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Carla

—Nunca nadie me informó de las consecuencias psicológicas que iba a sufrir tras abortar —dijo Carla.

—No todas las mujeres viven un aborto del mismo modo —respondió la psicoterapeuta—. En mi opinión, creo que intentas desplazar tu responsabilidad por lo sucedido y culpar a los demás.

—¡De eso nada! —exclamó Carla—. Te voy a explicar por qué soy víctima. Yo era joven y estaba sola. No tenía nadie a quien acudir. Tienes un problema importante, estás sola, llena de miedo, y como te ofrecen esta posibilidad te lo empiezas a plantear. El tiempo aprieta cada día que pasa y tú sigues sola. Así que llamé por teléfono a esa clínica, creo que fue una compañera de trabajo la que me dio el número. Yo estaba de tres meses y me dieron cita para el día siguiente, como con prisa, lo cual es normal porque cuanto más tiempo tengas para pensar, para reflexionar, menos les conviene a ellos. No en vano los abortistas viven, y muy bien, del drama de estas mujeres.

—Estamos hablando de médicos, de profesionales.

—Sí, claro. Mira, al día siguiente fui a la clínica. Es algo extraño porque tú no quieres ir, la soledad te lleva, no te queda otra, es lo único que te ofrecen. Yo esperaba algo de información y lo que me encontré fue una situación surrealista. Allí no hay una mirada amable por ningún sitio, hay mucha frialdad. En la gente, en el ambiente. Ni una sonrisa. Te pasan a una sala de espera en la que solo se oyen murmullos y lo que ves es tétrico. Las caras de las mujeres que estaban allí. Esas caras no se me olvidan nunca.

—A lo mejor no era tan tétrico —dijo la psicoterapeuta—. Es posible que tu propia angustia te hiciese verlo así, te hiciese ver que los demás también lo estaban viviendo del mismo modo, ¿no crees?

—Te aseguro que allí todo el mundo tenía cara de funeral. Nadie hablaba. Era como si una tragedia planease sobre todas nosotras. Nadie decía nada. El médico tampoco te dice absolutamente nada. Mientras te examina, por supuesto, tú no ves la pantalla del ecógrafo. El médico verifica una serie de cosas y te manda de vuelta a la sala. Tú miras las caras. Las chicas más jóvenes recuerdo que lloraban bajito, sin hacer ruido. Nadie comentaba nada con nadie y reinaba el silencio, cuando en tu interior gritabas muy fuerte ¡no quiero! Son gritos ahogados, que no escucha ni quien tienes al lado, solo los oyes tú.

—Tuviste una charla con un psicólogo, ¿no es cierto? —La psicoterapeuta gesticuló mostrando las palmas de las manos.

—Sí, claro, el psicólogo. Esperas que te diga algo y no te dice nada. Quieres que te diga que no lo hagas. Pero al revés, te dice que no pasa nada, que es algo muy sencillo, muy fácil, y que cuando acabes te vas a casa como si nada, mientras que la realidad llega después. La cosa es que el psicólogo te descuadra todo porque esperas una mínima explicación y allí no te dan ninguna. Aquel tío solo parecía preocupado de que yo pasara al quirófano para poder cobrar. No le importaba mi situación, ni las consecuencias, ni nada. Recuerdo que me dijo que qué tal estaba, que con la cara que llevaba no hacía falta ni que contestase. Y me dice que tengo que firmar un consentimiento informado.

—Y en ese documento, ¿no se explicaba lo que iba a pasar?

—Era el típico documento que firmas cuando te sometes a una intervención. No te explican nada sobre las consecuencias psicológicas que se pueden dar. Al revés, se da por hecho que tú quieres abortar, que no vas a sufrir consecuencias negativas. Ni se preocupan por eso. En el documento escrito que te dan no dice nada de las consecuencias psicológicas o de los posibles traumas, ni siquiera lo menciona como posibilidad. Te dicen que no pasa nada, que es muy rápido y que en cuanto acabe te vas a casa como si nada. No te preguntan por qué puede suponer un mal para ti el seguir adelante con tu embarazo, que se supone que es el supuesto al que te acoges. Te informan menos que cuando te vas a sacar una muela. Te lo hacen y se olvidan de ti. Y tú apáñatelas como puedas.

—El momento más traumático para ti fue el de la intervención —dijo la psicoterapeuta.

—Después de hablar con el psicólogo te vuelven a pasar a la sala —respondió Carla—. Estás desorientada. Al rato te vuelven a llamar y te dicen que te desnudes, sin pudor alguno. No te dan una bata ni nada y vas desnuda hasta la camilla, y una vez que te colocas igual que si fueses a dar a luz, entra el médico. Recuerdo que tras ponerme una anestesia local, me dijo que como no me tranquilizase íbamos a estar hasta mañana y me iba a doler más. Entonces lo hizo. Fue rápido y muy molesto. Yo estaba mirando al techo gritando sin gritar. Quería salir corriendo de allí, pero no puedes. Es tan duro asumir lo que está pasando como la manera en que está pasando. A la vez que el médico hace su trabajo, las enfermeras tenían una conversación paralela sobre sus cosas.

—Hacen varias intervenciones al día. Para ellos es algo rutinario.

—¿Rutinario? ¿Te parece rutinario ver los restos de tu hijo metidos en un bote? Lo echan en un recipiente de cristal y se queda ahí, apartado en un lado. Tú lo ves. Es curioso como antes del aborto no te dejan ver la pantalla del ecógrafo por si te arrepientes, pero una vez que estás en la camilla les das igual. Lo dejan allí apartado, lo ves. Si estás de tres meses, no ves solo líquido. Yo vi trocitos de carne.

Carla tuvo que hacer un esfuerzo para no romper a llorar. Sentía la garganta llena de algodones.

—Bebe un poco de agua —dijo la psicoterapeuta. Frunció los labios y entornó los ojos mientras le ofrecía el vaso.

Carla tomó un sorbo y siguió hablando.

—Luego una enfermera se lleva el bote. Y se lo llevan como el que vacía una papelera. Esa imagen no se te borra de la mente en la vida. Luego te vistes como puedes, sola, nadie te ayuda, y pasas a una salita diferente a la anterior porque no permiten que las chicas que están esperando vean cómo te sacan de allí. Al final aparece una enfermera, te pregunta si te mareas y si le dices que no, te contesta «Pues hala, ya puedes irte a casa». Quieres salir a ver si te da el aire, pero dentro te has dejado algo, no estás entera, y se te cae el mundo. No sé ni cómo llegué a casa. Era viernes y estuve los tres días metida en la cama, sin levantarme ni para comer ni para ir al baño. Llega el lunes. Así que te levantas, te vistes y te vas a trabajar. Sientes que eres otra, que algo ha cambiado irreversiblemente, pero la gente no lo sabe.

Carla bebió otro poco de agua. Se limpió las lágrimas con un pañuelo de papel. Había rememorado aquello montones de veces, pero no podía evitar llorar cada vez que lo hacía.

—Me estoy volviendo loca —sollozó.

—Tu problema es que no puedes perdonarte por lo sucedido —explicó la psicoterapeuta—. Tu mente ha creado un mecanismo psicológico de defensa. Lo que tenemos que trabajar es el sentimiento de culpa.

—Aquí estás para ayudarme, para ayudarme a superar esto, a mí… Yo soy el objetivo de lo que haces, pero ¿quién ayuda a mi hijo? Todo esto es sobre mí, yo, yo, yo; y entonces él ¿qué? ¿Entiendes ahora que no pueda aceptar lo que pasó?

—Cuéntame qué es lo que sientes exactamente ahora respecto a tu hijo.

—Al principio me dio por imaginarme cómo serían las cosas si el embarazo hubiese seguido adelante. Si mi hijo hubiese nacido. Lo llamé Aarón. Me imaginaba cómo sería en cada momento, qué edad tendría. Poco a poco se fue dibujando una imagen en mi mente. Una imagen que en vez de desvanecerse o enturbiarse se iba definiendo cada vez más con el paso de los años. Veía su carita de niño y veía cómo cambiaba esa carita conforme crecía. Empecé a imaginar cómo hubiese afectado a mi vida tener un hijo. Tendría que llevarlo a una guardería, tendría que contratar a una niñera. Me gustaba imaginar lo que haría Aarón si estuviese a mi lado. Entonces empecé a imaginarme lo que Aarón diría o haría en tal o cual situación. Al principio esos momentos de locura me asustaban un poco. Pero también me hacían sentir mejor. Hasta que sin darme cuenta la idea de lo que Aarón estaría haciendo en cada momento comenzó a transformarse. Ya no era lo que Aarón estaría haciendo, era lo que Aarón estaba haciendo. Poco a poco pasé de imaginar cómo sería vivir con un hijo a vivir como si realmente tuviera un hijo. Por ejemplo, tengo que llevarlo a la escuela por las mañanas y recogerlo por las tardes. Cuido de él. A veces vamos al parque, o al cine, o a patinar.

—Comprendo. Para ti es real.

—¡No! ¡Por supuesto que no es real! Sé que Aarón «no» es real. Pero eso no hace que deje de pensar con todo detalle en cómo serían las cosas si fuera real. ¿Entiendes? No puedo evitarlo. Cada cosa que vivo la vivo por los dos. Cuando escucho una vieja canción pienso cómo sonará en sus oídos. Cuando reponen una película de mi niñez imagino cómo la verá él. Cada cosa que para mí es familiar puede ser nueva y excitante para Aarón.

Carla, que se encontraba tumbada en un diván de la consulta de la psicoterapeuta, se incorporó para sentarse. Se alisó la falda con un gesto mecánico y entonces miró a la terapeuta directamente a los ojos.

—Todo atraviesa dos prismas en mi vida. Y eso resulta tan inevitable como agotador.

—¿Y Aarón está aquí ahora, en la consulta, a tu lado?

—¡No! Por el amor de Dios, ¿cómo iba a dejar que escuchara esto? Tiene once años, casi doce, ¿qué pensaría si supiera que su madre lo dejó morir antes de nacer?