Cuando empecé a reunir los materiales que componen este libro me preguntaba, ¿desde dónde está escrito todo esto? La impresión, desasosegante, era de pura dispersión. La arbitrariedad parece dirigir hoy las actividades de cualquier vida que no se encierre en el estrecho camino de lo conocido (una profesión, una identidad, una ideología). Así, la parcialidad y la pura contingencia evanescente en la que nada remite a nada fácilmente se imponen como los tonos vitales, existenciales, incluso políticos que dominan hoy cualquier intento de decir, de crear, de tomar la palabra. Pero a medida que el libro iba tomando forma, me di cuenta de que lo que íntimamente guiaba la necesidad de esta escritura era la de una voz que, escapando de la cárcel de su yo, había aprendido a decir «esta vida es mía». ¿Es una contradicción? ¿Tiene sentido presentar un libro sobre la idea de mundo común y cerrarlo con esta declaración? Para mí lo tiene todo. Y no es una contradicción, sino una necesidad que, más allá de lo confesional y de lo personal, pienso que debe ser hoy repensada.
¿Cómo retornar sobre la propia vida sin volver a ser sólo un individuo? El camino del yo al nosotros y del nosotros al yo acostumbra a ser vivido, en su segunda parte, como el camino de un regreso, de una vuelta a casa, de un repliegue sobre uno mismo. Ocurre tanto en lo político como en lo personal: «Lloro, en este momento, por un repliegue sobre mí mismo», lamenta, tras la lucha colectiva, la voz de un obrero recogida en uno de los libros más hermosos de Rancière, La noche de los proletarios. Lo mismo se siente en la otra experiencia paradigmática del nosotros: la vivencia amorosa, donde a menudo duele más volver a ser uno que la pérdida del otro. Estas experiencias no salen de una dialéctica de circuito cerrado entre el yo y el nosotros, en la que la miseria del individuo sigue imponiendo su dominio. Frente a ellas, ¿qué implica poder afirmar «esta vida es mía»?
«Esta vida es mía» ya no es la declaración de un yo. Todo lo contrario: hay que haberse liberado de la identidad y de la autosuficiencia del yo para poder conquistar la propia vida. «Esta vida» apunta a la potencia de la situación que me envuelve, en la que me inscribo, apunta a todo lo que hay en mí que no es mío, a lo que continúo y me continúa más allá de toda presencia y de toda consciencia. Para conquistar la propia vida, por tanto, hay que haber aprendido e incorporado el anonimato. Hay que haber aprendido que existir es depender. Podríamos, desde ahí, precisar más la frase: «esta vida, que no es mía, es la mía». Este aprendizaje no tiene que ver con ningún conocimiento, ni mucho menos con el conocimiento de uno mismo. No puedo imaginar qué significa conocerse, aunque toda nuestra civilización se haya construido sobre los sentidos de esa vieja sentencia «conócete a ti mismo» y sobre prácticas sociales, morales y religiosas con las que se nos interpela a «dar cuenta de uno mismo»[135]. Precisamente la declaración «esta vida es mía» interrumpe la pregunta por el ¿quién eres?, por el ¿quién soy? Sin acceso al conocimiento, la declaración de «esta vida es mía» es la de una toma de posición.
Situarse en el espacio abierto por esta declaración no sólo tiene implicaciones existenciales sino que apunta al corazón de uno de los principales problemas que ha planteado la filosofía contemporánea: la crítica al sujeto y sus consecuencias, en gran parte aún por explorar. El combate que, de Nietzsche en adelante, la filosofía ha librado contra el sujeto, su esencialidad y su centralidad, nos ha enseñado muchas cosas: a abrir, a desujetar, a demistificar, a desconstruir, a desaprender, a devenir, a multiplicar, a poner en éxodo, a proliferar, a ser línea de fuga… En resumen, a dejar de ser un sujeto para devenir proceso de subjetivación y a combatir el poder del y sobre el individuo liberando la potencia de las singularidades. La aportación crítica y creativa de estas apuestas filosóficas es irrenunciable, siempre que estemos dispuestos a no dejarnos hechizar por algunas de sus promesas. Son posiciones filosóficas que han llegado a producir sus propios lugares comunes, fórmulas estereotipadas y recursos retóricos, de gran éxito académico, cultural y político, que impiden pensar lo que verdaderamente se está jugando, porque presentan como solución lo que en realidad es un problema.
Por eso siempre es importante volver a los textos de quienes verdaderamente nos hacen pensar. Desde mi punto de vista, hay dos breves escritos que merecen no dejar de ser leídos porque llegan al núcleo más duro, a las consecuencias más radicales, de la crítica al dominio del yo y del individuo. Son el renombrado último escrito de Deleuze, La inmanencia, una vida y el comienzo de Schopenhauer como educador de Nietzsche. En los dos se plantea, con implicaciones distintas, el sentido de la irreductibilidad de una vida que no es individual sino radicalmente singular.
Para Deleuze, la irreductibilidad de una vida es su inmanencia, es decir, el hecho de no depender de un ser ni estar sometida a un acto. «Una vida y nada más»: nada más, porque no está contenida en nada, porque no remite a nada, porque no le falta nada. Es pura potencia, beatitud completa, acontecimiento liberado; individualidad borrada, pérdida del nombre y de toda dimensión personal, puro campo trascendental sin yo, ajeno a todo interior y exterior, a todo sujeto y objeto. Dice Deleuze que una vida, en su inmanencia e irreductibilidad, está en todas partes: no porque esté ahí, sino porque puede darse, acontecer en cualquier momento y en cualquier lugar. Su tiempo es el entre-tiempo, el destello, el instante. Los ejemplos que da Deleuze en este texto se sitúan en los extremos de la vida: el cuerpo agonizante de un canalla, atravesado en ese instante por una extraña dulzura, y los gestos carentes de individualidad de un recién nacido. No es casual: una vida se libera en los extremos de la vida, donde la negociación y el cuerpo a cuerpo con las formas en las que ésta se ordena y es capturada ha cesado o aún no se ha iniciado. La beatitud es puro instante sin retorno y sin nombre, excedencia que oscila entre su liberación y su captura, su desterritorialización y su reterritorialización. Entre un momento y otro, nada: un acontecimiento milagroso que se sitúa, según los textos de Deleuze, entre la experimentación y la gracia.
Para Nietzsche, la irreductibilidad de una vida tiene otro punto de partida:
En el fondo todo hombre sabe muy bien que sólo está una vez, en cuanto ejemplar único, sobre la tierra y que ningún azar, por singular que sea, reunirá nuevamente, en una sola unidad, esa que él mismo es, un material tan asombrosamente diverso. Lo sabe pero lo esconde, como si se tratara de un remordimiento de conciencia[136].
Bajo el manto de miedo y de pereza que sustenta nuestra vida como individuos sociales, como yoes adocenados, todos sabemos que somos una conjunción única y sin embargo azarosa, una vida irrepetible y sin embargo casual, un ejemplar único sin patente, un misterio único sin dueño ni creador. Es un saber que no es un saber, del que no puede haber conocimientos. Es una verdad hermosa y terrible, la bomba de relojería que todos llevamos dentro. Por un lado, nos sitúa en medio de la vida, en continuidad con ella, pero no como su producto previsible sino como conjunción temporal y azarosa de causas en la que se reúne un material asombrosamente diverso. Por otro lado, nos devuelve esa situación como algo que nos compromete y que nos exige inventar una respuesta de la que no podemos disponer previamente. Nietzsche propone un camino para encontrarla. Frente a la vida que permite esconder y conjurar la propia singularidad, contra la vida del individuo-propietario (último hombre) que impide tener una vida propia, Nietzsche pregunta:
¿Cómo nos reencontramos con nosotros mismos? ¿Cómo le es dado al hombre conocerse? Es ésta una cuestión oscura y enigmática; y si la liebre tiene siete pieles, el hombre puede arrancarle la suya siete veces setenta veces sin poder por ello decir aún: «éste eres tú verdaderamente».
Y propone:
Hay un medio, con todo, de organizar las averiguaciones decisivas y tomar nota de ellas. Que el alma joven eche una mirada retrospectiva a su vida y se pregunte: ¿Qué has amado hasta ahora realmente, qué ha atraído tu alma, qué la ha dominado y hecho, a la vez, feliz? Haz que desfile ante ti la serie de estos objetos venerados y tal vez mediante su naturaleza y el orden de su sucesión te revelarán la ley, la ley fundamental de tu ser[137].
El milagro único que es cada vida no tiene nada dentro, nada que encontrar. Pero no por eso es menos verdadero: la verdad, la ley fundamental, está más allá de cada uno: «tu verdadera esencia no yace oculta en lo hondo de ti, sino inmensamente por encima de ti, o cuando menos por encima de lo que usualmente consideras tu yo»[138]. Te encontrarás en lo que realmente has amado. Te encontrarás en ese campo ambivalente, activo y pasivo, en el que lo que amas es a la vez lo que te alegra y lo que te domina. Tú eres el lugar de un encuentro que subvierte todo el orden establecido. Éste es para mí el nudo más duro del Nietzsche de estos fragmentos. A partir de ahí, sin embargo, Nietzsche apuesta, por la dimensión activa, voluntarista y heroica que dará a luz la vida del artista. La verdad insoportable de ser sólo una vida, única irrepetible y sin razón de ser, sólo podrá soportarla quien sea capaz de crear, más allá de sí y de todo lo conocido, sentidos y valores nuevos. La singularidad irreductible de una vida vuelve sobre uno mismo como exigencia creativa, como llamada heroica a desarrollar una vida artística que se eleve y proyecte, como dice a veces, hacia las estrellas.
En definitiva, tanto para Deleuze como para Nietzsche una vida es una vida liberada que se sitúa más allá: una, por su capacidad de escapar y de exceder; la otra, por su capacidad de crear. A pesar de posicionarse en la inmanencia, ambas siguen dependiendo del esquema moderno de la emancipación, para el que la liberación, en combate contra «lo mismo», debe apuntar o prometer algo «otro»: vivir y pensar de otra manera.
La declaración «Esta vida es mía» ya no persigue una vida ni una vida otra, sino que ésta sea mi vida y que este mundo sea el nuestro. De una vida a esta vida, del artículo indefinido al pronombre demostrativo, se dan, así, dos desplazamientos importantes: en primer lugar, de la irreductibilidad de lo que escapa, desborda los cauces de lo reconocible y no remite a nada más que a sí mismo, a la irreductibilidad de un compromiso que incorpora el mundo. Del destello al claroscuro, del instante a la duración, de la inmanencia pura y beatífica a la torpe continuidad de los seres inacabados. En segundo lugar, de la irreductibilidad del gesto creador, que se eleva por encima del mundo y de sí mismo, a la irreductibilidad de una toma de posición que, hundiéndose en la trama de lo común, haciendo suyo lo que no es nada, reaprende a ver el mundo desde la potencia de la situación y las capacidades insospechadas que se desprenden de ella. Abre, así, un lugar tomándolo, conquista una posición dejándose caer en ella. Esto implica pensar fuera del paradigma emancipatorio y sus dualidades: mismo/otro, actividad/pasividad, alienación/reconciliación, captura/liberación.
Desde este doble desplazamiento, esta vida ya no queda proyectada hacia la irreductibilidad de lo nuevo o de la pura otredad, sino entregada a la necesidad de lo que le concierne. Esta necesidad, que emerge de haber hecho suyo lo que no es nada, ya no es la necesidad de una ley que se impone: es la necesidad de lo que hay cuando es aprehendido como dimensión común, como riqueza inapropiable. Esta vida, que no es mía, es la mía: es la declaración de una conquista que hunde la ley de la propiedad y, con ella, un falso anhelo de libertad diseñado a su medida. La vida no se libera a sí misma. Sólo puede vivirse liberando la riqueza del mundo.