Los ojos sacrificados

Podemos verlo todo sin ver nada. El mundo es la realidad que se nos ha puesto enfrente, ya sea a través de la pantalla, ya sea a través de las maneras que tenemos de narrarla, de analizarla y de no dejamos afectar por ella. La crítica al imperio de la visión, que empieza a tomar relevancia a finales del siglo XIX, tiene como blanco principal el poder de abstracción, distanciador y exteriorizador, de la visión. Ésta, entronizada como matriz y garante de la verdad en la cultura occidental, tendría como principal atributo, según esta crítica, la capacidad de disponer la realidad de manera frontal y exterior al observador y someterla, así, a un proceso de objetivación y de estabilización que serían el punto de partida para su dominio, manipulación y control. La pregunta que debemos hacernos ante esta crítica es ¿por qué adjudicamos a la visión este poder distanciador, con todas las consecuencias que hemos descrito, cuando precisamente en la mirada humana reside la capacidad de sorprender, de engañar, de admirar, de devorar, de ruborizar, de penetrar, de avergonzar, de encender amores y odios, de confiar, de intuir, de comprometer y de alentar, entre tantas otras posibilidades?

El efecto distanciador de la visión no es, en realidad, un atributo de la visión misma, sino el resultado de su escisión y del consiguiente sacrificio de la mirada sensible. El camino filosófico que va de la caverna platónica a la dióptrica de Descartes acostumbra a ser presentada como la vía mayor que consagra la visión como el más noble y comprensivo de los sentidos. Pero esta interpretación es poco acertada porque no nos explica lo ocurrido: más que la declaración de un triunfo o de la hegemonía de la visión sobre los otros sentidos, lo que encontramos en los textos de Platón y Descartes es la narración de un conflicto entre los ojos de la carne y los ojos de la mente, entre la visión engañosa de lo sensible y la visión clara y distinta de las ideas. El problema compartido por Platón y por Descartes es, precisamente, el de cómo combatir y superar la inestabilidad, la vaguedad, las deficiencias y las distracciones de nuestros ojos inundados de realidad sensible. Para ello transfieren la verdadera capacidad de ver al alma o a la mente. Demócrito asumió la lección con extrema literalidad. Descartes intentó mitigar sus efectos devastadores inventando la glándula pineal como vehículo de comunicación entre los ojos sensibles y los del intelecto.

En definitiva, la hegemonía de la visión, tal como nos la ha legado la metafísica de la presencia, es el resultado de una disociación en la que el ver se aleja de lo sensible: tanto de la realidad sensible como de los ojos del cuerpo. La vista no es entonces el más noble y comprensivo de los sentidos. La entronización de la visión, como modelo de la verdad, es en realidad la negación o depreciación del sentido de la vista y de las virtudes de la mirada. El modelo ocularcéntrico que ha dominado la cultura occidental no separa la vista del resto de los sentidos y capacidades perceptivas humanas. Lo que hace en realidad es separar la visión misma de su dimensión sensible. Gracias a ello, los ojos se convierten en los agujeros de la verdadera facultad de ver y el mundo deja de ser un teatro de sombras y colores inestables para convertirse en el escenario de la presencia pura (la idea, la forma). En este proceso, también la luz pierde su dimensión sensible para convertirse en iluminación. A eso responde la dualidad latina de términos, lux/lumen, que tantos debates encendió a lo largo de la Edad Media y a la que Descartes aún daba vueltas sin llegar a resolver el orden de sus prioridades. ¿Qué relación hay entre la luz sensible y la luz de la intelección?

La metáfora de la luz que guía toda la tradición de la metafísica de la presencia, lo que Derrida llamó la «mitología blanca»[84], es la que olvida la lección de ícaro: que el sol no sólo ilumina, sino que de manera inseparable calienta. Así, la luz del sol no sólo ilumina las formas. Con su calor enciende el mundo, toca los cuerpos de todos los seres vivos de los que puede ser fuente de vida o amenaza de destrucción. Como escribió en uno de sus cali gramas el poeta catalán Salvat-Papasseit: «El sol ho encén tot, però no ho consum»[85], reuniendo el doble sentido del verbo encender, como iluminar y como prender. El filósofo platónico, en cambio, en su ascenso hacia el sol, volvía con los ojos dañados por la intensidad de la luz, pero Platón no nos dice nada acerca del calor, del sudor, de las quemaduras de su piel. El espectador de la verdad no tiene cuerpo. De la misma manera, el espectador contemporáneo del mundo, recibe sus imágenes sin ser tocado por ellas, sin verse afectado por el encuentro con su verdad.

Lo curioso es que la crítica al imperio de lo visual que ha dominado gran parte del pensamiento contemporáneo perpetúa, criticándola, la concepción desencarnada de la visión. En continuación con la crítica nietzscheana a la representación y con los claroscuros que tiñen la cultura nacida de las nuevas formas de vida urbana del mundo industrializado, la filosofía del siglo XX es, en general, una expresión coral y a la vez disonante de desconfianza y de resistencia al poder del ojo, que se expresa desde dos nuevos territorios para el pensamiento: el cuerpo y el lenguaje. En el primer caso, asistimos a la reivindicación del cuerpo, como pluralidad ingobernable desde los parámetros formales de la civilización ocularcéntrica. De la caricia a la putrefacción, de Lévinas a Bataille, de Bergson al feminismo, el cuerpo se reivindica a través del tacto, el movimiento, la vulnerabilidad, lo visceral, lo abyecto y se manifiesta contra la civilización occidental, metafísica e ilustrada, basada en la transparencia inmaculada de la visión desencarnada. Esto es, contra el dominio patriarcal, contra el poder disciplinario, contra la sociedad de control, contra la reificación intersubjetiva, contra la lógica de la identidad. En el segundo caso, la filosofía se entrega al descubrimiento del lenguaje y de su multiplicidad irreductible, como verdadera cuna consciente e inconsciente del sentido. De Rorty a la hermenéutica, de Lacan a Althusser, del postestructuralismo al postmodernismo, de Blanchot a Derrida, el lenguaje ofrece un nuevo campo para la producción de sentidos nuevos, para la guerra de los discursos, para la liberación de diferencias y de ideas hasta entonces impensadas. En definitiva, la filosofía contemporánea despliega un amplio combate contra el poder metafísico de la visión: el tacto contra la vista, el ano contra el ojo, la entraña contra la transparencia de la conciencia, la invisibilidad del sexo femenino contra la visibilidad del masculino, pero también la escritura contra la imagen, la narración contra representación, el sentido negado contra la palabra pública… Pero en el largo etcétera de este combate, el poder de la visión nunca pierde los atributos que le asignó la tradición metafísica y por ello es condenada. El cuerpo y el lenguaje, hoy cegados y descabezados, necesitan descubrir su necesaria alianza con los ojos sensibles, tan maltratados por el imperio visual occidental y dejar que los ojos se reimplanten en el cuerpo y asumir todas las consecuencias políticas, epistemológicas, vitales y artísticas de esta reconquista.