La escisión del sujeto antagonista

Que el individuo propietario no es un universal intemporal sino una figura social e histórica del mundo moderno burgués destinada a no sostenerse por mucho tiempo es algo que ya sabía la clase obrera desde mediados del siglo XIX. La sociedad tenía otra dinámica que la que aparentaba tener según la doctrina del contrato y Marx, bajo el influjo cruzado de Hegel y de Darwin, supo darle un nombre y un horizonte: la lucha de clases, bajo el horizonte de la revolución proletaria. Las revoluciones europeas del siglo XIX supieron, así, desnaturalizar el antagonismo, insertarlo en lo social y darle un sentido histórico y emancipador. Para ello tuvieron que dar un sentido nuevo al «nosotros».

La afirmación de Marx de que la sociedad se funda en la oposición de clases y de que toda la historia hasta hoy es una historia de lucha de clases rompe el espejismo de la neutralización de los antagonismos en el artificio del contrato social. El antagonismo no es el afuera (natural) de la sociedad. Es su fundamento y su motor. ¿Cuándo deja de ser un todos contra todos? Cuando el antagonismo toma la forma de la lucha de clases, cuando un nosotros más o menos consciente emerge de la propia lucha de una clase oprimida contra una clase opresora. Sin caer en las trampas del liberalismo, que ve el mundo social como un conflicto de intereses, Marx muestra bien el sentido revolucionario, radicalmente transformador, del concepto de clase que surge de las luchas proletarias. Lo hace por medio de un doble desplazamiento que rompe la evidencia burguesa que unía los conceptos de libertad y de propiedad. Por un lado, Marx invierte la idea burguesa de libertad, cuando afirma que quienes son libres, en el capitalismo, no son los propietarios sino quienes no tienen nada (más que sus cadenas…). «El proletariado carece de bienes (…) Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás»[16]. El proletariado es libre porque no teniendo nada puede luchar, puede cooperar, puede transformar el mundo colectivamente. Este es el sentido revolucionario de la libertad: un sentido de la autonomía que no pasa por la defensa y protección del individuo sino por su desarrollo como ser social: «los individuos adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación»[17]. La idea de libertad se vincula así, de manera inseparable, a la de una igualdad de principio, que es potencialidad abierta, y se universaliza a través del horizonte de una sociedad sin clases. Por otro lado, Marx desenmascara que detrás de la idea de propiedad como bien individual hay siempre un proceso de expropiación: el capital no es ninguna «cosa» que se pueda poseer individualmente sino que es ya, por definición, un «producto colectivo que no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal sino una potencia social»[18]. La propiedad no es un atributo del yo, sino que es riqueza social. Su relación con la libertad pasa por la necesidad de reapropiarse de esta riqueza; pasa, por tanto, por la revolución.

El nosotros proletario es esta relación dialéctica entre el no tener nada o ser sin propiedad («eigentumlos») y el ser productividad, creatividad, potencia colectiva; entre el principio vacío de la igualdad y el principio lleno y múltiple de la riqueza colectiva. Por eso es a la vez un nosotros universal y un nosotros concreto, una potencia y una realidad. Y por eso su existencia misma es ya un ataque a la propiedad privada como captura de la libertad y de la riqueza social.

Estos dos principios, afirmativo y negativo, que Marx mantiene unidos en su dialéctica de corte historicista, tenderán a separarse en la filosofía heredera del marxismo en la segunda mitad del siglo XX. Con la derrota histórica de las grandes revoluciones del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, el movimiento de la historia queda descabezado de teleología. Sin promesa de reconciliación final, la dialéctica se desarticula y sus dimensiones afirmativa y negativa se desacoplan. Esto significa, en primer lugar, que el signo de los acontecimientos se polariza: o bien son afirmativos (creación de redes, de relaciones, de espacios, lenguajes y diferencias…) o bien son negativos (rechazo, desafecto, sabotaje, silencio). Se hace difícil establecer el tránsito entre unos y otros. La dimensión negativa de la interrupción del orden y la dimensión afirmativa de la creatividad social se experimentan hoy como dos opciones políticas, como dos maneras de pensar el nosotros que ya no se implican mutuamente sino que se ofrecen como momentos separados, intermitentes, paradójicos, incluso excluyentes. Entre las propuestas filosóficas crecientes, los dos exponentes más evidentes de esta doble dirección del nosotros antagonista son, por un lado, la política del «desacuerdo» o «litigio» de Jacques Rancière y, por otro, la política de la multitud de Antonio Negri.

Jacques Rancière parte de la idea marxiana de que el proletariado es la clase de la sociedad que no es una clase, la clase de los que no tienen nada propio, para desarrollar a partir de ahí una experiencia de la igualdad como potencia de desclasificación. La política es un accidente, un intervalo, una interrupción que suspende un determinado reparto de lo común a causa de la irrupción de una palabra que no cabe en ella, que no puede ser escuchada en ese mundo. Es la palabra de los sin-parte, es decir, la palabra de un nosotros sin atributos, sin título para hablar ni capacidad que le sea propia. Los sin-parte, los que no tienen nada reconocible, ningún interés propio que defender, sólo pueden apropiarse de lo que es común: la igualdad de las inteligencias como potencias aún incumplidas y no codificadas. El nosotros que nace del antagonismo, como expresión de este desacuerdo que suspende el mundo conocido, es entonces un nosotros que se construye por desidentificación, por sustracción a la naturalidad del lugar y a la adjudicación de roles, bienes, recursos o capacidades. La política que corresponde a este sentido del nosotros litigante, desclasificador, sólo puede ser una política como intervalo, un «entre» abierto entre dos identidades que interrumpe el tiempo de la dominación. El nosotros de la igualdad es así un nosotros insostenible, una práctica democrática accidental, utópica y atópica a la vez. Quizá por eso Rancière ha dedicado cada vez más atención al mundo del arte, donde estas interrupciones son pensables como intervenciones artísticas, como desviaciones siempre inacabadas de las formas de representar y de reconocer la realidad.

Antonio Negri, por su parte, lleva la otra cara del nosotros marxiano hasta sus últimas consecuencias. La multitud es la creatividad expansiva del trabajo vivo. Desde ahí, Negri borra toda negatividad (ni ruptura ni carencia) en el nosotros, que sólo puede ser expresión de la multidireccionalidad siempre singular del ser productivo. La multitud es así un sujeto absoluto pero nunca totalizable, una fuerza de expropiación no negativa sino excesiva, «el nombre ontológico de lo lleno contra lo vacío»[19]. El nosotros son los muchos no reconducibles a lo uno, ni al uno del individuo, ni al uno del pueblo totalizado bajo una sola voluntad. Su vínculo esencial ya no es el contrato sino la cooperación: «La cooperación es en efecto la pulsación viviente y productiva de la multitudo. La cooperación es la articulación en la cual el infinito número de las singularidades se compone como esencia productiva de lo nuevo»[20]. Para el nosotros de la multitud, enfrentarse al poder, ejercer su antagonismo de clase, es trabajar, producir, crear cooperando. No hay distinción ni contradicción entre la actividad productiva del capital y la de la multitud. Una, que funciona como captura, construye el poder del Imperio; la otra, que se da siempre en éxodo, construye el poder de lo común. La multitud vive atrapada en la paradoja de la producción: cuanto más trabaja más se libera, cuanto más se libera, más se esclaviza, sin poder salir de este círculo sin fin, sin poder determinar dónde acaba la explotación y dónde empieza la autoexplotación. Quizá por eso Negri ha tenido que ampliar el círculo de la productividad laboral hacia la productividad ontológica del amor como potencia de colaboración social presuntamente ajena a la parasitación capitalista de las relaciones subjetivas.

Desde estas dos posiciones paradigmáticas y aún hoy interpeladoras, el nosotros se constituye, por tanto, a través de su potencia de interrupción o de desviación: en negativo, en la interrupción abierta por la fuerza de su palabra inescuchable, por su presencia impresentable, por su igualdad descalificadora de todos los atributos; en positivo, en la sustracción del trabajo y de la creatividad colectivos a la captura por parte del poder. En la interrupción, puede hacerse experiencia de la igualdad del cualquiera, incluso hacerla más densa en la amistad efímera de la revuelta. En la sustracción, puede hacerse experiencia de la cooperación abierta y liberar espacio-tiempos en los que producir y compartir la riqueza.

En un caso y en otro, ya sea en clave negativa o afirmativa, ya no estamos ante un nosotros abstracto o artificial, pero sí ante un nosotros improbable y excepcional. En la postmodernidad, la excepcionalidad revolucionaria se ha fractalizado, se ha infiltrado en la vida misma del capitalismo y de la democracia liberal burguesa, pero no deja de ser excepcional y la experiencia del nosotros queda encerrada en su milagrosa rareza. Por eso, el nosotros antagonista no aguanta el paso del tiempo, no puede durar. Queda atrapado en el tiempo del milagro, de lo raro, de la fiesta, del intervalo, del éxodo… Y en el día a día seguimos viviendo «sin nosotros», sin poder hacer experiencia alguna del nosotros. La experiencia del 15M, tal como se ha vivido en las ciudades de España a partir de mayo de 2011, se ha planteado como un intento de ir más allá de esta dicotomía: entre la toma de plazas y las asambleas de barrio, entre el «no nos representan» y el trabajo concreto de las comisiones, entre el sí y el no, entre la acción directa (cortes de calles, ocupación de casas, hospitales, etc.) y la elaboración de nuevas prácticas de cooperación social se intenta hilvanar una tensión viva, aunque muy frágil, entre lo excepcional y lo cotidiano, lo afirmativo y lo negativo, lo visible y lo invisible.