Hoy en día es difícil justificar la publicación de un libro. Se han multiplicado los ámbitos de la escritura y el mercado editorial, además, se halla saturado de novedades cada vez más fugaces y perecederas. Si a eso se añade el poco valor que tienen actualmente los libros en los currícula académicos, ¿para qué empeñarse, entonces, en escribir y publicar libros y, aún más, un libro de ensayo filosófico como éste? ¿Para qué perpetuar la forma libro con todas las servidumbres que arrastra, tanto en los dictados de su contenido como en las necesidades físicas y económicas de su producción y difusión? Mi respuesta, en este caso, es bien simple: he escrito este libro porque lo he necesitado. Tras años de acumular escritos de diversa índole, escritos que han formado parte de contextos y necesidades diversos, una idea se iba gestando que necesitaba tomar cuerpo en un libro para poder acabar de ser pensada. Esto ha significado, en este caso, reunir, romper, montar, desechar y reescribir los materiales acumulados en este tiempo para pensarlos, ya no en sus respectivos contextos, sino por sí mismos, en sus relaciones internas y en su referencia constante y creciente a una sola idea: la de un mundo común. La colección de breves capítulos que integran este libro, que pueden ser leídos de forma relativamente autónoma, componen en su conjunto la elaboración de esta idea y de sus implicaciones políticas, críticas y ontológicas.
Habrá quien piense que la necesidad de elaborar una idea a través de la composición de un libro es una rémora del pasado, que las ideas pueden vivir y crecer en otros espacios en los que la escritura puede ganar en flexibilidad, inmediatez y comunicabilidad. No voy a negarlo. Pero la necesidad del libro, y su fuerza, tienen que ver, precisamente, con los condicionantes que impone su forma, tanto material como inmaterial: un libro es una determinada propuesta de articulación que, asumiendo su contingencia y su inacabamiento, afirma su consistencia propia. La idea que le da su razón de ser es, si el libro está medianamente logrado, este umbral de consistencia. Un libro no sólo contiene una idea, su existencia misma es parte de ella.
La consistencia de una idea no se restringe al ámbito de lo lógico, de lo teórico, ni siquiera al puro ámbito del significado. Incorpora las situaciones que le dan sentido, las vivencias que, explícitamente o no, le están asociadas, los interlocutores que la acompañan, los ritmos y tonalidades en los que se expresa, los idiomas de que se nutre y los usos que, quizá, ha empezado ya a tener. La escritura inicialmente fragmentaria y dispersa de este libro hay que situarla en años de mucha práctica, años en los que la escritura misma ha ido directamente asociada a la acción en diferentes ámbitos: a la actividad académica y docente; al activismo antagonista y asambleario de la ciudad de Barcelona; a la experimentación con el pensamiento y la creación desde distintos proyectos colectivos, y a la experiencia, quizá la más intensa, de la maternidad. Esto ha supuesto, para mí, abandonar el problema conceptual de la impotencia, del que me había ocupado en la tesis doctoral En las prisiones de lo posible[1], para experimentar de forma directa y concreta lo que yo llamaría la potencia de la situación, de cada situación como una conjunción concreta de cuerpos, sentidos, silencios, alianzas, quehaceres, rutinas, interrupciones, etc. que dibujan un determinado relieve y no otro. La potencia de la situación no es un mapa de posibilidades pero tampoco una potencia en sí, ilimitadamente abierta. Como relieve, es más bien una determinada relación entre fuerzas, entre consistencias e inconsistencias, puntos altos y bajos, movimientos, perspectivas, luces y sombras. La potencia de una situación se levanta como una exigencia que nos hace pensar, que nos pone en una situación que necesita ser pensada. Pensar no sólo es elaborar teorías. Pensar es respirar, vivir viviendo, ser siendo. Para ello hay que dejar de contemplar el mundo para reaprender a verlo.
Reaprender a ver el inundo es tomar una posición para la que ya no es válida la perspectiva del observador, ya sea el observador contemplativo, ya sea el observador que pretende diseñar y programar la transformación de la realidad. Simplemente, desde la potencia de la situación el mundo deja de ser un objeto. Así es como lo tratamos, habitualmente, bajo múltiples puntos de vista: como objeto cosmológico (estudiado en su orden), objeto científico (analizado en su funcionamiento), objeto lógico (pensado en su función de verdad), objeto político (diseñado en vistas a la sociedad futura), objeto de la producción (explotado en su riqueza), objeto estético (admirado en su belleza o repudiado en su fealdad), objeto místico (pensado desde sus límites)… En todos los casos, lo que está funcionando es el concepto de mundo como totalidad de los hechos, según la expresión de Wittgenstein.
Frente a esta concepción totalizadora de la realidad, que toma cuerpo hoy en las distintas visiones que se nos ofrecen del mundo globalizado, la idea de mundo común destituye el poder sobre el objeto-mundo. No nos presenta ni una definición ni una imagen de la totalidad, sino que nos inscribe en la continuidad de los seres inacabados y hace de ella nuestra situación. El mundo no es la medida que resulta de una suma, magnitud incomparable en la que reúnen todas las cosas, sino que es, más bien, la medida de su continuidad: medida variable e interna, como el latido de un corazón. El estatuto de la idea de mundo común no es fácil de establecer. Para mí, se deriva de pensar a fondo una frase de Merleau-Pouty que me ha acompañado, sin agotar su sentido, a lo largo de todos estos años: «La certeza injustificable en un mundo que nos sea común es para nosotros la base de la verdad»[2]. En esta afirmación, el mundo no funciona como un objeto del pensamiento sino como su trasfondo o su condición. Este desplazamiento es el que realizó la fenomenología frente a la idea de la totalidad de lo pensable con la que se debatió la filosofía moderna, de Kant a Wittgenstein. Pero el de la fenomenología no es un gesto nuevo. Conecta con el arranque mismo de la posibilidad de la filosofía y de la política: «Que para los que están despiertos hay un mundo u ordenación único y común o público, mientras que de los que están durmiendo cada uno se desvía a uno privado y propio suyo»[3]. Es un conocido fragmento de Heráclito. El pensamiento sólo puede despertar sobre la base de un mundo común o viceversa: el despertar del pensamiento pasa por una transformación íntima del sujeto, por su desplazamiento de lo propio y privado al territorio de lo común, de una razón común. Del «yo pienso» y el «yo veo» que organiza el reino de la opinión, a un pensar y un ver impersonales, impropios y abiertos sin dejar por ello de ser singulares.
De ahí también que la certeza injustificable en un mundo común sea la base de la política, entendida como esa dimensión del quehacer humano que asume que la vida es un problema común. Los sistemas políticos, sus instituciones y sus clases dirigentes tienden a conjurar este problema haciendo de lo común un monopolio o su proyecto particular. En la medida en el que la vida en el planeta ha ido estrechando sus vínculos de interdependencia, la lucha por este monopolio se ha recrudecido, hasta el punto de que actualmente la trama de la relaciones que componen la vida social es percibida, directamente, como una trampa. Vivimos atrapados en un mundo que no se nos ofrece como un cosmos acogedor, sino como una cárcel amenazante. Por eso la tendencia hoy es construir nichos de seguridad, ya sea en forma de privilegios, ya sea en forma de ideologías e identidades bien establecidas y cerradas. Pero es obvio que la búsqueda de seguridad alimenta la guerra y siembra minas en el campo de batalla en que se ha convertido la realidad mundial. Frente a ello, recuperar la idea de mundo común no es una forma de escapismo utópico. Todo lo contrario. Es asumir el compromiso con una realidad que no puede ser el proyecto particular de nadie y en la que, queramos o no, estamos ya siempre implicados.
En el libro, este compromiso es abordado desde tres aproximaciones, que corresponden a los tres bloques en los que se divide. El primero pone en el centro la pregunta por el nosotros. Analiza cómo ha sido formulada en nuestra tradición filosófica y las causas por las que este pronombre ha sido el epicentro de muchas de las dificultades, peligros y promesas incumplidas de la política moderna occidental. La perspectiva de un mundo común como base de la verdad permite salir de la pregunta «¿qué nos une?» y de sus incansables aporías, para aventurarnos en su formulación contraria «¿qué nos separa?» y reelaborar, desde ahí, los desafíos que la herencia revolucionaria de esa misma política moderna occidental ha dejado abiertos.
El segundo bloque presenta una aproximación a las cuestiones clave del pensamiento crítico desde la perspectiva de un cuerpo involucrado en un mundo común. La crítica se generalizó a partir del siglo XVIII como la virtud más importante de un sujeto que se emancipaba separándose de la comunidad natural, religiosa y política de la que forzosamente formaba parte. Era un arte de los límites y de la distancia a través del cual este sujeto construyó su conciencia y se adueñó de ella. La ruina de ese sujeto y de sus pretensiones ha sido ampliamente elaborada por la filosofía, el arte y las ciencias humanas contemporáneas. Pero con su ruina se arruinó también el pensamiento crítico. Los capítulos de la segunda parte del libro exploran los relieves de un arte de la crítica que se situaría ya no frente al mundo sino entre las cosas y entre nosotros. Una crítica que ya no opone la distancia a la proximidad ni la conciencia al cuerpo. Una crítica que asume, por tanto, que la visión no puede aspirar a la transparencia ni la educación a la construcción de un hombre nuevo; que no hay páginas en blanco sino páginas densamente saturadas y que en ellas es donde se libra hoy el combate del pensamiento.
Entrar en combate es lo que hace una ontología que asume, como tarea propia del pensamiento, entrar en contacto con el ser. El ser no es una dimensión estable y trascendente que espera ser contemplada. Es lo que se nos abre, lo que nos acoge y nos agrede, cuando nos dejamos caer, cuando nos dejamos comprometer. Desde esta perspectiva involucrada en un mundo común, la ontología no es un espacio de poder sino de vulnerabilidad. Este espacio es el que recorren los escritos del tercer bloque, urdidos en un largo diálogo con Merleau-Ponty. En él se delinean algunos de los conceptos clave de esta ontología: lo anónimo, lo inacabado, la intercorporalidad, la dimensión común. Es una ontología que ha dejado atrás dos viejos presupuestos: en primer lugar, el ideal de la metafísica, que consistía en formalizar en el lenguaje la identidad ser-pensar y del que son deudoras tanto la idea misma de mundo, entendido como totalidad de los hechos y las cosas, como la idea de comunidad, entendida como reunión de la humanidad consigo misma. Aparece entonces la necesidad de pensar el ser como inacabamiento, el anonimato como condición ontológica de su continuidad y el mundo como la medida interna y variable su dimensión común. En segundo lugar, cuestiona también los dos modos que han monopolizado nuestra relación con las cosas: la representación y la acción. Aparecen también así otros modos de estar en las cosas y con los otros, de los que aquí se exploran básicamente dos: la atención y el trato. Por un lado, ¿cómo atender a lo que nos rodea? ¿A qué prestar atención? ¿Qué nos requiere? La atención no es unidireccional ni dispone de códigos previos: nos es requerida y debe ser prestada a un mismo tiempo. Abre, así, un campo de relaciones que, porque está y no está en poder de uno, nos sitúa en el terreno concreto de nuestra interdependencia. Demasiadas reflexiones filosóficas y políticas terminan con la pregunta ¿qué hacer?, tras la cual pocas veces surgen respuestas interesantes. Bajo el dictado de la acción, entendida como aplicación, propuesta o programa, el pensamiento, en el mejor de los casos, enmudece y, en el peor, se refugia en su condición meramente teórica. Pero hay una salida a esta falsa alternativa: preguntarnos cómo tratar con las cosas, cómo tratar al mundo y a nosotros mismos. El trato no es un programa de acción sino un modo de relación a la vez activa y receptiva, que contempla precisamente la necesidad de atender a la potencia, nunca del todo previsible, de cada situación.
El recorrido del libro se inicia con la pregunta por el nosotros y termina con la declaración de una voz en singular: esta vida es mía. No es una contradicción. Liberarse del yo es la condición para conquistar la propia vida. Sería demasiado simple, sin embargo, proponer por enésima vez un viaje del yo al nosotros, de lo particular a lo universal, de la parte al todo. Lo que se explora en este libro es la transformación de un yo que está aprendiendo el anonimato. Un yo que aprende el anonimato no es un yo que se borra, se mimetiza o se confunde. No es un yo pasivo, condenado a la indiferencia y a la insignificancia. Es el yo que descubre la excentricidad inapropiable, y en este sentido anónima, de la vida compartida. Su voz es entonces plenamente suya porque ya no puede ser solamente suya. Su voz es máximamente singular e irreductible porque ya no es privada ni particular. «Ser uno es no tener nada», escribió en un verso Juan Gelman. La lógica que nos ata, como individuos, a la ley de la identidad y de la propiedad ha sido saboteada.
Este libro es la declaración de un compromiso. ¿Tiene sentido hacerlo a través de la filosofía? Es una pregunta en la que me he perdido durante mucho tiempo y para la que no tengo una respuesta concluyente ni general. Quizá sólo puede ser contestada con el tiempo y con la propia vida. Estudié filosofía en los años 90, cuando todo se finiquitaba: era el fin de la historia, moría la filosofía, el hombre y el sujeto ya se habían borrado, el sentido había estallado, etc. Los estudiantes de entonces, convirtiéndonos en algo así como zombies de la filosofía, tuvimos que aprender a hablar, pensar y escribir desde el después de todo. Para ello, algunos aprendieron el arte forense de diseccionar cadáveres con precisión científica y milimétrica, otros sofisticaron la retórica hasta grados inusitados para poder hablar de todo aquello que nuestro lenguaje no puede ya decir, otros seguían insistiendo en poner preguntas impertinentes con cara de pedir perdón por la molestia. La mayoría encontramos otros territorios (la sociología, el arte, el activismo, la teoría política, la filología, etc.) desde donde mantener viva esa pasión secreta por lo que declaraban muerto. Reescribir los materiales que componen la materia prima de este libro me ha devuelto, ya sin vergüenza, la relación con la filosofía. Quizá estamos en el después del después, en el que una renovada simplicidad se hace necesaria.
En un pasaje de El Banquete, Alcibíades cuenta cómo las palabras de Sócrates producen en él un efecto irreversible: no es admiración ni aprobación, es una mezcla de dolor y de deseo producido por la certeza de que su vida ha cambiado irremediablemente, de un estado de esclavitud que no había percibido hasta entonces, a un situación nueva para el que no tiene nombres ni recetas. Sócrates no le ha dicho cómo vivir, pero tras el encuentro con él su vida no volverá a ser la misma. Ha quedado expuesta a un compromiso y a una exigencia de la que hasta entonces había estado protegido. Esta es la simplicidad irreductible e indisciplinada de la filosofía, a la que no deberíamos renunciar.
Las páginas de este libro están humildemente escritas desde ahí, desde el pulso acelerado de Alcibíades ante la irreversibilidad de su descubrimiento. La vida no volverá a ser la misma, porque la certeza injustificable en un mundo común es ahora, para mí, para nosotros, la base para la verdad. Digo «para mí, para nosotros», porque este descubrimiento es individual y colectivo: es irreductiblemente propio y, a la vez, concierne a otros. Se da en una relación paradójica entre la felicidad del encuentro y la radical soledad, entre la aparición de preocupaciones compartidas y la necesidad de asumir sus consecuencias desde la propia vida. Yo no sé decir dónde empieza mi voz y acaba la de otros. No quiero saberlo. Es mi forma de agradecer la presencia, en mí, de lo que no es mío. En los años que ha durado la elaboración de los materiales que componen la escritura de este libro, muchas voces, presencias, afectos y desafíos compartidos han alimentado mi voz y le han dado sentido. Son tantas y tan necesarias que a veces me siento como una araña minúscula que se sostiene sobre una infinidad de hilos invisibles, siempre a punto de romperse y de precipitarme en el vacío. Para no entrar en una lista imposible y siempre injusta de agradecimientos, quisiera solamente nombrar la importancia que para mí ha tenido en estos años la dedicación a Espai en Blanc, centro vacío, remolino de una gran cantidad de gente, amigos, que de manera fugaz o permanente hemos intentado compartir un modo de estar, de atender y de tratar, con nuestras palabras e ideas, un mundo que queremos nuestro. Pero en la soledad ingrata de la escritura, quiero agradecer especialmente la presencia incierta de Santi, quien sigue estando ahí, con nosotros.