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Yanquis en Carabanchel
Aquella mañana se produjeron en la prisión dos sucesos que serían oscurecidos por otro que ocurriría por la noche. Los tres, sin embargo, resultarían opacados por el acaecido días después.
No habían llamado a los de la sexta para el recuento previo al desayuno y comienzo de los trabajos forzados, cuando la celda 44 se abrió. José Suárez se despertó sobrecogido, las puertas de las prisiones que se abren en la oscuridad nunca traen buenos augurios. Dos funcionarios arrastraban el cuerpo inconsciente del Francesito y lo arrojaron sobre el catre.
«Lleva diez días en aislamiento. Estará moribundo», pensó Pin. A continuación oyó el chirriar de otros portones. Se arrimó a la mirilla y, desconcertado, comprobó que habían soltado a todos los que se encontraban en celdas de castigo, como si alguien hubiese concedido un extraño indulto, devolviéndolos a sus antiguas mazmorras.
—Oído lista —gritó Morales.
Hacía tiempo que los cancerberos no pronunciaban la manoseada frase, y menos tan temprano. Morales nombraba a cada recluso, le abrían la celda y, antes de que saliera, le entregaban algo que José no distinguía por la distancia y el escaso campo de visión a través de la mirilla. De repente oyó su nombre. Las bisagras crujieron. Pin se acercó a los guardianes que portaban un remolque con uniformes nuevos.
—Hoy hay ducha. Después del desayuno de gala se pone este uniforme para la revista de las doce. No antes, que al comer lo puede ensuciar. ¿Ha comprendido?
—Sí, señor guardia.
«Desayuno de gala»: Carabanchel recibiría la visita de alguien muy importante para el régimen.
—Francesito. —Morales golpeó dos veces con la punta del tolete la espalda del recluso tumbado boca abajo en el camastro—, en pie.
Como un animal amaestrado, que obedece aunque no entienda las palabras, el Francesito se dirigió temblando al remolque del pasillo. El guardia le entregó un uniforme y le repitió lo mismo que al resto. Pareció no oírle. Se movió con pasos lentos y los ojos fijos en el suelo. Morales le colocó el tolete en el pecho obligándole a detener su cansino caminar.
—Espero que hayas entendido.
El carro cargado de uniformes prosiguió la ruta a lo largo de la galería. Al llegar a su litera, el Francesito se dejó caer sin desprenderse de la prenda que llevaba en sus manos. «Lo va a arrugar y regresará a la celda de castigo», se dijo Pin. Por eso se acercó a él e intentó arrebatarle el uniforme nuevo que había quedado entre su cuerpo y el colchón. No pudo.
—A ver, déjame cogerlo… —pidió.
Le agarró por el hombro y le giró despacio, hasta que quedó boca arriba. Respiraba con dificultad. Al verle casi inconsciente, recordó su primera y única vez en la celda de aislamiento. Oscuridad siempre. Frío. Ni colchones ni mantas. La única guía para medir las horas era la bandeja de latón con restos de comida que deslizaban por la gatera y que luego era preciso utilizar como bacinilla. Más de una vez, algún guardián la vació sobre la cabeza del recluso.
—Recuento y ducha —gritó un guardia.
Los que habían salido de las celdas de aislamiento comenzaron a moverse, apoyándose en algún compañero, y caminaban hacia el agua con los ojos cerrados.
José Suárez transportaba al Francesito, que avanzaba como un títere al que le hubieran cortado las cuerdas.
—Otro ejemplo de la irracionalidad fascista —murmuró Ordás.
—No te comprendo —respondió Pin.
—Nos duchan, pero luego hemos de colocarnos el uniforme sucio. Se nota que la visita viene a vernos y no a olemos.
Cuando todos acabaron de bañarse en la escasa media hora asignada, caminaron en formación de a tres hacia el comedor.
Allí descubrieron en qué consistía el «desayuno de gala». El agua sucia de leche en polvo fue sustituida por leche aguada a la que podían añadir café mezclado con un brebaje de malta y achicoria, acompañado de dos mendrugos de pan: uno con tres sardinas en aceite y otro con crema de cacahuete traída de obsequio desde más allá del Atlántico.
El batallón de la sexta engullía el suculento desayuno, escoltados por el triple de guardias de lo habitual. En la primera planta, donde a veces comían los carceleros, se vio por primera vez al director de la prisión seguido por tres elegantes sujetos. Ninguno de ellos era español, lo que resultaba evidente por su piel demasiado blanca, por su pelo rojizo y por sus trajes a medida sin el emblema del yugo y las flechas.
—Son norteamericanos —informó Ordás—. El Partido ha comunicado que al perder la guerra las potencias del Eje, Franco ha tenido que buscar un acercamiento hacia los aliados.
—Ordás, ¿eso significa el regreso de la democracia? —preguntó el recluso que desayunaba enfrente de él, al lado de José Suárez.
—No. A los Estados Unidos les importa una mierda si aquí hay democracia o no. Ellos sólo quieren socios contra el comunismo.
—¿Y nosotros?
—Seguiremos pudriéndonos.
—¿Ninguna potencia europea nos ayudará?
—No. No esperéis que nadie nos salve. A nosotros, como de costumbre, nos tocará el esfuerzo redentor.
—Silencio —ordenó un guardián, acercándose. Primer síntoma del cambio producido aquella mañana: ya no les gritaban ni castigaban por hablar en el comedor.
Los reclusos liberados de las celdas de aislamiento, apenas capaces de masticar los chuscos, se limitaron a beber la leche aguada con café, malta y achicoria. Alguno vomitó la mezcla, pero ya en los pasillos. Los compañeros que les ayudaban a caminar se habían encargado de guardar los mendrugos, las sardinas y la crema de cacahuete para épocas de escasez.
Eran las ocho de la mañana cuando les ordenaron vestirse con los uniformes nuevos. Un trío de guardias fue recorriendo la sexta para recoger las ropas viejas, que por primera vez no terminaron en la lavandería: los piojos y garrapatas incrustados en sus hilos murieron abrasados en las calderas.
Otra novedad, aquel día, fue el reparto de paquetes procedentes de sus familias. Generalmente incluían alguna carta —que sólo era entregada si contenía cuestiones familiares, ya que si traía noticias del exterior era hecha añicos tras el control— y la comida que los parientes había apartado de su propia escasez para alimentar al recluso. Lo normal era que ni cartas ni comida terminasen en el haber del preso y que les entregasen vino era mera fantasía. Si alguna vez les llegó, había sido previamente depurado por los riñones de algún guardia.
A las once y media, un carcelero gritó en la galería:
—Oído lista.
Los reclusos fueron formando delante de las celdas. Al ser nombrados, iban respondiendo «Presente». Después, Morales comenzó a explicarles lo que iba a ocurrir a las doce en punto.
—Hemos recibido a una delegación norteamericana que viene a inspeccionar nuestro sistema penitenciario. Ni que decir tiene que han de comportarse como personas y no como las alimañas que son. Que nadie muestre la desfachatez de mirar directamente a los ojos de nuestros invitados…
En plena disertación, la puerta de acceso a la sexta se abrió y un séquito compuesto por el director de Carabanchel, un hombre alto trajeado con el rostro curtido por el sol; otro, pálido, bajito y regordete, que oficiaba de traductor, y tres individuos más, tan elegantes como pálidos, con sombrero, tomaban notas en unas libretas.
—El yanqui viene acompañado de periodistas —susurró Ordás a los cercanos en la formación.
—¡Firmes! ¡Ar! —gritó Morales cuando el séquito llegó al patio de la sexta.
Los reclusos formaron una fila delante de sus celdas, con un guardia armado cada cuatro presos. El silencio que inundó el corredor sólo fue roto por la voz del director dirigiéndose al invitado.
—Ha podido comprobar que se respetan todos los convenios internacionales —dijo, haciendo un alto para que el traductor hiciera su trabajo—. La comida es la adecuada para mantener la salud del detenido. No se les obliga a trabajos forzados. Se han eliminado las celdas de castigo. Tienen asistencia médica constante, derecho a un paseo de una hora por la mañana y otro por la tarde… Y no hay presos políticos, todos son presos comunes.
El norteamericano dijo algo al traductor, que los reclusos no llegaron a oír, y este se lo trasladó al director. El séquito dio media vuelta con intención de abandonar el pasillo. De repente, el Francesito se adelantó un paso y gritó:
—Señores, aquí somos todos presos políticos.
Silencio.
El director clavó su mirada en Morales, que asintió. Después murmuró algo en dirección a los invitados, y el séquito abandonó la sexta. Los reclusos comprendieron que todo había sido una pantomima, pues cualquier decisión estaba tomada de antemano.
Los aplausos, gritos de júbilo y patadas en el suelo de los reclusos colmaron la galería. El Francesito, con una sonrisa, hizo una reverencia extendiendo el brazo. Se incrementaron las palmas. Morales se limitó a ordenarles el regreso a las celdas, que cumplieron bajo los golpes de las porras de los funcionarios.
Aún en las celdas, los vítores prosiguieron.
Morales se acercó a dos de los guardias y les susurró:
—Ese hijo de puta nos la va a pagar.
Los ilustres visitantes abandonaron Carabanchel. Aunque el día entero había sido de descanso para los reclusos, todos sabían que al siguiente regresarían a la trágica rutina de trabajos forzados. Pero poco importaba ante ese segundo de gloria.
Anochecía. El director había convocado a Morales a su despacho. El oficial se ubicó en el centro, sobre la alfombra con el águila imperial bordada. Su jefe miraba hacia el exterior. Los focos de luz de las torres de vigilancia comenzaban a encenderse.
—Informe, Morales.
—Señor, la intervención de don Carlos ha provocado revuelo en la sexta. Todos han festejado su atrevimiento.
—Quiero su opinión personal.
—Señor, don Carlos realizó el gesto para eliminar las suspicacias de Ordás. Creo que lo consiguió.
—¿En qué posición nos ha dejado?
—Creo que en una mala situación, señor. Según el procedimiento, hemos de encerrarle en celda de castigo durante quince días o un mes. No tendría tiempo para rematar su misión, ya que el recluso José Suárez saldrá en libertad dentro de seis semanas.
—Y si nos olvidáramos del incidente…
—Entonces, señor, perderíamos autoridad y los conatos de resistencia comenzarían a surgir hasta desembocar en una revuelta.
—¿No hay una solución intermedia?
—La hay, señor.
—Pues ejecútela, Morales.
Los reclusos, en sus camastros, intentaban conciliar el sueño, aunque en algunas celdas aún se comentaba el incidente.
El toque de silencio llegó a todos los rincones de la prisión. Pasaron dos horas más y el silencio cubrió las esquinas.
Apenas se oyó el chirriar de unas bisagras, y la puerta de la 44 se abrió sigilosamente. Tres funcionarios guiados por Morales irrumpieron en el interior, tolete en mano, y se abalanzaron sobre el catre del Francesito. Comenzaron a golpearle sin descanso hasta que perdió el conocimiento. Cuando comprobaron que el cuerpo había quedado inerte abandonaron la celda. El último se encargaba de asegurar el trinquete, misión que le correspondió a Morales.
José Suárez intentó reanimar a su compañero arrojándole agua al rostro y, con gran sobresalto de este, lo consiguió.
—Ya se han marchado.
El Francesito se levantó con dificultad. Los golpes no habían enfriado, pero su tullido cuerpo apenas podía moverse. Se dirigió hacia la mirilla, arrimó su rostro a ella y gritó:
—Morales, juré que te mataría.