El universalismo individualista

El universalismo contemporáneo ha sido propuesto como una respuesta ética y política a los desafíos que plantea el mundo global: la inmigración como realidad estructural de todas las sociedades desarrolladas, la formación de entidades políticas transnacionales, la proliferación y agudización de los conflictos culturales, religiosos y de valores, el desgobierno producido por la violencia del capitalismo neoliberal y, en el fondo de todos estos fenómenos, la desagregación profunda y creciente de la vida social. Autores como U. Beck, Z. Bauman, J. Habermas, D. Held y tantos otros han visto en la restauración del cosmopolitismo universal, más o menos matizado respecto a su tradición moderna y kantiana, la posibilidad de dar un cauce y una salida a los problemas mencionados. Pero, buscando una salida, lo que hacen precisamente es no atacar su raíz: el hecho de que nuestra existencia ha sido privatizada con una agresividad y una intensidad hasta hoy desconocidas.

El largo proceso histórico según el cual el individualismo ha llegado a ser «la configuración ideológica moderna»[4], culmina en el diseño de un mundo sin otro horizonte que la propia experiencia privada. Es un mundo sin dimensión común, que sólo se nos aparece desde nuestros universos fragmentados, puestos en régimen de coaislamiento[5], y como superficie de nuestras relaciones de intercambio. El jurista italiano Pietro Barcellona habla de la globalización como «triunfo de lo privado»[6], un escenario con dos características complementarias: por un lado el individuo ha llegado a culminar la fantasía omnipotente de la modernidad, que se resume en el ideal de llegar a ser hijo de sí mismo. Por otro lado, «se configura la locura de una totalidad-sistema que asume en su interior a cada individuo de manera totalmente autónoma»[7]. Paradójicamente, el individuo de la época global se encuentra destinado, a la vez, a su autosuficiencia más radical y a su impotencia más absoluta. Es el nodo sin densidad que sólo puede vivir su vida y autoconsumir sus propias experiencias en un mundo que no comparte con nadie, en el que no quiere rozarse con nadie. En esta misma línea, Roberto Esposito precisa el carácter de esta privatización de la existencia a través de un análisis de la inmunización como lógica de la modernización[8]. La modernidad, como proceso, sería el progresivo triunfo del paradigma inmunitario, que hace de la autoconservación individual el presupuesto de todas las categorías políticas y la fuente de legitimidad universal. En este sentido, el individuo moderno nace liberándose no sólo del corsé autoritario de la tradición y la comunidad, sino también, y más radicalmente, de la deuda que nos vincula como seres que estamos juntos en el mundo. Entre la afirmación ilimitada de sí y la inseguridad de su autoconservación defensiva y atomizada, el yo se ha hecho hoy global a la vez que ve cómo sus condiciones de vida se fragilizan. Así, las particiones que estructuraban el espacio político moderno han saltado por los aires: lo particular es hoy de alcance universal y lo privado es hoy lo que articula el espacio público.

Frente a ello, refugiarse en propuestas universalistas obvia una cuestión fundamental: que el universalismo y el individualismo son las dos caras inseparables del proceso de modernización que acabamos de describir. En este sentido, es imprescindible poner en relación los trabajos de Pietro Barcellona con los del antropólogo francés Louis Dumont. Son dos aportaciones que, desde los márgenes de la filosofía, proyectan una luz reveladora sobre la gran tradición filosófica universalista. Dumont argumenta con contundencia que el origen del individualismo moderno occidental está en la potencia con la que el cristianismo acomete su operación más radical: universalizar la relación del individuo con Dios. El cristianismo establece una relación de doble dirección entre lo individual y lo universal: por un lado, todo ser humano pasa a ser considerado un individuo hecho a imagen y semejanza de Dios; por otro lado, la universalidad de la humanidad sólo es pensable desde esta relación individualizada que cada uno mantiene con la divinidad. Dicho de otra manera: el universalismo cristiano depende de la constitución del cristiano como individuo.

Esta relación de cada uno con el todo es la matriz del universalismo moderno y secularizado. En el mundo moderno, la relación de cada individuo con la esfera abstracta del derecho garantiza la articulación de la sociedad. Los trabajos de P. Barcellona[9] sobre la sociedad jurídica moderna complementan esta idea: la subjetividad abstracta del orden jurídico, igualitario y universal, es lo que permite pensar la sociedad asumiendo como premisa una noción de individuo liberado de cualquier vínculo comunitario. ¿Cómo hacerlo si no? ¿Cómo pasar de la desagregación agresiva y terrorífica de los individuos librados a sí mismos a la constitución de una sociedad? El contrato o la asociación de valor universal es la única mediación entre el desorden y el orden, entre la individualidad concreta, sujeta a necesidades y al deseo ilimitado de posesión, y la subjetividad abstracta, depositaría de valores como la igualdad y la universalidad. Es precisamente la abstracción de esta subjetividad, en tanto que depositaría de la igualdad y la universalidad, lo que permite mantener la relación y cooperación concreta de los hombres en términos de indiferencia recíproca. Así, el universalismo jurídico se rige por la reducción de las relaciones interpersonales a relaciones económicas. «Es el universalismo de los comerciantes»[10], dice P. Barcellona de forma clara. Es el modo de estar juntos que necesita el capitalismo para desarrollarse y funcionar. Podríamos añadir: juntos en lo abstracto, diversos y desvinculados en lo concreto. Cuando hoy se contrapone el cosmopolitismo democrático, de carácter jurídico, a la marcha desbocada de la globalización económica, se está olvidando esta relación fundamental entre el universalismo jurídico y la economía monetaria. No son fuerzas antagónicas. Son los poderosos aliados que han llevado el régimen de explotación capitalista a su grado de intensidad actual. Una última cita de Barcellona en este sentido: «El derecho esconde y hace imposible a la sociedad reapropiarse de su poder fundativo, en el sentido de tomar decisiones sobre lo que es común y lo que es divisible (…) Construye la intersubjetividad sobre la base de la relación yo-tú y elimina el nosotros»[11].