La ontología del inacabamiento

Pensar el ser es principalmente entrar en contacto con nuestra situación encarnada, con nuestra implicación en el mundo natural y humano que no nos podemos representar sino que expresamos viviendo. Descubrirse en situación no es representar adecuadamente el mundo ni fundamentar la realidad desde principios universales. La filosofía es una reconquista del ser bruto o salvaje y su lenguaje, siempre indirecto, incompleto e interrogativo, expresa una ontogénesis de la que forma parte.

La filosofía no descompone nuestra relación con el mundo en elementos reales o en referencias ideales que lo convertirían en un objeto ideal, sino que discierne en el mundo articulaciones, despierta en él relaciones reguladas de preposesión, de recapitulación, de encabalgamiento que están adormecidas en nuestro paisaje ontológico y que subsisten en él sólo bajo la forma de trazas aunque continúan funcionando, instituyendo novedad[129].

Discernir articulaciones es hundirse en lo sensible, en el tiempo, en la historia, preguntar por la presencia del mundo en mí y de mí en el mundo. Podríamos decir que pensar el ser no es tener una representación adecuada sino «tomarle las medidas», y esto sólo puede hacerse en contacto con él, desde la experiencia concreta, parcial y en movimiento. Está claro, con todo lo dicho, que el ser, para Merleau-Ponty, no es ninguna esencia. Su unidad es la de una dimensión común. El ser, por tanto, no es totalizable ni categorizable en un universal trascendente. Su visibilidad arrastra siempre una invisibilidad, como el volumen de cualquier cuerpo; la concreción de una perspectiva que no vemos, ese otro que está conmigo pero que sigue siendo un impresentable. El ser está disperso en la opacidad de nuestras experiencias intramundanas, es «el estallido del mundo sensible entre nosotros»[130].

De manera que el ser, por la exigencia misma de cada una de sus perspectivas y desde el punto de vista exclusivo que lo define se convierte en un sistema de múltiples entradas. No puede ser contemplado desde fuera y de manera simultánea sino que tiene que ser efectivamente recorrido[131].

La de Merleau-Ponty es una ontología del «entre» (intraontología), de la no-coincidencia, de un ser pensado como estallido y como diferenciación, como relación entre variantes y desvíos: de una dimensión común cuya unidad cristaliza en sus diferencias. Merleau-Ponty habla también del ser como un sistema diacrítico universal, tomando como punto de partida y de inspiración la lingüística de Saussure, a quien dedicó una gran atención en los últimos tiempos. Tenemos, por tanto, una de las primeras expresiones de una filosofía, la de la diferencia, que en los mismos años en que Merleau-Ponty murió repentinamente estaba empezando ya a dar sus primeros pasos decisivos.

El ser sólo puede ser recorrido desde sus articulaciones: es la conclusión de una filosofía que, poniendo la experiencia del nosotros en la raíz del pensamiento, ha salido en busca de la realidad común. ¿Cuál es su verdad? ¿Qué relación mantiene con ella? Sabemos que a la verdad sólo se llega con los otros. Ahora sabemos porqué. Pero nos falta algo, una última precisión: si pensar es entrar en contacto, experimentar nuestra intercorporalidad hundiéndonos en el tiempo, en lo sensible y en la historia; si pensar el ser no es tener representaciones adecuadas sino tomar la medida de nuestra situación, la verdad no puede ser descubierta como ya dada, pero tampoco es una creación pura.

Aquí aparece el rastro del interlocutor que discretamente ha estado siempre presente en la zambullida de Merleau-Ponty hacia la certeza injustificable de un mundo común. Lo hemos mencionado ya brevemente: es Marx y, sobre todo, el Marx pensador de la praxis concreta e histórica de los hombres, en su materialidad y en su potencial innovador y creativo. A través de la intercorporeidad y del intermundo que hemos visto emerger en los análisis de la percepción y de la visión, Merleau-Ponty ha materializado y colectivizado el ser-en-el-mundo y su facticidad. La vida anónima que hemos podido descubrir en nosotros como sujetos encarnados es el campo sentidos sedimentados en el que se desarrolla la acción común. Ser fiel a la experiencia del nosotros que está en la base de nuestro mundo no es proyectarse en una identidad trascendente ni en un acuerdo comunicativo trascendental, sino saberse y experimentarse implicado en el nudo de relaciones de una misma situación. Habitar co-implicadamente la equivocidad de los hechos. Retomar el mundo para recrear su sentido. Es un proceso sin teleología. Ambiguo y equívoco porque su mirada no es la del pensamiento de sobrevuelo. No hay principios ni fines exteriores que contraponer a la realidad: ni estados de salud y reconciliación final ni juicios morales absolutos.

La experiencia del nosotros, la relación con un ser que es intersección y dimensión común reclama, para la acción, una virtud maquiaveliana. Merleau-Ponty se ocupa de ello de una breve y hermosa intervención, «Nota sobre Maquiavelo» (premonitoria de lecturas que se han hecho después). Así como la política moralizante ignora al otro, la virtud política maquiaveliana se instala en la relación con el otro. Esta relación, que es el nudo de la vida histórica y social, no está exenta de rivalidad, lucha, violencia y conflicto. Lo afirma, con Maquiavelo, Merleau-Ponty, quien precisamente ha hecho de su filosofía un canto al nosotros. Pero no se engaña y va más allá de Sartre cuando afirma: «La vida colectiva es el infierno»[132]. Por eso mismo de nada sirven los grandes principios morales ni las utopías externas. Lo que hace falta es un acción capaz de ir más allá de lo que sabe, de entrar en contacto con lo que no puede ver ni prever. Una acción cuya virtud no se mide por sus soluciones prefabricadas sino por su capacidad de plantear, en concreto y con toda radicalidad, el problema del «vivir-juntos». Este problema se resume, para Merleau-Ponty, en una cuestión que nunca será resoluble de una vez por todas: «constituir el poder de los sin-poder»[133]. Es el problema de una lucha singular y universal a la vez, que desde la concreción y la contingencia de la situación histórica interpela a todos los hombres. Pero en esta lucha no está en juego un conflicto entre conciencias, ni su acuerdo ni su reconocimiento. Tampoco depende de una toma de conciencia. Lo que está en juego es el advenimiento, que es creación, de un intermundo.