No son los ojos quienes encierran al espectador en la separación y la pasividad, sino las condiciones histórico-políticas que han configurado nuestra mirada desencarnada y focalizada sobre el mundo. Desde ahí, es acertada la defensa que hace J. Ranciére[86] de la visión, a través de la defensa de la figura hoy tan denostada del espectador. Como él afirma, ni hablar ni actuar son mejores que ver. El espectador no puede ser condenado por relacionarse con lo que ocurre a través de sus ojos. Tampoco tiene sentido pretender ir en su rescate provocando su incorporación a una supuesta comunidad o su participación en un evento colectivo, como tantas veces ocurre hoy en el espacio público y en las prácticas artísticas. Pero Rancière resuelve el problema afirmando que ver es ya interpretar y que en la mirada hay ya entonces una actividad de la que no podemos controlar las consecuencias. Es una respuesta intemporal a una situación histórica y políticamente determinada que evita hacer una crítica de nuestras formas de mirar y de relacionarnos con lo que observamos. El espectador no necesita ser salvado, pero sí necesitamos conquistar juntos nuestros ojos para que éstos, en vez de ponernos el mundo enfrente, aprendan a ver el mundo que hay entre nosotros. Necesitamos encontrar modos de intervención que apunten a que nuestros ojos puedan escapar al foco que dirige y controla su mirada y aprendan a percibir todo aquello que cuestiona y escapa a las visibilidades consentidas. No se trata hoy de pensar cómo hacer participar (al espectador, al ciudadano, al niño…) sino de cómo implicarnos. La mirada involucrada ni es distante, ni está aislada en el consumo de su pasividad. ¿Cómo pensarla?
Esta pregunta abre muchas vías de pensamiento y de experimentación aún por transitar. El arquitecto finlandés J. Pallasmaa, en su libro Los ojos de la piel, apunta a la noción de visión periférica como base para repensar el papel de la visión en el mundo contemporáneo. Dice Pallasmaa: «La visión enfocada nos enfrenta con el mundo mientras que la periférica nos envuelve en la carne del mundo»[87]. Y añade:
Liberado del deseo implícito de control y de poder del ojo, quizá sea precisamente en la visión desenfocada de nuestro tiempo cuando el ojo será capaz de nuevo de abrir nuevos campos de visión y de pensamiento. La pérdida de foco ocasionada por la corriente de imágenes puede emancipar al ojo de su dominio patriarcal y dar lugar a una mirada participativa y empática[88].
La visión periférica no es una visión de conjunto. No es la visión panorámica. No sintetiza ni sobrevuela. Todo lo contrario: es la capacidad que tiene el ojo sensible para inscribir lo que ve en un campo de visión que excede el objetivo focalizado. Fue descubierta como propiedad de la retina a finales del siglo XIX y lo que señaló fue precisamente la heterogeneidad de sensibilidades que componen la visión humana. El ojo sensible ni aísla ni totaliza. No va del todo a la parte o de la parte al todo. Lo que hace es relacionar lo enfocado con lo no enfocado, lo nítido con lo vago, lo visible con lo invisible. Y lo hace en movimiento, en un mundo que no está nunca del todo enfrente sino que le rodea. La visión periférica es la de un ojo involucrado: involucrado en el cuerpo de quien mira e involucrado en el mundo en el que se mueve. ¿Qué consecuencias tiene replantear nuestra condición de espectadores del mundo desde ahí?
La visión periférica rompe el cerco de inmunidad del espectador contemporáneo, la distancia y el aislamiento que lo protegen y que a la vez garantizan su control. En la periferia del ojo está nuestra exposición al mundo: nuestra vulnerabilidad y nuestra implicación. La vulnerabilidad es nuestra capacidad de ser afectados; la implicación es la condición de toda posibilidad de intervención. En la visión periférica está, pues, la posibilidad de tocar y ser tocados por el mundo.
Como dice Merleau-Ponty en sus textos sobre lo visible y lo invisible, «el que ve no puede poseer lo visible si él mismo no está poseído por ello»[89]. Quebrado el cerco de inmunidad, los ojos del cuerpo penetran el mundo porque a la vez son penetrados por él: en la periferia aparece lo que no hemos decidido ver o desaparece aquello que perseguimos infructuosamente con el foco de la mirada. La periferia excede nuestra voluntad de visión y de comprensión, a la vez que les da sentido porque las inscribe en un tejido de relaciones. En la periferia, saber y no-saber, nitidez y desenfoque, presencia y ausencia, luz y opacidad, imagen y tiempo, vidente y visible se dan la mano, se entrelazan como las dos manos de mi cuerpo cuando se tocan entre sí, según la famosa imagen de Merleau-Ponty. Así, en la periferia, la distancia no es contraria a la proximidad. Se implican mutuamente. «Por la misma razón, estoy en el corazón de lo visible y a la vez lejos: esta razón es que es espeso y, por eso mismo, destinado a ser visto por un cuerpo»[90].
La visión periférica es la visión del cuerpo vulnerable, liberado de la paranoia del control y de la inmunidad que aíslan habitualmente al espectador del mundo contemporáneo. Para la visión capturada en la distancia y en la exigencia de focalización, todo no-saber es percibido como una amenaza, como algo que aún no ha sido puesto bajo control. Para la visión periférica, el no-saber es en cambio el indicio de lo que está por hacer y de la necesidad de percibir el mundo con los otros. No podemos verlo todo, aunque el mundo-imagen del capitalismo actual pretenda imponernos una idea de la totalidad que nos sitúe en él como una red de individuos-marca. Toda visión incorpora una sombra, toda frontalidad implica una espalda que sólo otro podrá ver. Toda presencia implica un recorrido que ha dejado otras visiones atrás, mientras que otras que no llegarán a ser nunca vistas. Toda situación presente implica, por tanto, pliegues, nudos, márgenes y articulaciones que ningún análisis focalizado podrá retener. En ellos se juega la posibilidad de aprender a ver el mundo que hay entre nosotros.
Un mundo común no es una comunidad transparente, no implica la fusión del espectador en una colectividad de presencias sin sombra. Hay mundo común donde aquello que yo no puedo ver involucra la presencia de otro al que no puedo poseer. Entre nosotros, el mundo está poblado de cosas, deseos, historias, palabras irreconciliables que no obstaculizan sino que garantizan nuestro encuentro. Un mundo común es un tablero de juego lleno de obstáculos en el que, paradójicamente, sí podemos cruzar la mirada. Pero para ello no necesitamos estar frente a frente. Sólo necesitamos perseguir los ángulos ciegos en los que encontraremos el rastro de lo que alguien ha dejado por hacer y precisa de nuestra atención. La visión periférica libera a la atención del foco que la mantiene en el régimen de aislamiento que captura, hoy, nuestra mirada sobre el mundo. Sólo desde la visión periférica podemos dar la vuelta a la declaración que recogíamos de W. James y decir: mi experiencia es aquello que necesita de mi atención, que precisa ser atendido. «El mundo es digno de atención», escribió R. Walser en Los hermanos Tanner. La visión periférica nos devuelve el mundo sin exigir, para ello, que nos arranquemos los ojos. Para una crítica encarnada, la piel de nuestros ojos es la alianza más frágil y más radical.