capítulo Cuatro

Calendario de alimentación

Es imposible dar, con base científica, unas recomendaciones detalladas sobre alimentación infantil. Los comités de expertos que han abordado el tema han sido extraordinariamente cautos, y sus conclusiones, muy inespecíficas:

Las recomendaciones de la ESPGAN

En Europa se siguen habitualmente las normas de la Sociedad Europea de Gastroenterología y Nutrición Pediátricas[18] (ESPGAN), publicadas en 1982. Expertos de nueve países, tras revisar cientos de estudios científicos, llegaron a siete recomendaciones, que transcribimos textualmente:

  1. Al aconsejar, hay que tener en cuenta el ambiente sociocultural de la familia, la actitud de los padres, y la calidad de la relación madre-hijo.
  2. En general, el beikost no debe introducirse antes de los tres meses ni después de los seis meses. Se debe comenzar con pequeñas cantidades, y tanto su variedad como su cantidad deben aumentarse poco a poco.
  3. A los seis meses, no más del 50 por ciento de la ingesta energética debe provenir del beikost. Durante el resto del primer año, la leche materna, la leche artificial o los productos lácteos equivalentes deben darse en cantidad no inferior a los 500 ml al día.
  4. No hay necesidad de especificar el tipo de beikost (cereales, frutas, verduras) que debe introducirse primero. A este respecto, deben tenerse en cuenta los hábitos nacionales y los factores económicos. No es necesario hacer recomendaciones detalladas sobre la edad en que deben introducirse las proteínas animales distintas de la leche; pero probablemente es mejor retrasar hasta los cinco o seis meses la introducción de ciertos alimentos altamente alergénicos, como los huevos y el pescado.
  5. Los alimentos con gluten no deben introducirse antes de los cuatro meses. Incluso puede ser recomendable retrasarlos más, hasta los seis meses.
  6. Los alimentos con un contenido en nitratos potencialmente alto, como las espinacas o la remolacha, deben evitarse durante los primeros meses.
  7. Se tendrá especial cuidado con la introducción del beikost a los niños con una historia familiar de atopia, en los que los alimentos potencialmente muy alergénicos deben ser estrictamente evitados durante el primer año.

Aunque las normas de la ESPGAN están redactadas en inglés, emplean la palabra alemana beikost para referirse a cualquier cosa que tome el bebé y no sea ni leche materna ni leche artificial. Incluye, pues, zumos e infusiones, papillas, galletas, biberones espesados con harina o bocadillos de chorizo. La expresión equivalente en español sería alimentación complementaria, y en inglés hablan habitualmente de solids. Por una traducción excesivamente literal, muchos libros traducidos del inglés hablan de «la introducción de los sólidos». Siempre hay algún espabilado que se agarra a este error (o matiz) como a un clavo ardiendo: «Ves, los sólidos a los seis meses, pero no dice nada de los líquidos. El zumo de naranja y las dos cucharadas de harina en cada biberón se han de dar mucho antes». Pero debe quedar claro que, en esta acepción, el inglés solids se refiere también a alimentos líquidos o pastosos, del mismo modo que al hablar de «la primera papilla» nos podemos referir a algo que no esté triturado. Nada hasta los seis meses, ni biberones «espesados», ni zumos, ni manzanilla… Nada.

Las recomendaciones de la AAP

En América se siguen generalmente las recomendaciones de la Academia Americana de Pediatría (AAP[19]) publicadas en 1981. Como las europeas, no dan ninguna recomendación detallada sobre orden o cantidades de los distintos alimentos. Pero sí quedan unas orientaciones generales que nos parecen muy interesantes. La introducción de otros alimentos no se hace tanto en función de la edad como del grado de desarrollo del bebé. La criatura está lista para empezar a tomar otros alimentos cuando:

También insisten los norteamericanos en la necesidad de introducir los nuevos alimentos de uno en uno, en pequeñas cantidades y con una semana de separación por lo menos. Así se puede ver qué tal le sientan.

En 1997, una nueva declaración de la AAP sobre la lactancia materna[20] recomienda:

Las recomendaciones de la OMS y el UNICEF

Estos organismos internacionales recomiendan[21] entre otras cosas:

Ciencia ficción y alimentación infantil

Como vemos, las recomendaciones de los expertos de todo el mundo no son nada detalladas. No hay ninguna pista sobre el orden de los distintos alimentos, la edad a la que se introduce cada uno, y mucho menos la cantidad, la hora del día o el día de la semana en que se deben dar al bebé. Sin embargo, es fácil leer normas increíblemente detalladas. Por ejemplo:

«A la 1 de la tarde, un puré de verduras con 50 g de zapata, 30 g de patanoria, 30 g de frisantes. Los lunes, miércoles y viernes, añadir media pechuga de pimpollo; los martes, juefes y sábados, 50 g de fígado…

»A las cinco de la tarde, media nera, media plazana, medio mántano, el zumo de media paranja…».

Hemos usado nombres de alimentos imaginarios para evitar que alguna madre, leyendo rápido, encontrase la receta y se la apuntase.

Seguro que alguna vez habrá oído o leído instrucciones similares a estas. Hasta es posible que haya intentado seguirlas. ¿Nunca le ha asaltado la curiosidad? ¿Por qué, por ejemplo, la fruta por la tarde y no por la mañana? ¿Por qué 50 g de patatas, y no 40? ¿Cereales a los seis meses y fruta a los siete, o primero la fruta y los cereales después? ¿Medio plátano grande, o medio plátano pequeño? ¿Por qué media pera y media manzana, y no un día una pera y otro día una manzana?

Si alguna madre ha intentado formular en voz alta alguna de estas preguntas, tal vez haya obtenido un confiado «porque sí», o un conciliador «en realidad, no importa», o incluso un embarazoso silencio. Algunas madres han escuchado respuestas realmente originales.

Una amiga francesa, por ejemplo, que vive en España, preguntó a su pediatra si era imprescindible mezclar cinco frutas en la misma papilla, pues en su país (o, al menos, en su ciudad) la costumbre era dar una fruta distinta cada día. «Es que esta es una mezcla perfectamente equilibrada», le respondieron.

En otras ocasiones, hemos oído decir que los cereales se han de mezclar necesariamente con leche, porque si se preparan sólo con agua su densidad calórica (es decir, la cantidad de calorías por mililitro) será demasiado baja. La idea es ingeniosa, pero deja un misterio sin resolver: ¿por qué no añadimos leche a la fruta o a la verdura, cuya densidad calórica es mucho más baja que la de los cereales?

Es curioso, además, que las recomendaciones detalladas casi nunca coincidan. No han coincidido a lo largo de los años (véase el apéndice «Un poco de historia»), y no coinciden en la actualidad. En distintos libros, en distintos países, en distintas ciudades, en distintos barrios, se dan calendarios de alimentación totalmente distintos. He conocido un centro de salud en el que trabajaban cuatro pediatras. Las enfermeras eran las encargadas de entregar a las madres las instrucciones por escrito sobre la alimentación de su hijo. «¿Cuál es su pediatra?», preguntaban antes de entregar la hoja. ¡Había cuatro hojas distintas!

¿Por qué los verdaderos expertos no dan normas más detalladas sobre la alimentación de los niños? Porque sólo pueden hacer recomendaciones que tengan una base científica. No siempre será una base totalmente sólida y siempre estará sujeta a revisión por nuevos descubrimientos… pero, al menos, alguna base.

Decimos, por ejemplo, que los niños que sólo toman pecho no necesitan beber agua porque en distintos experimentos en climas cálidos, incluso desérticos, se ha comprobado que los niños que toman pecho (a demanda, claro) y no toman agua están perfectamente. Decimos que las «infusiones para bebés», esos polvitos que se echan en agua para hacer «manzanilla», no les convienen nada a los bebés porque se han observado cientos de casos de caries graves causadas por su alto contenido en azúcares.

Decimos que no hay que dar nada más que el pecho hasta los seis meses porque en un estudio científico[22] distribuyeron al azar a unos bebés en dos grupos. Unos tomaban sólo pecho hasta los seis meses, y entonces empezaban con papillas (además del pecho). Otros empezaban con las papillas a los cuatro meses. Los que tomaron papillas antes no engordaron más ni se observó ninguna ventaja; pero se comprobó que tomaban menos pecho. Todavía no se ha hecho ningún estudio científico comparando la primera papilla a los seis meses o a los ocho meses, es posible que en los próximos años tengamos nuevas sorpresas.

Decimos que los alimentos con gluten se introduzcan en pequeña cantidad porque se ha visto que, cuando se introducen de golpe, algunas criaturas tienen ataques graves de celiaquía (una enfermedad del intestino que es más grave cuanto más joven empieza).

Decimos que se retrasen los alimentos más alergénicos (como la leche, los huevos, el pescado o la soja) porque se ha visto que, cuanto más pronto se introducen estos alimentos, mayor es el peligro de que el niño se vuelva alérgico a ellos.

Pero ¿qué datos tenemos para recomendar los cereales antes que la fruta, o al revés? Ninguno. Sólo opiniones personales de distintos señores: «Yo creo que hay que empezar por los cereales porque llevan más proteínas». «Tonterías, hay que empezar por las frutas, que llevan más vitamina C.»

Para salir de dudas, necesitaríamos hacer un experimento: darles a cincuenta niños primero la fruta, y a otros cincuenta los cereales, y ver qué pasa. Por supuesto, todas las demás papillas y otras circunstancias deberían ser idénticas en los dos grupos.

Nadie ha hecho todavía tal experimento. Ni, probablemente, nadie lo hará jamás.

Supongamos que alguien hace el experimento. ¿Cuál es el resultado a medir? ¿La mortalidad infantil? No, claro, ningún niño moriría con ninguna de las dos dietas. ¿Con qué dieta tienen más alergia? Eso serviría para comparar la fruta con el pescado; ya se ha hecho, y por eso damos más tarde el pescado. Pero entre fruta y cereales, por todo lo que sabemos, no habría mucha diferencia en cuanto a alergias. ¿Qué comida les gusta más, cuál aceptan mejor, cuál vomitan menos? Suponiendo que haya diferencias, probablemente serán individuales; a unos les gustará más la fruta y a otros los cereales. Más vale hacer pruebas y darle a su hijo lo que a él le guste, no lo que les gustó al 70 por ciento de los niños en un experimento.

Claro que no todos los efectos tienen que verse a corto plazo. Si esperamos unos meses, quizá aparezcan diferencias entre ambos grupos. Tal vez al año unos pesen más que otros, por ejemplo. Pero eso nos plantea una difícil decisión: ¿es mejor la dieta con la que engordan más, porque evita la desnutrición, o la dieta con la que engordan menos, porque previene la obesidad? En la mayor parte del mundo, el problema grave es la desnutrición; pero en los países industrializados casi nadie muere desnutrido, mientras que la obesidad es la auténtica epidemia, con graves consecuencias para la salud.

Tal vez lo importante no es ver cuáles están más gordos o más delgados, sino cuáles están más sanos. ¿Esperamos un poco más, a ver cuáles caminan antes, o cuáles empiezan a hablar más rápido y con un mayor vocabulario? Claro que ¿de qué sirve empezar a hablar antes, si luego suspenden en la escuela? ¿Y de qué sirve sacar mejores notas en la escuela, si luego no encuentran trabajo? Y al cabo de los años, ¿influirá la dieta que ha tomado el niño en su estado de salud? ¿Tendrá más o menos colesterol, más o menos cáncer, más o menos infartos…?

Total, que nuestro estudio científico puede durar treinta o cincuenta años… y, probablemente, no encontremos ninguna diferencia importante entre los que empezaron por la fruta y los que empezaron por los cereales. O tal vez sí, tal vez encontremos diferencias; entonces, tendremos un nuevo problema: ¿qué hacemos con el resultado?

Imaginemos, por ejemplo (todo lo que sigue es absolutamente inventado), que los niños que han empezado por la fruta pesasen 150 g más al año que los que empezaron por los cereales; comenzasen a andar tres semanas antes, sacasen peores notas en matemáticas a los diez años pero mejores notas en sociales a los quince años; sufriesen menos paro a los veinticinco pero tuviesen empleos peor pagados; tuviesen el colesterol más alto pero la presión más baja; sufriesen un 15 por ciento más de cáncer de estómago a los cuarenta años pero un 20 por ciento menos de artrosis a los cincuenta…

Usted es la madre, tiene todos estos datos en la mano, supuestamente del todo fiables y seguros, y ha de tomar una decisión: ¿comienza con la fruta o con los cereales?

Claro que nos hemos puesto un poco pesimistas; hemos supuesto primero que no encontramos ninguna diferencia importante; y luego que hay diferencias significativas, pero en distinto sentido, y que prácticamente llegan a anularse. Existe una tercera posibilidad (aunque muy remota): que nuestro estudio descubriese diferencias claras entre las dos dietas. Imaginemos que estuviera científicamente demostrado, más allá de toda duda, que los que empiezan por la fruta son, toda su vida, más sanos, guapos, listos y felices que los que empiezan por los cereales. Averiguarlo nos ha costado más de cincuenta años. Ofrecemos, felices y orgullosos, nuestros resultados al mundo. Y, en vez de un baño de agradecimientos, recogemos una inundación de nuevas preguntas: ¿y si empezamos con la verdura, o con el pollo? ¿Empezamos a los seis meses, o a los siete, o a los siete y medio…? ¿Empezamos por la manzana, o por la pera, o por el plátano? En mi país no se cultivan manzanas y peras; ¿empiezo por el mango, la piña o la papaya? ¿Media manzana, o una entera? ¿Golden, Starkin o Reineta? ¿Tienen las mismas vitaminas si están recién recogidas que si son de cámara frigorífica? ¿Con piel, porque lleva más vitaminas, o pelada, porque en la piel están los pesticidas? Tendríamos que iniciar un nuevo estudio científico para responder a cada una de estas preguntas.

Por eso empezábamos este apartado diciendo que tales estudios nunca se han hecho ni se harán. Jamás tendremos la respuesta.