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Serguei Aksyonov

A pesar de ser un duro hombre de negocios temido y respetado, el millonario ruso afincado en España Serguei Aksyonov estaba a punto de sentirse extremadamente vulnerable, una debilidad que trataría de ocultar a todos.

Sobre todo a sí mismo.

El mensaje sorprendió a Serguei en el lujoso despacho privado de su mansión marbellí. Desvió la mirada hacia la pantalla de su iPhone cuando este emitió un suave zumbido de aviso. Se quedó paralizado al leer el texto que decía así: «Me llevaré a tu hija esta noche, cuando el ridículo reloj Bangalore de tu escritorio señale las nueve en punto. Allí estaré. Sangre con sangre. Haz todo lo posible por evitarlo. No será suficiente. Firmado: doctor Telmo Vargas».

Serguei leyó otra vez el mensaje, despacio, palabra por palabra, para asegurarse de que había leído bien.

Cada sílaba aumentaba el ritmo de su corazón e incendiaba su rabia con mayor intensidad.

Sus dientes estaban apretados como los de un lobo que atenaza con ellos a su presa.

Lo sorprendente no era tanto la amenaza, sino el hecho de que el mensaje hubiese llegado a su cuenta de correo electrónico privada, una dirección de email que solo conocían un puñado de personas en todo el mundo. Personas de su máxima confianza.

Cogió el teléfono entre sus manos y leyó aquel mensaje por tercera vez.

«Me llevaré a tu hija esta noche…»

Al principio pensó que se trataba de una broma. Uno de esos correos basura que había logrado pasar el filtro anti-spam de su correo electrónico. Pero mencionaba el reloj Bangalore de su escritorio. Aquel reloj era una pieza de museo que su prometida, lady Brandson, le había regalado por su cumpleaños solo unos días antes. La carcasa, en madera de nogal y cerezo, reproducía con todo detalle la intrincada arquitectura de un templo indio. Pocos conocían la existencia de aquel reloj sobre el escritorio de su despacho.

Serguei cerró los ojos mientras trataba de recordar quién había pasado por su despacho de Marbella en los últimos días. No habían sido muchos y todos eran personas de su máxima confianza. Ninguno se atrevería a amenazarle de modo alguno y mucho menos se atreverían a amenazar a su hija.

«… cuando el ridículo reloj Bangalore de tu escritorio señale las nueve en punto. Allí estaré. Sangre con sangre. Haz todo lo posible por evitarlo. No será suficiente. Firmado: doctor Telmo Vargas».

¿Doctor Telmo Vargas? ¿Qué clase de broma era aquella? ¿Quién podía ser tan idiota de amenazar al mismísimo Serguei Aksyonov?

Con el teléfono en la mano fuertemente apretado, se volvió con inquietud hacia los ventanales a su espalda. Una débil niebla marina comenzaba a cubrir el paisaje del atardecer. Su mirada recorrió la extensión de césped y árboles en el terreno de su mansión y se detuvo en el muro de hormigón que la rodeaba. Aguzó la vista intentando imaginar a alguien encaramado al muro, escudriñando el interior de su despacho con unos prismáticos. La idea le pareció ridícula, además de imposible. Había cámaras de seguridad. Cualquiera que osara trepar el muro sería detectado en el acto.

Entonces ¿quién diablos había enviado aquello?

No le cabía duda de que la mención al reloj de su escritorio había sido intencionada. Fuera quien fuese quería dejar claro que conocía el interior de la casa y que, además, lo conocía porque había estado allí recientemente.

Serguei apretó un puño. Los músculos de su mandíbula se tensaron. Se quitó la chaqueta y se sentó en el sillón tras su escritorio. Vestía un traje negro de Armani y camisa de seda con gemelos de oro. Abrió el primer cajón y sacó una pistola que depositó sobre la mesa. Encendió un habano. Mientras chupaba y exhalaba el humo pulsó un botón del teléfono de su escritorio para comunicarse con el responsable de la seguridad de su residencia.

La mansión marbellí de Serguei Aksyonov se asentaba sobre un terreno de nueve mil metros cuadrados. La casa contaba con más de veinte habitaciones, así como de una pista de hielo, un museo privado de relojes, cine, piscinas y cabañas, e incluso su propio complejo deportivo.

La seguridad estaba a cargo de media docena de guardias que vigilaban noche y día. Los terrenos que circundaban la casa estaban rodeados de un muro de hormigón de tres metros de alto. En el muro, a lo largo de todo el perímetro, había cámaras de vigilancia. Todas las puertas de acceso a la casa eran blindadas y estaban equipadas con cerraduras electrónicas que solo se abrían con la huella dactilar del propio Serguei Aksyonov y de su hija Irena.

Irena Aksyonov tenía dieciséis años y siempre iba acompañada a todas partes por su propio guardaespaldas personal.

Serguei se sentía bastante protegido. Aun así, no quería correr riesgos.

—Esto te va a parecer increíble —dijo cuando el responsable de la seguridad respondió al otro lado del teléfono. Serguei leyó en voz alta el contenido del mensaje que amenazaba con secuestrar a su hija.

—No tienes de qué preocuparte —respondió el jefe de seguridad—. Nadie puede poner un pie aquí dentro sin que lo sepamos. Será alguien que ha dado con tu dirección de email por casualidad. Te habrá enviado el mensaje solo para joder. Hay mentes retorcidas que se divierten así —dijo—. Esta casa es una fortaleza y tu hija está vigilada las veinticuatro horas del día.

—Sea quien sea, me conoce —dijo Serguei negando con la cabeza. Tenía los puños fuertemente cerrados—. No bajes la guardia. Si es necesario, trae más hombres.

—Está bien. Pondré en alerta a los chicos. Puedes estar tranquilo.

Serguei pensó que quien le había amenazado ya había ganado una batalla consiguiendo simplemente que le prestara atención.

Ahora había conseguido, además, que alertara a su gente de seguridad. Ya eran dos bofetadas.

Fuese quien fuese iba a pagar muy cara su osadía.

Después de colgar el teléfono, Serguei se dirigió hacia el piso superior, donde se encontraban las habitaciones de su hija Irena.

Cada uno de sus pasos sobre la moqueta de las escaleras emitía un suave sonido esponjoso que, por alguna razón, no había advertido con anterioridad, y eso le irritó dolorosamente.

Sabía que su hija estaba segura en el interior de la casa, pero eso no evitaba que se sintiera inquieto.

«… cuando el ridículo reloj Bangalore de tu escritorio señale las nueve en punto. Allí estaré. Sangre con sangre. Haz todo lo posible por evitarlo. No será suficiente. Firmado: doctor Telmo Vargas».

Las palabras del mensaje resonaban en su cabeza. ¿Por qué a las nueve? ¿Cuántas personas conocían la existencia de aquel reloj?

¿Quién era aquel doctor Telmo Vargas que se atrevía a amenazarle a él? El nombre le resultaba vagamente familiar. Tenía la impresión de que lo había escuchado antes, en alguna ocasión, pero no lograba recordar cuándo.

Podría ser alguien muy cercano, se dijo a sí mismo valorando las posibilidades, o alguien muy cercano le estaba traicionando pasando información a otro. Existía una tercera posibilidad: que aquel hombre se hubiese colado ya en su casa anteriormente. Pero eso era, sencillamente, imposible.

Abrió la puerta del dormitorio de su hija Irena. La joven estaba tumbada en la cama mirando hacia la ventana con unos auriculares puestos y su teléfono móvil entre las manos. Sus dedos se movían con rapidez escribiendo en el teléfono. Irena no advirtió que su padre la observaba desde el umbral.

Serguei y su esposa habían disfrutado de la vida aun antes del nacimiento de su hija, pero Irena había llevado las cosas a la perfección. Serguei solía pensar con nostalgia que los primeros años de vida de Irena habían sido los más felices de su vida. Recordaba cómo de noche, cuando la niña dormía, solía entrar de puntillas en la habitación para mirar al bebé. A menudo se encontraba allí con su joven esposa y ambos contemplaban, cogidos del brazo, el milagro de una recién nacida durmiendo de bruces, el trasero al aire, la cabeza hundida en la cuna acolchada.

Aquella felicidad se había esfumado como por arte de magia. Su esposa había muerto en un desafortunado accidente de tráfico. El bebé había crecido hasta convertirse en una guapa adolescente y, simultáneamente, en una perfecta desconocida para él. De pronto, el sencillo mundo de la niña que escuchaba un cuento infantil sobre sus rodillas y abrazaba su muñeca se había complicado enormemente. Su hija era una criatura extraña ante sus ojos. Serguei sintió una punzada de culpabilidad. Se habían distanciado por su culpa, por no haber dedicado el tiempo suficiente a su hija.

Quizá, pensó, podría ponerle remedio a eso a partir de ahora.

—¿Pasa algo, papá? —preguntó Irena, que por fin reparó en la presencia de su padre observándola desde el umbral—. No me gusta que entres sin llamar —frunció los labios con disgusto.

Irena era la viva imagen de su madre. Era muy alta y delgada; a sus dieciséis años ya tenía cuerpo de modelo. Tenía una bonita melena de pelo negro, la boca ancha y sensual y unos ojos grandes y azules capaces de derretir a un hombre con la mirada.

—Esta noche te quedarás en casa —dijo Serguei—. Prohibida cualquier salida.

—¡Pero papá! Ya he quedado con mis amigas… —protestó Irena.

—Hoy no saldrás —negó Serguei tajante.

—Mierda, papá.

—Vendrá Holly a cenar.

—No quiero ver a esa puta.

—No hables así de mi prometida.

—Déjame en paz. Lárgate —dijo la joven con voz de hielo mirándole directamente a los ojos.

Serguei dudó sobre qué hacer. Quería decir algo, pero finalmente cerró la puerta y regresó a su despacho.

La hostilidad que existía entre su hija y su prometida se estaba haciendo insostenible. Hasta ahora había mirado para otro lado, como si esperase que la situación se arreglase por sí sola. Pero las cosas entre ellos estaban cada vez peor.

Tenía que hablar con Irena. No podía permitir que su vida sentimental se interpusiera entre su hija y él.

Más tarde, mientras cenaba con su prometida como tenía previsto, Serguei no podía dejar de consultar su reloj de pulsera. Quedaban pocos minutos para las nueve y, aunque sabía que no pasaría nada, no podía evitar sentirse inquieto.

Su prometida, Holly Brandson, era en realidad lady Brandson, la bellísima hija del conde Spencer, una rica heredera británica veinte años más joven que Serguei. Se habían conocido poco después de morir su esposa y se habían prometido solo dos meses atrás.

—Pareces preocupado esta noche —observó lady Brandson.

La mujer se levantó de su asiento, se colocó detrás de la silla de Serguei y le acarició el cuello y los hombros con dedos largos y suaves.

—He tenido un día duro —reconoció Serguei.

—Vamos al jacuzzi. Yo haré que te olvides de todos los problemas —susurró la mujer a su oído.

—No, esta noche no. —Serguei la apartó con brusquedad.

Se puso en pie y arrojó la servilleta con furia. Estaba nervioso y esa sensación le hacía enfurecerse aún más, lo cual le ponía más nervioso todavía. Ni siquiera advirtió el enfado de su prometida, que lo miraba con el ceño fruncido.

Consultó su reloj de muñeca por enésima vez. Eran las nueve en punto.

No había ocurrido nada. ¿Qué esperaba? ¿Que aquel doctor Telmo Vargas, fuese quien fuese, irrumpiese allí por las buenas? ¿Que se materializase en el interior de la casa como un fantasma? Eso era ridículo. Había una veintena de hombres vigilando los alrededores. «Nadie puede entrar aquí», dijo en voz alta para tranquilizarse.

Con un extraño presentimiento fue hasta su despacho para mirar el reloj Bangalore de su escritorio. Descubrió que estaba atrasado. En aquel reloj aún faltaban tres minutos para las nueve.

«… cuando el ridículo reloj Bangalore de tu escritorio señale las nueve en punto. Allí estaré».

Serguei se sirvió un whisky del mueble bar del despacho. En el exterior reinaba la oscuridad. Por algún motivo, el tráfico estaba detenido en la autopista que discurría paralela a los límites de su propiedad. Un atasco provocado por algún accidente. Las luces de los automóviles formaban dos hileras serpenteantes, una blanca y una roja, que se fundían en una sola línea en el horizonte.

Se volvió para observar el reloj, sin poder apartar la vista de las manecillas que avanzaban hacia las nueve en punto, como si esperase que se rompiese algún hechizo. A su mente acudieron viejos fantasmas, traiciones y promesas de venganza susurradas entre dientes.

Justo en el instante en el que las manecillas del maldito reloj alcanzaron las nueve, recibió una llamada del jefe de seguridad.

—Alguien ha saltado el muro.

Serguei no pudo evitar una bronca carcajada histérica. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

—No te preocupes —dijo el jefe de seguridad—. Tengo a todos mis hombres en alerta. También hemos avisado a la policía, por si se trata de un vulgar ladrón. No tengo que decirte que nadie tiene que salir de la casa hasta que lo hayamos cogido. ¿De acuerdo? Dentro estáis seguros.

Serguei iba a replicar que no iba a esconderse como un niño asustado por un fantasma, cuando una voz le llamó a sus espaldas.

—Serguei, ¿pasa algo? —preguntó su prometida, lady Brandson.

—Quédate aquí —respondió Serguei con brusquedad. Abrió el cajón de su escritorio y sacó una pistola que guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—¡Serguei! —exclamó asustada—. ¿Qué está ocurriendo?

—Alguien ha entrado en la propiedad. Mis hombres darán con él.

—Entonces ¿por qué esa pistola?

—Porque nadie amenaza a mi familia y sale impune.

Abandonó el despacho y corrió hasta la habitación de su hija. Irena estaba tumbada boca arriba en la cama. Hablaba con alguien por teléfono. Soltó una risita. En cuanto vio a su padre alejó el teléfono de su oreja. Serguei pensó que aquel maldito teléfono parecía una parte más de su propio cuerpo; su hija nunca se separaba de él.

—¿Qué quieres ahora? —preguntó Irena.

—No te muevas de tu habitación, ¿está claro?

—¿Por qué, qué pasa?

—Hay un intruso en la propiedad —respondió Serguei—. Puede ser peligroso.

Irena se giró dándole la espalda. Murmuró algo que su padre no pudo escuchar.

Serguei se aproximó a la cama y se inclinó sobre ella para darle un beso; su hija apartó la cara bruscamente.

—Está bien. No te muevas de tu habitación.

Irena no dijo nada. Serguei respiró hondo. Tenía que hablar con su hija y arreglar las cosas entre ellos. Pero la conversación tendría que esperar. Cerró la puerta y regresó a la planta de abajo, donde se encontró con el jefe de seguridad. El hombre tenía el rostro congestionado y las pupilas dilatadas.

—Creo que lo tenemos.

Salieron al exterior. La noche era fría y el cielo estaba cubierto de una bruma gris y pegajosa. Cruzaron el jardín del ala oeste dejando atrás la zona deportiva donde se encontraban las piscinas y las pistas de tenis hasta llegar a un pequeño bosque de pinos y álamos que crecía en el extremo oeste de la propiedad. El olor a yerba y a tierra mojada se mezclaba con la brisa marina.

—Al revisar la grabación de las cámaras del muro me dio la impresión de que quien lo había saltado se movía demasiado rápido —explicó el jefe de seguridad mientras caminaban—. Me hizo pensar que podría ser alguna clase de animal grande y no una persona. Mis chicos inspeccionaron el perímetro con visores nocturnos de infrarrojos y lo siguieron hasta aquí.

—Entonces ¿es solo un animal salvaje? —preguntó Serguei aliviado.

—Eso parece. Pero no es un animal de los que uno espera encontrar vagando por el campo.

Se detuvieron en el centro del pequeño bosque. Varios vigilantes de seguridad enfocaban sus linternas hacia arriba mientras otros apuntaban con sus rifles a la copa de un árbol.

—¿Está ahí arriba? —preguntó Serguei.

El jefe de seguridad le tendió unos prismáticos equipados con infrarrojos. Serguei inspeccionó el árbol.

—¡Es un mono! —exclamó al reconocer un silueta simiesca.

—Un chimpancé —puntualizó el jefe de seguridad—. Y de un tamaño considerable. Algunas mansiones de por aquí tienen zoos privados. Se habrá escapado. ¿Nos da su permiso para disparar?

Serguei asintió. El jefe de seguridad hizo una seña a uno de sus hombres. Un disparo percutió en la noche estrellada. Se escuchó un chillido que les puso los pelos de punta. Un bulto oscuro se desplomó desde diez metros de altura. El impacto del pesado cuerpo contra el suelo resonó con fuerza en la oscuridad.

—Cuidado —advirtió el jefe de seguridad—. Si no está muerto todavía es peligroso.

Dio un paso hacia el animal tendido en el suelo. Sacó su pistola de la funda del cinturón y le disparó en la cabeza. El simio se estremeció con un espasmo y después se quedó inmóvil. Todos se acercaron a contemplarlo. Todos menos Serguei Aksyonov, que ya regresaba a la casa.

—No bajen la guardia en toda la noche —ordenó antes de alejarse.

—No se preocupe, jefe. Hemos revisado a conciencia los alrededores y todo está tranquilo. Ninguna cámara ha dado una alerta. Puede estar seguro de que nadie más ha entrado aquí esta noche.

«Un maldito mono», se dijo Serguei Aksyonov con rabia. Apoyó el dedo sobre el lector de huellas digitales de la puerta de entrada. La cerradura electrónica se abrió con un chasquido metálico. Fue directo hasta las habitaciones de la planta superior ignorando las preguntas de su prometida, que revoloteaba nerviosa a su alrededor.

Tenía que ver a su hija.

Abrió la puerta del dormitorio. La habitación estaba vacía. No había ni rastro de Irena, solo su teléfono móvil sobre la cama, como un mal presagio. Irena nunca se separaba ni un instante de su teléfono.

Con movimientos lentos y pesados, como si avanzase por el lecho marino, Serguei se aproximó al aparato y lo miró con un estremecimiento. El corazón le latía con fuerza. Había una llamada en curso. Los altavoces del teléfono emitieron un sonido apagado semejante a una risa ahogada.

Escuchó la voz de su hija.

«¡Papá, ayúdame, por favor! ¡Este hombre me está haciendo daño! ¡Papá, tengo mucho miedo!»

—¡Irena! ¿Dónde estás, hija? ¡Irena! —gritó Serguei al teléfono.

La llamada se interrumpió. Serguei Aksyonov cogió el teléfono con ambas manos y se lo quedó mirando fijamente, como si a través del aparato pudiese alcanzar a ver dónde se encontraba su hija.

En ese momento el teléfono recibió un mensaje de texto:

Caiga sobre ti todo lo que nunca hiciste por mí.

Fue entonces cuando Serguei vio la gota de sangre sobre la moqueta. Roja, oscura, todavía húmeda.

Cuando lady Brandson se aproximó a su prometido no pudo evitar un grito al ver el horror y la desesperación más absolutos reflejados en los ojos de su futuro esposo.