La comunidad en el vacío

La posición que adopta Merleau-Ponty entre los años 40 hasta su prematura muerte en el 61 es especialmente interesante porque permite cuestionar, entre otras cosas, la lectura que algunos autores posteriores ha hecho de la idea heideggeriana del ser-con y que goza actualmente de gran repercusión. Nos referimos a la lectura que han desarrollado, de manera a veces paralela, a veces coincidente, Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito y otros y que se apoya, en parte, en el legado de Georges Bataille y Maurice Blanchot. Para este conjunto de autores, el con- de la existencia compartida señala un entre vacío, el lugar de una imposibilidad en la que se va a querer pensar la comunidad, entendida como la co-presencia inagotable de unos con otros en nuestra radical finitud. En esta elaboración «en común» de la idea de comunidad sobre el trasfondo del ser-con heideggeriano, la cuestión de lo impersonal será la clave para poder pensar el con- de la existencia.

Blanchot propone, en El diálogo inconcluso, una relación que él llama de tercer género en la que el uno y el otro pierden su carácter personal y subjetivo para experimentar la impersonalidad o la neutralidad de la alteridad radical. Es una relación que rompe el campo lógico y lingüístico del diálogo entre sujetos, de su encuentro, unidad o superación. «Ésta sería la relación de hombre a hombre cuando ya no hay entre ellos la propuesta de un Dios, ni la mediación de un mundo, ni la consistencia de una naturaleza»[93]. Es una relación pensada desde una separación que no remite a ninguna unidad pensable: uno y otro en el abismo, en el vértigo, en la interrupción que escapa a toda medida. Blanchot continúa: «Lo que habría entre el hombre y el hombre, si no hubiera nada más que el intervalo representado por la palabra “entre”, vacío tan vacío que no se confunde con la pura nada, sería una separación infinita, dándose como relación en esa exigencia que es la palabra»[94]. J. L. Nancy, en su libro Ser singular plural, refuerza esta concepción del entre:

Todo pasa entonces entre nosotros: este entre, como su nombre indica, no tiene consistencia propia, ni continuidad. No conduce de una a otro, no sirve de tejido, ni de cimiento ni de puente. Quizá ni siquiera sea exacto hablar de vínculo al respecto: ni está ligado ni desligado sino por debajo de ambos (…) Todo ser toca a cualquier otro, pero la ley del tacto es la separación[*].

Dicho de otro modo: uno y otro, pero nada del uno en el otro. Pura coexistencia en la separación. Ahí aparece el sentido, el sentido desnudo de nosotros, el con- como pluralidad original del ser. Ahí, para Blanchot, irrumpe la exigencia de la palabra.

Blanchot, a partir de los años 50, da una traducción política a su teoría de lo neutro, hasta el punto de que hace de la impersonalidad, de la cancelación programática del propio nombre, el contenido del acto político. Lo vimos en la primera parte cuando analizábamos el carácter excepcional de la política: el exponente de esta política es, evidentemente, Mayo del 68, al que Blanchot dedica unas breves e intensas páginas en La comunidad inconfesable. Mayo del 68 es descrito como «un encuentro feliz, como una fiesta que subvertía las formas sociales admitidas o esperadas»[95]. Pudo «afirmar la comunicación explosiva, la apertura que permitía a cada uno, sin distinción de clase, de edad, de sexo o de cultura, congeniar con el primer llegado como con alguien ya amado, precisamente porque era el familiar desconocido»[96]. Mayo del 68 dejó que se manifestara «una posibilidad de estar juntos que daba a todos el derecho a la igualdad en la fraternidad a través de la libertad de palabra que ejercía cada uno»[97]. Y después de analizar esta palabra como primacía del decir sobre lo dicho añade:

Presencia inocente, «presencia común» (René Char) que ignora sus límites, política por el rechazo de no excluir nada y la conciencia de ser, como tal, el inmediato-universal, con lo imposible como único desafío pero sin voluntades políticas determinadas y, así, a merced de cualquier sobresalto de las instituciones formales contra las que nos prohibíamos reaccionar[98].

Esta presencia inocente, esta presencia común, no es la presencia del pueblo sino la de una comunidad milagrosa que Blanchot describe así:

Creo que hubo entonces una forma de comunidad diferente de aquella que habíamos creído poder definir, uno de los momentos en que comunismo y comunidad se encuentran y aceptan ignorar que se han realizado ya perdiéndose. No hay que durar, no hay que participar en ninguna duración. Eso fue comprendido ese día excepcional: nadie tuvo que dar una orden de dispersión. Nos separamos por la misma necesidad que había reunido lo innombrable[99].

La comunidad de la presencia común, la posibilidad de estar juntos que, como analizábamos ya en la primera parte del libro, se abre un día excepcional y no tiene que durar. La comunidad es un éxtasis, un momento de exposición «sin objeto ni porqué», «sin proyecto» y sin continuidad. Es la apertura de ese «entre» abismal en que el sujeto es arrancado de su soledad, de los límites de su vida personal, de su relación dialógica, consensual y habitual con el otro.

Para Nancy y para Esposito esta co-presencia que define la comunidad no sería tanto un momento de interrupción de las coordenadas normales de existencia como su origen negado. No se trata, evidentemente, de un origen histórico sino de un sentido original. Para Esposito, en concreto, el sentido original, el anverso de la negatividad que comporta el paradigma inmunitario como lógica de la formación y evolución de las sociedades modernas es la «communitas», la comunidad entendida como relación de exposición entorno al lugar vacío de un don (munus) que se comparte. Para Nancy, por su parte, el con- de la coexistencia entre singularidades es el sentido olvidado del ser y, por tanto, el olvido en el que se asienta la sociedad capitalista contemporánea.

En uno y otro sentido, la comunidad, pensada desde ese entre vacío que se abre interrumpiendo la normalidad del mundo, está ligada a la vez a una exigencia y a una imposibilidad. Es una llamada a «estar-juntos» que sólo se realiza perdiéndose. Leíamos cómo Blanchot parte del carácter extremo de una relación hombre a hombre en la que no hay la mediación de Dios, ni de la naturaleza ni del mundo. El nosotros impersonal y la comunidad abismal que le corresponde carecen de mundo, de alguna manera interrumpiéndolo lo dejan atrás. La comunidad que se abre exponiéndose en el «entre» es, para estos autores, una comunidad de la palabra en el vacío.

¿Qué queda entonces en el lugar de la acción política? Sólo queda la exposición, el éxtasis por el cual el individuo se inclina fuera de sí. Es una experiencia de los límites, entendidos como los bordes de mi finitud, allí donde ésta, ya sea en los extremos del nacimiento o de la muerte, queda expuesta a los demás. Exponerse no es una acción. Si así fuera, seguiría remitiendo a una filosofía del sujeto, capaz de decidir y de definirse según su voluntad. El éxtasis «es lo que le ocurre a la singularidad», escribe Nancy [100]. Giorgio Agamben retoma el mismo hilo de pensamiento en La comunidad que viene: el «cualsea» es «el suceso de un afuera»[101], una experiencia del límite, un don que la singularidad recoge de las manos vacías de la humanidad. La presencia de este don que pone al individuo fuera de sí y lo obliga ante el otro, del don como obligación que se contrae con el otro, es el rastro que Roberto Esposito detecta en la etimología misma de la palabra «comunidad»; munus, el don que estamos obligados a retribuir, es lo que articula el espacio vacío de la comunidad. Esta sería, por tanto, «el conjunto de personas a las que une, no una propiedad sino justamente un deber o una deuda»[102]. Como añade más adelante: «No es lo propio sino lo impropio —o más drásticamente, lo otro— lo que caracteriza a lo común»[103]. Blanchot dice algo similar: «la extrañeza de lo que no podría ser común es lo que funda esta comunidad, eternamente provisoria y siempre ya desertada»[104]. La comunidad aparece allí donde el individuo es puesto fuera de sí, en sus límites. La experiencia comunitaria de los límites se ha convertido para este conjunto de autores en la experiencia necesariamente compartida de la finitud. No podemos extendernos en todas las implicaciones de estas tesis ni en todas las relaciones internas entre las diversas propuestas que se entretejen en este grupo de pensadores. Pero es importante seguir el hilo de este desplazamiento para valorar sus consecuencias políticas. Exponerse, estar fuera de sí, es en último término exponerse a la muerte del otro, al otro en su alteridad irreductible.

Curiosamente los párrafos de Blanchot sobre Mayo del 68 están situados en la segunda parte de La comunidad inconfesable, titulada precisamente «La comunidad de los amantes». Los acontecimientos del Mayo francés son releídos, por tanto, desde ese escenario de amor y de muerte. Escribe Blanchot que los amantes son comunidad porque no tienen otra razón de existir que exponerse enteramente uno al otro, para que aparezca su común soledad. Por eso puede añadir: «La comunidad de los amantes (…) tiene como fin esencial destruir la sociedad»[105].