La sociedad occidental, tal como la conocemos, nace de una ficción calculada: el contrato social. A partir del siglo XVII, esta ficción sustenta el marco de comprensión y de legitimidad para el uso político de la palabra «nosotros». Si acudimos a los textos del contractualismo moderno, especialmente a Hobbes, ¿quién suscribe el contrato, cómo y para qué? Quien suscribe el contrato es cada uno de los individuos propietarios. Como propietarios de su propia persona[13], transfieren su poder y su voluntad al soberano para neutralizar la guerra entre sí. El contrato es, así, un ejercicio de sumisión y de obligación hacia el soberano, hacia la ley, que garantiza la igualdad y la libertad de los propietarios y protege el intercambio entre sí. El contrato, en tanto que operación entre individuos disociados, se da sobre la base del temor. Lo repetirá Hegel dos siglos después, aunque buscando otra salida: el drama de la intersubjetividad es el miedo a la muerte frente al otro. Neutralizando el miedo, el contrato lo consagra, porque el miedo es la base ineludible de los intercambios entre individuos posesivos y la razón de ser de la obligación política, de la construcción artificial de un nosotros abstracto y transcendente.
Desde ahí, el contrato, como expresión de la obligación política sobre la que se asienta la sociedad, tiene tres consecuencias fundamentales: la privatización de la existencia, la concepción del orden como inmunidad individual y la idea un nosotros articulado a partir de la relación de cada uno con el todo.
La privatización de la existencia no nace de la derrota del Estado y de lo público frente a la fuerza privatizadora del mercado, como se argumenta habitualmente, sino que hunde sus raíces en la construcción misma del Estado moderno. El Estado nace como comunidad de propietarios voluntariamente asociados. Por eso en él pueden convivir hasta hoy, aunque sea con tensiones, el liberalismo y el contractualismo en sus diversas versiones históricas. En realidad, se apoyan sobre un mismo fenómeno de privatización de la existencia, de la que Locke había dado su primera formulación: el individuo es un propietario, tanto de sus bienes como de su persona, de su conciencia y de sus relaciones. A partir de esta condición fundamental, se estructuran sus obligaciones y sus derechos y se dibuja el juego de distancias y de proximidades que articulan su inscripción en el mundo social. El Estado moderno, nacido de este contrato entre individuos autónomos, proyecta la vida del hombre hacia dos dimensiones fundamentales: la dimensión pública, en la que se alían la sumisión y el derecho como las dos caras de la ley, y la dimensión privada, en la que se preserva la libertad como atributo individual, ya sea la libertad del intercambio mercantil, ya sea la libertad de conciencia.
Tanto la dimensión pública como la dimensión privada que componen al individuo son el fruto de una misma abstracción privatizadora, que se da sobre una negación más profunda: la negación de los vínculos que enlazan cada vida singular con el mundo y con los demás. El individuo, definido a partir de esta negación, deja las relaciones de interdependencia debidamente encerradas en el oscuro espacio del hogar o tras los muros de instituciones específicamente diseñadas para su invisibilización, como el hospital u otras instituciones terapéuticas. Las relaciones de interdependencia no articulan lo privado sino lo doméstico y lo terapéutico. La verdadera contradicción de la vida moderna no se da, por tanto, entre la cara pública y la cara privada del individuo-ciudadano sino entre su autosuficiencia y su dependencia. El individuo propietario nace de la negación de su dependencia. Propiedad y libertad, bajo esta concepción del individuo, se refuerzan mutuamente. Y el contrato social, como obligación política asumida por voluntad propia, es la garantía de esta libertad.
De ahí surge, también, una concepción del orden común basado en la protección de cada una de nuestras propiedades: de nuestros bienes, de nuestras vidas, de nuestras cuotas individuales de libertad. Los individuos disociados se temen. Los individuos separados necesitan más y más seguridad. El urbanismo actual lo refleja sin lugar a dudas. Pero también nuestra concepción de la salud, de las relaciones personales, de la información, de la alimentación… La sociedad moderna no nace solamente del miedo a la agresión, a poder morir en manos de otro. Nace del miedo a ser tocados, del olvido de que hemos nacido y crecido en manos de otros, o más bien, de otras; y del horror a pensar que envejeceremos también en manos de otro, de otras. Mientras tanto, aseguramos nuestro espacio vital como un pequeño reino en el que la libertad se afirma como un atributo individual contra o sin los demás. Pero este reino es frágil porque es una invención, es el cálculo de una ficción que ha negado sus variables fundamentales. No dejamos nunca de vivir en manos de los demás. La interdependencia es forzosa. Desde esta afirmación, Judith Butler ha abordado en sus escritos de los últimos años, tras el atentado del 11-S en Nueva York[14], la necesidad de pensar el vínculo obligatorio entre los cuerpos como la condición para repensar hoy la comunidad. Se trata de sacar la interdependencia de la oscuridad de las casas, de la condena de lo doméstico, y ponerla como suelo de nuestra vida común, de nuestra mutua protección y de nuestra experiencia del nosotros.
Por todo lo que hemos visto, el contrato, como ficción fundadora de la sociedad, no crea ningún nosotros. Por eso el liberalismo es el verdadero corazón, la verdad más transparente, de la sociedad moderna. El contrato sólo crea un espacio de relación regulada de cada uno con el todo que, o bien asegura al yo o bien acaba afirmando el todo. Pero sin propiedad, el individuo no puede hacer valer su libertad, esto nos lo había enseñado la teoría del contrato social. Quizá por eso actualmente entran de nuevo en escena las dos contrafiguras de la sociedad moderna: el individuo asocial, amenazante y peligroso (desde el terrorista enloquecido al especulador insaciable) y la comunidad de pertenencia cerrada, construida como un refugio defensivo y ofensivo sobre la dualidad nosotros/ellos. A partir de estas dos figuras, se está gestando una nueva «geografía de la furia»[15], que con la crisis económica iniciada en 2008 se extiende y se intensifica en lugares que parecían blindados, «inmunes» al peligro de este tipo de contagios. Pero al mismo tiempo se empieza a dibujar también el mapa de un nuevo tipo de relaciones basadas en la fuerza de la desposesión, un mapa trazado, por tanto, por la fuerza de la solidaridad, de la alianza entre iguales y por el desafío común hacia un poder cada vez más aislado. El individuo propietario está dejando de existir. Ha sido siempre una ficción, pero una ficción calculada, con duros y crueles efectos de realidad.
Hoy está claro que más que propietarios, todos somos inversores, pobres o ricos, pero inversores. La deuda es lo que nos une, pero es una deuda secuestrada. Unos viven de ella, otros mueren a causa de ella. No es lo que nos debemos unos a otros en nuestra vida en común, en nuestra finitud y continuidad, sino la deuda que cada uno ha contraído con el todo, la hipoteca global, el nuevo universalismo. El sentido en el que resuelva esta crisis económica, política y existencial que se ha abierto en nuestras vidas entorno a la deuda marcará el rumbo de la humanidad en los próximos años y establecerá unos nuevos los límites de lo vivible, quizá más allá de lo que nunca hubiéramos podido imaginar.