me hiciese mayor haría cosas para ayudar a la gente, quería ser misionera o algo así; no sé dónde se quedaron todas esas ideas.

—Puede que ahora sea el momento de recuperarlas, ¿no crees?

—Tienes razón. Quizás es el momento. Me gustaría ayudar a la gente. Me gustaría ayudar a que el mundo fuese un lugar mejor.

—Ese es un buen pensamiento, Carla.

«Sí, pero ¿cómo vas a hacerlo real?»