IV. Confianza y desconfianza

Sin un plan deliberado, durante el siglo XIX el Estado americano construyó una enorme aunque aparatosa maquinaria para la integración de la confianza en la política pública. Quizá deba decir que los Estados americanos, dada la mediación de elecciones nacionales y otras actividades políticas a través de los estados individuales, facilitaron las oportunidades para la integración local y regional que un sistema altamente centralizado hubiera inhibido. A resultas de todo ello, se conectaron tres elementos de la vida política americana: 1) las elecciones del tipo «el ganador se lo lleva todo» (first-past-the-post elections) en las cuales los vencedores se llevan los votos a la par que los perdedores renuncian al cargo; 2) las cadenas patrón-cliente, que acordaban el reparto de puestos de trabajo, favores políticos y recompensas a cambio de apoyo político; 3) las redes de confianza fundadas en la migración, etnia, religión, parentesco, amistad y trabajo. Las campañas electorales americanas en particular reunieron estos elementos en una vívida demostración de partidismo.

Los tres elementos representan un fenómeno mucho más amplio y omnipresente en la política pública: formas disponibles de participación política; relaciones sociales entre participantes, y conexiones variables entre las redes de confianza y la política pública. Su intersección cuenta, ya que la mayoría de las combinaciones históricas de la participación política, las relaciones sociales y las conexiones entre redes de confianza y la política pública han dificultado más que facilitado la democratización. Únicamente ciertas combinaciones de los tres hacen posible la política democrática. Los próximos tres capítulos examinan cómo llegan a producirse estas combinaciones y sus efectos. Este capítulo se centra en el lugar de la confianza y la desconfianza en la formación de los regímenes democráticos.

Permítasenos detenernos por un momento a repasar el tercer elemento de la vida política americana del siglo XIX: las redes de confianza. Para aquellos que ven la confianza como una actitud personal —Joe es una persona confiada, Jane tiende a desconfiar de todo el mundo— la idea de una red de confianza suena extraña. De hecho, podemos pensar en la confianza bien como una actitud, bien como una relación. A efectos de estudiar la democratización y la desdemocratización ayuda concentrarse en la relación, dejando a un lado qué tipo de actitud podría motivar, complementar o resultar de una relación de confianza. Etiquetas tales como kinsman, compadre, paisano, fellow believer y co-member of a craft[3] ofrecen una primera señal de una relación de confianza.

Pero una relación de confianza se reconoce de forma más segura por las prácticas de sus participantes. Las personas que confían entre sí se prestan dinero sin avales, se hacen favores sin un quid pro quo inmediato, comparten el cuidado de sus hijos, se cuentan secretos importantes, se confían objetos preciados y cuentan con la ayuda del otro en caso de emergencia.

La confianza consiste, pues, en someter consecuencias preciadas al riesgo de los posibles fallos, errores o poca destreza de otros (Tilly, 2005b). Las relaciones de confianza incluyen aquellas en las que la gente asume tales riesgos de forma regular[4]. Aun cuando algunas relaciones de confianza son estrictamente diádicas, por lo general operan dentro de redes más amplias de relaciones similares. Las redes de confianza, por expresarlo de manera más formal, contienen conexiones interpersonales ramificadas, que consisten en fuertes vínculos, dentro de los cuales la gente pone en práctica recursos y empresas valiosas, consecuenciales y de largo plazo, aun a riesgo de errores, fallos o la poca destreza de los demás.

¿Cómo reconoceremos una red de confianza cuando nos encontremos o entremos en ella? En primer lugar, percibiremos un grupo de personas que están conectadas, directa o indirectamente, por lazos similares; constituyen una red. En segundo lugar, observaremos que la mera existencia de un lazo de este tipo confiere a un miembro derecho a la atención o ayuda de otro; la red consiste en lazos vigorosos. En tercer lugar, descubriremos que los miembros de una red están llevando a cabo colectivamente empresas a largo plazo tales como la procreación, el comercio a larga distancia, la migración transcontinental, la ayuda mutua entre trabajadores o la práctica de una religión clandestina. Por último, aprenderemos que la configuración de lazos dentro de la red coloca a la empresa colectiva ante el riesgo de la poca destreza, los errores o los fallos de sus miembros individuales. En los Estados Unidos del siglo XIX, muchas sectas religiosas, grupos artesanales y corrientes migratorias mantuvieron redes de confianza que finalmente tuvieron una importante presencia en la política pública americana. En conexión con los otros dos elementos —las elecciones competitivas y las redes clientelares— ponen un sello distintivo a las luchas políticas del siglo XIX.

Los tres elementos se entrelazaron en el distrito electoral decimotercero de Ohio durante la campaña del Congreso en 1866, justo después de que la Guerra Civil hubiese terminado. George Johns, empleado del Congreso, ayudó a organizar la campaña del candidato republicano Columbus Delano. Entre otros grupos locales, quiso apuntar en su lista los votos de los trabajadores irlandeses, la mayor parte de los cuales apoyaban a la Hermandad Feniana, sociedad revolucionaria nacionalista irlandesa fundada en 1858. Dado que previamente habían votado demócrata de forma conjunta, los fenianos podían ayudar a decantar la elección de Ohio hacia los republicanos. En particular, Johns quería la ayuda de Patrick Lamb, tabernero y, en ocasiones, agente demócrata. Johns se dirigió a la taberna para encontrarse con Lamb. Como contaría más tarde:

Pregunté a los caballeros que estaban conmigo si querrían algo para beber. Se tomó un vaso de cerveza y di en pago un billete de cinco dólares. Lamb no estaba presente y únicamente había un chico que no podía darme el cambio. Le dije que ya lo haría en otra ocasión, pero al llegar Lamb poco después, se realizó el cambio. No mantuve una conversación con él en esta ocasión, pero había oído hablar de él y los demás se referían a él como un «feniano». Más tarde por la noche, después de finalizar el mitin de Butler, se reunió conmigo en la repostería Hughes & Nichol’s de esta ciudad; me llevó fuera y dijo que tenía un considerable número de amigos que eran trabajadores y que él quería que votarán por el Partido Republicano. Creo que mencionó un número entre ochenta y ciento veinte, y declaró tener una lista considerable de ellos —que necesitaba algún trabajo y atención, y tiempo para llevarlos a las urnas—. Dijo que si tenía cincuenta dólares para pagar por su tiempo y trabajo, y para pagar sus gastos, podría ir a buscarlos canal arriba y abajo (Bensel, 2004, p. 70).

Lamb contó una historia algo distinta de este primer encuentro con Johns, pero ambos estaban de acuerdo en la naturaleza de su acuerdo: dinero por votos. Lamb entregó a Delano una cantidad de votos de los fenianos.

La crudeza de la transacción Lamb-Johns puede resultar chocante para las sensibilidades del siglo XXI, pero ilustra de manera explícita cómo el proceso electoral americano del siglo XIX integraba las redes de confianza en la política pública. En este caso, los lazos formados por la migración, el comercio y la conspiración política convergían conectando a los trabajadores irlandeses de Ohio. Ponían sus conexiones a disposición de las transacciones de Lamb. No todos los votantes recibían la recompensa o respondían a mediadores como Patrick Lamb. Pero en la arena política americana, las redes de confianza configuraban por lo general la base de la implicación de la gente en la política.

La conexión de la política con las redes de confianza no hizo benigna la política americana del siglo XIX. Al contrario, la incidencia de la etnia, religión, raza, origen migrante y oficio en la movilización política a menudo generó violencia en cuanto un grupo intentó intimidar o excluir a otro. Las elecciones constituyeron el momento álgido —o, dependiendo de su perspectiva, el momento más bajo—. La elección presidencial de 1852, que opuso al demócrata Franklin Pierce (ganador al final) al whig Winfield Scott, ocurrió mientras las luchas en torno a la esclavitud, la admisión de nuevos Estados y la inmigración dividían agriamente a ambos partidos. De hecho, el partido Whig se desintegró en los cuatro años siguientes y los republicanos aparecieron como el partido antiesclavitud.

Los alineamientos étnicos en todas las cuestiones se hicieron cada vez más relevantes. En las elecciones de 1852 en San Luis, los alemanes que apoyaban al demócrata de la Primera Sala simplemente impidieron votar a todos los whigs:

La elección fue adelante sin más que las riñas y artificios habituales, incluyendo posiblemente la rasgadura de un cartel demócrata por [el agitador whig] Buntline y el lanzamiento de alguna piedra. Entonces se escuchó el tiroteo. Los partidarios whig pensaron que el sonido provenía de la taberna y casa de Neumeyer. Joseph Stevens fue alcanzado fatalmente y algunos pocos fueron heridos, bien por esta primera ráfaga o cuando el grupo de Buntline se dirigió hacia la taberna, que saquearon y quemaron. Las autoridades rápidamente se aprestaron a sofocar la pelea y a apagar el incendio, y mucho más tarde, por la noche, controlaron el movimiento multitudinario contra el periódico alemán (Grimsted, 1998, p. 230).

En San Luis, en el distrito decimotercero de Ohio, y por doquier, las elecciones brindaban repetidas oportunidades para la movilización en base a la etnia, religión, raza, origen migrante y oficio. En cada caso, las organizaciones locales fundadas en (o incorporadas a) las redes de confianza remplazaban a las bases para la movilización.

Las redes de confianza apagan incendios

Tómese el destacado caso de las compañías de bomberos voluntarios del siglo XIX. A la manera de las milicias privadas que proliferaban en los Estados Unidos del siglo XIX, las compañías reclutaban de un único grupo local, urbano, de clase y étnico. De manera recurrente competían y luchaban entre sí:

Pelear era una tradición otrora honorable entre los bomberos. La mayoría de las disputas nacían de diferencias funcionales. Las compañías de manguera luchaban por las tomas de agua más próximas al fuego y las compañías de motor luchaban entonces por las principales posiciones de manguera. Ser el primero en un fuego engendraba un gran sentimiento de orgullo, pero el honor de extinguirlo era a menudo alcanzado mediante la lucha contra los rivales que llegaban tarde. Hacerse con el fuego suponía batallar con rivales entusiastas que cortaban cuerdas del remolque y atascaban los ejes de los carros con llaves de tuerca con tal de ganar la carrera. Las compañías de bomberos eran, por lo tanto, instituciones de base de primer orden y unidades en competición en todos los sentidos (Laurie, 1973, p. 77).

En Southwark, más adelante un suburbio de Filadelfia, durante los años cuarenta del siglo XIX, siete compañías distintas de bomberos operaban desde bases que se encontraban a pocas calles de distancia.

La American Republican Shiffler Hose Company derivaba su nombre de George Shiffler, un aprendiz de curtidor. Shiffler fue el primer autóctono americano asesinado en las peleas callejeras entre católicos y protestantes de 1844 en Filadelfia. Tal como sugiere el resto de su nombre, la compañía de mangueras se alineaba con el recién formado Partido Republicano; nativista, anticatólico y antiesclavista. La compañía Shiffler reclutaba a sus miembros entre los yanquis autóctonos. Luchaba ferozmente contra la Moyamensing Hose Company (católica, irlandesa y demócrata) y su banda aliada, los Killers. Los Killers a menudo causaban incendios en Southwark, para tender emboscadas a los Shifflers cuando éstos iban a sofocarlos. Pero los Shifflers, a su vez, comenzaron a llevar mosquetes y escopetas cada vez que salían a extinguir nuevo incendio. A resultas de todo ello, tanto Killers como Shifflers solían sobrevivir a los incendios con heridas de bala.

Al final, la tendencia de las compañías de bomberos voluntarios a combatir entre sí más que a apagar incendios, y la frecuencia con la que sus miembros más celosos provocaban incendios por la aventura de apagarlos, condujo a los municipios americanos a profesionalizar sus cuerpos de bomberos. Pero durante décadas, las compañías de bomberos voluntarios reclutaron trabajadores de oficios étnicamente segregados, por lo que no sólo operaron como guardianes de la seguridad pública, sino como asociaciones obreras de beneficio mutuo.

En Poughkeepsie, Nueva York, el preciso recuento de Clyde y Sally Griffen de las listas de miembros de las compañías de bomberos a finales del siglo XIX revela el gran porcentaje de sus miembros que provenían de oficios concentrados localmente, especialmente de los asalariados de entre veinticinco y treinta y cinco años con poca o ninguna perspectiva de progreso desde sus posiciones como obreros o peones agrícolas. (Los Griffen no analizaron, por desgracia, la composición étnica de las compañías directamente, pero la distribución de las compañías hace que parezca probable que se dividieran a grandes rasgos en unidades yanquis, irlandesas y alemanas). «Lo que les faltaba a sus miembros en perspectivas», informaban los Griffen,

lo compensaban con el alborozo del presente. Las compañías a menudo realizaban excursiones a otras ciudades; ocasiones de intensa convivencia con la seguridad de que serían contadas detalladamente en los periódicos locales. Una compañía realizó una excursión a New Haven en la que «se prendieron hogueras en cada esquina de su trayecto… y fueron agasajados y bienvenidos por el Alcalde». Al día siguiente el departamento de bomberos de aquella ciudad al completo los escoltó hasta los barcos de vapor a Nueva York… Una carta al Daily Press se quejaba en 1868 acerca de la cobertura excesiva de las «visitas de los bomberos, que incluyen barriles de brea, antorchas, banquetes, discursos, magníficos ramos, chicas guapas y toda ese tipo de cosas» (Griffen y Griffen, 1978, p. 42).

Las compañías de bomberos ofrecían a los hombres comunes la oportunidad de un desfile público, la celebración y la diversión. Producían asimismo sus propias formas de ayuda mutua, que incluían el seguro de pompas túnebres. Homogéneos por lo general en su origen nacional como resultado de la segregación de sus ciudades de residencia, ofrecían invitaciones a reuniones para el reclutamiento de votos y de activistas políticos. Desempeñaban su parte en la integración de las redes de confianza en la política pública americana en torno a los oficios y la etnia. Por medio de los comités de distrito electoral, los comités de negocios y las organizaciones del ámbito de toda la ciudad, los partidos políticos y los sindicatos ampliaron el compromiso político a conexiones al nivel de las ciudades, los estados y toda la nación.

Para que este argumento no suene a refrito de Tocqueville respecto a la importancia de las asociaciones voluntarias para la democracia en América, permítaseme recordar mi concordancia con el análisis que Jason Kaufman hace de las órdenes fraternas y otras organizaciones similares desde finales del siglo XIX (Kaufman, 2002). La investigación en sentido contrario de Kaufman documenta la intensidad de la implicación asociativa en las ciudades americanas durante las últimas décadas del siglo XIX. Pero argumenta de forma consistente que:

  1. La vida asociativa declinó después de la Primera Guerra Mundial.
  2. Las asociaciones que declinaron servían a intereses provincianos antes que al bien general.
  3. En su mayoría crecieron con fuerza a partir de combinaciones de exclusión, sociabilidad y seguridad, por ejemplo, al facilitar ayuda mutua a los inmigrantes recientes de una misma región.
  4. Contribuyeron, por consiguiente, a la segmentación de la vida política y social americana.
  5. Por tanto, el que la vida asociativa declinase fue algo positivo.

El primer punto desafía tanto a Robert Putnam (que observa, correctamente, un declive en la participación voluntaria americana, pero que lo sitúa después de 1950) como a Theda Skocpol (que ve un vasto crecimiento organizativo a finales del siglo XIX que implica la creación de asociaciones nacionales, la generación sus delegaciones locales, su absorción de y su afiliación con asociaciones locales previamente existentes y su creciente efectividad como conductos para la política basada en el interés) (Putnam, Leonardi y Nanetti, 2000; Skocpol, 2003; Skocpol y Fiorina, 1999). Los puntos segundo, tercero y cuarto confunden a los actuales admiradores de Alexis de Tocqueville, que ven la sociedad civil y la asociación voluntaria como activos fundamentales y rasgos distintivos de la herencia política americana. El punto final enuncia un juicio sorprendente sobre los llamamientos actuales a un renacer del voluntarismo. Implica que una nueva proliferación de asociaciones voluntarias podría hacer avanzar fácilmente los intereses provincianos en lugar de servir a la democracia.

Las órdenes fraternales, las sociedades obreras de ayuda mutua, las milicias privadas, las compañías de bomberos y organizaciones similares del siglo XIX sirvieron a los intereses provincianos antes de que hiciesen avanzar a la democracia. Durante los años cincuenta del siglo XIX, en la ciudad de Nueva York los vecindarios étnicos crearon sus propias milicias:

En 1852, 4.000 de sus 6.000 miembros eran alóctonos, lo que incluía: 2.600 irlandeses en la Emmet Guard, los Irish Rifles, las Irish-American Guards y los 9.° y 69.° regimientos; 1.700 alemanes en sus propios regimientos; la Garibaldi Guard italiana y la Garde Lafayette francesa ligadas al 12.° regimiento. En el extremo opuesto, 2.000 «americanos» residentes del Lower East Side se sumaron resueltamente a compañías mulicianas tan antivistas como los American Rifles y la American Guard (Scherzer, 1992, p. 199).

Al mismo tiempo, en el fronterizo Milwaukee, la política pública se centraba en las rivalidades organizadas en torno a yanquis, alemanes e irlandeses, con la cuestión de la abstinencia que dividía nítidamente a los sobrios yanquis del resto (Conzen, 1976, capítulo 7).

A diferencia de los efectos aglomerantes de los heterogéneos sindicatos y partidos políticos «atrápalo-todo», las entidades políticas basadas exclusivamente en distinciones de etnia, religión, clase y oficio impedían los consensos transgrupales y la acción colectiva transversal promovida por formas de organización menos definidas, pero más amplias. No obstante, aquellas entidades políticas tan delimitadas producían dos resultados que este tipo de organizaciones rara vez impulsaba: integraban redes de confianza previamente existentes, al menos parcialmente, en la política pública y dotaban a los recién llegados a la vida asociativa de la experiencia en el toma y daca de la actividad organizativa. En este sentido, promovieron la democratización americana.

Conceptos esenciales

Para entender lo que estaba sucediendo en los Estados Unidos del siglo XIX, necesitamos complicar nuevamente la relación básica Estado-ciudadano de tres maneras diferentes: con respecto a los recursos políticos que ligan los ciudadanos a los Estados, con respecto al lugar de los intermediarios en la relación Estado-ciudadano y con respecto a las conexiones políticas de las redes de confianza.

En primer lugar, los recursos políticos incluyen beneficios y castigos que influyen en la participación de la gente en la política pública. Los recursos políticos se dividían a grandes trazos en coerción, capital y compromiso. La coerción incluía todos los medios de acción concertados que por lo general causan pérdidas o daños a personas, posesiones o relaciones que sustentan a los actores sociales. Implica medios tales como armas, fuerzas armadas, prisiones, información dañina y rutinas organizadas para la imposición de sanciones. La organización de la coerción ayuda a definir la naturaleza de los regímenes. Con bajas acumulaciones de coerción todos los regímenes son inconsistentes, mientras que con altos niveles de concentración y acumulación coercitiva, todos los regímenes son imponentes. Comparados con su equivalente del siglo XX, el Estado americano del siglo XIX no disponía de amplios recursos coercitivos. Muchos de estos recursos, además, se fragmentaban en versiones locales y estatales como las milicias y los sheriffs.

El capital se refiere a recursos tangibles, transferibles, que en combinación con el esfuerzo pueden producir incrementos en el valor de uso, además de exigencias ejecutables sobre tales recursos. Los regímenes que dirigen un capital considerable —por ejemplo, del control directo de los recursos naturales por los gobernantes, a menudo ellos mismos mantenidos por medio de la coerción— en cierta medida sustituyen la adquisición de otros recursos y la conformidad para con la coerción directa sobre sus poblaciones súbditas. Como centro de un régimen crecientemente capitalista, el Estado decimonónico de los EEUU disponía de un amplio capital, pero sólo concertadamente con sus principales capitalistas.

El compromiso significa relaciones entre personas, grupos, estructuras o posiciones que promueven tenerse en cuenta mutuamente. Un idioma compartido, por ejemplo, une poderosamente a las personas y grupos sin ninguna necesidad de desplegar capital o coerción. La organización local del compromiso varía tan drásticamente como lo puedan hacer las estructuras del capital o la coerción. Los compromisos pueden adoptar la forma de una religión compartida o etnicidad, lazos comerciales, solidaridades generadas por el trabajo, comunidades de gusto y muchas más. En la medida en que los compromisos de este tipo conectan a los gobernantes y los gobernados, sustituyen parcialmente a coerción y capital. Pero el compromiso también puede volverse contra el gobierno, como sucedió tanto en el Norte como en el Sur durante el preludio de la Guerra Civil.

En segundo lugar, los intermediarios. A lo largo de la mayor parte de la historia, pocos ciudadanos han mantenido un contacto directo con sus Estados. Habitualmente tienen contacto con las autoridades estatales por medio de intermediarios privilegiados y parcialmente autónomos tales como terratenientes, señores de la guerra, sacerdotes y cabezas de los linajes. El nuevo Estado americano estableció algún contacto directo con sus ciudadanos por medio de instituciones nacionales tales como los servicios postales y su cuerpo de cobradores de impuestos. Pero incluso en los Estados Unidos del siglo XIX, la mayoría de la interacción Estado-ciudadano pasaba por dos clases de intermediarios: las entidades formales que hablaban en nombre de sus intereses putativos y los miembros de la elite que mediaba la influencia del gobierno.

En la primera categoría entran los sindicatos, los partidos políticos, las asociaciones de intereses particulares, las iglesias y (de forma más efímera) los grupos de activistas de los movimientos sociales. La segunda categoría incluiría gerentes, cargos públicos y toda una serie de operadores —a la manera de George Johns— que dispensaban favores a cambio de apoyo político. Con estos dos tipos de intermediarios comenzamos a ver que los regímenes no se reducen estrictamente a ciudadanos y Estados sino que incluyen necesariamente un grupo de actores parcialmente autónomos. Un régimen consiste en interacciones regularizadas entre Estados, ciudadanos y los actores políticos constituidos.

En tercer lugar, las conexiones políticas de las redes de confianza. A lo largo del mismo trecho de la historia de la humanidad en que la interacción Estado-ciudadano siguió siendo principalmente indirecta, los pueblos llevaron a cabo de manera regular empresas colectivas, arriesgadas y valoradas, como sectas religiosas clandestinas, comercio a larga distancia y el mantenimiento de linajes por medio de redes de confianza. Los miembros de las redes de confianza por lo general se mantenían separados del poder estatal tanto como fuera posible (Tilly, 2005b). Sabían que los gobernantes que adquirían el control sobre las redes de confianza solían subordinar tales redes a sus empresas estatales, o paralizarlas apropiándose de sus recursos cruciales: tierras, dinero, mano de obra, información y demás.

Sin embargo, en ocasiones, las redes de confianza se integraban en la política pública. El cuadro 4.1 identifica las principales excepciones a la separación histórica de la política pública por parte de las redes de confianza. Estas excepciones se desarrollaron en alguna de estas tres formas: indirectamente, por medio de patrones, protectores y otros intermediarios poderosos; más directamente, por medio de actores que representaban públicamente sus intereses colectivos; y más directamente aun por medio de acuerdos controlados por el Estado, como la teocracia, el fascismo y la seguridad social.

Las democracias realizan necesariamente la integración parcial de las redes de confianza en la política pública. Si las redes de confianza básicas que los ciudadanos despliegan a medida que persiguen grandes empresas colectivas continúan estando segregadas de la política pública, entonces los ciudadanos tienen pocos incentivos para participar en política e incentivos muy fuertes para proteger sus relaciones sociales de la intervención política. Estas condiciones hacen prácticamente imposible la traducción efectiva y sostenida de la voluntad colectiva expresa de los ciudadanos en la acción estatal, al menos fuera de la revolución. Pero la integración total, al estilo de las teocracias, las oligarquías conectadas por el linaje y el fascismo también se salen de la posibilidad de la democracia. Así ocurre, al menos de acuerdo con lo que sugieren los puntos 1 a 5 de la lista del cuadro 4.1, cuando se impide el traslado negociado de la voluntad de los ciudadanos a la acción del Estado.

Cuadro 4.1. Principales excepciones históricas a la segregación de las redes de confianza de la política pública.

  1. Las redes de confianza en la forma de sectas religiosas, grupos de parentesco o redes mercantiles han establecido ocasionalmente sus propios sistemas de gobierno autónomos.
  2. En ocasiones, algunos regímenes conquistaron otros regímenes que operaban ya por medio de redes de confianza.
  3. Los actores políticos organizados como redes de confianza (por ejemplo, los cultos religiosos) han llegado al poder en regímenes constituidos con anterioridad.
  4. Una vez en el poder, los gobernantes a menudo han creado sus propias redes de confianza en las formas de alianzas matrimoniales dinásticas y sistemas clientelares internos.
  5. Al menos de forma temporal, los regímenes teocráticos y totalitarios han gestionado la incorporación extensiva de las redes de confianza existentes dentro de sistemas de gobierno autoritarios.
  6. Las democracias gestionan la integración, parcial y contingente, de las redes de confianza dentro de la política pública

¿Cómo podríamos saber, entonces, que las redes de confianza están siendo integradas en la política pública? Con el sesgo de los indicadores de nuestro propio tiempo, el cuadro 4.2 identifica posibles indicios de integración. Incluyen la búsqueda deliberada de la protección estatal o la autorización a las organizaciones que dan cuerpo a las redes de confianza, el compromiso de recursos y miembros de las redes de confianza al servicio estatal y —incluso más arriesgado en términos de experiencia histórica— la demanda de intervención estatal sobre el proceder de las redes de confianza. En general, estos indicios señalan que la gente no sigue trabajando tan duro como para proteger sus redes de confianza de la vigilancia e intervención estatal; que para alcanzar sus empresas colectivas de alto riesgo, largo plazo y más valiosas, pesa más la confianza en las agencias estatales; que de manera práctica depositan más confianza en el gobierno.

4.2. Indicios de la integración de las redes de confianza en la política pública.

En el mundo contemporáneo, podríamos observar la integración de las redes de confianza en la política pública si viéramos a numerosas personas en un régimen determinado haciendo alguna de las cosas siguientes:

En la experiencia europea, comenzamos a vislumbrar señales de integración de las redes de confianza en lugares como la República Holandesa durante el siglo XVII. Marjolein ‘t Hart indica que el nuevo Estado holandés, a diferencia de sus rivales europeos, disfrutó de un crédito excelente ya durante el siglo XVII. La revuelta de los Países Bajos contra España en el siglo XVII condujo a la mejora económica y organizativa de las finanzas públicas en aquel régimen tan sumamente comercial. Durante el proceso, los burgueses holandeses comenzaron a invertir frenéticamente en bonos gubernamentales, ligando de esta manera los destinos de sus familias al del régimen:

En parte, el éxito holandés debe ser explicado por el hecho de que los principales inversores eran ellos mismos magistrados y políticos. Estaban lo bastante cerca del receptor local con el que habían contratado sus préstamos. En ocasiones les urgía invertir en sus líderes políticos a fin de estimular a otros compradores. La estructura federal implicaba igualmente un alto grado de control político local. Otras inversiones seguras se encontraban en la tierra y en las casas, pero para 1700 el capital invertido en bonos superaba a cualquier otro (‘t Hart, 1993, p. 178).

La segmentada estructura de la República Holandesa, nos recuerda ‘t Hart, facilitaba el trabajo de mediadores que simultáneamente ocupaban posiciones de poder municipales, provinciales y nacionales. Ayudaron a hacer que la República Holandesa fuese precoz en su integración de las elites de las redes de confianza (Adams, 2005; Davis y Lucassen, 1995; Glete, 2002; Prak, 1991). Se tardaron otros dos siglos antes de que los europeos y norteamericanos corrientes comenzasen a invertir las principales partes de sus ahorros en bonos gubernamentales.

Más tarde o más temprano, sin embargo, sucedió de manera intensiva. La gente corriente encara riesgos e incluso lleva a cabo empresas arriesgadas a largo plazo cuando sus redes de confianza fallan en facilitar una protección adecuada. En tales circunstancias, gobierno y actores políticos que pueden o bien apuntalar las redes de confianza existentes o bien crear nuevas alternativas a ellas, se convierten en aliados cada vez más atractivos, o, por lo menos, cada vez menos desagradables. Tal como sugiere el ejemplo holandés, algunas circunstancias adicionales incrementan el atractivo de las redes de confianza conectadas políticamente a un público extenso: la creación de garantías externas para los compromisos gubernamentales, a la manera en que un tratado de paz o una potencia ocupante respalda las finanzas de un gobierno derrotado; el incremento de los recursos gubernamentales en la reducción del riesgo y/o compensación de pérdidas, como sucede cuando la expansión comercial genera nuevos ingresos fiscales; y el visible cumplimiento gubernamental de los compromisos para con el progreso de nuevos segmentos sustantivos de la población, tal como sucede cuando los no ciudadanos no sólo se convierten en posibles receptores de los beneficios del bienestar, sino que en verdad los reciben.

El dilema democrático

¿Cómo afectan a la democracia tales conexiones? El trabajo de Robert Putnam sobre Italia y los Estados Unidos coloca de manera destacada en la agenda de la teoría democrática la conexión entre confianza y democracia, sin por ello enunciar un claro argumento en relación al nexo causal entre ambas. La obra de Putnam Making Democracy Work demuestra la significativa relación entre la amplitud de la participación en las asociaciones no gubernamentales de la sociedad civil de una región italiana y la efectividad percibida por las instituciones gubernamentales de la misma región: a mayor participación, mayor efectividad.

En cada extremo del argumento de Putnam tiene lugar un desliz teórico. Por la parte de las instituciones gubernamentales, Putnam se inclina a interpretar las instituciones más efectivas como las más democráticas. Por la parte del compromiso cívico, Putnam comienza a tratar las redes organizativas, el capital social, las normas de reciprocidad y las estructuras de confianza como estrechamente conectadas o incluso elementos equivalentes. Este doble desliz conduce a la sentencia final de su libro: «Construir capital social no es fácil, pero es la clave para hacer funcionar la democracia» (Putnam, Leonardi y Nanetti, 1993, p. 185).

De manera semejante, en los Estados Unidos Putnam se desplaza apresuradamente de la participación cívica a la democracia:

La sociedad moderna está repleta de oportunidades para ir por libre y para el oportunismo. La democracia no requiere que los ciudadanos sean santos desinteresados, pero asume de muchas maneras modestas que la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, resistimos la tentación de hacer trampas. El capital social, sugiere la evidencia creciente, fortalece nuestro yo más expansivo. La actuación de nuestras instituciones democráticas depende del capital social en formas que se pueden medir (Putnam, Leonardi y Nanetti, 2000, p. 349).

En el mejor de los casos, por tanto, podemos deducir de los análisis de Putnam una conclusión mucho más modesta: sin previos regímenes relativamente democráticos, la gente que participa en las organizaciones cívicas (o quizás únicamente en las organizaciones orientadas al bien común) se inclina más a asumir sus deberes colectivos, a presionar para una mejor actuación del gobierno y a confiar en sus conciudadanos (Bermeo, 2000). Un argumento así podría ser válido, pero nos dice bien poco acerca de las conexiones causales entre democracia y confianza.

Los teóricos de la democracia más actuales han formulado cuatro requisitos básicos acerca de la relación de confianza en la democracia como tal:

  1. Como indica el análisis del común acuerdo contingente de Margaret Levi (1997), la colaboración con cualquier gobierno, antes que la coerción sobre la base del compromiso, depende de la expectativa de que el resto soporte la parte correspondiente de la carga gubernamental: pagar impuestos, realizar el servicio militar y así sucesivamente.
  2. Dado que la delegación voluntaria de poderes a los representantes y funcionarios únicamente puede tener lugar sobre la base de una gran confianza, se supone que las democracias exigen mayores niveles de confianza en el gobierno que otros tipos de regímenes.
  3. La alternancia de facciones en el poder depende de la confianza de quien por el momento no tiene el poder en que le llegará su turno, o por lo menos de que quien sí lo tiene hará honor a sus intereses.
  4. Desde las perspectivas de la mayoría de los actores políticos, la democracia es un sistema intrínsecamente más arriesgado y más contingente que otros, por lo que únicamente los actores que tengan una confianza suficiente en los resultados de la política democrática colaborarán por completo con el sistema.

Estos cuatro requisitos hacen de un cierto nivel de confianza una condición necesaria para la democracia. Implican que un declive significativo en la confianza amenaza la democracia. Los cuatro comportan que los regímenes autoritarios y clientelares pueden sobrevivir con niveles mucho más bajos de confianza que las democracias.

Mark Warren entreteje cuidadosamente los cuatro requisitos al señalar las contradicciones entre la política pública y la confianza. La política, para Warren, combina conflictos sobre bienes, presiones para asociarse para la acción colectiva e intentos de producir decisiones colectivamente vinculantes (Warren, 1999, p. 311). Todos estos procesos —conflictos de bienes, acción colectiva y ofertas a favor de decisiones colectivamente vinculantes— tienen lugar de manera más intensiva en la política pública de las democracias. Pero precisamente estos procesos amenazan la confianza acumulada de manera natural: los conflictos de bienes generan disenso, la acción colectiva conlleva introducir en el juego delimitaciones del tipo nosotros/ellos y las decisiones colectivamente vinculantes significan la realización desigual de intereses de individuo y grupo. Así, las democracias requieren una mayor confianza —por lo menos respecto a los resultados de la lucha política— que otros tipos de regímenes. La formulación de Warren podría denominarse el dilema democrático de la confianza.

Warren identifica tres soluciones teóricas en competición para el dilema democrático: la neoconservadora, la elección racional y la deliberativa. La neoconservadora, tipificada por Francis Fukuyama, afirma que el único camino para mitigar el dilema es minimizar el número de decisiones colectivas adoptadas por las instituciones políticas y maximizar aquellas ubicadas donde ya existe la confianza de un tipo u otro: las comunidades naturales y los mercados. Los enfoques de la elección racional, ejemplificados por Russe Hardin, consideran la confianza como la creencia de que otro (una persona o institución) tiene un interés en el bienestar de uno mismo; de ahí que las instituciones que garantizan actuaciones beneficiosas ayuden a resolver el dilema democrático.

La solución deliberativa, que el propio Warren prefiere, salva la distancia por medio de hacer que deliberación democrática y confianza sean mutuamente complementarias: el verdadero proceso de deliberación genera confianza, pero la existencia de confianza facilita la deliberación. La teoría neoconservadora no identifica una conexión necesaria entre la democracia y la confianza, allí donde las teorías de la elección racional y deliberativa hacen de la confianza lo únicamente indispensable para la democracia.

De manera semejante, mi argumento enfrenta el dilema democrático, pero lo refunde de manera radical y propone una cuarta solución. Al tratar la confianza como una relación en la cual al menos una parte expone empresas valiosas al riesgo de errores, fallos o la poca destreza de la otra parte, reconoce que tales relaciones se agrupan en redes distintivas, especialmente cuando la duración y apuesta de la empresa valiosa aumenta. Aun cuando históricamente la mayor parte de las redes de confianza han crecido fuera de la política pública, en ocasiones se originan dentro de los principales actores políticos (por ejemplo, sindicatos) o en el gobierno mismo (por ejemplo, sistemas de pensiones para veteranos). Con todo, deberíamos dudar de que las asociaciones como tales tengan la clave de la participación democrática. Por el contrario, deberíamos reconocer que las formas de relaciones entre las redes de confianza y la política pública tienen que ver, y mucho. Gobiernan la posibilidad del común acuerdo contingente y, por ende, la traducción efectiva de la voluntad expresada colectivamente de los ciudadanos en la acción del Estado.

Sorprendentemente, un tipo de desconfianza se convierte entonces en condición necesaria de la democracia. El común acuerdo contingente comporta falta de voluntad a la hora de ofrecer a los gobernantes, como quiera que sean electos, cheques en blanco. Implica la amenaza de que, si no actúan de acuerdo con la voluntad expresada colectivamente, los ciudadanos no sólo los echarán, sino que, además, retirarán su conformidad para con actividades dirigidas por el gobierno tan arriesgadas como el servicio militar, formar parte de un jurado y recaudar impuestos. En los términos de Albert Hirschman, los ciudadanos democráticos pueden demostrar lealtad durante las crisis más evidentes del Estado, pero por lo general emplean la voz combinada con la amenaza de la salida (Hirschman, 1970).

El dilema democrático, desde esta perspectiva, implica cómo se conectan aquellas empresas valiosas y las redes que las sostienen con la política pública sin dañar las redes de confianza ni la política pública. La conexión sólo funciona bien con el común acuerdo contingente de parte de los miembros de las redes de confianza. El paso estatal de la coerción hacia combinaciones de capital y compromiso promueve el común acuerdo contingente. La trayectoria de la democratización por consiguiente difiere en gran medida dependiendo de si las relaciones previas entre las redes de confianza y los gobernantes son aquellas del autoritarismo, la teocracia, el patronazgo o la completa evasión.

Por ejemplo, como salida del autoritarismo, la democratización depende del movimiento que se aleja de la coerción y de la relajación de los controles gubernamentales sobre las redes de confianza visibles. Desde el punto de partida del clientelismo, en contraste, la democratización depende de la debilitación de la mediación de los patrones y una integración más directa de las redes de confianza en la política pública. Matthew Cleary y Susan Stokes ofrecen un «escenario estilizado» que ilustra tanto la operación como los límites del sistema patrón-cliente:

Una sociedad pobre y dividida en clases democratiza. La pobreza y la desigualdad tientan a los partidos políticos a desarrollar una estrategia clientelista: el comercio de votos y apoyo político a cambio de pequeñas recompensas privadas para los votantes. El clientelismo funciona únicamente cuando los votantes y los mediadores políticos están fuertemente ligados en redes personales; redes que permiten a los mediadores castigar a aquellos votantes individuales que escapen a su contrato implícito, así como considerarlos «perversamente responsables» de sus votos. El clientelismo es, pues, por necesidad, una forma de política altamente personalizada. También requiere que los votantes emprendan acciones que no pueden ser controladas plenamente por el partido patrón, tales como votar por sus candidatos a cambio de dádivas. A fin de robustecer la conformidad, los partidos cultivan las relaciones de amistad y confianza con sus clientelas (Cleary y Stokes, 2006, p.10).

Cleary y Stokes señalan correctamente que un sistema tal sacrifica la responsabilidad a favor de la lealtad. Si mi análisis de la experiencia del siglo XIX americano es correcto, no obstante, desempeña un papel crucial en la conexión de redes de confianza separadas anteriormente de la política pública.

De entre consulta mutuamente vinculante, amplitud, igualdad y protección, la integración de las redes de confianza en la política pública afecta más directamente a la consulta mutuamente vinculante. En la medida en que la gente integra sus redes de confianza en la política pública, llegan a confiar el mantenimiento de tales redes a la actuación gubernamental. Gracias a las conexiones con el gobierno que median estas redes también ganan poder, colectivo o individual. Adquieren un interés inquebrantable en la actuación gubernamental. El interés político importa. Pagar impuestos, comprar bonos gubernamentales, ceder informaciones privadas a funcionarios, depender del gobierno para los beneficios y entregar a miembros de las redes para el servicio militar cimienta dicho interés y promueve la negociación activa de los términos de su cumplimiento.

Los ciudadanos interesados participan más activamente, por término medio, en las elecciones, los referéndums, la presión, la pertenencia a grupos de interés, la movilización del movimiento social y el contacto directo con los políticos; es decir, en la consulta. Inversamente, los segmentos de la población que retiran sus redes de confianza de la política pública por la razón que sea, debilitan su propio interés en la actuación gubernamental; de ahí su celo a participar en la política pública democrática. Además, en la medida en que la gente rica y poderosa puede comprar funcionarios públicos o atraerse los integrantes del gobierno que tratan más directamente sus intereses, debilitan la política pública en un doble sentido: por medio de retirar sus propias redes de confianza y socavando la eficacia de la consulta de los ciudadanos menos afortunados.

Tres procesos generales integran a las redes de confianza en la política pública: disolución de las redes de confianza segregadas, integración de redes de confianza previamente segregadas y creación de nuevas redes de confianza políticamente conectadas. Estos procesos son considerados como causas necesarias de la democratización. Son necesarios porque sin ellos los ciudadanos carecen de incentivos para encarar las adversidades de la política democrática y pueden fácilmente salirse de la política pública cuando las cosas van contra ellos. Las redes de confianza integradas alientan a los ciudadanos a elegir voz y lealtad antes que salida.

Las inversiones de estos procesos producen retiradas de las redes de confianza de la política pública. Recuérdense las diferencias entre democratización y desdemocratización que encontramos anteriormente: la velocidad de la desdemocratización por lo general mayor que la de la democratización y la influencia desproporcionada sobre la desdemocratización de quienes disponen de poder. Ambos resultan en gran medida de la mayor comodidad con que la gente poderosa puede retirar sus propias redes de confianza de la implicación directa en la política pública. Pueden hacer tal cosa gracias a medios como crear controles privados sobre partes del Estado, adquirir servicios tales como la educación y la protección antes que emplear aquellos suministrados al público, y comprar la cooperación de los funcionarios del Estado en lugar de buscar la influencia sobre ellos por medio de las instituciones políticas establecidas.

La integración de las redes de confianza en la política pública no es, sin embargo, una condición suficiente para la democratización; los regímenes autoritarios y las teocracias, después de todo, integran redes de confianza de manera similar. Para una explicación plena de la democratización tenemos que considerar igualmente otros dos conjuntos de procesos: 1) la separación entre las desigualdades de categoría (por ejemplo, de clase, género y raza) y la política pública; y 2) transformación del poder no estatal por medio de: a) la ampliación de la participación política, b) la igualación de la participación política, c) la mejora del control colectivo sobre el gobierno, y d) la inhibición del poder coercitivo arbitrario por parte de los actores políticos, incluidos los agentes del gobierno. Juntas, la integración de las redes de confianza, la separación de las desigualdades de categoría y la transformación del poder no estatal producen las relaciones amplias, iguales, vinculantes y protectoras entre ciudadanos y Estados que constituyen la democracia.

De vuelta a los Estados Unidos

Al observar detalladamente la política del siglo XIX americano, descubrimos sin duda gran cantidad de racismo, autoctonismo, intolerancia, violencia, competitividad sin freno y corrupción. Tal como sugieren Cleary y Stokes, la política de base clientelar americana dependía enormemente del conocimiento personal, de rendir cuentas en sacrificio de la lealtad y de los límites de escala rigurosamente impuestos a la acción colectiva de carácter político. También residía en la exclusión, a menudo forzosa, de quienes no eran clientes.

Al final de su espléndida investigación sobre las elecciones reñidas del pasado siglo XIX, Richard Bensel reconoce los estrictos límites de la participación política americana. El votante característico de aquel tiempo, señala:

Era el hombre protestante, blanco, autóctono, rural, del norte. Sin enfrentarse apenas con límite alguno en las urnas, estos hombres votaron en porcentajes más elevados que ningún otro grupo de la historia americana. Otros se enfrentaron a barreras formales o a la discriminación social de uno u otro tipo. Los blancos de los estados del sur y fronterizos, por ejemplo, a menudo eran inhabilitados sobre las bases de lealtad sospechosa. Los negros, tanto al norte como al sur, eran considerados mental y culturalmente deficientes. Los mormones occidentales eran vistos como herejes inmorales (si bien lograron invertir la situación en Utah). Los inmigrantes urbanos no estaban integrados por completo, teniendo por ello una comprensión defectuosa de las instituciones e ideales americanos. El hecho de que muchos de ellos fueran católicos no ayudaba. Cuando estos grupos exigían derechos de sufragio —y todos lo hicieron— las urnas se cargaron de pasiones y, demasiado a menudo, también de violencia, fraude e intimidación (Bensel, 2004, p. 287).

Bensel concluye que el uso de la violencia física para excluir a competidores y parias de las urnas comprometía las libertades democráticas (Bensel, 2004, p. 290). Ahora bien, el conflictivo proceso que describe incrementó paradójicamente la participación en las elecciones, estimuló los esfuerzos organizativos a favor de las categorías excluidas y creó lazos entre las redes de confianza de estas categorías y la política pública.

A pesar de la masiva exclusión de esclavos y mujeres del electorado, a lo largo del siglo XIX, los niveles de participación crecieron de forma significativa en los Estados Unidos. Los requisitos de propiedad y pago de impuestos para el voto fueron en declive rápidamente a medida que los estados de Estados Unidos se multiplicaron durante la primera mitad del siglo (Keyssar, 2000, pp. 50-51), pero la implicación de aquellos elegibles para el voto también aumentó elección tras elección. El gráfico 4.1 ofrece una indicación aproximada. Traza la proporción del total de la población que vota en las elecciones presidenciales respecto a dicha población total (del Departamento de Comercio de los EEUU, 1975, I, p. 8 y II, pp. 1073-1074). Antes de las elecciones de 1824, los procedimientos estatales para censar votantes variaban demasiado como para hacer un cálculo ajustado del voto popular. Pero a partir de este momento, disponemos de recuentos razonables. En 1924, Andrew Jackson venció a John Quincy Adams con el voto popular, seguidos muy de lejos por Henry Clay y W. H. Crawford. Pero, en ausencia de una mayoría de votos electorales, la Cámara de Representantes eligió a Adams sobre Jackson.

Gráfico 4.1. Población total y voto popular en las elecciones presidenciales de los EEUU, 1824-1900.

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En 1824 votaron cerca de 365.000 hombres, aproximadamente el 3,5 por 100 de una población total (hombres y mujeres, adultos y niños) de 10,4 millones. En las elecciones de 1828 (de nuevo Jackson contra Adams, con Jackson como ganador esta vez), el número de votantes fue más del triple, llegando hasta casi 1,2 millones, o el 9,4 por 100 de la población total. Desde entonces, a medida que la población total crecía rápidamente, el porcentaje de votantes del presidente aumentó en su conjunto, alcanzando cerca del 20 por 100 en los años setenta del siglo XIX. (Desde luego, la emancipación de los esclavos incrementó enormemente el número de varones adultos elegibles para el voto, pero, de hecho, la discriminación fruto de la violencia mantuvo a los hombres negros alejados de las urnas durante muchas más décadas.) Las principales excepciones a la expansión tuvieron lugar durante la Guerra Civil en 1864, cuando los Estados Confederados de Alabama, Arkansas, Florida, Georgia, Louisiana, Misisipi, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Tennessee, Texas y Virginia obviamente no votaron en la Unión, y más adelante en 1868, cuando Misisipi, Texas y Virginia aún no habían vuelto a entrar formalmente en la Unión.

¿Qué significan estas cifras? Incluso al final del siglo, un número bastante reducido de varones adultos votó a los presidentes americanos. Tal como ilustra la votación de Ohio, además, muchos de estos varones adultos se dedicaron a intercambiar votos por favores antes que a deliberar profundamente sobre las cualidades de los candidatos presidenciales. Los mediadores políticos se hicieron muy hábiles en la recolección de votos para sus propios partidos y no necesariamente para el beneficio de sus electores. A pesar de ello tuvieron lugar dos cambios de gran importancia para la democracia americana. En primer lugar, la participación general en la política pública, por más que mal informada, aumentó. En segundo lugar, debido precisamente a que resultaba directamente de los lazos locales de carácter étnico, religioso, familiar y del lugar de trabajo, las organizaciones políticas y mediadores integraban a las redes de confianza en la política pública americana.

Los italianos de la ciudad de Nueva York, por ejemplo, comenzaron sus vidas organizativas en la ciudad creando parroquias católicas y sociedades de ayuda mutua enteramente italianas. Pero pronto conectaron con la política pública por medio de la organización de clubes políticos. «[Con] el cambio de siglo», informa Samuel Baily,

máquinas políticas eficaces y bien organizadas —cuyos líderes estaban deseando acomodar en alguna medida los diversos grupos económicos y sociales de la ciudad— llegaron a desempeñar un papel cada vez más importante en política. La formación de los clubes políticos italianos afiliados con estas máquinas fue un importante paso inicial en el proceso a largo plazo de la incorporación italiana al sistema político de Nueva York. De manera semejante al papel desempeñado por las parroquias étnicas en la iglesia, los clubes políticos italianos con el tiempo demostraron ser el mecanismo más eficaz con el cual reclutar italianos para el sistema político (Baily, 1999, p. 210).

La ruidosa máquina política americana estaba muy atareada con la incorporación de las redes de confianza inmigrantes en la política nacional por medio de vínculos completamente locales.

En ocasiones el proceso se invirtió. Durante los años cincuenta del siglo XIX, las divisiones a menudo coincidentes entre los abogados del trabajo libre antiesclavitud, anticatólicos y antiinmigrantes, y sus oponentes demócratas bloqueaban los procesos de incorporación. Por ejemplo, un grupo de autóctonos llamado Know-Nothings tenía un millón de miembros en 1854 (Keyssar, 2000, p. 84). La Guerra Civil quebró de por sí la integración en el Estado nacional de las redes de confianza sureñas, y la Reconstrucción las reunió de nuevo tras mucho esfuerzo. Después de la Guerra Civil, las elites amenazadas, tanto al norte como al sur, intentaron de manera regular invertir la creciente implicación de los negros, de los trabajadores organizados e inmigrantes en la política pública. En el sur, alcanzaron un amplio éxito en privar de derechos a los negros a partir de los años noventa del siglo XIX. Los requisitos de residencia, los impuestos de capitación, la exclusión por delitos menores y la intimidación de Jim Crow subvirtieron en conjunto los derechos constitucionales al voto de los negros. En el proceso, muchos blancos sureños pobres también perdieron sus derechos (Keyssar, 2000, pp. 111-113).

También han ocurrido reveses en nuestro propio tiempo. En Diminished Democracy, Theda Skocpol argumenta de manera convincente que, a lo largo de las últimas décadas, la vida civil americana se ha empobrecido a medida que los ejecutivos de las compañías han reemplazado la participación de base por la recaudación de fondos especializada y por organizaciones influyentes bastante dispuestas a aceptar tu dinero pero no tu implicación directa. «Mientras las instituciones centralizadas y gestionadas profesionalmente y los grupos de defensa retienen un acceso especial al gobierno y los medios, y mientras los grupos de defensa y los encuestadores tengan más que ofrecer a los políticos en busca de cargo que otros tipos de actores, la democracia cívica americana no se hará mucho más incluyente, y los esfuerzos locales quedarán separados de los centros de poder nacionales» (Skocpol, 2003, p. 281). Aun cuando emplea palabras diferentes, Skocpol está describiendo la separación de las redes de confianza de la política pública nacional. En sus palabras: dicha separación debilita la democracia.

Confianza y desconfianza en Argentina

A pesar de las grandes diferencias de los dos sistemas políticos, en Argentina tuvieron lugar algunos procesos paralelos. Con la historia política de caudillos, coroneles y regímenes represivos del país, podríamos haber esperado que Argentina se pareciese a Grecia, Chile o Portugal más que a los Estados Unidos. De hecho, la muy accidentada relación del país entre centro y periferia dejó espacio para excepciones de actividad democrática. Al menos en Buenos Aires, las componentes de la política democrática se hicieron visibles rápidamente. La Constitución argentina de 1853 supuso el sufragio masculino adulto, y la legislación del siguiente cuarto de siglo especificó, por lo general, que los hombres autóctonos de veintiún años o más (sumados a los miembros más jóvenes de la Guardia Nacional y a hombres casados de diecinueve años o más) tenían derecho a votar.

Incluso más que en los Estados Unidos, el servicio militar desempeñó un papel importante en la integración de las poblaciones rurales e inmigrantes en la política pública nacional. Fernando López-Alves data este proceso desde la presidencia de Juan Manuel de Rosas, gobernador y dictador de la provincia de Buenos Aires durante el periodo entre 1829 y 1852. Este proceso continuó durante las décadas siguientes:

En contraste con lo que sucedió en Uruguay y Colombia, a principios del siglo XX, las elites argentinas veían claramente al ejército como un instrumento de integración de las clases bajas. En 1895, cuando un cuarto de la población era de origen extranjero, los contemporáneos declaraban que el servicio militar obligatorio promovería la construcción de la nación y «nacionalizaría» a la primera generación de argentinos que eran «hijos de inmigrantes que habían inundado el país con su cultura extranjera» (López-Alves, 2003, p. 205; véase también Forte, 2003, pp. 146-162).

Argentina no promulgó el servicio militar universal, pero por medio del servicio militar dio acceso indirectamente a la política nacional a un gran número de hombres pobres.

La gente corriente también se sumaba a la política pública de forma más directa. Hacia los años sesenta del siglo XIX, las elecciones de Buenos Aires solían parecerse a sus homólogas estadounidenses. Celebradas en las iglesias parroquiales, se convirtieron en lugares de feroces rivalidades entre miembros de los clubes políticos y parroquiales que apoyaban a los candidatos en competición. Tal como informa testimonialmente Félix Armesto, las elecciones municipales de diciembre de 1863 en la iglesia parroquial de La Merced transcurrieron de la siguiente manera:

Uno de los partidos «poseía» las urnas y, con dicha fuerza, no excluyó medio alguno —fuesen todo lo fraudulentos que fueran— para ganar las elecciones…

La indignación de los vencidos fue tal que intentaron pelear, una práctica habitual de aquellos días; pero los ganadores […] habían introducido a sus propios elementos del partido, y a algunos en las galerías de la iglesia y a otros en el tejado, que se vengaron lanzando piedras a los agresores.

Las pistolas y otras armas de fuego portátiles estaban monopolizadas por los ricos, al igual que el revólver, por entonces muy imperfecto. Dado que la mayor parte de la lucha se hacía a distancia, la batalla se libró entonces por medio de simples y primitivas piedras, y los cuchillos se reservaron para los encuentros cara a cara.

Los sitiadores, más numerosos que los que estaban dentro, emplearon adoquines y trajeron pilas de piedras desde el Bajo [la orilla del río], mientras que estos últimos arrancaron ladrillos de los muros y emplearon cualquier cosa que caía en sus manos; en la cúpula no quedaron baldosas…

[Los edificios colindantes] fueron refugio de las fuerzas enemigas y desde allí, así como desde la torre de la iglesia, cada partido hizo impactos certeros en las cabezas y ojos de los contendientes respectivos […]. En toda la manzana no quedó vidrio ni cristal en pie y ninguno de los combatientes salió ileso (Sabato, 2001, p. 38).

A diferencia de los Estados Unidos, sin embargo, únicamente una parte reducida y menguante de la población votaba en realidad. Con una población metropolitana creciente, el número de votantes descendió desde cotas de cerca del 7 por 100 del total durante las décadas de los años veinte y treinta del siglo XIX hasta el 2 o 3 por 100 durante la década de los años setenta (Sabato, 2001, p. 38).

Seguramente una parte significativa de este declive resultó de la inflación de la inmigración y, por ende, de la inflación de la proporción de la población carente de ciudadanía. A finales del siglo XIX, por ejemplo, únicamente un 4 por 100 de los inmigrantes españoles —la principal corriente de inmigrantes junto con los italianos— había adquirido la ciudadanía (Moya, 1998, p. 305). Del conjunto de la población alóctona, únicamente el 0,2 por 100 había adquirido la ciudadanía hacia 1895, y hacia 1914 la cifra tan sólo había subido al 2,3 por 100 (Baily, 1999, p. 198). A diferencia de Nueva York, informa Baily, los inmigrantes italianos en Buenos Aires se implicaron en la política pública, pero prácticamente por completo mediante su participación en el sindicalismo. Argentina no construyó una máquina tan efectiva para integrar las redes de confianza de inmigrantes en la política pública a la manera de los Estados Unidos durante el mismo periodo.

No obstante, la política asociativa argentina se expandió. En 1889, los estudiantes de Buenos Aires formaron una organización llamada Unión Cívica de la Juventud a fin de oponerse a las políticas del gobierno. La organización pronto atrajo a seguidores no estudiantiles y evolucionó hacia una Unión Cívica. En 1890, la Unión organizó una manifestación en Buenos Aires con 30.000 participantes. Más adelante, aquel mismo año, una milicia popular alineada con la Unión atacó a las fuerzas del gobierno en una rebelión fallida, sólo para descubrir que los principales políticos que habían animado el ataque habían llegado a un acuerdo a sus espaldas para cambiar el gobierno. La década de los años noventa del siglo XIX introdujo la política popular basada en la organización en la escena nacional, pero en contraposición a un trasfondo de maniobras de los militares y de los notables distintivo de Argentina. Al mismo tiempo, la inmigración de masas procedentes de Europa —en 1914, el 80 por 100 de la población de Buenos Aires consistía en inmigrantes y sus hijos— transformó la vida social y la política popular.

Entre 1890 y 1914, la vida asociativa floreció en Argentina. Un movimiento amplio, semiconspirativo, de personas que se autodenominaban Radicales conectaron a los numerosos clubes políticos de clase media con una jerarquía de comités de partido. Adoptaron los medios estándares del movimiento social, incluida la manifestación y los mítines populares. Varias federaciones anarquistas organizaron a los trabajadores de la región de Buenos Aires. Además de sus propias manifestaciones en ocasiones tales como el Primero de Mayo o Año Nuevo, los anarquistas originaron media docena de huelgas generales en y alrededor de Buenos Aires entre 1899 y 1910. Cuando amenazaron con sabotear las festividades del Centenario de la independencia de Argentina, en 1910, sin embargo, el gobierno comenzó a detener anarquistas y arrasó sus lugares de reunión.

Mientras tanto, los socialistas argentinos comenzaron las campañas estándares de movimiento social por el crédito para la clase trabajadora, la vivienda, la educación, el divorcio, el sufragio y la jornada de ocho horas. Su Partido Socialista, fundado en 1894, reunió a obreros, profesionales y pequeños artesanos. Para cuando el partido hizo elegir a su primer miembro en la Cámara de Diputados de Argentina, en 1904, algunos elementos de la política democrática ya habían arraigado en el país. Estos elementos precedieron con mucha antelación a la transición formal a la democracia que Ruth Berins Collier señala en 1912, cuando la Ley Sáenz Peña puso en marcha el sufragio y el voto secreto para los hombres de 18 años y más (Collier, 1999, p. 30).

Las reformas de 1912 no acabaron en modo alguno con la alternancia entre democratización y desdemocratización. El país sufrió repetidos golpes militares:

1930-1932: General José Uriburu.

1943-1945: -General Pedro Ramírez, con el coronel Juan Perón como estrella emergente.

1955-1958: -Sucesivas juntas militares, que desplazan a Perón, que había sido elegido presidente en 1946.

1962-1963: -Golpe militar, que produjo el gobierno de factura militar del presidente del Senado José María Guido.

1966-1973: -Múltiples golpes y regímenes militares o preparados por el ejército.

1976-1983: -Nuevos golpes y regímenes militares, en el primero de los cuales el general Jorge Videla remplazó a la viuda de Perón, Isabelita, que se había convertido en presidenta tras la muerte de Perón en 1974.

Humillados por las fuerzas británicas después de que hubiesen invadido las disputadas Islas Malvinas (Falkland) en 1982, el ejército argentino se retiró entonces definitivamente —al menos durante aquel tiempo— de la política pública del país.

Mientras tanto, la prolongada presencia de Juan Perón había transformado la política argentina. Durante los años treinta del siglo XX, el oficial del ejército Perón había simpatizado con los regímenes fascistas de Europa. En 1946, lanzó su propio movimiento revolucionario —el peronismo— llamando a la sustitución de las importaciones por la industrialización y la disciplina nacional. Con el apoyo (más o menos permanente) del trabajo organizado y (temporal) del ejército, ganó las elecciones presidenciales en 1946. Los seguidores de Perón construyeron redes clientelares inmensas y efectivas. Una vez desplazado del poder por el ejército y exiliado en España en 1955, Perón regresó a Argentina y ganó la presidencia de nuevo en 1973. Murió a la edad de setenta y ocho años, en 1974. Pero el Partido Peronista le sobrevivió, siguiendo como primera fuerza de la política nacional y disponiendo todavía hoy de una impresionante red clientelar.

El estudioso argentino-americano Javier Auyero se ha convertido en un atento observador del clientelismo peronista y de sus consecuencias políticas (Auyero, 1997; 2001; 2002; 2003). En la barriada del área metropolitana de Buenos Aires que él denomina Villa Paraíso, Auyero documenta el trabajo de los punteros y punteras peronistas, la avanzadilla de trabajadores que distribuyen servicios y bienes a la gente pobre a cambio de apoyo político. Tras la expulsión de Perón en 1955, los gobiernos tanto militar como civil definían Villa Paraíso como una plaga merecedora de la destrucción. Los peronistas locales dirigieron con éxito la resistencia a la eliminación de la localidad y enrolaron a los habitantes en una resistencia mucho más general frente a los regímenes autoritarios de Argentina. El despiadado régimen militar que tomó el país en 1976 preparó el sitio de Villa Paraíso en 1978 arrestando a decenas de personas. La tradición local cuenta innumerables habitantes como «desaparecidos» durante aquellos terribles años (Auyero, 2001, p. 61).

Con todo, las redes peronistas sobrevivieron en Villa Paraíso. Durante el desempleo masivo de los años noventa del siglo XX, los agentes peronistas eclipsaron a la Iglesia católica como fuente de ayuda a los residentes locales. Organizaron las Unidades Básicas (UBs) que hacían el trabajo local del partido día tras día:

En Villa Paraíso hay cinco UBs, cada una controlada por un mediador: la UB de Media, Chacho Peñaloza; la UB de Pisutti, El líder; la UB de Andrea, Fernando Fontana; la UB de Cholo, 27 de Abril; y la UB de Matilde, Tres Generaciones. Las UBs están dispersas por toda Paraíso (aun cuando la de Matilde está ubicada fuera de los límites administrativos de la barriada, su trabajo político/social se orienta a la población de la barriada). Su trabajo va más allá de la política y tiempos electorales. Algunos sirven como centros desde los que se distribuyen alimentos y medicinas y los mediadores pueden ser solicitados para pequeños favores durante todo el año. En años recientes estas UBs se han convertido en los lugares más importantes para la resolución de problemas de supervivencia (Auyero, 2001, p. 83).

Los clientes peronistas no sólo votan por los candidatos del partido, sino que además asisten a los mítines, hacen pintadas, cuelgan pancartas y ofrecen otros servicios locales cuando el partido los necesita. Las mediadoras imitan de manera ostentosa a la caritativa señora Evita Perón en su ensalzamiento de la generosidad peronista (Auyero, 1997). En medio de un régimen democrático continúa floreciendo un amplio sistema clientelar.

Observando mucho más extensamente la política en Mar del Plata, Buenos Aires, Córdoba y Misiones, Matthew Cleary y Susan Stokes han demostrado una relación negativa entre la influencia peronista y lo que consideran la evidencia de una participación democrática informada: obtener la información política de los periódicos, votar en listas divididas, hablar abiertamente sobre el propio voto, mostrar arespeto por el Estado de derecho y así sucesivamente. Tanto en México como en Argentina, informan, la gente en las regiones menos democratizadas (Cleary y Stokes, 2006, p. 178):

Para emplear términos que ninguno de ellos ha empleado, Auyero, Cleary y Stokes inciden en la mayor mediación de integración de redes de confianza en la política pública a través de patronos en aquellos lugares donde el PRI (en México) o el Partido Peronista (en Argentina) reclutan su apoyo por medio de la práctica diaria de los vínculos entre patrono y cliente.

En Estados Unidos, México y Argentina, sin embargo, la evidencia indica que la política patrón-cliente desempeña un papel de intermediario fundamental. Por mucho que deploremos la participación política sobre la base de los lazos personales y los prejuicios de grupo, la absorción de recién llegados a la política por medio del clientelismo facilitó la integración en la política pública de redes de confianza segregadas previamente, en la misma medida en que promovió la implicación de estos mismos recién llegados en nuevas redes de confianza creadas por el propio Estado y por los principales actores políticos, como los sindicatos.

La integración contingente de las redes de confianza en la política pública no agota los procesos de los que depende la democracia. Las alteraciones de la desigualdad y del poder no estatal deben ocurrir para que tenga lugar la democratización. Otras alteraciones de la desigualdad y la política pública pueden hacer avanzar la desdemocratización. Permítasenos pasar al segundo proceso principal necesario: la separación de las interacciones ciudadano-Estado de la desigualdad entre categorías. El capítulo 5 se centra en la igualdad y la desigualdad.