III

En Chicago, la vida de Rosalind parecía ir a contra-corriente. Era como un río que discurre, se detiene, gira, se retuerce. En la época en que su despertar empezaba verdaderamente a tomar forma, Rosalind cambió de trabajo: una fábrica de pianos ubicada en el noroeste de la ciudad, frente a un afluente del río Chicago. Allí empezó a trabajar de secretaria para el tesorero de la empresa. Era un hombre delgado, más bien pequeño, de treinta y ocho años, de inquietas y finas manos y de ojos grises, algo preocupados y nublados. Era la primera vez que Rosalind se interesaba en el trabajo que consumía sus días. Su jefe tenía la responsabilidad de aprobar los créditos de los clientes de la empresa, pero no estaba capacitado para ejercer esa tarea. No era demasiado competente, y en muy poco tiempo había cometido dos errores de consideración que le habían costado un buen dinero a la empresa. —Estoy demasiado ocupado. Me paso demasiado tiempo ocupándome de pequeños detalles. Necesito que alguien me eche una mano—, dijo, visiblemente irritado, intentando justificarse. Rosalind fue contratada para aliviar su carga.

Su nuevo jefe, llamado Walter Sayers, era el único hijo de un hombre que en otra época había tenido cierto renombre en la vida social de Chicago. Todo el mundo pensaba que tenía mucho dinero y había intentado estar a la altura de las expectativas que levantaba su fortuna. Su hijo Walter quería ser cantante y esperaba heredar una cantidad de dinero considerable. Se casó a los treinta años y tres años después, a la muerte de su padre, ya era padre de dos hijos.

Al fallecer su padre, Walter se dio cuenta de que estaba arruinado. Podía cantar, pero su voz no era nada del otro mundo. No era un instrumento con el que pudiera ganarse la vida dignamente. Por fortuna, su mujer tenía un dinero ahorrado. Ese dinero, invertido en el negocio de la fabricación de pianos, le había asegurado a Walter la posición de tesorero de la empresa. La pareja se retiró de la vida social y se fue a vivir a una casa confortable en los suburbios.

Walter Sayers renunció a su carrera como cantante, y aparentemente perdió todo interés por la música. Los viernes por la tarde, algunos vecinos del suburbio se desplazaban hasta la ciudad para ver algún concierto, pero él nunca les acompañaba. —¿Para qué torturarme pensando en una vida que nunca podré llevar?—, se decía. A su mujer le hacía creer que estaba cada vez más entusiasmado con su trabajo en la empresa. —Es realmente fascinante. Parece un juego de mesa, es como desplazar empleados sobre un tablero de ajedrez. Cada vez me gusta más—, le decía.

Había intentado, sin éxito, interesarse por el puesto. Ciertos hechos no le cabían en la cabeza. Aunque lo intentaba, no lograba entender que los beneficios y las pérdidas de la empresa dependieran de sus decisiones. Su trabajo consistía en ganar o perder dinero, y para Walter el dinero no significaba nada. —Todo esto es culpa de mi padre —pensaba—. Mientras vivió, el dinero nunca fue un problema. Me educó mal. No estoy preparado para esta batalla. —Se volvió tímido y perdió negocios que la empresa debería haber ganado fácilmente. Entonces empezó a conceder demasiados créditos y fueron llegando nuevas pérdidas.

Su esposa, en cambio, estaba bastante contenta y satisfecha con su vida. La casa en la que vivían tenía cuatro o cinco acres de tierra y la mujer no hacía otra cosa más que plantar flores y verduras. Por el bien de los niños, la familia tenía una vaca. Con la ayuda de un jardinero negro, se pasaba el día trabajando en el jardín, cavando hoyos en la tierra, esparciendo estiércol en las raíces de los arbustos y matorrales, plantando y trasplantando sin parar. Por las noches, cuando Walter volvía a casa del trabajo en su coche, ella le cogía el brazo, ansiosa por enseñarle sus progresos. Los dos niños seguían sus pasos. La mujer hablaba con entusiasmo. Reunidos al pie del jardín, comentaba que era necesario poner azulejos. Aquello parecía emocionarla. —Cuando haya drenado, va a ser el jardín más bonito del vecindario—, decía. Se inclinaba y removía con una pala la blanda tierra. Surgía un olor. —¡Ves! ¡Mira qué tierra tan negra y fértil! —exclamaba con ansiedad—. Está un poco agria porque hay agua estancada. —Parecía disculparse por ser tan caprichosa. —Cuando haya drenado, tendré que utilizar cal para endulzarla—, añadía. Era como una madre que se inclina para ver a su bebé dormido. Al hombre, tanto entusiasmo le irritaba.

Cuando Rosalind empezó a trabajar en la oficina, los lentos incendios de odio que llevaban un tiempo consumiendo la vida de Walter Sayers habían calcinado ya gran parte de su vigor y su energía. Su flácido cuerpo se hundía en la silla de su oficina y en las comisuras de sus labios se adivinaban grandes bolsas de piel flácida. Aparentemente, seguía siendo una persona amable y alegre, pero, en el fondo, tras sus preocupados y nublados ojos grises, se iban quemando constante y lentamente los fuegos del odio y de la rabia. Aquel hombre parecía querer despertar de un mal sueño que le tenía atenazado, de una interminable pesadilla. Tenía pequeñas manías. Sobre su escritorio había un cortador de papel. Mientras leía las cartas de los clientes de la empresa, lo cogía y daba pequeños pinchazos en la funda de cuero de su escritorio. Cuando tenía que firmar varias cartas, cogía la pluma y la pinchaba despiadadamente en el tintero. Antes de firmar, volvía a repetir esta operación. A menudo, hasta una docena de veces.

En ocasiones, al propio Walter Sayers le asustaban las cosas que ocurrían bajo su superficie. Para poder, según sus propias palabras, —aprovechar los sábados por la tarde y los domingos—, se había apuntado a un curso de fotografía. La cámara era una buena excusa para salir de casa y del jardín donde su mujer y el jardinero se pasaban el día cavando, y adentrarse en los campos y los bosques cercanos al suburbio. Gracias a la cámara se ahorraba las charlas de su mujer, esa eterna planificación del futuro del jardín. Aquí, delante de la casa, no hay que olvidar plantar en otoño bulbos de tulipán. Luego, un seto de lilas para aislar la casa de la carretera. Los hombres que vivían en su calle se pasaban los sábados por la tarde y los domingos por la mañana mimando sus automóviles. Los domingos por la tarde salían a conducir con la familia, sentados al volante, muy firmes y en silencio. Se pasaban la tarde frente al salpicadero, cruzando carreteras comarcales. En el coche mataban el tiempo. El lunes por la mañana y el trabajo en la ciudad estaban ahí, al final de la carretera. Pisaban el acelerador.

Durante un tiempo, el uso de la cámara hizo de Walter Sayers un hombre casi feliz. El estudio de la luz, jugando en el tronco de un árbol o sobre el césped de un campo, despertó algún instinto escondido. Era un asunto incierto y delicado. Se agenció un cuarto oscuro en la parte superior de la casa y allí pasaba las tardes encerrado. Sumergía los negativos en el líquido de revelado, los miraba al trasluz y luego los volvía a sumergir. Estimulaba los pequeños nervios que controlan los ojos. Aunque solo fuera un poco, se sentía enriquecido.

El domingo por la tarde salió a pasear por el bosque y llegó a la ladera de una colina. En algún sitio había leído que esa región de colinas bajas situada al suroeste de Chicago, la zona del suburbio, había sido antaño la orilla del lago Michigan. Las colinas que se asomaban por la llanura estaban cubiertas por bosques. Más allá de las colinas, volvían a aparecer nuevas llanuras. Las praderas se perdían en el infinito. Algo parecido pasaba con la vida de la gente. Qué larga era la vida. Uno se pasaba el día trabajando sin parar en una tarea poco gratificante. Se sentó en la ladera y oteó el horizonte.

Pensaba en su mujer. Allí estaba, en aquel suburbio escondido entre colinas, en su jardín plantando cosas. Bien pensado, aquella era una tarea bastante noble. No era lógico sentirse tan irritado.

Se había casado pensando que no iba a tener que preocuparse por el dinero. Si así hubiera sido, habría trabajado en otra cosa. El dinero no se habría convertido en un dolor de cabeza y el éxito no habría sido una necesidad. Esperaba haber vivido con cierta motivación. Aunque se hubiera esforzado mucho, nunca hubiera llegado a ser un buen cantante. ¿A quién le importaba? Había un modo de vivir la vida en el que ese tipo de cosas no tenía ninguna importancia —un modo de vida donde se podían buscar las delicadas sombras de las cosas—. Ante sus ojos, entre las verdes llanuras, jugaba la luz de la tarde. Era como un soplo de aire fresco, una nube de color saliendo de los labios y cayendo sobre la hierba quemada. Así eran las canciones. La belleza podía salir de sí mismo, de su propio cuerpo.

Volvió a pensar en su mujer y la dormida luz que desprendía su mirada se convirtió en una llama. Sentía que se estaba comportando injustamente. No importaba. ¿Dónde residía la verdad? ¿Acaso su mujer, cavando en el jardín, con su eterna sucesión de pequeños triunfos, viviendo al compás de las estaciones, no era cada vez un poquito más vieja, más flaca, un poquito más vulgar?

Eso le parecía a él. Había algo pretencioso en la manera en que hacía crecer las plantas en esa tierra fértil. Estaba claro que esa labor era posible y que haciéndola podía obtenerse cierta satisfacción. Era algo así como llevar un negocio y obtener ganancias con él. Había una profunda vulgaridad en todo este asunto. Su mujer posaba sus manos en la tierra, acariciaba las raíces de las plantas, tocaba el tronco de algún árbol frondoso y esbelto. En cierto modo, era como si todo eso le perteneciera.

No podía negarse que aquello implicaba también la destrucción de cosas hermosas. En el jardín crecían malezas, pequeñas cosas con formas delicadas. Su mujer las arrancaba sin piedad. La había visto hacerlo cientos de veces.

A él también le habían arrancado. ¿Acaso no había tenido que aceptar el hecho de tener mujer e hijos? ¿No se pasaba el día trabajando en algo que aborrecía? Su rabia empezó a arder con más fuerza. Un incendio arrasó su conciencia. ¿Por qué las malezas que van a ser destruidas deben fingir una existencia vegetal? Y eso de entretenerse con una cámara, ¿no era una forma de engaño? No le interesaba ser fotógrafo. Él siempre había querido ser cantante.

Se levantó y caminó por la ladera, sin perder de vista las sombras que jugaban en la llanura. Por la noche, tumbado en la cama con su mujer, ¿acaso no hacía con él lo mismo que con el jardín? Le arrancaba algo y otra cosa crecía en su lugar —algo que ella quería hacer crecer—. Hacer el amor con su mujer era como utilizar la cámara, algo en que entretenerse los fines de semana. Se le acercaba con demasiada determinación, sin duda. Arrancaba malezas delicadas para poder plantar lo que a ella le parecía conveniente —plantas, exclamó disgustado—, para poder plantar plantas. El amor era una fragancia, la sombra de un tono sobre los labios, la luz del atardecer cayendo sobre la hierba quemada. Trabajar en su jardín y plantar cosas no tenía nada que ver con ello.

A Walter Sayers le temblaban los dedos. Caminó hasta un árbol con la cámara al hombro. Cogió la correa, levantó la caja por encima de su cabeza y la estampó contra el tronco del árbol. Ese sonido —el ruido de las delicadas piezas de la máquina rompiéndose— fue como música para sus oídos. Era como si de pronto una canción hubiera surgido de sus labios. Volvió a levantar la caja y la volvió a estampar contra el tronco del árbol.