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Hoy
Cierro el diario. Apenas hay luz. El ocaso se acerca y la escena de los días anteriores se repetirá de un momento a otro.
La oscuridad ya ha llegado y lo ocupa todo; no distingo más que las siluetas de los cipreses, iluminados por las llamas de las velas, y pienso en la inmortalidad y resurrección que evocan. La brisa esparce aromas de incienso y cera derritiéndose en cirios con pabilos que nunca se apagan. Las espigas y los líquenes adheridos en los mármoles no se inmutan ante el soplo del viento.
Miro hacia el cielo y una luna mora me galantea. No es noche de lobos ni de hienas.
Veo el foco de una linterna acercándose hacia nosotras. Como cada atardecer, el guarda del camposanto viene en mi búsqueda.
Ángela, me despido. Mañana regresaré para seguir contándote lo ocurrido durante los años posteriores. Sé que quieres conocer qué fue de Manolo, pero también de Ventura y Eloy. Y de Martín, estoy segura. Conociéndote, hasta te interesarás por la suerte de don Carlos, del coronel Novo y de Vincén. Pero eso ocurrió en los dos años siguientes, en los que el rebufo de la muerte galopaba sin riendas, hincando más puñaladas en los montes y dejando que en las laderas la sangre acompañara al púrpura de las mandrágoras.
Antes de que llegue el vigilante, guardo el diario y dejo un clavel sobre tu lápida y unos versos de Lorca, un poeta al que no alcanzaste a leer y que corrió tu misma suerte:
Clavel rojo en un valle profundo y desolado…
—Señora Libertad, he de cerrar.
—Disculpe, siempre me olvido de la hora que es.
Mis pasos comienzan a alejarme de tu sepulcro. Y evoco a Bécquer y comprendo lo que quiso decir. Sí que se quedan solos los muertos, cuando se quedan solos. Aunque en ocasiones he visto a los vivos en mayor soledad.
El guarda, un joven de tez morena y manos zaborras, me acompaña despacio hasta la salida, guiando mis torpes pasos con el haz de luz por el sendero terroso y embarrado.
—Apóyese en mi brazo —me dice.
—Gracias, joven. Está visto que no se puede llegar a vieja.
—Mañana, ¿va a volver?
—Por supuesto, joven.
—¿Tendría inconveniente en dedicarle su último libro de poemas a mi hija?
—Encantada. Tráigalo mañana y se lo dedico.
—¿Sabe?, desde que usted ha regresado al pueblo, Carmen, mi hija, no hace más que insistir en que quiere conocerla. Es su admiradora más entusiasta. Ha leído todas sus obras.
—Que venga mañana y me la presenta. Para mí será una gran alegría conocer a alguien del pueblo al que le interese el pasado.
—Perdone mi indiscreción. A veces me parece que habla con alguien, pero siempre la veo sola.
—No estoy loca, si es lo que insinúa.
—Discúlpeme, no quise decir eso.
—Tiene usted razón en que hablo con alguien. Hablo con mis muertos. ¿No es eso lo que hace la gente que viene a este lugar?
—Sí, supongo que sí…
Las sombras no me dejan ver su gesto, pero lo imagino.
—Pues yo vengo a charlar con mi hermana, y a contarle lo que ocurrió: a ella la asesinaron sin que supiese el porqué.
—Ya me llegaron las noticias de que localizó su cadáver —baja la voz, medroso—, muchos años después, en una fosa común.
—Así es.
—Sé que no es de mi incumbencia, pero ¿no ha pensado en trasladar sus restos a otro lugar? Lo digo por lo de las profanaciones constantes.
—No, joven —le respondo rotunda, al llegar a la altura de las verjas de la puerta—. Nadie nos volverá a echar de nuestra tierra.
Me fijo en los endrinos silvestres pegados al muro del cementerio, que aún conservan sus frutos.
—¿Nadie recoge las endrinas? —le pregunto.
—¿Las qué…?
Señalo las drupas moradas del tamaño de una canica que envejecen sin remisión en el arbusto.
—Me refiero a ellas.
—Ah, a nadie le interesan.
—Mi hermana las recogía para elaborar mermeladas y jaleas.
—Eran otros tiempos. Ahora ya sabe: con ir al supermercado…
Enrolla una cadena alrededor de las rejas de las dos hojas metálicas del portón y la cierra con un candado. Mi mirada se pierde en el cielo recortado por las montañas. Los recuerdos, que no se van, humedecen mis ojos.
—¿Tiene más muertos por la comarca? —me pregunta el guarda.
Respondo sin apartar la vista de los montes.
—Sí. El problema es que no sé dónde están enterrados.