La filosofía de Merleau-Ponty, porque ha conseguido ir más allá del esquema intersubjetivo Yo-Otro, ofrece una vía de solución a la aporía de la separación-fusión, que condicionaba la relación entre conciencias singulares. Esta relación no debe ser pensada como el encuentro entre dos o más entidades positivas, preexistentes y externas entre sí sino la intersección en una dimensión anónima de la experiencia. Merleau-Ponty nos invita a pensar la dimensión de anonimato que hay en cada uno de nosotros como un campo relacional que no nos disuelve sino que nos envuelve y nos implica, que no nos uniformiza sino que precisamente es la condición de toda singularización. ¿Desde dónde pensar esta dimensión común y anónima? Merleau-Ponty lo tiene claro desde sus primeras obras: desde el cuerpo. La verdadera intersubjetividad es nuestra intercorporalidad constitutiva.
La idea de intercorporalidad es pensada por Merleau-Ponty desde distintos aspectos y planos. En la primera etapa de su obra, esta intercorporalidad que hace pensable el nosotros es desarrollada desde el análisis de la percepción como actividad del cuerpo propio (Leib, en alemán). A partir del análisis que ya había iniciado Husserl sobre el cuerpo propio pero desde el nuevo punto de vista que le imprime este yo puesto en plural, Merleau-Ponty descubre en la experiencia del cuerpo el lugar de la subjetividad, de esa subjetividad que a la vez es individual y general, personal y anónima. «Tengo conciencia del mundo por medio de mi cuerpo»[113], pero no porque mi cuerpo sea pasivo y receptor, a través de los sentidos, sino porque mi cuerpo, como nudo de significaciones que me trascienden, es lo que hace posible que me piense desde el «on», desde un nosotros impersonal.
Esto es así porque mi comportamiento remite a un campo del que tanto el otro como yo participamos. La intencionalidad deja de remitir así únicamente a los objetos de las representaciones de mi conciencia. La intencionalidad apunta al campo común de nuestros comportamientos relacionados. «Toda sensación pertenece a un determinado campo»[114] y «un campo no excluye a otro campo, como un acto de la conciencia, por ejemplo una decisión, excluye otro, sino que tiende incluso a multiplicarse, ya que es la apertura a través de la cual me hallo expuesto al mundo»[115]. Por eso, en segundo lugar, gracias a que soy mi cuerpo me descubro como una «subjetividad que no puede ser absoluta»[116], una subjetividad que se define por su encarnación, por su implicación en un determinado mundo natural y humano. Desde la percepción, el acceso al otro ha dejado de ser un problema y una amenaza: «el cuerpo del otro y el mío son un todo, el derecho y el revés de un solo fenómeno de existencia anónima de la que mi cuerpo es en cada momento el trazo y que habita los dos cuerpos a la vez»[117]. El derecho y el revés de una existencia anónima: aquí tenemos la articulación, la intersección que ni es fusión ni es suma de individualidades, sino relación intercorporal por la que se constituye un nosotros y un mundo común.
Este análisis de la intersubjetividad como intercorporalidad se generaliza y adquiere carácter ontológico cuando en una segunda etapa de su obra Merleau-Ponty desplaza su atención, como filósofo, del fenómeno de la percepción al fenómeno de la visión, o, como él dice, a la visibilidad nunca acabada del ser. «La visión hace lo que la reflexión nunca podrá comprender: que el combate resulte a veces sin vencedor y el pensamiento sin titular. Ya no conciencias con su propia teleología sino dos miradas, una en la otra»[118]. Una mirada en la otra:
Merleau-Ponty anula el conflicto a muerte de la mirada en la composición de perspectivas de la visión. Por eso escribe Deleuze que Merleau-Ponty ofrece una versión tierna y reservada del ser agujereado de Sartre: donde Sartre abre un agujero, la conciencia, Merleau-Ponty pone un pliegue del cuerpo[*]. Más concretamente, un pliegue de la carne, que es el término con el que Merleau-Ponty dará estatuto ontológico a la concepción del mundo que se deriva de su análisis de la intersubjetividad como intercorporalidad. Mi cuerpo y el del otro son el derecho y el revés de una existencia anónima, decíamos hace un momento. Ahora podemos añadir, mi existencia y la del otro son perspectivas, visiones o dimensiones de un solo fenómeno de visión para el cual no puede haber un punto de vista privilegiado ni totalizador. De una visibilidad que siempre arrastra un invisible, de un sentido en el que siempre resuena un silencio. De un mundo que no podemos cerrar sino que constituimos con nuestra implicación en él.
Pasando de la lucha por el reconocimiento al perspectivismo, y de la dualidad ontológica a una ontología de la reversibilidad y de la inmanencia de las visiones, Merleau-Ponty se sitúa en un lugar del pensamiento para el cual el otro no me roba el mundo, según la expresión de Sartre, sino que es la dimensión por la cual tengo mundo. El otro ya no está ante mí. La trampa de la filosofía reflexiva ha sido salvada. Ahora me descubro envuelto por el otro, como «dos círculos casi concéntricos que no se distinguen más que por un ligero y misterioso desencaje»[119]. El otro no es apresable por el modelo de la presencia. Es la presencia de un impresentable. Por eso hay que reaprender a ver el mundo. Veremos entonces aparecer a los otros no como objetos ni como miradas que nos anulan o nos alienan, sino como dimensiones de la carne del mundo. Los otros «tienen que estar ahí como relieves, desvíos, variantes de una sola visión en la que yo también participo. (…) Es cierto que no vivo su vida, que están definitivamente ausentes de mí y yo de ellos. Pero esta distancia es una extraña proximidad desde el momento en que reencontramos el ser de lo sensible, ya que lo sensible es lo que, sin moverse de sitio, puede acechar a más de un cuerpo»[120]. Estarán ahí, entonces, pero no «como espíritus ni como psiquismos, sino tal como los afrontamos por ejemplo en el amor: caras, gestos, palabras a las que, sin pensamiento interpuesto, las nuestras responden»[121].
Desde este desplazamiento de la intersubjetividad a la intercorporalidad, tal como nos lo enseña Merleau-Ponty, exponerse al mundo no es exponerse al vacío de la comunidad, al entre abismal que garantiza una experiencia radical de alteridad irreductible. Ésta es la abstracción que ha dominado el pensamiento político occidental desde la imagen mítica del ágora griega, como vacío en el que hace su aparición la comunidad a través de la palabra. Lejos de esta imagen dominante, exponerse al mundo es ir al encuentro de la riqueza de su materialidad, ya siempre pegada a nuestra piel. La experiencia del afuera se convierte entonces en experiencia de la reversibilidad. Sólo podemos estar fuera de uno mismo si estamos dispuestos a ser tocados por el mundo. Exponerse al mundo es aprender que la proximidad no es la antítesis de la separación. Nunca encontraremos al otro recortado a la distancia, puesto enfrente de nosotros, ni haremos una experiencia desnuda de la alteridad. El otro está ya en el aire que respiramos, en el acento de nuestras palabras, en los órganos de nuestro cuerpo, en los objetos que manipulamos, en cualquiera de nuestras acciones. Exponerse al mundo es perder el miedo a la proximidad, el miedo a la vida material de un nosotros que excede el ámbito de la ideal comunidad humana.
La experiencia de la finitud, que va intrínsecamente ligada a la experiencia de lo común, ya no es entonces una experiencia que pasa por la revelación de la muerte, como planteaban el conjunto de autores que van de Heidegger a Agamben, sino por el descubrimiento afirmativo de la vulnerabilidad de los cuerpos que somos. La finitud, vista desde la vida y no desde la muerte, es vulnerabilidad e inacabamiento. Somos finitos porque estamos inacabados, porque estamos en continuidad y debemos ser continuados, porque no vemos lo que hay a nuestra espalda ni entre los pliegues de nuestra piel. Somos finitos porque nuestros límites no están bien definidos y podemos ser dañados, afectados, amados, acariciados, heridos, cuidados…
Desde ahí, exponerse al mundo tampoco puede ser una mera experiencia lingüística. Toda palabra arrastra consigo la materialidad del mundo y se encarna en un cuerpo vulnerable. Por eso hay que revisar la confianza que la filosofía contemporánea ha mantenido respecto a lo lingüístico como lugar privilegiado de la política. Es la concepción clásica que Hannah Arendt retoma en su redefinición del ágora moderna, pero es también la que guía aún muchas de las posiciones postestructuralistas sobre la creación de nuevos sentidos y formas de vida, así como las propuestas del marxismo italiano más reciente sobre la posibilidad de una resistencia de lo común en el marco del nuevo capitalismo cognitivo. En esta confianza coinciden también las posiciones expresadas por los pensadores de esta comunidad inoperante como preservación de una comunicación infinita. El problema es que hoy estamos inmersos en una crisis de palabras oculta bajo la apoteosis de la comunicación, que no se resuelve ni preservando la lingüisticidad del ser humano ni devolviendo al lenguaje toda su potencia constituyente. El problema de las palabras es hoy el de su credibilidad. Una palabra creíble es aquella que es capaz de sacudir nuestra vida y desequilibrar la realidad. Ésta es la fuerza de una palabra de amor. ¿Cuándo y cómo puede tener esta misma fuerza la palabra política? Los estudios tanto teóricos como prácticos sobre la performatividad se acercan hoy a este tipo de preguntas. Pero hay que ir más allá del la teoría del acto lingüístico para poderlas responder. Una palabra creíble, sea de amor o sea política, es la palabra que ha perdido el miedo al mundo y a sus incontrolables contornos.