Desapropiar la cultura no significa ponerla fuera del sistema económico ni mucho menos defender una idea purista de cultura, un idealismo opuesto a cualquier tipo de materialidad. Todo lo contrario: desapropiar la cultura significa arrancarla de sus «lugares propios», que la aíslan, la codifican y la neutralizan, para implicarla de lleno en la realidad en la que está inscrita. Por un lado, se trata de desapropiarla del sistema de marcas que la patentan, que la identifican y que le asignan un valor que le es ajeno. Son marcas corporativas, pero también auto-res-marca y países, naciones o ciudades-marca. Por otro lado, se trata también de arrancarla de una determinada distribución de disciplinas (música, teatro, literatura, educación, etc.), roles (creador, productor, crítico, espectador, etc.), relaciones (autor, propietario, consumidor, etc.) y lugares (escena, aula, librería, etc.), que dibujan el mapa que reconocemos como «mundo de la cultura» y que nos permite ubicarnos en él. No basta con fusionar, con mezclar disciplinas, con intercambiar roles. Ni siquiera basta con activar al espectador-consumidor-ciudadano o con proponer nuevas definiciones del trabajador cualificado como la de «clase creativa»[57].
Desapropiar la cultura es devolver a la idea de creación su verdadera fuerza. Crear no es producir. Es ir más allá de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que vemos. Crear es exponerse. Crear es abrir los posibles. En este sentido, la creación depende de una confianza en lo común. Esta confianza no pasa necesariamente por prácticas colectivas, a menudo depende de riesgos asumidos en solitario. Pero toda creación apela a un nosotros aún no disponible y a la vez existente. Este nosotros ya no define un sector productivo, ni un perfil de público, ni una identidad nacional. En este nosotros ya no está cada uno, solo con sus opciones, debidamente atendido por la rica y variada oferta cultural. Tampoco la suma de aquellos que nos reconocemos como iguales en nuestros gustos o en nuestros rasgos étnicos o lingüísticos. Es un nosotros anónimo y potencial en el que puede aparecer cualquiera. No hay nada puramente estético en la creación. Es una condición política del ser humano en tanto que define y decide su vida con otros. Una política cultural verdadera debe contribuir a devolvernos esta facultad. Por eso una política cultural verdadera debe hoy poner en cuestión la idea misma que tenemos de la cultura y sus formas de representación. En concreto, se trata de proponer una idea de la cultura que vaya, más allá de la tiranía de la visibilidad, de la trampa de la actividad y de la idea misma de cultura como algo a defender o a preservar.
La cultura, como esfera, define antes que nada un espacio de visibilidad. Establece qué nombres propios y qué propuestas están o cuentan. Es decir, determina quiénes son los interlocutores válidos a través de los perfiles, expectativas y criterios de evaluación que permiten acceder a la visibilidad. Todo lo demás es condenado a no existir. La visibilidad que hoy cuenta, no es sólo la presencia mediática. Es directamente institucional. Ser artista es hoy ganar convocatorias y presentar solicitudes que le acrediten a uno como tal. Ser arquitecto es ganar concursos, aunque los edificios no lleguen a construirse. Ser investigador es ganar las convocatorias de investigación del Ministerio o de cualquier otra entidad pública o privada que se atribuye el rol de otorgar esa condición a quienes aspiran a ella.
Lo importante es que todo espacio de visibilidad es un espacio de reconocimiento y de control y que lo que hoy entendemos por cultura se articula como tal de manera implacable. Pero ¿qué ocurre con lo que no se ve? ¿Qué ocurre con lo que no responde a los perfiles predeterminados y a sus correspondientes casillas? ¿Qué hacer de lo que no «cabe» en ellas o de lo que se pone en fuga, deliberadamente, respecto a toda forma de representabilidad? No se trata de abrir, como buen gestor, un segmento más de mercado, o de dar cabida, en una actitud entre morbosa y caritativa, a lo alternativo. Abrir los posibles no es yuxtaponer diferencias sino asumir que no todo lo que está se ve y que no todos aquellos con quienes contamos pueden ser contados. Que no podemos verlo todo, ni queremos hacerlo. Que es importante el saber, pero más aún lo que no sabemos. Que renunciamos al control, a la identificación, a la claridad de los perfiles, de los lugares, de las geografías, de los índices de referencia… Y no porque no podamos alcanzar su claridad, sino porque los límites que imponen no recogen la fuerza del anonimato[58] ni la riqueza de lo que ocurre, sino todo lo contrario: la despedazan y la ahogan. Dice M. A. Hernández, refiriéndose al arte contemporáneo global: «Este espacio-tiempo será irrepresentable, conflictivo y no visible del todo»[59]. Así será y así nos corresponde reivindicarlo, experimentarlo, pensarlo. Para ello será necesario ejercitar también nuestros ojos, aprender a mirarnos de otra manera. Frente a la visión focalizada que ha dominado la cultura occidental, y que destaca por su capacidad de seleccionar, aislar, identificar y totalizar, necesitamos desarrollar una visión periférica. No es una visión panorámica o de conjunto. Es la que tienen los ojos del cuerpo, inscritos en un mundo que no alcanzan a ver y que necesariamente comparten con otros, aunque sea desde el desacuerdo y el conflicto.
En continuidad con lo anterior, la cultura no sólo define un espacio de visibilidad, sino que se propone como un estado de permanente actividad. En los últimos años, la primacía del producto o de la obra ha dejado paso a la atención a los procesos, ya sean educativos o creativos. Pero la actividad es lo que sigue rigiendo el sentido de toda propuesta cultural. Programar, convocar, encontrarse, exponer, publicar, comunicarse… Lo importante es no parar, poder justificar una permanente actividad. De la misma manera que los currícula no admiten tiempos vacíos, también para la vida cultural cualquier período de «inactividad» es un punto en contra. La actividad se convierte así en una trampa en la que sigue imperando el ritmo de la productividad. ¿Qué se hace cuando no se está activo? ¿Qué ocurre cuando «no se hace nada»? Es necesario ir más allá del dictado de la actividad, hacia un concepto más amplio de acción que incluya la inactividad, los tiempos muertos, los impasses, los desvíos, los errores, el cansancio, la desorientación, la necesidad de volver a pensarlo todo. No sólo para evitar el rápido agotamiento al que es sometida hoy cualquier propuesta cultural, creativa o académica, sino sobre todo porque en la trampa de la actividad lo que es sacrificado es el tiempo y el espacio imprescindibles para poder hacernos la pregunta por el sentido. ¿Por qué hacer algo? ¿Para quién? ¿Con qué idea? Estas preguntas se escamotean hoy en el apartado de «objetivos» de cualquier proyecto. Pero ¿realmente nos damos el tiempo y las condiciones para pensarlas a fondo y para atravesar las crisis que se abren en nuestros propósitos y en nuestros contextos? No poder hacerlo condena a la creación a un activismo sin sentido en el que las ideas no pesan nada ni dejan ningún rastro. Sólo circulan, flotando en la insignificancia, para hacer viable el consumo continuo de proyectos. Experimentar y compartir el sentido de una idea, exponerse a su fracaso o atreverse a hacerla funcionar sin controlar sus consecuencias, es hoy una labor de resistencia.
Todo esto nos lleva a poner en cuestión, finalmente, la idea misma de cultura y sus formas tanto de representación como de legitimación. ¿De qué puede servirnos hoy la idea de cultura? ¿Es posible darle un nuevo valor, cuando como decíamos se ha convertido en el principal instrumento del nuevo capitalismo? Adorno y Horkheimer sentenciaron su crítica de la cultura con las siguientes palabras: «Hablar de cultura ha estado siempre contra la cultura. El denominador común “cultura” ya contiene virtualmente la captación, la catalogación y la clasificación que entregan a la cultura en manos de la administración»[60]. Una relación entre política y cultura que tenga interés, incluso si las instituciones públicas quieren tomar parte en ella, tiene que dirigirse, aún hoy, contra una idea administrada y sectorializada de la cultura.