Perder el miedo al mundo es aprender a estar en lo que no tiene nombre. Lo que escapa a los nombres, a los códigos de visibilidad y a la esfera de la representación no apunta necesariamente a un más allá, a algo sobrenatural ni mucho menos al fundamento de una ley inquebrantable sino que está en los ángulos ciegos de nuestra misma realidad. Hacerse anónimo es convertirse en un ángulo ciego, romper el código de la representación y sus dimensiones legitimadas sin renunciar, por ello, a otros parámetros de articulación de la realidad. La literatura, el arte y la política nos han representado a «los anónimos» de nuestra sociedad como átomos yuxtapuestos en su uniformidad y en su indiferencia recíproca. Esta representación precisamente conjura, desde arriba, su condición de ángulos ciegos, de intersección de relaciones no controlables, no apropiables desde los códigos del poder. Los no anónimos, quienes gozan de la visibilidad y de la protección del nombre, viven en un temor de doble dirección: el temor a esa trama anónima que no controlan y el temor a perder el nombre, a caer ellos también en el anonimato. Y es que vivir en el ángulo ciego no es fácil ni agradable, pero es la única condición para subvertir, realmente, los códigos que nos atan a los relieves conocidos de la realidad. Desde este doble temor al anonimato, involucrarse en el curso del mundo es imposible: desde ahí, sólo se puede, vivir contra el mundo, producir contra el mundo, organizar una sociedad contra el mundo.
La cuestión de lo impersonal no es nueva en el marco de los problemas filosóficos que se desarrollan en la primera mitad del siglo XX tanto en Alemania como en Francia y que se prolongarán a lo largo de todo el siglo hasta nuestra actualidad. Tanto la fenomenología como la filosofía existencial han planteado ya en las primeras décadas del siglo XX la pregunta por la dimensión impersonal de la experiencia, pero lo importante es ver el cambio de signo que se produce cuando Merleau-Ponty empieza a hablar, ya en Fenomenología de la percepción, de la vida anónima o del halo de generalidad que está en la base de nuestro ser en el mundo.
Concretamente, la pregunta por lo impersonal aparece ya en los dos interlocutores más cercanos de Merleau-Ponty: de nuevo, Sartre y Heidegger. Por una parte, en La trascendencia del ego, Sartre habla de la impersonalidad del campo trascendental, como dimensión que sin embargo sigue remitiendo al yo empírico de una conciencia individual. Por otra parte, como es bien conocido, Heidegger dedica una parte importante de Ser y tiempo al análisis del «se» (Man) como modo impropio del ser-uno-con-otro (Mitsein). Para Heidegger el Man, como anonimato del «señorío de los otros», es un modo deficitario e inauténtico que remite a una posibilidad expropiada: ser uno mismo.
Frente a estos dos planteamientos, Merleau-Ponty propone dos desplazamientos fundamentales: por un lado, introduce lo anónimo en una subjetividad que ya no va a poder ser pensada como meramente individual. Por otro lado, en esta subjetividad que no es meramente individual lo anónimo no será un signo de indeterminación o un déficit, sino todo lo contrario: será la condición de la existencia como ser-en-el-mundo. Estos desplazamientos suponen un importante punto de inflexión respecto a la tradición del pensamiento moderno y su matriz individualista.
El giro que introduce Merleau-Ponty es pensar en mí lo que no es mío, entenderlo como parte fundamental de mi subjetividad concreta. Hace tiempo, ya, que la conciencia ha descubierto la riqueza y profundidad de los sentidos que se ocultan en sus pliegues y sus sombras. Marx, Nietzche y Freud han ofrecido las claves para una interpretación de estas profundidades que empañan las aguas transparentes de la conciencia y de la voluntad. Merleau-Ponty, dando un paso más en esta senda, querrá descubrir en estas opacidades las articulaciones de nuestra co-implicación en un mundo común. Lo hará con la torpeza del tacto, más que con la agudeza de la mirada. Para ello no recurre a una historización del individuo mismo, como harían antes Simmel y después Foucault, entre otros, sino que parte de un replanteamiento radical del problema de la intersubjetividad hacia una ontología del ser sensible para la cual el ser no es lo que está ahí fuera sino que es nuestra dimensión común.
Mi vida tiene que tener un sentido que yo no constituyo, tiene que haber una intersubjetividad, que cada uno de nosotros sea un ser anónimo en el sentido de la individualidad absoluta y un anónimo en el sentido de una generalidad absoluta. Nuestro ser en el mundo es portador concreto de este doble anonimato[122].
Es decir: «La universalidad y el mundo se encuentran en el corazón de la individualidad y del sujeto»[123]. Convertido en bisagra de mi apertura al mundo, lo que sí pierde el otro es su distancia. Por eso, tal como le recrimina Lévinas en el ensayo que le dedica en Hors sujet[124], el de Merleau-Ponty es un pensamiento radicalmente antimoral. Frente a la sensualidad de la alteridad merleaupontiana, que encuentra al otro en las articulaciones anónimas de un mundo común y en la opacidad de los cuerpos que se tocan sin conocerse, Lévinas, reivindica la dimensión fundamentalmente ética del rostro desnudo del otro absolutamente otro. Su distancia es la garantía de su diferencia imborrable y de la posibilidad de una relación de responsabilidad hacia él. Este carácter radicalmente antimoral del pensamiento de Merleau-Ponty es lo que aflora en la polémica con Sartre y que, más allá de las circunstancias histórico-políticas que la originaron, tiene como trasfondo la dificultad de conciliar moral y política. La moral sartreana de la libertad necesita de una distancia absoluta para garantizar su acción pura, incluida la de comprometerse políticamente. Merleau-Ponty. en cambio, en la estela de Maquiavelo y de Marx, y desde la separación radical entre moral y política, persigue pensar la acción común. Y es que el problema político fundamental, para Merleau-Ponty, no es el de la libertad, enraizada en el individuo, sino el de vivir juntos.
El análisis fenomenológico de la intercorporalidad es trasladable a la experiencia del mundo histórico-social y de los significados que socialmente compartimos. Las difíciles relaciones entre el individuo y la sociedad plantean para Merleau-Ponty el mismo falso problema que la pregunta por el acceso al otro. La sociedad no está fuera del individuo. No constituye su marco circunstancial sino su situación, en el sentido más existencial de la palabra. Reaprender a ver el mundo, para Merleau-Ponty, es descubrirse como sujeto encarnado en un cuerpo e inscrito en una situación histórico-social. El mundo social no es un conjunto de objetos ni una suma de individuos. Es también un campo, «una dimensión de existencia permanente»[125]. La historicidad es consubstancial al campo intersubjetivo. Por eso el mundo, como el cuerpo, incorpora en su esencia el «entre»: no hay mundo para el hombre que no sea un intermundo. La historia, lejos de ser una acumulación de eventos o una ley absoluta, es una práctica colectiva y anónima de institución de significado. «El Espíritu del mundo somos nosotros» [126]. Dicho con de otro modo, la historia es «la tentativa continuada de la expresión»[127], una expresión cuya incompletud esencial es una llamada anónima a ser siempre retomada.
Finalmente, esta filosofía de la percepción y de la expresión anónimas desborda los límites de la fenomenología para esbozarse, en los últimos textos inacabados de Merleau-Ponty, como una ontología de la dimensión común. La filosofía de la intersubjetividad desemboca en una ontología de la carne. La carne es la verdad ontológica de la intersubjetividad. El sujeto, sin disolverse, se hace plural en el concepto de carne y pierde su oposición al objeto. ¿Por qué? Porque la carne es fundamentalmente reversibilidad y entrelazamiento: entrelazamiento de las manos que se tocan entre sí y reversibilidad de la visión cuando deja de ser la ventana de la conciencia para convertirse en la expresividad inagotable del ser. Como un cubo de seis caras, que nunca puede ser visto del todo, la visibilidad del ser siempre incorpora una opacidad que reclama la visión del otro.
La carne es el entrelazamiento y la diferenciación de las miradas, su reversibilidad y su no-coincidencia, su generalidad y su concreción. Ésta podría ser también la definición de anonimato en la filosofía de Merleau-Ponty: un campo preobjetivo primordial en el que tiene lugar la diferenciación y sobre el que se inscriben, desde su entrelazamiento, los procesos de subjetivación. Relacionado con la intercorporeidad, con el intermundo y con la carne, el anonimato no es una sustancia trascendente, dotada de una entidad autónoma y autosuficiente, sino que es una dimensión y una práctica: una dimensión de la subjetividad concreta en tanto que ésta no puede ser pensada sino encarnada en un cuerpo e implicada en un mundo compartido y una práctica colectiva de institución de significado.
La filosofía de Merleau-Ponty es una filosofía del nosotros que propone una praxis. Lejos de toda mística de la fusión, y a pesar de la aparente retórica cristiana de la carne, lo que está proponiendo Merleau-Ponty es conquistar nuestra libertad en el entrelazamiento. Es una propuesta práctica, colectiva y política que rompe con las políticas derivadas de la filosofía de la conciencia. Contra el liberalismo democrático, que impone la abstracción y la formalidad de la libertad individual como violencia; contra el marxismo dogmático, que somete lo real al orden de un principio totalizador (económico e histórico) y, cómo no, contra el decisionismo de tipo sartreano que desgarra la realidad con la apelación a la acción pura, el anonimato merleaupontiano es la categoría central de una política concebida como un arte de intervenir. Este arte sólo puede estar situado en un determinado ajuste de acción y de situación que ninguna conciencia puede aspirar a resumir ni a fundamentar. Con Maquiavelo y con el Marx pensador de la praxis, Merleau-Ponty vislumbra la necesidad de una política que se aleje de la mesa del estratega o del legislador para hacerse carne y envolverse en el mundo, en la espesura de la historia y sus claroscuros. Tomar conciencia no es un hecho privado, que pasa de conciencia a conciencia. Es «el advenimiento de un intermundo»[128]. La libertad, así, no es el atributo de una conciencia solitaria. Es la conquista de un cuerpo que ha aprendido a pensarse y a actuar desde la expresión inagotable de la vida anónima, desde el «engranaje» de múltiples experiencias que no coinciden pero que remiten a un mismo mundo.