La trama de lo común

La lectura de Merleau-Ponty nos conduce a una conclusión: lo común no es nada. Esta conclusión no es un punto de llegada, sino la frágil conquista de un punto de partida sin recetas, sin programa, sin soluciones previsibles. Que lo común no es nada significa que no es ni cosa, ni realidad última, ni primera causa, ni identidad universal, nada. Ni objeto a construir, ni tierra prometida. Nada que podamos poner enfrente nuestro, nada que podamos perder o recuperar, nada que podamos colonizar o liberar, nada de lo que podamos exiliarnos y a lo que quizá, algún día, conseguiremos volver. Que lo común no sea nada no implica, como hemos visto discutiendo las posiciones que van de Blanchot a Esposito, que sea un entre vacío, puro abismo de la imposibilidad de acceder al otro, separación de las conciencias y los cuerpos finitos, deuda infinita que articula la comunidad. Todo lo contrario: lo común no es nada porque es la dimensión común de nuestra riqueza compartida.

La riqueza inapropiable del mundo es lo que aparece, lo que se hace pensable y vivible, cuando aprendemos de nuevo a verlo desde nuestro contacto más íntimo con él. Pensar es entrar en contacto, pensar es entrar en combate. A lo largo de las páginas de este libro hemos quemado la silla del espectador, la mesa del teórico que elabora informes, doctrinas e hipótesis de sobrevuelo. Y hemos abandonado el círculo de la intersubjetividad, que nos condenaba a la distancia, al acceso imposible al otro, al deseo angustiante de la alteridad, al horizonte añorado de la comunidad. Hemos salido también de ahí, hemos derribado los muros de un mundo pensado a escala artificialmente humana, para ir al encuentro de la textura inacabada de lo real. Aprender a ver el mundo bajo la luz de su riqueza inapropiable no es hacerlo, al mundo, ni mejor ni peor. Aprender a estar en lo que hay, desde la potencia concreta de cada situación, implica cancelar toda mirada moral, toda condena y toda bendición que se proyectan bajo la luz de un «deber ser». Lo hemos escrito repetidas veces: nuestro mundo es hoy un mundo en guerra, un sistema en crisis y un planeta al borde de la destrucción. Ahí es donde hay que aprender a estar sin claudicar, ahí es donde hay que hundirse aprendiendo de nuevo a respirar.

Persiguiendo los ángulos ciegos y las articulaciones secretas de nuestra intercorporalidad, el mundo ha dejado de ser esa idea imposible y sublime, aterradora y asfixiante, que lo presenta como la totalidad de los hechos y de las presencias, hoy convertida en la unidad de explotación del capitalismo global. Se nos ofrece entonces como un campo de dimensión variable, de límites inestables, sin naturaleza propia, en el que hechos y presencias, cuerpos y palabras, materias y significados son vistos desde su potencial inacabamiento. Este es el sentido de su riqueza. Ahora ya sabemos que el inacabamiento no es el índice de una carencia, ni de una falta ni de una promesa. Es la condición misma del ser. Ser es ser inacabado. Ser es ser continuado, como el paso esforzado del caracol se continúa desinteresadamente en el brillo de su baba, que sólo un niño, acaso, alcanzará a ver. El inacabamiento es reversibilidad, reciprocidad, vulnerabilidad, anonimato: reversibilidad de una visión inagotable, que requiere de la mirada de otro para poder ser completada; reciprocidad de las acciones y de los quehaceres, para los que una sola vida nunca podrá bastarse a sí misma; vulnerabilidad como condición de los cuerpos y de las mentes expuestos a lo que no pretenden controlar; anonimato, finalmente, de una vida compartida que escapa a los nombres, que sólo es intermitentemente personal, parcialmente reconocible, frágilmente identificable. Es el anonimato de una razón común sin razón de ser, no asignable, ni atribuible, ni apropiable.

Desde ahí, el inacabamiento, como textura de lo real, es una potencia que exige y compromete, que requiere de nuestra atención y de nuestro posicionamiento. Es una potencia que involucra, que nos expone a la necesidad de ser continuados y que nos desposee, así, de toda inmunidad y de toda autosuficiencia. Existir es depender. Esta revelación es el escándalo contra el que se construye toda la metafísica y sus derivados políticos y económicos, incluida la vieja narración de la historia de la humanidad como tránsito del reino de la necesidad al reino de la libertad. Que existir es depender es el escándalo contra el que se instituye toda fundamentación y legitimación del poder. Heráclito ya alertaba de la tiranía de los mundos privados, del poder de los dormidos que se creen propietarios de sus opiniones, de su saber, de sus bienes, de su propia persona y de la vida de los demás. Mundos privados no son mundos a parte ni mundos secretos. La trama de lo común, la riqueza inacabada del mundo, está llena de secretos, de márgenes, de opacidades, de invisibilidades, de desviaciones, de reversos, de incomprensiones. Los mundos privados son los que atacan esa trama sometiéndola a la lógica implacable de la identidad y de la autosuficiencia.

La privatización de la existencia no empieza con su posesión, sino en el hecho de convertirla en algo a poseer. La batalla en la que nos involucra la existencia no es, por tanto, por quién la posea, no es un juego de rivalidades entre posibles propietarios, aunque ese derecho de propiedad apele a un «todos». El verdadero combate se juega antes: en el sentido mismo de la riqueza como lo no apropiable. No es que no tenga que tener dueño, es que lo que puede tener dueño ya no es riqueza. Su inacabamiento, como potencia de continuación y de interpelación, ha sido neutralizado, acotado en los límites de una identidad y subordinado a una razón de ser (justificación, fundamento, finalidad o título de la propiedad) que pretende valer por sí misma. La idea de mundo común es la certeza injustificable que interrumpe esta lógica, que sabotea todo nuevo intento de privatización de la existencia. Pero no porque se presente como el mundo de todos sino porque, como hemos visto, es la dimensión no prevista en el mundo de cada cual: la cara que no se ve, el quehacer que remite a otro con quien no habíamos contado, la espalda al descubierto, lo que hay en mí que no es mío… Pura dimensión común sin naturaleza propia. Condición del pensamiento como verdad por hacer. Lo dice una enigmática frase de Nagarjuna, filósofo budista del siglo II: «El ser vivo no está atado ni liberado»[134]. ¿Qué significa? Que lo común no puede ser liberado. Tampoco colonizado. Que no hay salida, porque no hay cárcel. Que no hay afuera ni después.