VII. Trayectorias alternativas

En el mundo ideal de los teóricos de la democracia, la democratización y la desdemocratización podrían desplazarse a lo largo de la misma estrecha línea, aunque en direcciones opuestas. Tal como han demostrado nuestros distintos encuentros con la experiencia histórica, no vivimos en un mundo ideal. Las vívidas historias de Sudáfrica, España y otros regímenes siguen trayectorias irregulares alimentadas por una incesante lucha política. Una Sudáfrica que ya no era democrática se desdemocratizó ferozmente después de 1948 tan sólo para sufrir una explosión democrática tras 1985; la segunda transición en modo alguno invirtió la primera. En España hemos sido testigos de los bruscos cambios de dirección tras la Primera Guerra Mundial, con la revolución pacífica de 1931, con la victoria de Franco en la Guerra Civil y con la relajación del régimen de Franco que se inicia en los años sesenta. La historia detesta las líneas rectas. A pesar de ello, idealizar por un momento nos ayudará a disciplinar nuestra investigación. El gráfico 7.1 esquematiza tres trayectorias estilizadas desde los regímenes no democráticos de baja capacidad a los regímenes democráticos de más alta capacidad.

Gráfico 7.1. Tres vías idealizadas hacia la democracia.

5126

Recuérdese el significado de capacidad estatal: la medida en que las intervenciones de los agentes del Estado sobre recursos no estatales, actividades y conexiones interpersonales altera las distribuciones de tales recursos, actividades y conexiones personales, así como las relaciones entre dichas distribuciones. En una trayectoria deEstado fuerte, la capacidad estatal se incrementa mucho antes de que tenga lugar una democratización significativa. A resultas de ello, el Estado entra en el territorio democrático en posesión ya de los medios para hacer respetar las decisiones a las que se ha llegado por medio de una interacción ciudadano-Estado amplia, igual, protegida y mutuamente vinculante. En este escenario idealizado, los gobernantes u otros actores políticos eliminan a los rivales domésticos autónomos del Estado, subordinan al propio ejército del Estado y establecen un control sustantivo sobre recursos, actividades y poblaciones dentro del territorio estatal antes de que comience una democratización importante.

De acuerdo con el argumento de este libro, el proceso de fortalecimiento del Estado activa los procesos de subordinación del Estado a la política pública e incremento del control popular sobre la política pública. La separación entre política pública y desigualdad de categoría y la integración de las redes de confianza en la política pública da entonces comienzo. Conjuntamente, de acuerdo con este escenario, los tres procesos interactúan para democratizar el régimen. Al principio en la trayectoria, el riesgo de revolución y rebelión de masas emerge en cuanto magnates y gente corriente se resisten a la expansión del Estado. Pero, a largo plazo, podemos esperar que los niveles de violencia política caigan drásticamente a medida que las formas pacíficas de política popular se van haciendo accesibles y el Estado fuerte controla aquellas variedades mediante las que se originan reivindicaciones que son más proclives a generar violencia

La desdemocratización, prosigue la teoría, puede ocurrir en cualquier punto de esta trayectoria idealizada. Resulta de la inversión de uno o más de los tres procesos: la retirada de las principales redes de confianza de la política pública, la inscripción de nuevas desigualdades de categoría en la política pública y/o la formación de centros de poder autónomos que amenazan tanto a la influencia de la política pública sobre el Estado como al control popular sobre la política pública. Conmociones tales como la conquista, la colonización, la revolución y el intenso enfrentamiento nacional (por ejemplo, la guerra civil) aceleran el movimiento de los procesos básicos en una dirección u otra, pero siguen operando a través de los mismos mecanismos cuanto más se incrementa la democratización o la desdemocratización.

En una trayectoria de Estado fuerte, la teoría implica que la lucha política se centra sobre el control de los instrumentos de poder del Estado más que, digamos, sobre las disputas locales o las rivalidades entre linajes. En el escenario típico, la gente corriente defiende aquellos elementos del Estado que les protegen y garantizan la consulta mutuamente vinculante, mientras que las elites poderosas buscan o bien escudarse frente al control estatal, o bien desviar alguna parte del Estado hacia sus propios fines. En cualquier punto a lo largo de la trayectoria, la fuerza del Estado eleva las apuestas de la lucha política. En capítulos anteriores se han descrito segmentos de esta trayectoria idealizada —en modo alguno acabando todas ellas en democracia— para Kazajstán, Francia, Rusia, Bielorrusia, China, Argelia e India. También podríamos intentar encajar la experiencia sudafricana en la trayectoria del Estado fuerte. Entonces tendríamos que tratar el periodo desde mediados de los años ochenta en adelante como una fase de democratización enormemente acelerada en presencia de un Estado ya formidable. Esta perspectiva ofrece una mejor comprensión sobre las penalidades pasadas por Sudáfrica desde 1985; la capacidad extensiva del Estado, a pesar de haber sido desafiada por la resistencia africana, confirió al CNA unos medios de gobierno que todavía son la envidia de los regímenes vecinos.

Una trayectoria estilizada del Estado medio se mueve arriba y abajo de la diagonal del espacio capacidad-democracia; con cada incremento o disminución de la capacidad estatal correlaciona un cambio similar en el nivel de democracia. En este caso idealizado, cuando el Estado entra en el terreno de la democracia está inmerso en el proceso de construir capacidad. Por consiguiente, la supresión de centros de poder autónomos, el establecimiento de control sobre el Estado por la política pública y la expansión de la influencia popular sobre la política pública arriesgan un proceso de democratización mayor y más duradero que en la vía del Estado fuerte. Con la capacidad estatal creciente, las apuestas en la lucha política aumentan de manera incremental con la democratización. Por ello mismo, cabría esperar que un régimen que se moviese a lo largo de la trayectoria media tuviese menos riesgo de revolución, pero más riesgo de un intenso enfrentamiento nacional que los regímenes con Estado fuerte (Goodwin, 2001, 2005; Tilly, 1993, 2006, capítulos 6-8). En comparación con los Estados fuertes, cabría esperar igualmente que los Estados medios demostrasen una proporción más elevada de luchas políticas en las cuales el Estado mismo sólo se implicase de forma tangencial, especialmente al principio de la trayectoria.

A lo largo de esta trayectoria diagonal, la desdemocratización todavía resulta de la inversión de uno o más de los procesos básicos: la desconexión de las redes de confianza, la reinscripción de las desigualdades de categoría y/o la formación de centros de poder autónomos que ponen en peligro la influencia popular sobre la política pública y, por ende, el Estado. Podríamos conjeturar que la desdemocratización tiene lugar más frecuentemente a lo largo de toda la trayectoria que en los regímenes de Estado fuerte, porque nunca antes del final del proceso 1) tiene el Estado la capacidad de contener a potenciales desertores de la consulta democrática y 2) los costes de la militancia son tan elevados que impiden la deserción de quienes participan en política. De los regímenes que hemos observado en detalle, los Estados Unidos, Argentina y España recuerdan a grandes rasgos el modelo del Estado medio.

Los Estados débiles han existido a menudo en la historia, pero hasta hace poco rara vez se habían democratizado por completo. En un mundo de conquistas, las más de las veces desaparecieron dentro de los territorios de predadores poderosos. Desde la Segunda Guerra Mundial, no obstante, la protección de las grandes potencias y las instituciones internacionales se han combinado con el declive de la guerra interestatal para aumentar el índice de supervivencia —en rigor, la nueva producción— de Estados débiles que habían sido colonias o satélites de grandes potencias (Creveld, 1999; Kaldor, 1999; Migdal, 1988; Tilly, 2006, capítulo 6). En las décadas recientes, por tanto, un número creciente de regímenes han seguido la trayectoria del Estado débil hacia la democracia. Aquí se observa lo contrario de la vía del Estado fuerte: una democratización considerable que precede a cualquier incremento sustantivo de la capacidad estatal.

Las implicaciones son obvias, al menos en teoría: un Estado débil sufre obstáculos significativos para proseguir la democratización más allá de cierto umbral. Tales obstáculos existen porque un Estado débil fracasa en eliminar o subordinar los centros de poder autónomos, permite a los ciudadanos separar sus redes de confianza de la política pública y tolera e incluso estimula la inserción de desigualdades de categoría en la política pública. En comparación con los Estados fuertes y medios, los Estados débiles soportan un elevado número de conflictos, a menudo violentos, en los que el Estado no está implicado más que de manera tangencial. Como veremos, también dan cabida a la mayor parte del total mundial de guerras civiles (Collier y Sambanis, 2005; Eriksson y Wallensteen, 2004; Fearon y Laitin, 2003).

A lo largo de las trayectorias de los Estados débiles, la desdemocratización tiene lugar incluso más frecuentemente que en los Estados medios y fuertes; los incentivos para retirarse de las redes de confianza, para activar desigualdades de categoría y para establecer centros de poder que escapan a las constricciones de la política pública se incrementan a medida que declina la capacidad del Estado para contener estos mismos procesos. De los regímenes que hemos examinado, Jamaica, Suiza y la República Holandesa antes de la conquista francesa se aproximan enormemente al modelo del Estado débil, sólo que Suiza y Holanda se desplazaron finalmente hacia un reforzamiento significativo de la autoridad estatal central y, por lo tanto, hacia la trayectoria hacia la democracia del Estado medio. Que Jamaica también siga esta pauta está aún por ver.

En cualquier caso, tenemos que tratar las tres trayectorias como lo que son: simplificaciones estilizadas de una realidad compleja. Si se tienen en cuenta las trayectorias a la democracia de Francia o España, se recordarán de inmediato las desviaciones de estas vías idealizadas: las múltiples revoluciones y reacciones en Francia y la eliminación de una república incipiente por el poder militar de Franco en España. De las tres trayectorias tenemos que retener principalmente una lección fundamental: en cada estadio de la democratización y de la desdemocratización, la capacidad estatal pasada y presente afecta de manera importante al modo en que los procesos tienen lugar y al impacto que tienen sobre la vida social en su conjunto.

Empleando las distinciones entre las trayectorias del Estado fuerte, el Estado medio y el Estado débil como heurísticos, este capítulo examina cómo la capacidad estatal interactúa con nuestros tres procesos básicos: la integración de las redes de confianza en la política pública, la disociación de la política pública y la desigualdad de categoría, y (especialmente) la disolución de los centros de poder autónomos con sus consecuencias para el control de la política pública y el Estado. La sorprendente experiencia de Venezuela conduce a una reflexión más genérica sobre el impacto de la variable capacidad estatal sobre la democratización y la desdemocratización. Un análisis de la proclividad de los Estados débiles a la guerra civil refuerza esta reflexión general y conduce a una discusión de otros choques que a veces aceleran la democratización y la desdemocratización: la conquista, la colonización, la revolución y el enfrentamiento nacional. El proceloso avance de Irlanda hacia la democratización ilustra todos estos choques. Pensar acerca del relativo éxito de Irlanda (especialmente fuera del Norte) nos lleva a un repaso final de lo que la gente corriente gana realmente cuando ocurre la democratización. El capítulo en su conjunto demuestra la importancia de una capacidad significativa del Estado para el éxito de la democratización, pero también muestra cómo una capacidad elevada tienta a los gobernantes a confundir a la voluntad popular.

Venezuela, petróleo y cambio de trayectorias

La historia de Venezuela desde 1900 documenta la influencia de los cambios en la capacidad estatal. Nos muestra un régimen que ha existido en el cuadrante no democrático de baja capacidad (por tanto, altamente violento) del espacio capacidad-democracia, pero que ha cambiado a lo que podría haber sido una trayectoria de Estado fuerte a la democracia. El control del Estado sobre los ingresos del petróleo marca la diferencia. También bloquea la plena democratización y finalmente conduce la trayectoria del régimen hacia una no democracia de alta capacidad.

Venezuela se convirtió en un país independiente del Imperio español en varias etapas: como provincia rebelde (1810), como parte de la Gran Colombia de Simón Bolívar (1819), y finalmente como república separada tras la muerte de Bolívar (1830). Hasta principios del siglo XX, Venezuela escenificó un lúgubre drama familiar latinoamericano de dictadores militares, caudillos, golpes y, puntualmente, gobiernos civiles. Los grandes terratenientes nunca consiguieron establecer la entente armada que lograron en las principales regiones de Argentina y Brasil (Centeno, 2002, pp. 156). En 1908, sin embargo, un golpe liderado por el general Juan Vicente Gómez dio comienzo a una nueva era. Gómez gobernó Venezuela durante 27 años hasta su muerte en 1935. Construyó un ejército nacional cuyos oficiales provenían ampliamente de su propia región de los Andes (Rouquié, 1987, p. 195). Consolidó su gobierno por medio de la distribución de grandes extensiones de terreno a clientelas leales (Collier y Collier 1991, p. 114) y evitó los constantes giros de los regímenes venezolanos anteriores.

Gómez duró más tiempo que sus predecesores, al menos en parte, porque Venezuela inauguró sus campos petrolíferos en 1918 y pronto se convirtió en uno de los principales productores mundiales. El petróleo hizo dar un salto a la economía venezolana, que pasó de pivotar sobre el café a hacerlo sobre la energía y, finalmente, también sobre la manufactura respaldada por la energía. Como cabría esperar, esto fortaleció que el dictador escapase al consentimiento popular de su gobierno. Durante todo el tiempo que duró su cargo, Gómez bloqueó la formación de cualquier organización popular de masas.

Con todo, al apartarse de una economía agraria se acrecentó el número de trabajadores y estudiantes que alimentaban las filas de una oposición militante, aunque relativamente poco poderosa. A la muerte de Gómez en 1935, las elites venezolanas se unieron para crear una presidencia elegida y restringida a un mandato de cinco años y simultáneamente actuaron para eliminar a activistas de izquierda, como los comunistas. El primer presidente elegido —otro general de los Andes, Eleazar López Contreras— empleó una parte de los ingresos petrolíferos del país para crear programas de bienestar que comprarían el apoyo popular y dejarían fuera de juego a los izquierdistas.

El modelo duró bastante más allá de 1935. Ciertamente, desde el punto de vista de aquellos que tomaron el poder en Venezuela —ya fuese por medio de elecciones o por la fuerza— siempre declararon hacerlo por el progreso de la democracia. Venezuela institucionalizó el sufragio general adulto en 1947 y nunca lo derogó. El moderado partido socialdemócrata Acción Democrática, además, ofreció un instrumento para canalizar la movilización popular para el trabajo organizado (Collier y Collier, 1991, pp. 251-270). Pero los ingresos del petróleo brindaron a los gobernantes los medios para evitar la consulta mutuamente vinculante a los ciudadanos. La junta militar que gobernó Venezuela desde 1948 a 1958 declaró significativamente que había tomado el poder para oponerse a la amenaza a la democracia que suponía el anterior gobierno militar-populista. Obtuvo el apoyo de la Iglesia, de las compañías extranjeras que pagaban fuertes gravámenes y de las elites tradicionales (Rouquié, 1987, p. 196).

Pero, tal como señala Fernando Coronil, los líderes de la junta

no eran políticos y en los años siguientes sólo adquirieron una experiencia política limitada. Consiguieron el control del Estado en un periodo de rápida expansión de la economía petrolífera y no se vieron forzados a buscar el apoyo de otros grupos sociales debido a las condiciones económicas y políticas. A consecuencia de su sentimiento de autosuficiencia, crecieron distantes incluso de las fuerzas armadas, su base de apoyo original. Deberían haber evitado la política y haberse concentrado en los logros visibles (Coronil, 1997, p. 131).

Estos «logros visibles» consistieron en obras públicas y programas de bienestar financiados por los ingresos del petróleo. Tal como señaló Albert Hirschman desde una observación cercana, la concentración de la actividad empresarial y de reformas dentro del Estado de Venezuela facilitó la coordinación entre dos tipos de actividad y permitió el apoyo del sector privado en programas liderados por el Estado (Hirschman, 1979, pp. 95-96). Pero también apartó a un gran número de ciudadanos de los debates acerca del desarrollo económico y del bienestar.

De manera creciente, la junta gobernante (liderada desde 1954 en adelante por el coronel Marcos Pérez Jiménez, desde hacía tiempo un poder en la sombra) extendió los ingresos de la venta de concesiones petrolíferas a las compañías extranjeras, especialmente a las estadounidenses. En sintonía con las políticas americanas de la Guerra Fría, Venezuela también se justificó cada vez más como un aliado de los EEUU y un muro de contención contra el comunismo. Relajado gracias a su éxito, Pérez Jiménez estrechó la base de su poder local y prescindió de una parte sustantiva de los oficiales del ejército. En 1958 un golpe militar, esta vez respaldado por un significativo apoyo popular, apartó a la junta del poder. Los golpistas[6] y sus aliados civiles pronto convocaron las elecciones democráticas que condujeron a la presidencia al civil Rómulo Betancourt. El ascenso de Betancourt llevó a algunos observadores a pensar que Venezuela había entrado finalmente en la senda de la democracia.

Felipe Agüero argumenta que la transición a la democracia parcial únicamente tuvo lugar debido a que los militares habían perdido su unidad previa:

Aun cuando se incluyó a los representantes de la oposición civil, una junta militar principal reunió esfuerzos con los partidos políticos a fin de adoptar un gobierno provisional y la definición de un calendario para las elecciones y la transferencia de poder. Sobre esta base, el contraste entre la escindida institución militar y el frente cívico unificado con el fuerte apoyo de la movilización popular es la mejor explicación del éxito de la transición. El frente cívico presentó una alternativa más fuerte y creíble que las ofrecidas por las facciones militares opuestas a la democratización (Agüero, 1990, p. 349).

De hecho, los militares nunca se alejaron de sus puestos de poder. Aún así, después de 1958, Venezuela vivió fundamentalmente bajo gobiernos civiles. El ejército intervendría directamente en la política nacional sólo una vez más: en 1992, un fallido par de golpes de Estado sacó a la luz pública al futuro presidente, el teniente coronel Hugo Chávez Frías. (Más sobre Chávez más adelante). El poder alternó con dificultad entre los dos partidos políticos de la elite: uno moderadamente socialdemócrata, otro moderadamente democristiano. Venezuela se convirtió en un organizador activo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, el cártel OPEP. Empleó los ingresos del petróleo para lanzar una ambiciosa, y finalmente infortunada, campaña para convertir a Venezuela en uno de los principales productores de automóviles.

Una vez que la OPEP septuplicó el precio del petróleo en 1973, el presidente Carlos Andrés Pérez amplió los programas de obras públicas de los regímenes anteriores. También nacionalizó la industria del petróleo (1975) mientras se endeudaba internacionalmente a cuenta de los futuros ingresos petrolíferos; esta deuda externa, sumada a la presión del Fondo Monetario Internacional (FMI), complicaría la existencia de los gobiernos venezolanos durante décadas. Aun cuando algunos venezolanos se hicieron muy ricos, para el conjunto de la población el nivel medio de vida declinó dramáticamente a partir de los años setenta.

Durante su segundo mandato presidencial (1988-1993), Pérez pagó el precio. Había hecho campaña por la presidencia sobre la base de un programa de obras públicas y contención de los precios, pero después de su elección pronto cambió de dirección bajo la presión de financieros internacionales y nacionales. En 1989, Pérez anunció un plan de austeridad que incluía recortes en el gasto gubernamental e incrementos en los precios de los servicios públicos. La implementación del plan pronto provocó una importante resistencia popular.

La violencia en Caracas de febrero a marzo de 1989, por ejemplo, comenzó con los enfrentamientos entre aquellos que tenían que realizar grandes desplazamientos diarios por una parte, y los conductores del transporte público encargados de cobrar los nuevos precios, por otra. Pronto se generó una espiral de asaltos y saqueos a las tiendas del centro de la ciudad. En Caracas murieron 300 personas y más de dos mil fueron heridas cuando el ejército intervino para despejar las calles. Durante la primera de las dos semanas de marzo, estallaron conflictos semejantes en dieciséis ciudades venezolanas. Los enfrentamientos llegaron a ser conocidos como El Caracazo o El Sacudón. Inauguraron una época de luchas y cambio de régimen (López Maya, 1999; López Maya, Smilde y Stephany, 2002).

Aparece Chávez

El conflicto no sólo vino de las calles. Durante los primeros años ochenta, un grupo de oficiales nacionalistas del ejército organizó una red secreta llamada Movimiento Bolivariano Revolucionario. El oficial paracaidista Hugo Chávez se convirtió en su líder. En 1992, los bolivarianos casi conquistan el poder en un golpe militar cuyo fallo condujo a Chávez a prisión. Estaba todavía en la cárcel cuando el grupo lo intentó por segunda vez en noviembre. Se hicieron con un canal de televisión y emitieron un vídeo en el que Chávez anunciaba la caída del gobierno. Por este intento, Chávez todavía pasaría dos años más en prisión.

En 1993, mientras Chávez languidecía entre rejas, el Congreso venezolano impugnó al presidente Pérez por corrupción y lo apartó del cargo. Pero el sucesor de Pérez, Rafael Caldera, pronto hubo de encarar el colapso de los bancos del país, una oleada de crímenes violentos, rumores de nuevos golpes militares y cargos por corrupción. En cuanto Chávez salió de prisión y se metió en política, la demanda popular de depuración de responsabilidades se disparó. En las elecciones presidenciales de 1998, la única oposición seria al antiguo gestor del golpe, Chávez, fue una ex miss que perdió apoyos a medida que la campaña de Chávez ganaba un respaldo amplio.

Chávez se presentó como un populista y ganó por amplia mayoría. Al año siguiente, según el informe de Freedom House:

Hugo Chávez, el paracaidista golpista convertido en político elegido presidente en la aplastante victoria de diciembre de 1998, se pasó la mayor parte de 1999 desmantelando el sistema político venezolano de equilibrio de poderes, aparentemente para destruir un sistema bipartidista que durante cuatro décadas presidió diversos booms del petróleo, pero que dejó empobrecidos a cuatro de cada cinco venezolanos. A principios de año, el poder del Congreso fue destripado, el poder judicial fue colocado bajo la tutela de la rama ejecutiva y los compañeros militares de Chávez tuvieron mucho que decir en el gobierno cotidiano del país. Una asamblea constituyente dominada por seguidores de Chávez elaboró un borrador de nueva Constitución que hizo más fácil la censura de la prensa, permitió a un ejecutivo reforzado el derecho a disolver la Asamblea Nacional e hizo posible que Chávez permanezca en el poder hasta 2013. La Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo fueron destituidos después de que los venezolanos aprobasen una nueva constitución en un referéndum nacional el 15 de diciembre (Karatnycky, 2000, p. 522).

Cuando Chávez llegó al poder en 1999, los enfrentamientos en las calles entre sus seguidores y sus oponentes se aceleraron. La visita del nuevo jefe de Estado a la Cuba oficialmente socialista de Fidel Castro más tarde ese mismo año escenificó su plan de transformar globalmente el gobierno y su lugar en el mundo. Comenzó a presionar a la compañía petrolera estatal, Petróleos de Venezuela, para obtener más ingresos y reducir progresivamente su legendaria autonomía. Chávez también revivió la vieja reivindicación popular venezolana por un trozo de la Guyana Occidental. Venezuela derivó hacia un nuevo estadio de lucha por el control del futuro del país.

Durante los siete años siguientes, Chávez empleó su control sobre los ingresos del petróleo para consolidar su poder, cercenar a su oposición, promocionar el populismo en cualquier otro lugar de América Latina e incluso resistirse a unos Estados Unidos cada vez más hostiles. Sobrevivió al golpe de Estado auspiciado por los EEUU en 2002, coordinó la resistencia a la compañía nacional petrolera de 2002 a 2003, una huelga general durante el mismo periodo y un referéndum revocatorio apoyado por los EEUU en 2004. Paso a paso ha respondido con una represión endurecida. El legislativo dominado por Chávez limitó al Tribunal Supremo, amplió las prohibiciones por injurias o faltas de respeto al presidente e intensificó la vigilancia de los medios de comunicación de masas. Entre tanto, los tribunales han perseguido a un número creciente de opositores al régimen. Aun cuando ha seguido disfrutando de un apoyo sustantivo entre los numerosos pobres de Venezuela, al igual que la Rusia de Putin o la Argelia de Buteflica, Chávez se ha sostenido en la riqueza generada por el petróleo del país para evitar el consenso popular.

Esto no es la primera vez que sucede, claro está. El gráfico 7.2 traza la trayectoria en zigzag de Venezuela desde 1900. Venezuela entró en el siglo XX, tras siete décadas como régimen no democrático de baja capacidad, como un Estado débil tomado al asalto repetidamente por oficiales del ejército. Bajo la dictadura de Gómez, la apertura de los campos petrolíferos venezolanos de 1918 inició un aumento espectacular de la capacidad estatal. Estos nuevos medios de control desde arriba permitieron a Gómez desdemocratizar un régimen que ya entonces no era democrático. Tras la muerte de Gómez en 1935, la oligarquía venezolana gestionó una modesta democratización mientras continuaba recurriendo a la riqueza petrolera para construir capacidad estatal.

Gráfico 7.2. Regímenes venezolanos, 1900-2006.

5213

El golpe de 1948 rápidamente desdemocratizó el régimen, devolviéndolo prácticamente a la situación no democrática que tenía a la muerte de Gómez. A partir de entonces una sucesión de gobiernos intervencionistas continuó construyendo capacidad estatal mientras promovía otra modesta fase de democratización. A pesar de identificarse como un populista implacable, Chávez continuó una tendencia e invirtió la otra: a costa de la democracia ha formado el Estado con mayor capacidad que Venezuela ha tenido jamás. A lo largo de todo el periodo que va de 1999 a 2006, Venezuela apenas se ha adentrado en el terreno democrático. Pero, alimentado por el petróleo, ha hecho crecer de manera impresionante un Estado de alta capacidad.

Los indicadores de Freedom House mostrados en el gráfico 7.3 dejan de lado la capacidad estatal, como siempre, pero sustantivan y detallan nuestra versión de la democratización y (especialmente) de la desdemocratización a lo largo de los años, desde 1972 en adelante. De acuerdo con Freedom House, los derechos políticos realmente se incrementaron durante el primer mandato presidencial de Carlos Andrés Pérez. Desde 1976 a 1986, una optimista Freedom House concedía a Venezuela la puntuación máxima de 1 en derechos políticos y un muy elevado 2 en libertades civiles. Esto situaba a Venezuela en compañía de incondicionales de la democracia tales como Francia e Irlanda (Freedom House, 2002).

Gráfico 7.3. Índices de Freedom House para Venezuela, 1972-2006

5329

Entonces dio comienzo el irregular descenso, alcanzándose un punto bajo de 4,4 en 1999 antes de una leve recuperación y de nuevo un rápido declive otra vez hasta 4,4 en 2006. En definitiva, Venezuela, que comenzó pareciéndose a un país que se democratizaba durante el estallido de la riqueza petrolífera de los años setenta, ha regresado irregularmente a menores derechos políticos y libertades civiles; en nuestros términos, se ha desdemocratizado. Al mismo tiempo, la capacidad estatal venezolana ha seguido creciendo. Ha surgido un régimen de alta capacidad no democrático.

Carecemos de información sobre las redes de confianza venezolanas para permitirnos verificar el impacto de la democratización y la desdemocratización. Por lo menos parece razonable pensar que los programas de bienestar financiados con el petróleo en los años setenta y ochenta produjeron una integración parcial de las redes de confianza en la política pública antes de que los lastimosos años noventa económicos y (especialmente) la llegada de Hugo Chávez causaran una retirada de las redes de confianza entre las clases medias y el trabajo organizado. Al mismo tiempo, las políticas populistas de Chávez bien pueden haber producido una integración sin precedentes de las redes de confianza indígenas y de los marginados en la política pública venezolana. Los entusiastas de la revolución bolivariana de Chávez (por ejemplo, Figueroa, 2006) suelen retratar su régimen como más democrático que los precedentes venezolanos, precisamente debido a que ha alcanzado a las poblaciones pobres e indígenas excluidas. Pero respecto a los niveles de amplitud, igualdad, protección y consulta vinculante, su régimen ha desdemocratizado el país.

¿Y la desigualdad de categoría? Desde muy pronto, las dictaduras populistas evitaron la inscripción de las enormes desigualdades de Venezuela en la política pública. De esta manera promovieron una participación política relativamente amplia e igual, sin demasiada protección o consulta mutuamente vinculante. Este proceso no se invirtió en sí mismo de manera significativa. De nuestros tres procesos principales, los cambios en los centros de poder autónomos son los que fluctuaron de forma más amplia. Durante la mayor parte del siglo, los oficiales del ejército que se habían hecho con el poder y que protegían su autonomía gracias a los ingresos petroleros, dirigieron regularmente ciclos de desdemocratización. Sus bruscos cambios de dirección claramente marcan las fases de democratización y desdemocratización en Venezuela. La propia creación del centro de poder autónomo de Chávez, en nombre de la democracia bolivariana, desdemocratiza en realidad su régimen.

Si el mundo entero fuese Venezuela

El mundo entero no es Venezuela. Pero si lo fuera, tendríamos algunas regularidades prometedoras a considerar. Por encima de todo, la experiencia histórica de Venezuela confirma una idea que casos anteriores han presagiado: la democratización y la desdemocratización operan de forma diferente dependiendo de los cambios en la capacidad estatal. Más exactamente, en la medida en que un Estado no democrático construye el consentimiento ciudadano por medio de la negociación con la ciudadanía de los medios de gobierno, la democratización subsiguiente avanza más lejos y más rápido. Avanza más lejos y más rápido porque al negociar los medios de gobierno subordina los centros de poder autónomos, extiende la influencia popular sobre la política pública y expande el control de la política pública sobre el Estado.

La negociación sobre los medios de gobierno es algo que suele tener lugar, por ejemplo, sobre los impuestos o el servicio militar obligatorio (Levi, 1988, 1997; Tilly, 1992, 2005b). Se activa toda la serie de mecanismos de contención de la autonomía que hemos repasado en el capítulo 6: la cooptación central de intermediarios políticos previamente autónomos, la mediación de las alianzas políticas transversales a las categorías, la imposición de estructuras uniformes del gobierno y así sucesivamente. En la medida en que ello sustenta a las fuerzas militares, la negociación sobre los medios de gobierno tiene el efecto paradójico de subordinar el propio ejército al consentimiento popular y hacerlo dependiente de las administraciones civiles que recaudan y distribuyen los medios de las actividades militares.

En un tour de force del análisis histórico, Miguel Centeno ha demostrado (en mis términos, no en los suyos) que el promedio de los Estados europeo-occidentales sigue la secuencia guerra-extracción-negociación-consentimiento-infraestructura estatal mucho más rápido y más lejos que sus equivalentes latinoamericanos:

Mientras que las guerras brindaron la oportunidad de una mayor cohesión estatal en algunas circunstancias, por ejemplo, en Chile durante los años treinta del siglo XIX, estas aperturas nunca fueron empleadas para crear la infraestructura institucional necesaria para un desarrollo posterior de la capacidad estatal. Una cuestión crítica es por qué las guerras de independencia produjeron anarquía como oposición a un autoritarismo militar coherente. Creo que la respuesta radica en el nivel relativamente limitado de la organización militar y de violencia implicado en las guerras de independencia. Esto no significa negar la destrucción que causaron. Sin embargo, aun cuando las guerras debilitaron el orden colonial, no lo liquidaron. El esfuerzo armado fue lo bastante pequeño como para no requerir la militarización de la sociedad a lo largo del continente. Ciertamente, en comparación con guerras equivalentes de la historia europea, tales como la Guerra de los Treinta Años, la independencia de los conflictos dejó un legado institucional mucho más limitado. Las guerras posteriores a la independencia también produjeron resultados ambiguos (Centeno, 2002, pp. 26-27).

A resultas de lo anterior, demuestra Centeno, los Estados latinoamericanos acabaron por lo general con estructuras centrales más débiles, una intervención menos efectiva en la rutina de la vida social y centros de poder más autónomos que los que prevalecieron en la Europa moderna. Obviamente, tal como nos ha enseñado la experiencia de Venezuela, si los gobernantes construyen la fuerza estatal por medio del control directo de recursos preciosos y comerciables hacia el exterior, socavan o evitan los efectos de tener que negociar los medios de gobierno. En los casos de las administraciones coloniales y Estados clientes, el apoyo de una potencia exterior merma o evita de igual manera los efectos de tener que negociar.

A lo largo de la trayectoria del Estado fuerte, cuando una temprana construcción del poder estatal se combina con la supresión de centros de poder autónomos, la integración de las redes de confianza en la política pública resulta más probable. Esto sucede, cuando sucede, porque la eliminación de centros de poder autónomos debilita la protección no estatal de las redes de confianza (por ejemplo, los sistemas clientelares) y porque el Estado y los actores políticos fundamentales, tales como los sindicatos, crean nuevas redes de confianza (por ejemplo, sistemas de bienestar) que conectan directamente con la política pública (Lindert, 2004; Tilly, 2005b). La integración de las redes de confianza promueve entonces la democratización, especialmente por medio de comprometer a los actores políticos (incluido el Estado) en la consulta protegida y mutuamente vinculante.

Con todo, no existe una relación consistente entre la fuerza del Estado y la separación entre la política pública y la desigualdad de categoría. Tal como destaca la historia sudafricana, algunos Estados fuertes inscriben la desigualdad de categoría directamente en sus sistemas de control. Los Estados de la vía intermedia, tales como los Estados Unidos, a veces construyen distinciones étnicas, raciales o religiosas. A lo largo de la vía del Estado débil, los empresarios étnicos, religiosos y raciales organizan su parte de la política pública repetidamente en torno a las distinciones de categoría y las integran en la exclusión política cuando llegan al poder. No obstante, a largo plazo, todos los regímenes que se democratizan se desplazan hacia alguna variante de ciudadanía amplia e igual, reduciendo con ello el papel de la desigualdad de categoría en la política pública.

En los regímenes con Estados fuertes y relativamente democráticos, la desdemocratización tiene lugar principalmente a través de tres procesos: la conquista exterior, la deserción del pacto democrático de los actores políticos de elite que previamente lo habían aceptado y las crisis económicas tan agudas que agotan la capacidad del Estado para mantenerse a sí mismo y cumplir con sus compromisos. La Alemania nazi impuso la primera opción a Francia y Holanda a poco del comienzo de la Segunda Guerra Mundial; las elites desertaron con los catastróficos resultados en Brasil, Uruguay, Chile y Argentina durante los años sesenta y setenta; y, por último, las crisis económicas dieron paso a regímenes autoritarios en algunos países europeos tras la Primera Guerra Mundial (Bermeo, 2003). Aun cuando Venezuela nunca se pudo clasificar como fuerte o relativamente democrática, sus múltiples periodos de desdemocratización combinaron de forma característica la crisis económica con la deserción de las elites de los consensos parcialmente democráticos.

Los regímenes construidos sobre Estados débiles se comportan de manera diferente. A pesar de los sueños anarquistas al respecto, estos Estados tienen menos oportunidades de abrirse camino en el territorio democrático que los regímenes de Estado fuerte. Si llegan a hacerlo, llegarán con menor capacidad para verificar deserciones, proteger minorías e imponer aquellas decisiones a las que se ha llegado por medio de la consulta mutua. Sin embargo, hay Estados muy débiles que gobiernan regímenes democráticos, las más de las veces confiando en la protección de —o en el punto muerto creado por— sus poderosos vecinos. En 2003, ejemplos destacados incluían Andorra, Bahamas, Barbados, Cabo Verde, el Chipre griego, Dominica, Kiribati, Liechtenstein, Luxemburgo, Malta, las Islas Marshall, Micronesia, Nauru, Palau, San Marino, Eslovenia y Tuvalu, todos los cuales eran puntuados con 1,1 por las clasificaciones de Freedom House de ese año (Piano y Puddington, 2004). Estos regímenes encajan en dos categorías: antiguos Estados que han sobrevivido en los intersticios geográficos dejados por la formación de Estados mucho mayores y colonias que han pasado a la soberanía formal con la protección de sus antiguos señores coloniales.

A lo largo de la vía a la democracia del Estado débil, los tres procesos básicos de la democratización —la integración de redes de confianza, la disociación de las desigualdades de categoría y la eliminación de centros de poder autónomos— suelen suceder de forma lenta e incompleta. A excepción del Estado débil que se ha instituido expresamente bajo el control de un único grupo étnico, los enclaves de desconfianza, la división de la política pública debido a la etnicidad, lengua, raza o religión y las luchas entre líderes desafían, por lo general, cualquier acuerdo democrático que haya surgido.

En regímenes con Estados débiles (como en aquellos con Estados fuertes) la conquista exterior, la deserción de la elite de los pactos democráticos y las crisis económicas agudas promueven la desdemocratización. Además, las tentativas de los rivales domésticos por hacerse con el poder causan desdemocratización con más frecuencia en los regímenes con Estados débiles. Estados débiles como Sierra Leona, Liberia y Costa de Marfil nunca alcanzaron grandes niveles democráticos; los indicadores más elevados que cualquiera de ellos haya recibido de Freedom House entre 1972 y 2006 fueron el 3,5 en 1998 y el 4,3 en 2005 de Sierra Leona (en derechos políticos y libertades civiles) (Freedom House, 2002, 2005, 2006). Aún así, en los tres casos estallaron guerras civiles y se desdemocratizaron más aún en distintos momentos entre 1990 y 2004. Los Estados débiles como Sierra Leona, Liberia y Costa de Marfil han tenido una destructiva propensión a la guerra civil.

Estados débiles y guerra civil

¿A qué puede ser debido? Las guerras civiles ocurren cuando dos o más organizaciones militares diferentes, una de las cuales estaba previamente ligada al anterior gobierno existente, luchan entre sí por el control de los principales medios de gobierno dentro de un único régimen (Ghobarah, Huth y Russett, 2003; Henderson, 1999; Hironaka, 2005, Kaldor, 1999; Licklider, 1993; Walter y Snyder, 1999). Sólo en 2003, profesionales escandinavos de la observación de conflictos identificaron guerras civiles con 25 o más víctimas en Afganistán, Argelia, Birmania/Myanmar, Burundi, Chechenia, Colombia, Iraq, Israel/Palestina, Cachemira, Liberia, Nepal, Filipinas, Sri Lanka, Sudán, Turquía/Kurdistán y Uganda (Eriksson y Wallensteen, 2004, pp. 632-635).

La guerra civil no siempre ha sido tan relevante en la violencia colectiva mundial. A lo largo de los años, desde la Segunda Guerra Mundial, ha tenido lugar un cambio notable en los conflictos armados mundiales, incluidas las guerras civiles. En los dos siglos anteriores a dicha guerra, los conflictos más letales a gran escala habían enfrentado a unos Estados con otros. Durante la primera mitad del siglo XX, las masivas guerras entre Estados produjeron la mayoría de muertes políticas en el mundo, aun cuando los esfuerzos deliberados de las autoridades estatales por eliminar, desplazar o controlar a las poblaciones subordinadas también dieron cuenta de una cifra significativa de bajas (Chesnais, 1976, 1981; Rummel, 1994; Tilly et al., 1995).

Durante el periodo inmediato de posguerra, además, las potencias coloniales europeas hicieron frente a la resistencia e insurrección en muchas de sus colonias. Las guerras coloniales emergieron por varios años antes de apaciguarse en la década de los años setenta. En la medida en que la Guerra Fría reinó entre los sesenta y ochenta, las grandes potencias —especialmente los Estados Unidos, la URSS y las antiguas potencias coloniales— a menudo intervinieron en guerras civiles poscoloniales tales como aquellas que asolaron Angola entre 1975 y 2003 (Dunér, 1985). Pero cada vez más, las guerras civiles sin una intervención militar directa de terceras partes se convirtieron en el lugar común de los conflictos con víctimas a gran escala (Kaldor, 1999; Tilly, 2003, capítulo 3).

Durante la segunda mitad del siglo XX, la guerra civil, la guerra de guerrillas, las luchas separatistas y los conflictos entre poblaciones divididas en clave étnica y religiosa han dominado cada vez más el panorama de los baños de sangre (Creveld, 1989; Holsti, 1991; Kaldor, 1999; Luard, 1987; Mueller, 2004). Entre 1950 y 2000 tuvieron lugar guerras civiles con medio millón o más de víctimas en Afganistán, Angola, Camboya, Indonesia, Mozambique, Nigeria, Ruanda y Sudán (Echeverry, Salazar y Navas, 2001, p. 116). A lo largo del total del siglo, la proporción de muertes por guerra sufridas por civiles creció de manera alarmante: 5 por 100 en la Primera Guerra Mundial, 50 por 100 en la Segunda Guerra Mundial, hasta más del 90 por 100 en las guerras de los años noventa (Chesterman, 2001, p. 2). La guerra socavó los regímenes.

En principio, la descolonización y la Guerra Fría se combinaron para implicar intensamente a las principales potencias occidentales en los conflictos internos de los nuevos Estados. Para franceses y norteamericanos, Indochina trae los recuerdos más amargos de aquel tiempo. Pero Holanda encaró crisis similares en Indonesia (1945-1949), al igual que Gran Bretaña en Malasia (1948-1960). La mayoría de las antiguas colonias europeas comenzaron su independencia como democracias formales y pronto se desplazaron hacia la oligarquía de partido único, hacia el gobierno militar o hacia ambas al mismo tiempo. Los golpes militares se multiplicaron durante los años sesenta en la misma medida en que fracciones de las fuerzas armadas nacionales pugnaron por su parte de poder estatal.

Los golpes se hicieron menos frecuentes y menos efectivos desde los años setenta en adelante (Tilly et al., 1995). Con el respaldo de las grandes potencias, los gobernantes comenzaron a consolidar sus espacios dentro de los aparatos gubernamentales, a utilizarlos en su propio beneficio y a excluir a sus rivales del poder. En el proceso, los disidentes especializados en la violencia (a menudo respaldados por rivales internacionales del poder que amparaba a los gobiernantes) se decantaron de forma creciente por la rebelión armada, intentando conseguir el poder nacional o bien intentando hacerse con territorios autónomos para sí mismos. La guerra civil se hizo cada vez más frecuente.

Los especialistas escandinavos en el estudio de conflictos armados dividen los conflictos desde la Segunda Guerra Mundial en estas categorías (Strand, Wilhelmsen y Gleditsch, 2004, p. 11):

Extrasistémicos: tienen lugar entre un Estado y un grupo no estatal fuera de su propio territorio, siendo el caso más típico las guerras coloniales.

Interestatales: tienen lugar entre dos o más Estados.

Internos: tienen lugar entre el gobierno de un Estado y grupos de la oposición interior sin la intervención de otros Estados; las guerras civiles, en suma.

Internos internacionalizados: tienen lugar entre el gobierno de un Estado y grupos de oposición interior con la intervención militar desde otros Estados.

Los datos escandinavos muestran el declive de las guerras coloniales y su posterior desaparición tras 1975; cómo fluctúan las guerras interestatales sin llegar a predominar nunca; cómo alcanzan las guerras civiles internacionalizadas su apogeo durante los años ochenta; y cómo entran en declive a partir de 2000. En términos de la frecuencia total del conflicto, el dato más llamativo procede de las guerras civiles sin intervención extranjera. Este tipo de conflicto armado interno ascendió de manera irregular pero dramática desde mediados de los años noventa. La desintegración soviética y yugoslava contribuyó a esta oleada de principios los noventa (Beissinger, 1998, 2001; Kaldor, 1999).

El número de guerras civiles aumentó mucho más rápidamente que el número de Estados independientes que se iban creando, que ascendió a 100 en la década de los años sesenta, hasta más de 160 a comienzos del siglo XXI. Un temprano punto álgido llegó en 1975, cuando se desarrollaron importantes guerras civiles en Angola, Birmania, Camboya, Etiopía, Indonesia, Irán, Iraq, Líbano, Marruecos, Mozambique, Pakistán, Filipinas, Vietnam y Zimbabue. Pero las guerras civiles continuaron multiplicándose hasta que alcanzaron el apogeo en 1992, cuando un total de 28 conflictos militares internos asolaron el mundo. El número de guerras civiles se redujo a finales de los noventa, pero las matanzas internas continuaron a niveles mucho más elevados de los que habían prevalecido durante los años sesenta.

Durante los últimos años noventa, a pesar de lugares tan conflictivos como Chechenia y Kosovo, la mayoría de los regímenes postsocialistas se asentaron en formas de gobierno más estables y menos violentas. La democratización parcial de regímenes anteriormente divididos —Sudáfrica sería un caso al respecto— también contribuyeron al declive de la guerra civil desde 1994 en adelante (Piano y Puddington, 1994). A pesar de las continuas guerras en Afganistán, Argelia, Birmania/Myanmar, Burundi, Chechenia, Colombia, Iraq, Israel/Palestina, Cachemira, Liberia, Nepal, Filipinas, Sri Lanka, Sudán, Turquía/Kurdistán y Uganda, el alcance de la guerra civil ha ido disminuyendo.

En el largo periodo desde la Segunda Guerra Mundial, las guerras civiles se han concentrado en dos tipos de regímenes: 1) regímenes de relativa alta capacidad, democráticos o no, que contienen zonas significativas que escapan al control central (entre los casos recientes, Chechenia, Israel/Palestina, Cachemira, Perú, Filipinas, Turquía y probablemente Colombia) y 2) regímenes no democráticos de baja capacidad (el resto). Predominan los Estados débiles.

¿A qué se debe? Estos dos tipos de régimen tienen en común un principio fundamental que hemos encontrado anteriormente. Controlar el propio gobierno confiere a los gobernantes poder sobre los recursos, actividades y poblaciones —por no mencionar el prestigio y la deferencia— que no disfrutan los ciudadanos corrientes. En los países pobres, el control sobre los gobiernos y el acceso a sus beneficios se hacen incluso más preciados debido a la falta de control y acceso; existen pocas fuentes alternativas de apoyo.

En los países pobres, por ejemplo, el servicio en el ejército parece sintomáticamente mucho más atractivo como forma de ganarse el sustento que en los países ricos. Los empleos gubernamentales mal pagados, con sus ventajas clientelares, beneficios adicionales y sobornos, también suelen convertirse en más atractivos que el trabajo en los sectores privados existentes. Estos hechos bastan para explicar la supervivencia de gobiernos visiblemente corruptos e incompetentes en muchos países pobres; ofrecen poco a sus clientelas, pero poco es mejor que nada.

Desde luego, la capacidad y la democracia marcan una diferencia. Por definición, los gobiernos de alta capacidad ejercen un control más amplio sobre los recursos, actividades y poblaciones. Los gobiernos de alta capacidad también limitan por lo general el acceso independiente a la fuerza coercitiva y acaban con cualquier grupo que comience a adquirir armas letales. No siempre por definición, los regímenes democráticos no sólo expanden más la clase gobernante y promueven el volumen de ventas a quienes forman parte de ella, sino que también imponen mayores gastos y constricciones sobre la disposición de quienes gestionan los recursos controlados por el gobierno.

He aquí una paradoja: donde las ventajas que se obtienen de ganar poder gubernamental son bajas, las tentativas violentas de conseguir el poder suelen ser más frecuentes. La lucha armada por el control de un gobierno existente se hace más atractiva en los regímenes no democráticos de baja capacidad y en regiones de regímenes de capacidad más elevada que operan como regímenes no democráticos de baja capacidad: puestos avanzados semicoloniales, fronteras porosas, áreas de terreno inaccesibles y así sucesivamente. Dado que sus poblaciones a menudo se definen (o llegan a ser definidas) como étnicamente diferenciadas, las guerras civiles con base en tales territorios a menudo adquieren la falsa reputación de haber sido motivadas étnicamente.

Otros shocks

La guerra civil conlleva un shock para cualquier régimen y por lo general revierte los tres procesos maestros democratizadores: rompe los lazos entre la política pública y las redes de confianza, inscribe desigualdades de categoría en la política pública y establece peligrosos centros autónomos de poder coercitivo. En circunstancias particulares, no obstante, algunos shocks hicieron avanzar realmente a la democratización. En concreto, la conquista, la colonización, la revolución y el enfrentamiento a veces aceleraron los tres procesos básicos. Tal como ilustra la victoria aliada sobre Italia, Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial, la conquista militar puede eliminar centros de poder autónomos por la fuerza, mantener a salvo la política pública de las desigualdades de categoría e incentivar la integración de las redes de confianza en la política pública. Colonias de asentamiento tales como Australia y Nueva Zelanda diezmaron a las poblaciones indígenas pero construyeron regímenes parcialmente democráticos a lo largo de la trayectoria del Estado medio. Excepto por la exclusión de los pueblos indígenas y mujeres —excepciones enormes, claro está— pronto instauraron una igualdad rudimentaria en la política pública al tiempo que restringieron los centros de poder autónomos e integraron parcialmente las redes de confianza en la política pública.

La turbulenta experiencia de Irlanda muestra cómo tanto el enfrentamiento interno como la revolución pueden promover la democratización al acelerar los mismos tres procesos básicos que suceden en transformaciones más lentas. También demuestra, no obstante, que la conquista y la colonización pueden operar en la otra dirección, desdemocratizando regímenes que ya eran relativamente no democráticos. A lo largo de varios siglos, la interacción de Irlanda con Gran Bretaña pasó repetidas veces por la conquista, la colonización, la revolución y el enfrentamiento interno contra el pueblo de Irlanda.

Desde el siglo XVI hasta el siglo XX, Irlanda conoció una serie de guerras civiles que finalizaron en una transferencia revolucionaria del poder. El control británico sobre Irlanda fluctuó enormemente desde las fases de feroz guerra civil hasta momentos de ocupación militar, pasando por periodos de gobierno a distancia. Durante el siglo XVII, por ejemplo, Oliver Cromwell invadió y sometió Irlanda en 1650 y, más adelante, el holandés Guillermo de Orange, que se convirtió en rey de Inglaterra e Irlanda, conquistó nuevamente el país entre 1688 y 1692. Cada una de estas conquistas incrementó la presencia y el dominio británicos en Irlanda, incluidas las principales desposesiones de los propietarios de tierras católicos irlandeses a favor de los protestantes. Pero cada conquista también dio paso a un periodo de acomodación en el que los gobernantes con respaldo británico intentaron gobernar ante una amplia resistencia pasiva y alguna rebelión activa. Considerando a Irlanda aisladamente, pues, podemos ubicar el régimen en una trayectoria de Estado débil desde el siglo XVI hasta la independencia en el siglo XX. Llegado este punto, una Irlanda semisoberana dio el salto a una trayectoria de Estado medio y se democratizó rápidamente.

La democratización de Irlanda llegó después de siglos de luchas. Tras la asimilación de los primeros conquistadores anglonormandos y colonos del siglo XII en delante, Irlanda vivió varios siglos de competición entre jefes indígenas y reyes. Comenzando con Enrique VIII, sin embargo, las invasiones de los Tudor generaron una nueva ronda de resistencia armada. De esta forma comenzaron casi cinco siglos durante los cuales algún grupo de poder siempre se alineó contra Inglaterra. Entre las décadas de 1690 y de 1780, incluso los propietarios católicos carecieron de derecho a participar en la política pública irlandesa. Desde la década de 1780 hasta la de 1820, todavía padecieron serias incapacitaciones políticas. Desde el siglo XVI, Irlanda, especialmente Irlanda del Norte, rara vez se ha apartado de violentas y virulentas rivalidades. La isla ha escorado repetidamente hacia la guerra civil.

Con todo, no fue hasta el siglo XIX que Irlanda se convirtió en un país en vías de democratización. Desde el punto de vista de la democratización podemos destacar como fechas cruciales 1801, 1829, 1869 y desde 1919 hasta 1923. En 1801 la disolución del Parlamento irlandés exclusivamente protestante y la absorción de 100 irlandeses protestantes por su homólogo del Reino Unido desdemocratizó efectivamente un régimen que ya era de por sí oligárquico; esto rompió la desigual acomodación que las elites católicas irlandesas habían establecido con sus gobernantes protestantes. Incluso las redes de elites de parentesco y religión perdieron la conexión con el sistema de gobierno irlandés. El paso a la emancipación católica del Reino Unido en 1829 (al cual seguirían antes de un año concesiones políticas similares para los protestantes no anglicanos) invirtió esa segregación. Confirió a los católicos más ricos de Irlanda una representación formal y derechos a ejercer la mayoría de los cargos públicos en el Reino Unido.

Durante el siglo XIX, sin embargo, crecieron las demandas de autonomía o independencia para Irlanda. El conflicto entre arrendatarios y propietarios se exacerbó y las demostraciones de fuerza por parte de cada bando generaron repetidas veces violencia callejera en Irlanda del Norte (Tilly, 2003, pp. 111-127). En 1869, una campaña en defensa del gobierno propio defenestró a la Iglesia de Irlanda, anteriormente oficial. A pesar del apoyo eventual del primer ministro, William Gladstone, la campaña por el gobierno propio fracasó en el Parlamento del Reino Unido. Los protestantes irlandeses se unieron contra tales medidas bajo el lema «Home rule is Rome rule» [El gobierno propio es el gobierno de Roma] (McCracken, 2001, p. 262).

El Acta de Licencia de 1884, simultánea a la Tercera Acta de Reforma de Gran Bretaña, concedió el voto a la mayoría de la población masculina adulta irlandesa, expandiendo con ello enormemente el electorado católico rural irlandés. Para entonces, sin embargo, los centros de poder autónomo ya existían claramente, las redes de confianza protestantes y (especialmente) católicas permanecieron segregadas de la política pública y la división católico-protestante escindía directamente la política pública.

Tras múltiples levantamientos en los sesenta años anteriores, la cuestión de si los irlandeses deberían ser requeridos para hacer el servicio militar en nombre del Reino Unido dividió a Irlanda profundamente durante la Primera Guerra Mundial. En 1919, las divisiones de los tiempos de guerra acabaron en guerra civil. El tratado de 1922 estableció un Estado Libre Irlandés ampliamente autónomo y abrumadoramente católico, con un estatus de domino equivalente al de Canadá y Australia. Entre tanto, una Irlanda del Norte de mayoría protestante permaneció estrechamente ligada al Reino Unido, pero escindida de forma más aguda, si cabe, a lo largo de la divisoria religiosa.

En el resto de Irlanda, la acción directa de sectores del Ejército Repúblicano Irlandés continuó atacando a los protestantes y sospechosos de colaborar con los británicos durante un año más (Hart, 1998). Las fuerzas militantes republicanas perdieron tanto las elecciones generales del Estado Libre Irlandés de 1922 como la guerra civil consiguiente. El acuerdo de paz con Gran Bretaña y el final de la guerra civil dentro de Irlanda cambiaron el régimen de manera fundamental. A excepción del Norte, las divisiones entre católicos-protestantes dentro de la política pública se distendieron y las redes de confianza católicas se convirtieron en los principales vehículos de la movilización y el clientelismo político, mientras que los que otrora fueran poderosos centros de poder coercitivo comenzaron a integrarse en el régimen nacional irlandés.

Sin embargo, los militantes republicanos sobrevivieron y finalmente obtuvieron la independencia plena de Gran Bretaña por la que habían luchado. Desde los años veinte, el IRA hizo incursiones armadas en Irlanda del Norte en repetidas ocasiones (para un estudio al respecto, véanse Keogh, 2001; y White, 1993). La democracia estable no había llegado en modo alguno al Norte. Pero el Estado Libre Irlandés alcanzó una independencia efectiva (bajo su nombre irlandés, Éire) en 1937 y se convirtió en la República Irlandesa, plenamente independiente, en 1949. Los regímenes del sur, cada vez más autónomos, operaron de manera más o menos democrática a partir del acuerdo de paz de 1922. Tanto la capacidad estatal como la democracia aumentaron desde entonces, con la inevitable excepción del Norte. Al margen de los dos años llenos de conflictos a principios de los noventa, Freedom House concedió a Irlanda su más elevada puntuación posible en derechos políticos y libertades civiles (1,1) para cada año, desde 1976 en adelante.

El gráfico 7.4 esquematiza la trayectoria de Irlanda a lo largo del extenso periodo desde 1600 hasta 2006. La doble flecha al final representa la escisión entre el Norte y el Sur; el gobierno del Norte se desdemocratizó desde principios de los años noventa mientras el del sur continuó su movimiento hacia el terreno de la democracia de alta capacidad. Describe un primer largo ciclo de movimiento turbulento dentro del cuadrante de baja capacidad no democrático en el espacio capacidad-democracia. Llegamos así a la democratización parcial del siglo XIX y al intervalo de rebelión y guerra civil durante y después de la Primera Guerra Mundial, seguido de un movimiento decisivo hacia el cuadrante democrático de alta capacidad.

Desde luego, la primera fase de la democratización incorporó una feroz lucha contra la hegemonía británica. ¿Recuerdan a los fenianos o a la Hermandad Republicana Irlandesa (HRI) que tan fuerte seguimiento obtuvo entre los trabajadores irlandeses de Ohio en la campaña al Congreso de 1886? Se habían organizado formalmente en 1858 y pronto se convirtieron en los más visibles de entre los grupos nacionalistas irlandeses. Sus rebeliones armadas, la más notable en 1867, hostigaron cada vez más a los gobernantes del Reino Unido y a los propietarios que colaboraban con ellos, a medida que obtuvieron el respaldo de los emigrantes irlandeses en Inglaterra, los Estados Unidos y otras partes. Finalmente, la rebelión armada hizo Irlanda ingobernable desde Westminster o Dublín.

De acuerdo con el gráfico 7.4, Irlanda pasó a una vía de Estado medio a comienzos del siglo XIX. Desde entonces, el régimen se hizo susceptible como nunca antes de ser democratizado o desdemocratizado. Excepto por la permanente lucha en el Norte, mayoritariamente protestante, un régimen díscolo, aunque aparentemente duradero, adquirió forma.

Gráfico 7.4. Regímenes irlandeses, 1600-2006.

5402

Capacidad estatal y democracia

Llegamos a un veredicto mixto sobre la capacidad estatal y la democracia. Tal como temen los anarquistas, libertarios y algunos conservadores, un Estado con una capacidad extremadamente elevada permite a los gobernantes bloquear o socavar la democratización. Peor aún, si los recursos que sostienen la actividad estatal fluyen (por desiguales que sean) sin negociarse entre los gobernantes y los ciudadanos que requieren dichos recursos, la tiranía se hace tanto más factible y atractiva para los gobernantes. Esto puede suceder, como hemos visto, debido a que el Estado recibe sus recursos de tiranos menores que los extraen a su vez de sus propios súbditos, o bien debido a que los gobernantes controlan la producción y distribución de recursos comerciables tales como petróleo. Venezuela ilustra ampliamente la segunda posibilidad.

Pero el Estado de muy baja capacidad también tiene sus peligros: por una parte, la guerra civil; por otra, el gobierno fragmentado de pequeños tiranos. Irlanda antes del siglo XIX ofrece un ilustrativo contraste con la Venezuela rica en petróleo. A pesar de las intermitentes tentativas británicas de intimidar a los rebeldes irlandeses y la transferencia efectiva de la tierra irlandesa a manos de las elites protestantes inglesas y escocesas, la mayor parte del tiempo, los tenientes británicos solieron ceder el trabajo práctico de gobernar a grandes terratenientes ampliamente autónomos, tanto protestantes como católicos. Durante el siglo XIX, la maquinaria de la resistencia contra el gobierno británico se convirtió en un contragobierno que finalmente brindó el marco para un régimen irlandés independiente.

Entre la capacidad extremadamente elevada y la capacidad extremadamente baja, por lo tanto, descubrimos una zona de viabilidad para la democratización efectiva. Las trayectorias hacia la democracia de los Estados fuerte, medio y débil pasan todas ellas a través de una zona intermedia, cada una con su propia secuencia. Pero en los tres casos, los procesos básicos siguen siendo los mismos: la integración de las redes de confianza en la política pública, la protección de la política pública frente a la desigualdad de categoría y el control de los centros de poder autónomos de modo tal que se favorezca la influencia popular sobre la política pública y el control de la política pública sobre las acciones del Estado.

La lección va bastante más allá de Venezuela e Irlanda. Las diferentes historias que se han detallado en este libro evidencian que la democratización beneficia a los ciudadanos. Permítaseme enunciar esta evidencia como una serie de conjeturas no del todo probadas:

Si estas conjeturas son correctas, aunque sólo sea de manera rudimentaria, no sólo hemos estado trazando una interesante serie de transformaciones políticas, sino una vía para la mejora de las capacidades y del bienestar humanos.