Carla
Carla esperaba, pero su hijo nunca saldría.
Muchas madres y algunos padres estaban apiñados cerca de la puerta de la escuela esperando a que sonara la campana de salida. Carla prefería mantener la distancia desde el otro lado de la calle.
Era una maravillosa tarde de otoño: el cielo blanquísimo —la refracción de la luz apenas permitía que se produjeran sombras—, la caída constante y cadenciosa de las hojas de los árboles que yacían desparramadas sobre la acera, bajo los coches, o se quedaban enganchadas en la verja de la escuela o en los parabrisas…
Aún faltaban cinco minutos.
Criar a su hijo Aarón ella sola no había sido tarea fácil. Cuando estás en la situación de Carla muchos se apresuran a compadecerte, o celebran tu coraje, hablan bondades de ti. Carla imaginaba a sus amigos y familiares hacer comentarios como: «Pobrecita Carla, se ha vuelto a quedar en paro, a ver cómo se las arregla ahora…».
Todo el mundo te admira, todos te animan, te sonríen al pasar…, pero cuando cae la noche no hay nadie para ayudarte, solo estás tú y un bebé que no sabes cómo cuidar.
Sí. Aquel hubiera sido un momento perfecto, esperando a la puerta de la escuela. Era lo que más le repetía su psicoterapeuta: que había que disfrutar el presente, que no había que esperar a después para recordar el momento pasado y disfrutarlo. Mejor vivir el momento cuando estaba teniendo lugar.
No vivir en el pasado, no vivir en el futuro.
El pasado es inalterable, no puedes hacer nada para cambiar lo malo; y lo bueno, si es que lo hubo, es ya inalcanzable.
¿El futuro?
El futuro de Carla Barceló, una licenciada en tecnología de la información con media licenciatura de periodismo superada «en sus ratos libres», era realmente incierto. Carla tenía, en sus propias palabras, «más carreras que Ben-Hur», pero, como era la norma en España, eso no le aseguraba un trabajo decente. De hecho, volvía a estar en paro.
No sabía cuál iba a ser su próximo trabajo, si otra vez iba a tener que servir copas por la noche o si acabaría pidiendo auxilio a su hermano. Cuando Carla miraba al futuro no tenía respuesta al cómo ni al cuándo ni al dónde; por no saber, ni sabía el porqué.
Su hijo Aarón era lo mejor de su vida. Cariñoso y comprensivo, le daba una razón cada día para seguir siempre adelante.
Sí, había algo que sí sabía sobre su futuro después de todo, y era que amaría a su hijo Aarón por encima de todas las cosas.
Estaba sumida en esos pensamientos cuando se topó con la mirada desconfiada de una de las otras madres. Fue como el típico corte humorístico en las películas: suena una bella melodía de violín y, de repente, se escucha el chasquido de un disco de vinilo que se detiene.
No era la primera vez que la miraban de aquella manera medio desconcertada, de hiriente curiosidad… ¿o se trataba de lástima? Era imposible saberlo y carecía de importancia.
La campana sonó por fin y pocos segundos después, como si explotara una olla de palomitas de maíz, empezaron a aflorar niños de la puerta de la escuela. Los niños corrían con sus carteras a la espalda, todos uniformados, felices.
Carla pudo reconocer a Julio, a Valentina y a otros muchos compañeros de Aarón. Los siguió con la mirada mientras corrían y abrazaban a sus madres, a sus padres.
¿Dónde se había metido su hijo?
Pasaron un par de minutos. El flujo de niños que salía por la puerta del colegio disminuía por momentos.
Y seguía sin ver a Aarón.
Podría llamarle al móvil. Aarón tenía móvil desde los nueve años. Ahora era más normal que un niño pequeño llevase móvil, pero, dos años antes, cuando Carla se lo compró a su hijo, no estaba tan bien visto.
Aarón era uno de esos pocos niños que lograba ser encantador sin volverse tiránico. Al cumplir los cuatro años era tan guapo que incluso los desconocidos se paraban por la calle para dedicarle algún piropo. «¡Qué niño tan rico!». Los amigos de Carla decían que tendría que presentarlo a un casting de televisión; seguro que lo seleccionaban para anuncios o para una serie. Un psicólogo infantil del colegio comentó una vez que Aarón, a los cinco años, ya daba muestras de una gran inteligencia además de una clara empatía hacia los demás, que se reflejaba en su compasión y el respeto que sentía por los otros niños, por los que eran como él y, aun más, por los que eran diferentes.
A pesar de esas virtudes, Aarón no era lo que se dice perfecto. A los seis años llenó de dibujos las paredes del salón con el juego de pinturas que su madre le acababa de regalar; a los ocho rompió su hucha para darle el dinero a un pobre que solía pedir en la esquina del colegio y, no contento con eso, vació el joyero de Carla y le entregó al mendigo todos sus pendientes, anillos y pulseras de oro.
Por supuesto, al mendigo no se le volvió a ver por allí.
Carla le compró el móvil después del accidente en la fatídica excursión del colegio. Llevaron a todos los niños de su clase al campo para que conociesen cómo era una granja de animales. Llegada la hora de irse, Aarón, igual que ahora, no aparecía por ningún lado. Los profesores lo buscaron por todas partes y acabaron llamando a la policía. Cinco horas después encontraron a Aarón atrapado en una tubería de un colector de aguas de una acequia cercana. Cuando lo rescataron, el niño explicó que había escuchado los maullidos de un gatito atrapado y se había metido en la tubería para salvarlo. La tubería iba descendiendo según se adentraba en la tierra y cuando se dio cuenta se había quedado atrapado en el fondo. En el momento en que lograron sacarlo se había hecho de noche y el pobre niño estaba muerto de frío y empapado hasta los huesos.
Llamaron a Carla cuando todavía estaba en el trabajo. Salió a toda prisa y condujo saltándose todos los semáforos durante treinta kilómetros hasta la granja de las afueras. Aarón sufría hipotermia, tenía los labios morados y no paraba de temblar. No había querido soltar el gatito ni cuando lo metieron en la ambulancia. Lo sujetaba con fuerza contra su pecho, queriendo darle el poco calor que le quedaba. Aunque casi no podía hablar, al ver a su madre tuvo fuerzas para sonreír y decir:
—Mira, mamá, ¡lo he salvado! Lo voy a llamar Simba…
De vuelta al presente, a la puerta de aquella escuela, mientras los primeros padres comenzaban a caminar en dirección a sus casas o a sus coches, Carla se decidió a cruzar la calle y acercarse a la verja del colegio.
Vio entonces salir a Mayela, la primera noviecita de su hijo, que pasó a menos de dos metros, pero no se atrevió a preguntarle por Aarón.
Otras madres la miraban de soslayo.
«Qué se ha creído», alcanzó a escuchar… Seguramente no hablaban de ella, ¿o sí?
Un par de críos la golpearon accidentalmente mientras corrían y se le cayó al suelo la carpeta en la que llevaba los currículum. Uno de ellos fue a parar a un charco. Por un instante pensó en dejarlo ahí, pero acabó cogiendo aquel papel chorreante, doblemente inútil, y lo arrojó dentro de una papelera que le quedaba justo al lado.
Ya no salían niños de la escuela. Y Aarón no aparecía.
A Carla Barceló, que tenía ambas manos atenazadas a los barrotes de la verja, le invadió la angustia.
Por supuesto que su hijo no saldría. ¡Qué idiota había sido!
Se llevó la mano a la boca intentando ocultar una mueca de horror.
Algunas de las pocas madres que quedaban frente a la escuela, abrazadas a sus hijos, la estaban mirando fijamente.
Miró el reloj, aunque ya sabía qué hora era.
Soltó la verja y cruzó la calle despacio, reprimiendo los espasmos de llanto que le sacudían el cuerpo. Cuando llegó al otro lado de la calle se sentó en un banco sin perder de vista la puerta de la escuela.
Los espasmos cesaron, pero las lágrimas seguían surcando sus mejillas.
Pasaron unos minutos y el eco de los gritos alegres de los niños se desvaneció entre los bloques de apartamentos.
Ya no quedaba nadie.
Seguían cayendo hojas, pero caían más tristes, más lentas. Carla imaginó su propio cadáver en mitad del bosque, sobre el que las hojas se iban depositando despacio hasta que lo empezaban a cubrir y ocultar del mundo.
Las hojas cubrieron sus piernas, su vientre, sus manos, y empezaban a cubrir su cara.
En un momento dado solo quedaba un pedazo de la cara al descubierto, su ojo izquierdo.
Una hoja dorada y seca descendió entonces desde las alturas. Era la última hoja que le quedaba a ese árbol. Una hoja que desnudaba y desvelaba los secretos del bosque, pero que traía a Carla la oscuridad y el olvido.
Solo cuando morimos entendemos el mundo, pensó.
Vio entonces que empezaban a salir los profesores del colegio. Había pasado al menos una hora sentada en la soledad de aquel banco húmedo.
Reconoció entre ellos a la maestra de Aarón. Era una chica de su edad, una chica mona, sin hijos y con el futuro asegurado de por vida.
Carla pasó otras tres horas sentada en aquel banco esperando a su hijo Aarón. Tres horas en las que recordó los detalles más hermosos de su vida junto a él.
Su venida al mundo.
La primera vez que le dio el pecho y sintió que su hijo se alimentaba de ella misma, que con su cuerpo le daba la vida, que no podía haber nada más íntimo ni más hermoso que amamantar a su hijo.
Su primer diente.
Sus primeros pasos.
Su primer día de colegio.
Quisiera poder adelantarme a cada uno de tus deseos y ponértelo en las manos, ser capaz de sanar cada una de tus heridas y protegerte de cada amenaza que el mundo te cruce, cubrir tu pecho de la brisa, que ni una hoja pudiera tocarte, que no hubiera mal que se te acercase.
Cuando comenzaba a oscurecer, sacó un pañuelo de su bolso y se limpió la cara, aunque todas las lágrimas se habían secado hacía horas.
Era hora de irse a casa.