A lo largo del invierno y primavera de 2011 la revolución ha dejado de ser un tema histórico o un sueño utópico para volver a llenar titulares, mapas, cronologías y consignas a un lado y otro del Mediterráneo. Así, la revolución súbitamente ha dejado de ser una posibilidad perdida o una posibilidad imposible. Sin que nadie pueda predecir ni programar el futuro, la idea de revolución se levanta extrañamente de nuevo como una posibilidad que nos obliga a pensar contra los posibles que conocemos, contra los posibles de que disponemos y que nos aprisionan.
Las derrotas históricas y los callejones sin salida del siglo XX nos acostumbraron a pensar la revolución como una realidad históricamente clausurada, ajena a nuestro presente. Así, la revolución parecía convertirse en un asunto propio de estudiosos o de soñadores. Pero la revolución no es sólo un acontecimiento histórico. Es un problema del pensamiento, es una idea que se impone como necesaria cuando se entreabre su mera posibilidad. Kant analizaba en estos términos las consecuencias de la revolución francesa: más allá de sus éxitos o fracasos históricos, la revolución, como posibilidad real, cambia la percepción que la humanidad tiene de sí misma. Este cambio de percepción es una interpelación hacia el progreso moral, para Kant. Nosotros podríamos decir que es una interpelación hacia la afirmación, aquí y ahora, de una vida digna que nos concierne a todos, más allá incluso de toda idea de desarrollo histórico o teleológico. En este sentido, la idea de revolución no apela a una utopía sino que es un problema del pensamiento que se encama en las posibilidades de vida concretas de cada uno de nosotros, cuando no se aceptan como dadas.
Pero ¿qué es lo que la idea de revolución pone en juego y en qué sentido afecta a cada una de nuestras vidas concretas? Dice Marx en La ideología alemana, [la revolución consiste en] «la apropiación de la totalidad de las fuerzas productivas por parte de los individuos asociados» (…) «que adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación»[38]. Por tanto, según Marx la revolución es la aparición de un nosotros (los «individuos asociados») que se apropia de sus fuerzas productivas. Para Marx, las fuerzas productivas no son sólo las máquinas y la dirección de las fábricas sino básicamente las capacidades expropiadas de cada uno de los trabajadores, de cada uno de los hombres y las mujeres que, viviendo y trabajando, construyen y transforman su propio mundo. Es decir: la revolución tiene que ver con un nosotros que se reapropia de su capacidad de hacer y de cambiar el mundo. Un nosotros, por tanto, que toma el poder entendido como un poder hacer («las capacidades»); un nosotros que se apodera así de sus posibilidades, de su situación y de su libertad, y que entiende que esta apropiación es inseparable del destino y de la dignidad de los otros («los individuos adquieren la libertad asociándose»).
De aquí se desprenden dos ideas importantes: la primera, es que toda revolución apunta a un nosotros que no estaba disponible previamente sino que emerge con ella. Lo decía Camus en El hombre rebelde: hasta en la revuelta más solitaria hay la instancia de un nosotros. La segunda idea es que si la revolución abre los posibles y anuncia un mundo distinto es porque presupone un mundo común que el poder niega, separa, destruye y privatiza. Éste es el verdadero sentido de la idea de «otro mundo». El nosotros revolucionario es el que puede decir «no» al poder que lo oprime desde el descubrimiento de su coimplicación con los otros y con las realidades naturales y artificiales que compartimos. El punto de arranque de la verdad revolucionaria no es un ideal de futuro, descontextualizado y abstracto, sino esa certeza previa de la que partíamos: «La certeza injustificable en un mundo que nos sea común es para nosotros la base de la verdad»[39].
Por tanto, lo que está en juego en la idea de revolución, no en su ideal, es la posibilidad de un nosotros como poder hacer que se enfrenta al poder sobre. Este nosotros es la «verdad por hacer» de la revolución. «Por hacer» no indica un futuro, sino una exigencia, un problema no resuelto, una tensión revolucionaria que no ha dejado de formar parte de nuestra historia y que nos interpela cada día desde cada una de las situaciones concretas que nuestras vidas soportan.
Esta exigencia revolucionaria es interna a la modernidad y a la vez la desborda y la cuestiona. La modernidad es revolucionaria porque abre esta posibilidad cuando hace saltar el orden sagrado y el linaje natural que aseguraban el orden del mundo y de las comunidades humanas. Pero a la vez, la modernidad es contrarrevolucionaria porque cierra esta posibilidad reinventando el orden social desde la figura del individuo propietario (propietario de sus bienes, de su identidad, de su privacidad de su libertad). Este individuo propietario es el que está capacitado para asumir libremente un pacto social, un contrato que lo inscribe y a la vez lo somete a la sociedad. Hay que tener en cuenta, en este sentido, la interpretación que hace Antonio Negri de las dos modernidades: la modernidad de la singularidad, lo común y la revolución frente a la modernidad que se construye entorno a las nociones de identidad, propiedad y soberanía.
Estas dos lógicas de la modernidad, revolucionaria y contrarrevolucionaria, están en continua batalla y nos proyectan más allá de la modernidad misma como espacio político. Nuestra actualidad es, seguramente, uno de los momentos álgidos de la contrarrevolución: un desierto violento en el que toda experiencia del nosotros que atente contra los posibles previstos y legitimados se encuentra radicalmente desubicada, puesta fuera de lugar o directamente destruida. Por eso es también, quizá, el momento en el que reaparece con fuerza la idea de revolución y su necesidad, que es la necesidad de reinventarla. Reinventarla significa atreverse a ir más allá de toda domesticación literaria y académica de la idea de revolución. La exigencia de pensar contra, fuera o al margen de los posibles que conocemos y que organizan nuestro mundo exige que seamos también capaces de hacerlo con honestidad histórica y personal. Es muy posible que la idea de revolución nos conduzca hoy a tener que pensarnos y vivirnos desde prácticas individuales y colectivas que poco tengan que ver con las que la tradición revolucionaria ha conocido. El peso y la complejidad de nuestro mundo común exige que así sea.
Hay que asumir con humildad y con radicalidad la dificultad de pensar hoy lo posible contra lo posible. Estamos en un impasse marcado por la inquietud. No tenemos a la vista un gran movimiento revolucionario, pero sí estamos experimentando con nuevas formas de expresión y de organización que desplazan y ensanchan los límites de lo vivible. A pesar del dictado férreo de los mercados, que actualmente puede pasar incluso por encima de las formas más asentadas de la soberanía política, el triunfo de la violencia capitalista sobre nuestras vidas nunca es total porque tiene que afirmarse, una y otra vez, contra cada uno nosotros, o bien convirtiéndonos en sus cómplices o bien destruyéndonos y marginalizándonos. El sistema no funciona, triunfa porque se impone. Por eso la actual crisis no es una disfunción ni una excepción. Es la ofensiva de un sistema de poder que para afirmarse no puede dejar de combatirnos.
Vivimos, decíamos, en un mundo en guerra, en un sistema en crisis y en un planeta al borde de la devastación. En un mundo así, experimentamos con temor el hecho de tener la vida en manos de los demás. Por eso crece la histeria defensiva, tanto en el plano individual como en el colectivo. La involución contrarrevolucionaria actual está alimentada por el miedo que nos inoculan todas estas amenazas. Pero como en mayo de 2011 gritaron las plazas de toda España, «hemos perdido el miedo». Lo estamos perdiendo todo, todo lo que creíamos tener, pero con ello también perdemos el miedo. La voz de un nosotros se abre paso, presintiendo esa posibilidad revolucionaria que altera los posibles conocidos.
Pero no tenemos traducción política para este presentimiento. Toda traducción en forma de propuesta parece pequeña, insuficiente, anclada aún en el terreno de lo conocido y ya inservible. Tenemos un problema de escala. Aquí está una de las grandes dificultades que hoy debemos enfrentar: dar un nuevo sentido a lo político en un escenario del que no tenemos las medidas. Necesitamos romper sus premisas y sus obviedades, desvincular la idea de revolución de los conceptos que han articulado el espacio moderno de la política, basados en la teleología histórica, la soberanía, la figura del ciudadano y su participación democrática en el espacio público. Esto implica exponernos a lo que no sabemos, atravesar una dolorosa crisis de palabras[40], que hoy se impone como necesaria. Esta crisis de palabras ha abierto una grieta tremenda en el ámbito del pensamiento crítico y en sus distintos medios y lenguajes. La creciente productividad académica y cultural, que ha amparado y alimentado a los «teóricos críticos» de las últimas décadas, nos oculta las dimensiones de esta grieta y nos permite olvidarla. Pero el abismo es profundo y sin agarraderos fáciles. No disponemos de instancias críticas que nos sostengan y que nos sitúen fácilmente. Hoy nos es difícil, quizá por suerte, jugar al Quién es quién de las politizaciones. Pero lo que estamos descubriendo y ensayando en los últimos tiempos es que no por ello tenemos menos convicción. La convicción es íntima y personal pero nos conecta con un nosotros que no necesita de identidades, un nosotros compuesto de múltiples anonimatos, de palabras que no siempre dicen lo que queremos y de cuerpos que hacen cosas que no sabemos decir. La crítica, hoy, rehuye la trampa de las ideologías. Se encarna en un magma irreductible de vidas que no se resignan, que saben «que la vida sea sólo eso, no puede ser»[41].