En los últimos años el conocimiento de la fisiología del apetito ha avanzado de forma notable. Nos maravillamos del complejo proceso que regula la ingesta de alimentos. Y, sin embargo, no deja de ser sorprendente la cantidad de prejuicios existentes cuando se trata del apetito de un niño, y la cantidad de normas rígidas que se imponen a su alimentación.
Mi primera experiencia dolorosa con estas normas fue presenciar el suplicio de mi hermano pequeño. Él debía de tener dos años, y yo tres. Estábamos aquella tarde al cuidado de una tía, por cierto, muy cariñosa con nosotros.
Mi hermano no se quiso comer el plátano que le habían adjudicado como merienda, así que ella lo cogió en brazos, le tapó la nariz, y cuando tuvo que abrir la boca para respirar le introdujo, sin compasión, el plátano en la boca, y así continuó pese a sus llantos e intentos por soltarse, hasta que se lo tragó entero. Lo percibí como un acto de crueldad, cuya finalidad no entendía. ¡Si hubiese tenido hambre se lo habría comido, y si no se lo comía sería que no tenía hambre!, eso lo entiende hasta una niña de tres años.
Sobre el comedor del colegio podría contar algunas cosas. Bajo las mesas, que tenían una tabla por debajo del tablero principal, podías encontrar de todo: lo más habitual eran trozos de pan, naranjas y salchichas, pero a veces había hasta huevos fritos enteros. No sé si la directora lo sabía, o pensaría que los niños en el colegio se lo acababan todo; pero seguro que la limpiadora estaba al día de cuánto es capaz de comer un niño.
Después de muchos años de estudio, he confirmado mi primera impresión: es el apetito el que regula la ingesta de alimentos; y, al menos en los niños, lo hace de forma adecuada a sus necesidades. Cada especie tiene unas preferencias alimentarias que parecen estar determinadas genéticamente. Nosotros no somos una excepción, al menos cuando aún no hemos adquirido los prejuicios de la época que nos haya tocado vivir. Con los años llegamos a comer sobre la base de motivaciones de lo más variopinto: según sea Navidad o Cuaresma, según queramos agradar a nuestra suegra o lucirnos en bikini… En cambio, los niños no tienen ideas preconcebidas de cuánto ni cuándo deben comer. No conocen (ni necesitan conocer) las recomendaciones del pediatra, ni las de la Organización Mundial de la Salud, ni lo que come el hijo de su vecina. Por eso no aceptan con facilidad las normas rígidas que a veces se les quiere imponer.
Ellos sí que saben. Deberíamos fijarnos y aprender, en esto de la comida y en muchas otras cosas. En una ocasión, antes de dar el pecho a mi hijo, le pregunté bien alto (con el fin de que me oyese alguien que sólo a regañadientes aceptaba que lo amamantase): «¿Cariño, tú quieres tomar una leche específica para tu especie, que ha evolucionado durante millones de años hasta llegar a ser perfecta para ti, que no te causará alergias y que te protegerá de muchas enfermedades?». Él me miró asombrado y me dijo: «¡Noooo, tero teta!».
Este libro, que me parece tan ameno como riguroso científicamente, tan respetuoso con las madres como con los niños, deja entrever una filosofía más profunda sobre las relaciones de los padres con sus hijos. Mi niño no me come interesa no sólo a las madres que sueñan con que sus hijos coman «debidamente», sino, sobre todo, a los niños que sueñan con disfrutar con sus madres de la hora de la comida y de todas las demás horas del día.
Pilar Serrano Aguayo
Médica especialista en Endocrinología y Nutrición