PERO ¿HAY ALGÚN NIÑO QUE SÍ COMA?
«Mi niño no me come». Esta es, sin duda, una de las frases que más veces oye un pediatra a lo largo de su vida. Aunque en invierno ha de competir con la tos y los mocos, el no comer se convierte en verano en el rey indiscutible de la consulta.
Algunas madres, como Elena, sólo están un poco preocupadas:
El pasado 20 de junio mi hijo Alberto cumplió un año. No es un niño que coma mucho, tengo que entretenerlo para que coma, y aun así casi siempre se deja algo. No sé si tengo derecho a preocuparme, si tengo en cuenta que es un niño muy alegre y despierto, y su médico nos dice que está muy sano.
Otras, como Maribel, están próximas a la desesperación:
Tengo un bebé de casi seis meses, nació con 2,400 kg y actualmente pesa 6,400 kg. Con cinco meses, la pediatra me dijo que comenzara con los nuevos alimentos: cereales sin gluten, papilla de frutas, etcétera; pero se niega rotundamente a tomar la papilla de frutas, y lo intento todos los días, no logro que tome una cucharada entera y casi siempre termina llorando; algo que me pone muy nerviosa y triste, me siento muy mal, porque no sé qué es lo que estoy haciendo mal, no me gusta regañarla y no quiero obligarla, pero creo que al final si no lo hago no comerá absolutamente nada. ¿Cree usted que debo esperar algún tiempo y volver a intentarlo? Cada vez que ve la cuchara se pone nerviosa. Me siento culpable.
¿Estaría Maribel más tranquila si su pediatra, como el de Elena, le dijera que no se preocupe, que su hija está muy sana? La «inapetencia» es un problema de equilibrio entre lo que un niño come y lo que su familia espera que coma; el problema desaparece cuando el apetito del niño aumenta, o cuando las expectativas de quienes le rodean disminuyen. Es, habitualmente, imposible (por suerte, porque sería peligroso) conseguir que el niño coma más. El propósito de este libro es disminuir las expectativas de nuestros lectores para hacerlas acercarse a la realidad.
Tras explicar que su hijo no les come, muchas madres añaden algo así como: «Ya sé que hay muchas madres pesadas que dicen que su hijo no come; pero es que el mío, doctor, de verdad no come nada, tendría usted que verlo…».
Se equivocan doblemente. Se equivocan, en primer lugar, al pensar que su hijo es el único que no come. Su hijo ni siquiera es el que menos come. Seguro, amable lectora, que hay otro niño en España que come menos que el suyo. (¿Que cómo estoy tan seguro? Es una simple cuestión de probabilidades. Hay en España, por definición, uno y sólo un niño que es «el que menos come de todos». Es posible que su madre ni siquiera compre este libro; y, en el peor de los casos, sólo tengo una posibilidad entre millones de no acertar).
Pero se equivocan, sobre todo, al pensar que otras madres son «pesadas». Ninguna lo es. Realmente, esos niños comen poco (porque necesitan poco, como explicaremos más adelante), y realmente, esas madres están profunda y legítimamente preocupadas.
Las madres se preocupan, lógicamente, por la salud de su hijo. Pero hay algo más, algo que convierte la inapetencia en un problema mucho más angustioso que la tos o los mocos. Por una parte, la madre tiende a creer (o le hacen creer) que ella tiene la culpa: que no ha preparado adecuadamente la comida, que no ha sabido dársela, que no ha educado bien a su hijo… Por otra parte, tiende a tomárselo como un asunto personal, como nos muestra Laura:
(…) mi única hija de dieciocho meses, el problema es que no hay manera de que coma en condiciones. Muchas veces me pone los nervios a flor de piel, cuando le preparo su comida con mil amores y después de dos cucharadas la echa para fuera. ¿Qué puedo hacer para que coma como Dios manda?
No sólo la niña está inapetente, sino que encima se permite «despreciar» los esfuerzos de su madre en la cocina. Por cierto, no sabíamos que Dios tenía normas sobre lo que deben comer los niños. ¿Habrá querido decir «como su pediatra manda»?
Casi todas las madres expresan este profundo sentimiento personal diciendo «No me come» en vez de «No come». Algunas sienten el problema como un acto hostil por parte de su hijo: «Me rechaza… la fruta». Muchas madres me han explicado que lloran cuando dan de comer a sus hijos. La pobre criatura se ve a veces envuelta en un falso conflicto emocional. En vez de plantearse en sencillos términos de tienes hambre/no tienes hambre, la lucha por la comida puede convertirse en una trampa del tipo me quieres/no me quieres. Se acusa al niño de no querer a la madre porque, sencillamente, no puede comer más. Y no pocas veces se le insinúa, e incluso se le dice directamente, que la madre no le querrá si no come.
Las familias, especialmente las madres, sufren con los conflictos en torno a la comida. Sufren mucho. Como escribió una de ellas: «Es horroroso tener miedo a que llegue la hora de comer».
Si la madre tiene miedo, ¿qué tendrá su hijo? Por grande que sea su angustia, recuerde siempre que su hijo está sufriendo todavía más. No le está tomando el pelo, no la está manipulando, no «sabe latín», no está mostrando su espíritu de oposición… Está, simplemente, aterrorizado.
Estoy preocupada por mi hijo (quince meses) porque no come, es decir, la comida la retiene en la boca y cuando pasa un rato la echa y no se la traga, todo lo hace con llanto, sólo cuando dejo de darle de comer, él deja de llorar.
Porque, para la madre, siempre hay una puerta, un consuelo, una esperanza. Usted está preocupada porque su hijo no come, angustiada porque teme que enferme, abrumada por familiares y amigos que la miran fijamente y afirman «este niño tendría que comer más», como acusándola de ser una dejada. Se siente rechazada por un hijo que, incomprensiblemente, no acepta lo que usted le ofrece con tanto cariño; y se siente culpable cuando ve a su hijo llorar y piensa que le está haciendo daño… Pero también es cierto que es usted una persona adulta, con todos los recursos de la inteligencia, la educación y la experiencia. Que cuenta con el amor y el apoyo de sus familiares y amigos, que, probablemente, se han puesto de su parte en este conflicto. Que criar un hijo, aunque sea temporalmente el centro de su mundo, no es su único mundo. Tiene usted una historia y un futuro, unas aficiones, tal vez una profesión. Tiene, cierta o no, una idea que explica lo que está pasando; sabe por qué obliga a comer a su hijo (aunque tal vez no sepa por qué él no come), y en los momentos de más profunda desesperación no deja de repetirse que todo es por su bien. Tiene, además, una esperanza, pues sabe que los niños mayores comen solos, y que esta etapa durará sólo unos años.
¿Y su hijo? ¿Qué pasado, qué futuro, qué educación, qué amistades, qué explicaciones racionales, qué esperanzas tiene? Su hijo sólo la tiene a usted.
Para un bebé, la madre lo es todo. Es la seguridad, el cariño, el calor, el alimento. En sus brazos es feliz; cuando usted se aleja, llora desesperado. Ante cualquier necesidad, ante cualquier dificultad, sólo tiene que llorar; su madre acude al instante y lo arregla todo.
Desde hace un tiempo, sin embargo, algo va mal. Llora porque ha comido demasiado, pero su madre, en vez de hacerle caso como siempre, intenta obligarle a comer todavía más. Y cada vez es peor: la suave insistencia del principio pronto deja paso a gritos, llantos y amenazas. Su hijo no puede entender por qué. Él no sabe si ha comido más o menos de lo que dice el libro, o de lo que dice el pediatra, o de lo que come el hijo de la vecina. Él no ha oído hablar del calcio, ni del hierro, ni de las vitaminas. No puede entender que usted cree hacerlo todo por su bien. Sólo sabe que le duele la barriga de tanta comida, y sin embargo le meten todavía más. Para él, esta conducta de su madre es tan absolutamente incomprensible como si le pegase o le dejase pasar la noche desnudo en el balcón.
Muchos niños pasan horas, a veces seis horas al día, «comiendo», o más exactamente, peleándose con su madre junto a un plato de comida. No sabe por qué. No sabe cuánto va a durar (es decir, cree que durará eternamente). Nadie le da la razón, nadie le anima. La persona a la que más quiere en el mundo, la única persona en la que puede confiar, parece haberse vuelto contra él. Su mundo entero se desmorona.
Muchos libros y artículos de revista han tratado el tema de la inapetencia de los niños. También dan consejos sobre el tema una multitud de familiares, amigas y vecinas. Sus opiniones no siempre coinciden, y a veces son diametralmente opuestas. Estas diferencias suelen nacer de la respuesta (no siempre explícita) que el autor haya dado a dos preguntas básicas:
Quienes consideran que los «niños que no comen» tendrían que comer más atribuyen la situación a diversas causas y proponen, por tanto, distintas soluciones:
No estoy de acuerdo con ninguna de estas teorías. La teoría expuesta en este libro se parece mucho a la que he denominado laissez-faire; pero hay una diferencia fundamental: no creo que el niño vaya a comer más al dejar de obligarle, porque no creo que necesite más comida. Es cierto que a veces sí que comen algo más, y de hecho he observado a algunos que ganaron peso repentinamente al dejar de forzarles a comer. Pero apenas ganaban 100 o 200 g y el efecto sólo duraba unos días. Lo que no me extraña en absoluto, pues estoy convencido de que ni siquiera el natural deseo de oponerse a la opresión puede hacer que un niño coma sustancialmente menos de lo que necesita. Todo lo más, llevará unos pocos bocados de «hambre atrasada», que rápidamente recuperará.
La idea de no obligar al niño a comer, que constituye el eje central de este libro, no ha de considerarse, por tanto como un «método para abrir el apetito», sino como una manifestación de nuestro amor y respeto por nuestro hijo. Al dejar de obligarle, va a seguir comiendo lo mismo, pero sin los sufrimientos y peleas que hasta entonces acompañaban a la comida.
En cuanto a la segunda pregunta, si el niño es víctima o culpable, muchos autores consideran que el niño que «no come» afirma su carácter, prueba los límites, obtiene un beneficio o manipula a sus padres. No estoy en absoluto de acuerdo; creo que el niño es el principal perjudicado en una situación que no ha buscado. Vean, por ejemplo, la siguiente descripción de Brenneman (1932), que el prestigioso pediatra inglés Illingworth recoge textualmente en su libro El niño normal (1991)[1].
En un sinnúmero de hogares tiene lugar una batalla cotidiana. En un bando, el ejército avanza halagando, burlándose, exhortando, haciendo zalamerías, engañando, engatusando, suplicando, avergonzando, regañando, gruñendo, amenazando, sobornando, castigando, señalando y demostrando las excelencias de la comida, llorando o fingiendo llorar, haciendo el tonto, cantando una canción, contando un cuento, enseñando un libro de dibujos, poniendo la radio, tocando el tambor cada vez que la comida penetra en la boca, en la esperanza de que siga bajando en vez de volver a salir, incluso haciendo que la abuela baile una jota (procedimientos todos ellos frecuentes en la vida real y observados a diario).
Hasta aquí, completamente de acuerdo. Yo continuaría más o menos diciendo: «En el otro bando, el pobre niño se defiende lo mejor que puede, cerrando la boca, haciendo la bola o vomitando». Sin embargo, Brenneman lo ve de modo muy distinto:
En el otro bando un pequeño tirano defiende la fortaleza, bien negándose a rendirse, bien capitulando con sus propias condiciones. Dos de sus más poderosas armas de defensa son el vómito y la pérdida de tiempo.
¿Por qué un tirano? El niño es siempre el que más sufre en este conflicto. ¿Que algún niño, en vez de la verdura y la carne, acaba consiguiendo un yogur de fresa? Los niños tienen miles de métodos mucho más cómodos y agradables para conseguir un yogur de fresa; ¿cree realmente que pelearse durante más de una hora con su propia madre, escupir, llorar, gritar y vomitar es sólo una «comedia» para conseguir un yogur de fresa?