Pensar desde la coimplicación

Si la ideología neoliberal de la primera globalización proclamó sin sonrojo la realización de la utopía planetaria, entrado ya el siglo XXI la globalización feliz ha mostrado su violencia y se nos ofrece ahora como un mundo en guerra, un sistema en crisis y un planeta permanentemente al borde de la catástrofe medioambiental. El mundo se ha hecho demasiado pequeño para vivir todos en él y demasiado grande para cambiarlo. Bajo estas condiciones, la interdependencia se muestra a la luz del día, pero su evidencia es la de de una imposición, la de una situación común impuesta y peligrosa. «We are the world», decía la canción. El mundo somos nosotros. Y «no tenemos más sentido porque somos nosotros mismos el sentido, enteramente, sin reserva, infinitamente, sin otro sentido que nosotros», añadiría J. L. Nancy[25]. Este nosotros desnudo en su interdependencia forzosa, sin más sentido que ésta, es el punto de partida para poder experimentar de nuevo, en el mundo occidental, la posibilidad de decir nosotros y de hacerlo, aunque parezca contradictorio, con una fuerza emancipadora capaz de retomar el ideal igualitario de la modernidad desde un nuevo concepto de libertad. Para ello es necesario ir más allá de la ficción del contrato, más allá de la excepcionalidad del antagonismo y más allá del juego recursivo de las identidades. Más allá quizá quiera decir más acá: hundirnos en la experiencia de la guerra, de la crisis, de la destrucción del planeta y repensar desde ahí qué significa ser un nosotros.

Es lo que hace Judith Butler tras el 11-S y la consiguiente respuesta bélica de Estados Unidos sobre Afganistán e Irak. La guerra, directa o indirecta, vivida de cerca o de lejos, divide el nosotros entre aquellas vidas que pueden ser lloradas, las de los nuestros, y las que no. Éste es el punto de partida de la reflexión de Butler y de su búsqueda de una concepción del nosotros que nos permita ir más allá. Ante el argumento de la guerra como estrategia de supervivencia, la respuesta de Butler es clara: «nuestra supervivencia depende no de la vigilancia y defensa de una frontera, sino de reconocer nuestra estrecha relación con los demás»[26]. La permeabilidad de la frontera, incluso su abandono si fuera necesario, es la garantía tanto de la supervivencia como de la identidad. Esta afirmación se apoya en una ontología del cuerpo: el cuerpo no es una forma, la demarcación de un límite, un organismo o una unidad, sino que el cuerpo «está fuera de sí mismo, en el mundo de los demás, en un espacio tiempo que no controla, y no sólo existe como vector de estas relaciones, sino también como tal vector. En este sentido, el cuerpo no se pertenece a sí mismo»[27]. Todos vivimos en la precariedad generalizada porque esta precariedad es la condición misma del cuerpo que somos. No hay defensa posible ante tal precariedad, sino únicamente construir en ella una vida común. En este sentido, todos somos unas vidas precarias[28]. Pero precarias significa precisamente insuficientes en el sentido de que no se bastan a sí mismas, que se necesitan unas a otras, «que el sujeto que yo soy está ligado al sujeto que no soy»[29]. Ésta es la verdad del cuerpo, de su vida inacabada, ilimitable, expuesta: «Esta disposición del nosotros por fuera de nosotros parece ser una consecuencia de la vida del cuerpo, de su vulnerabilidad y de su exposición»[30].

En el contexto histórico de otra guerra, llamada entonces «mundial» pero también global, Merleau-Ponty puso las bases de esta ontología del cuerpo como ontología del nosotros. Desde la propuesta de un nuevo cogito para la filosofía, la afirmación «soy un cuerpo» vino a desterrar las aporías de la filosofía de la conciencia a la hora de pensar la relación con el otro y la experiencia fundamental del nosotros. Merleau-Ponty aborda la tesis hegeliana y fenomenológica de que la subjetividad es ya intersubjetiva y muestra cómo tanto la dialéctica (Hegel y Sartre) como la filosofía trascendental (Husserl y Heidegger) son en realidad una vía muerta. La filosofía no podrá explicar nunca la existencia del «otro ante mí». Ésta es la ficción que, queriendo salvaguardar la unidad y la autosuficiencia del sujeto, lo ha encerrado en su soledad. Para Merleau-Ponty no se trata de la soledad epistemológica del solipsismo, sino de la imposibilidad de explicar la «situación» y la «acción común»[31]. Desde el sujeto que es un cuerpo, es decir, no una conciencia separada sino un nudo de significaciones vivas enlazado a cierto mundo, no se trata de explicar mi acceso al otro sino nuestra coimplicación en un mundo común. No se trata, por tanto, de explicar la relación entre individuos, sino la imposibilidad de ser sólo un individuo. Ésta es la condición para poder descubrirse en situación, es decir, para reaprender a ver el mundo ya no desde la mirada frontal y focalizada del individuo sino desde la excentricidad inapropiable, anónima, de la vida compartida. Ésta es, para Merleau-Ponty, la mirada revolucionaria de un nosotros que ya no se piensa como un sujeto colectivo sino como la dimensión común de los hombres y mujeres singulares en el mundo y con el mundo. Desde ahí, «nosotros» no es un pronombre personal, sino un sentido de lo común que va más allá de la relación entre personas recortadas sobre el fondo negado de sus vínculos con el mundo, con las cosas, con los sentidos impersonales, anónimos, inapropiables que componen nuestra vida material y simbólica. Por eso el sentido de «nosotros» no es tampoco el de un simple sujeto plural, computable en una suma de «yoes»: poner el yo en plural nos hace entrar en el mundo, o hace entrar el mundo en nosotros. Del yo al nosotros no hay una suma, sino una operación de coimplicación.

La violencia del mundo global actual no parece prometer nada bueno. Vivimos el nosotros bajo el signo de la catástrofe. Por eso aumenta el deseo de inmunidad, de separación, el miedo al otro y al contagio. El miedo a ser tocados del que ya hablaba Elias Canetti en Masa y poder. Pero por otra parte, no es posible escapar del nosotros.

La interdependencia forzada de nuestros cuerpos de la que habla Butler, nos invita a reaprendernos en tanto que nosotros. Nuestra libertad, la irreductibilidad que anida en cada unos de nosotros, depende hoy de que sepamos conquistar, juntos, la vulnerabilidad de nuestros cuerpos expuestos, la precariedad generalizada de nuestras vidas. No queda espacio para la ficción omnipotente de la autosuficiencia, para la libertad autoadjudicada y expropiadora del individuo propietario. Como ya había visto Kropotkin en sus exploraciones en el desierto siberianio, los seres capaces de cooperar, de ayudarse mutuamente, de embarcarse en una lucha en común por la existencia, son los más aptos. «Las hormigas y las termitas repudiaron de este modo la “guerra hobbesiana” y salieron ganando»[32]. Estas palabras no son, hoy, una expresión utópica o de buena fe. Expresan un deseo y una necesidad urgentes que muchas voces en el planeta ya han hecho suyas, renovando el espíritu y el lenguaje de un anarquismo cooperativo que no necesita ser ideologizado. El repudio a la guerra hobbesiana se expresa en el gran «No» que alienta muchas de las revueltas, grandes o pequeñas, efímeras o duraderas, que emergen hoy en día en múltiples e inesperadas partes del mundo. Pero este mismo repudio se expresa también en las innumerables prácticas colaborativas que sostienen la vida, el trabajo y la creación de un número creciente de personas tanto en los países más pobres como, de manera más novedosa, en las sociedades desarrolladas. Lo que en términos filosóficos analizábamos como el fin de fantasía omnipotente, se vive de forma concreta en la puesta en práctica, cada vez más extendida, de formas de cooperación social que encarnan esta imposibilidad de ser sólo un individuo. La experimentación con nuevas (o viejas) formas de colaboración y la reivindicación de conceptos marginados como el de procomún o «commons» expresa de forma inequívoca los límites de la identificación violenta entre individuo, propiedad y libertad. No son límites conceptuales: plantean una nueva valoración de los límites de lo vivible y dan cuerpo a nuevos modos de ensancharlos.