En el convulso siglo XIX, en el movimiento abismal en el que se desencadenaron tanto las revoluciones políticas como la revolución industrial, Hegel propuso pensar el reconocimiento como un acto mediante el cual los individuos disociados y enfrentados caminaban en su formación hacia la intersubjetividad plena, hacia la comunidad reconciliada del Espíritu, en la que el yo es un nosotros y el nosotros es un yo. El reconocimiento, tal como lo analiza Hegel en la Fenomenología del espíritu, rompe el espejismo de la primacía del individuo sobre la comunidad. Sólo en la comunidad reconciliada, en la que los individuos en lucha se han entregado, se han perdonado y han acogido la diferencia absoluta, puede el individuo ser uno mismo plenamente. La intersubjetividad es la verdad contenida en la pluralidad de las conciencias que el camino del Espíritu va a desplegar. Sólo es posterior desde el punto de vista de la historia, pero no desde el punto de vista del concepto. Desde ahí, cada uno es él mismo y ya es otro y ningún individuo se termina en su entidad, en su propia piel. Cada uno está enlazado con el que está a su lado en el seno de la universalidad. El reconocimiento propone una experiencia del nosotros como una experiencia dialéctica, hoy diríamos dialógica[23], de la identidad.
Dos siglos después, la idea de reconocimiento ha adquirido una gran relevancia ética y política, porque ofrece un lugar desde donde responder a una doble insuficiencia: en primer lugar, a la insuficiencia del «yo desencamado» del ciudadano-consumidor entronizado tanto por el contractualismo como por el liberalismo. La abstracción que da carta de existencia universal al ciudadano-consumidor pasa por relegar todas las determinaciones culturales, de raza, de género, etc. a meros complementos circunstanciales, a meros adornos particulares. Pero ¿qué pasa cuando estas circunstancias son el campo de batalla de conflictos y de nuevas formas de exclusión? Cada una de estas determinaciones vuelve bajo la forma de un nosotros que afirma su identidad. En segundo lugar, la lucha por el reconocimiento es también una respuesta a la insuficiencia del proletariado como sujeto colectivo, portador de un nosotros emancipado. La centralidad del obrero industrial, blanco y masculino en la concepción marxista de la explotación y de su superación deja en la sombra muchas otras experiencias de la opresión: mujeres, negros, homosexuales, minorías étnicas y culturales, etc. que encuentran en la reivindicación del reconocimiento de su identidad un espacio para la lucha bajo un horizonte ampliado de la justicia social. A ellos habría que añadir las múltiples formas que hoy toma la explotación por el trabajo y que ya no componen una clase homogénea ni capaz, por tanto, de una autoconciencia: la precarización de las relaciones laborales y la expulsión de múltiples formas de vida de la esfera misma del trabajo (parados sin retorno posible, inmigrantes irregulares, mayores, jóvenes que ni siquiera pueden empezar a trabajar, etc.).
Ante estos retos, la lógica del reconocimiento ofrece un espacio para pensar la relación yo-otro, nosotros-ellos, es decir, para hacer experiencia de la intersubjetividad y de la comunidad a partir del enfrentamiento, como esencia fundamental del ser humano. Hegel contaba con la perspectiva teológica del perdón y la reconciliación como realización final del reconocimiento. Desde nuestra perspectiva postmoderna, no hay reconciliación, sino un espacio cada vez más violento para la afirmación y la negación de las identidades. La reciprocidad se encalla en la guerra. El reconocimiento se establece sobre el escenario de una lucha, también lo dejó escrito Hegel. Una lucha que se basa, principalmente, en el deseo de aniquilar al otro. Nuestro mundo difícilmente consigue ir más allá de la repetición cada vez más cruenta de esa escena de la Fenomenología, sin llegar, sin embargo, a su solución final. La lucha por el reconocimiento sin teleología conduce, o bien a la guerra permanente, o bien a su neutralización mediante el respeto y la tolerancia como formas socializadas de la indiferencia.
La lógica del reconocimiento tiene la virtud de entender la igualdad desde la pluralidad y de incorporar el nosotros al yo. Pero para ello necesita hacer de la identidad la clave de «interpretación que hace una persona de quién es y de sus características definitorias fundamentales como ser humano»[24]. La interdependencia, de la que ya hablaba Hegel, es reconducida a la idea de intersubjetividad y la intersubjetividad al diálogo, más o menos violento, más o menos indiferente, entre identidades.
Pero lo que está claro, hoy más que nunca en el mundo global, es que nuestra interdependencia no se da únicamente en el plano de la construcción dialógica de nuestras identidades. Se da a un nivel mucho más básico, mucho más continuo, mucho menos consciente: se da al nivel de nuestros cuerpos. Hoy ya no es posible hacer ver que no vivimos en manos de los otros, ya no es posible encerrar las relaciones de dependencia en el espacio opaco de la domesticidad. Si la conciencia puede entrar en relaciones dialógicas de reconocimiento, el cuerpo, en virtud de su finitud, está ya siempre inscrito en relaciones de continuidad. No le hace falta hacer presente al otro, frente a frente, para reconocerle. En la vida corporal, el otro está ya siempre inscrito en mi mismo mundo.