Poder decir nosotros, hoy, exige reaprender a ver la realidad desde la implicación en un mundo común. Esto no significa proyectarse en un ideal o en un deseo abstracto de reunión de la humanidad consigo misma. Todo lo contrario. Significa dar un paso atrás respecto a la distancia que nos mantiene como yoes espectadores-consumidores del mundo y hundirnos en la materialidad concreta de las condiciones actuales de lo vivible y lo invivible.
La autosuficiencia es una ficción que ya no se sostiene: la trama que dibujan nuestros cuerpos es densa, apretada, interdependiente y se siente amenazada. Por eso se vuelve cada vez más mortífera. No sólo la sobreviviencia del grupo sino el dibujo de los contornos de una vida vivible es hoy un problema común. Esta certeza desplaza los parámetros más básicos del pensamiento crítico y de la tradición revolucionaria. En primer lugar, porque no permite situar la mirada crítica en la distancia (de la conciencia observadora) sino en la exigencia de una proximidad justa (del cuerpo involucrado). En segundo lugar, porque la idea de transformación no apunta solamente al milagro de la ruptura con lo que hay (corte histórico, interrupción de la normalidad, etc.), sino que plantea el problema de la duración, la continuidad de un poder hacer colectivo y tentativo que se reapropie de nuestras capacidades y de nuestras posibilidades de vida. Cambiar el mundo no es cambiar de mundo. Cambiar la vida no es pensar que la verdadera vida está en otra parte, que es siempre otra. No hay otro mundo ni otra vida. Sólo ésta. La mía. Sin curación ni salvación. En un solo mundo que es nuestra dimensión común.
El problema del nosotros no es, por tanto, el problema de un quién irresoluble, sino la cuestión del vivir juntos. El error de la modernidad occidental es haber pensado que esta cuestión tiene una solución (técnica, política, espiritual…) y que está en nuestra manos, aquí, ahora, en la tierra, aunque sea en un futuro indefinido. No, no la tiene. Como tal, no tiene solución. Pero no por ello deja de ser nuestro problema ni deja de exigirnos menos respuestas. O mejor dicho: porque no tiene una solución, porque la vida colectiva siempre es un infierno, vivir juntos es nuestro principal problema, la dimensión común de todos nuestros problemas particulares. Lejos de toda estética del desastre y del fracaso, liberar un problema de la necesidad de pensarlo desde su solución es poder situarse en él, partir de él, aprender a respirar desde sus desafíos. Aprender a respirar, aunque sea en el aire cargado de esta realidad. Se aprende a respirar respirando, como se aprende a reír riendo, a amar amando, o a nadar nadando. De la misma manera, se aprenden las dimensiones de este mundo común palpándolas, recorriéndolas, viviéndolas, rozándose con ellas, aprendiendo a aprehender sus medidas sin imponerles una unidad de medida.
Palpar las articulaciones que nos con-figuran es hacer pensable, en sí mismo, ese con-, ese ser-con, que es a la vez el indicio de un lugar, de una materia, de una continuidad y de un horizonte. Lo que no implica, como sostienen algunas de las posiciones políticas y filosóficas más relevantes actualmente, es la necesidad de una nueva idea de comunidad. La idea de comunidad, incluso la más negativa y vacía de toda positividad, arrastra consigo el anhelo y la nostalgia de la presencia plena, de la fusión o de la comunión en un tiempo sin tiempo, en un espacio transparente. El pensamiento de la comunidad es la última de expresión de la utopía planetaria, de la aspiración a la idea de una humanidad finalmente reunida consigo misma. Deshacernos de esta idea pasa por atreverse al aprendizaje más difícil: aprender el anonimato. La vida común es anónima. No lo es cada uno de nosotros en su singularidad. No lo es cada vida, cada gesto, cada expresión. Pero sí la vida en común. Es de todos y de nadie. Inapropiable, inidentificable, inasignable. Sin nombre, sin firma, sin password, pero con todos los rostros, con los trazos de cada existencia. El anonimato es la condición ontológica de nuestra continuidad: de unos respecto a otros y de la humanidad respecto al resto de los seres vivos y de las cosas que pueblan el mundo. La filosofía y la creación contemporáneas, agotadas de filosofía del sujeto, han dedicado mucha atención a la dimensión impersonal y anónima de la subjetividad. Hay que explorar y llevar más allá estas pistas: en la experiencia del anonimato encontraremos una ontología de la continuidad y del inacabamiento que nos brindará la inmediatez de la riqueza de un mundo interrelacionado.
Para adentrarnos en esta cuestión es interesante retomar y profundizar la lectura de Merleau-Ponty y su constante interlocución con Sartre y con Heidegger. En 1927, en Ser y tiempo, Heidegger aventura la idea, casi antimoderna y muy poco occidental, de que el ser-con-otros (Mitsein) es una estructura fundamental de la existencia, es decir, que no es algo derivado, segundo respecto a una existencia individual, que no hay un yo previo al ser CON los otros. Puesto que existir es estar abierto al mundo, ya estamos siempre en relación con los otros, estamos ya en un cierto nosotros que es anterior a nuestra relación personal de tú a tú, de uno con el otro. Quince años más tarde, en El ser y la nada, Sartre rebate esta propuesta heideggeriana porque la considera una «afirmación sin fundamento», una idea «abstracta» que no nos sirve para explicar la relación concreta entre las conciencias. En lo concreto, para Sartre, toda relación con otro es personal y las personas, en cualquier relación, son primordialmente un yo y un tú. Todo ser-con-otro debe presuponer, por tanto, un ser-para-otro, un momento de exterioridad, conflicto, encuentro y reconocimiento. Toda experiencia del nosotros es así una impresión subjetiva, psicológica y provisional de la conciencia particular en su relación de confrontación con otro. El intento heideggeriano de pasar de la lucha al equipo es un intento infructuoso de superar la confrontación yo-tú, la lucha de conciencias como esquema básico de la intersubjetividad. «La esencia de las relaciones entre conciencias no es el ser-con sino el conflicto»[91], afirma Sartre.
No pretendemos poner en duda la experiencia del nosotros. Nos hemos limitado a mostrar que esta experiencia no puede ser el fundamento de nuestra conciencia del otro. Está claro, en efecto, que no puede constituir una estructura ontológica de la realidad humana; hemos demostrado que la existencia del para-sí en medio de otros es, en su origen, un hecho metafísico y contingente. Además, está claro que el nosotros no es una conciencia intersubjetiva ni un ser nuevo que supere y englobe sus partes como un todo sintético, a la manera de la conciencia colectiva de los sociólogos. El nosotros es experimentado por una conciencia particular[92].
La argumentación de Sartre en contra del Mitsein heideggeriano se basa en su carácter abstracto, en su incapacidad para explicar la relación entre conciencias. En lo concreto, toda relación con otro es personal y las personas, en cualquier relación, son primordialmente un yo y un tú.
Tres años más tarde, Merleau-Ponty, en Fenomenología de la percepción, se incorpora a esta discusión con la pregunta «¿cómo poner el yo en plural?». Se propone retomar la afirmación sin fundamento de Heidegger para enraizaría en la concreción del mundo humano. Para hacerlo, tendrá que romper el círculo vicioso que impone la lógica de la persona. Merleau-Ponty no intenta sumar yoes ni abstrae su relación: lo que hace es abrir el yo a su existencia impersonal. Para ello, no se trata de borrar la singularidad de cada existencia sino de abrirla a su propio anonimato. Porque estamos abiertos al mundo, es decir implicados en él, siempre hay algo en nosotros que no es del todo nuestro, que no cabe en nuestro yo. Lo anónimo, lo que no tiene titular, lo que no es atribuible a este individuo o a aquél, a esta conciencia o a aquella, es una dimensión fundamental de nuestra existencia en tanto que ésta está inscrita en un cuerpo y en un mundo.
Merleau-Ponty rastrea las huellas de este anonimato en las cosas, donde encuentra rastros del otro, de una actividad de la que también yo participo: en los cuerpos, siempre entrelazados en su aparente distancia; en la historia, no como ley sino como acumulación de sentido de la que participamos y que pide ser siempre retomada. Merleau-Ponty encuentra el anonimato en un mundo poblado de sentidos, de cuerpos, de gestos, de relaciones… en un mundo común, que no es de nadie sino en el que estamos todos, también las cosas, implicados. En esta dimensión tan concreta de la vida colectiva hay un nosotros que precede a la separación de las conciencias. Un nosotros que ya no es sólo personal, o que es personal sólo de manera local e intermitente. Un nosotros que ni siquiera es sólo humano, sino que incorpora el conjunto de lo sensible.
Este anonimato no supone la pérdida del rostro. Lo que se pierde, incorporándolo como una dimensión de la existencia, es la soledad del cara a cara. Lo que se gana es un mundo poblado de sentidos acumulados, una visión del ser inagotablemente expresivo y secretamente articulado. El anonimato, como inacabamiento, no es entonces déficit sino potencia, no es indefinición sino campo de relaciones, no es insignificancia sino expresividad social. «Tengo un mundo como individuo inacabado a través de mi cuerpo como potencia de este mundo»[*]. El anonimato no es disolución sino coimplicación, «complicación», podríamos también decir. Esta coimplicación es el nosotros. Ahí puede sostenerse la autonomía de un nosotros, de un ser-con, que no es segundo ni derivado de una relación personal entre un yo y un tú sino que es la dimensión fundamental de la vida humana como actividad anónima de creación y transformación del mundo.