El ejercicio de la crítica siempre ha estado relacionado con la mirada, con su libertad para cambiar de ángulo y dominar el juego de las distancias. Pero la mirada no es una atalaya a la que nos podemos subir a voluntad. Somos lo que miramos. Es lo que afirmó Plotino, aspirando a mirar el sol. Nuestra herencia griega, mediterránea, está en esta insistencia en aprender a mirar de otra manera, aunque sin dejar de ver. ¿Pero qué o quién mira en nosotros? ¿Nuestros ojos? ¿Nuestra mente? ¿Nuestro cuerpo? ¿Nuestras palabras? Dicen que Demócrito, en el siglo V a. C., se arrancó los ojos para ver mejor. La visión de un jardín, con todo su esplendor, le distraía y no le dejaba concentrarse en lo que realmente deseaba ver. Nuestros ojos, en el siglo XXI, están saturados de imágenes que superan las distracciones del jardín de Demócrito a una escala que él ni siquiera habría podido imaginar. ¿Nos arrancamos entonces, como él, los ojos? ¿Cómo hacerlo? Éstas son las cuestiones que plantean las posiciones filosóficas y artísticas que prolongan, en nuestra sociedad hipermediática, la crítica al ocularcentrismo que ya se inició, de alguna manera, a finales del siglo XIX. ¿Cómo sustraemos al imperio del ojo? ¿Cómo desarticular la jerarquía que ha puesto la visión en la cima de nuestros sentidos y la ha convertido en la matriz de nuestra concepción de la verdad? La crítica a la visión es, hoy, una reacción a la distancia, la pasividad y el aislamiento que dominan nuestras vidas en tanto que espectadores: espectadores de la historia, espectadores culturales, espectadores de nuestras propias vidas, espectadores, en definitiva, del mundo.
El ideal antiguo de la contemplación, como actividad más alta y más noble propuesta únicamente a aquellos que se atrevieran a embarcarse en el camino de la sabiduría, organizaba la relación del hombre con la verdad entorno a una propuesta epistemológica de perfeccionamiento de la visión. Esta relación entre la visión y la verdad perdió su carácter de nobleza pero no su legitimidad con la ampliación de los métodos de observación a todas las prácticas científicas en la época moderna. Actualmente, podríamos decir que todos hemos sido incorporados a esta práctica de perfeccionamiento de la visión en tanto que espectadores del mundo. Como escribió G. Debord:
El espectáculo es el heredero de toda la debilidad del proyecto filosófico occidental que fue una comprensión de la actividad dominada por las categorías de ver; de la misma manera, se funda en el despliegue incesante de la racionalidad técnica precisa que se deriva de este pensamiento. El espectáculo no realiza la filosofía, filosofiza la realidad. La vida concreta de todos es lo que se ha degradado en un universo especulativo[76].
De filósofos a científicos y de científicos a espectadores: ¿por qué es ésta la historia de una degradación, según las palabras de Debord? Parece que la generalización del mirar, como relación privilegiada con el mundo, no ha conducido a un mejor reparto de la verdad sino a una entrega masiva al imperio de la mentira. Así lo atestigua el sentir general del pensamiento y de la crítica contemporáneas. «Vivimos en un espectáculo de ropas y de máscaras vacías»[77], escribe John Berger. Y Julia Kristeva usa las siguientes palabras para calificar la cultura de la imagen: seducción, rapidez, brutalidad y ligereza[78]. Brutal y ligera, la cultura de la imagen nos entrega, volviendo a Berger, a «un juego en el que nadie juega y todos miran»[79]. Para entender ese juego ya no nos sirve oponer simplemente el reino de la apariencia y el de la verdad, tal como hiciera Platón en su escena de la caverna, o como recogió la crítica moderna a la alienación, de Feuerbach a Debord. No vemos sombras, como en la caverna, ni un mero espectáculo. Vemos la realidad misma del mundo, pero como algo que sólo podemos tener enfrente y a distancia de nuestra propia vida.
Hace ya décadas que Heidegger lanzó a la arena filosófica la idea de que el mundo se había convertido en la imagen de sí mismo: «Imagen del mundo, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino concebir el mundo como imagen»[80]. Con los nuevos dispositivos de captación de imágenes del planeta Tierra desde el exterior, esta idea se ha vuelto literal. Todos nacemos ya con la imagen de nuestro planeta implantada en nuestras retinas y en el sentido de la situación que ocupamos en el mundo. Éste ya no necesita ser imaginado. No es la idea de totalidad irrepresentable que Kant había tenido que dejar en limbo de lo regulativo. Es una imagen obvia e incuestionable. Sin embargo, el modo incuestionable en que la imagen del mundo nos domina no depende exclusivamente de la capacidad que ha desarrollado la modernidad de producir y difundir imágenes del planeta sino que tiene que ver, también, con otros dos fenómenos igualmente importantes: la eliminación de cualquier idea de trasmundo (divino) o de mundo otro (nacido de la revolución) y el triunfo de la globalización como configuración de la imagen del mundo. Los dos fenómenos se resumen en esta frase: «Sólo hay un mundo y está hecho a imagen del Capital»[81]. O, dicho más radicalmente: la realidad se ha hecho una con el capitalismo[82]. El mundo del capitalismo globalizado, esté o no en crisis, agota hoy la totalidad de lo visible y proclama que no hay nada más que ver, que no hay nada escondido, que no hay otra imagen posible. Esto es lo que hay, nos dice.
Es una nueva forma de gestionar lo invisible: si en otras épocas lo invisible era patrimonio de las religiones, cuyos dogmas establecían de qué estaba «hecho» y quién establecía su ley, hoy el capitalismo global cancela toda invisibilidad, todo no-saber, en favor de su única verdad presente. El mundo, convertido en imagen, sintetiza esta verdad. Por eso deja de ser aquello que hay entre nosotros, aquello que hacemos y que transformamos colectivamente, para convertirse en algo que se nos ofrece pero sólo para ser mirado y acatado. Como escribe Susan Buck-Morss desarrollando la idea de Heidegger: «El mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido. Empobrecida, oscura, superficial, esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia compartida. No compartimos el mundo de otro modo»[83].