7
Ni la cárcel ni el valle
Los pasillos de la comandancia veían desfilar la figura altiva del joven teniente Martín. Tres años en primera línea de combate en la lucha contra las guerrillas habían añadido a su tez morena y curtida como cuero reseco, regalo del sol y el monte, el gesto de superioridad hacia sus compañeros. Estos detenían robagallinas o se limitaban a apalear gitanos y vagabundos por los caminos. Su puesto, en cambio, se encontraba en la guerra solapada que el régimen negaba al exterior y al interior del país.
«Jefatura de Orden Público», leyó en la puerta. La abrió, y el brigada regordete con mofletes rosados giró su cabeza al oír el chirrido de las bisagras.
—A la orden, mi teniente —exclamó, e hizo ademán de levantar su grueso trasero de la silla. Martín le indicó con la mano que permaneciera sentado.
—¿Está el coronel?
—Sí, le estaba esperando. Ahora le aviso de su presencia.
La figura oronda del brigada se introdujo en el otro despacho. El teniente se estiró la guerrera y ajustó las trinchas negras. Dirigió una mirada rápida a su uniforme y pasó su mano por una de las solapas, como desprendiendo algún hilo mal colocado. Vio el reflejo de su rostro en el cristal de la ventana y lo aprovechó para ajustarse la corbata y retocar la fila de medallas. Cuadró los hombros y aferró el tricornio de charol, esperando el permiso para entrevistarse con el jefe del Tercio.
—Puede pasar, mi teniente —dijo el brigada.
La figura atlética de Martín contrastaba con el globo aerostático vestido de verde que aún sujetaba el pomo de la puerta para permitirle el acceso.
—¿Da usía su permiso? —exclamó Martín desde la puerta.
—Pase, teniente —respondió el coronel.
Martín caminó tres pasos hacia el interior y el brigada, antes de cerrar la puerta, oyó el taconazo.
—A la orden de usía, mi coronel.
Inmóvil. Firmes. Con el tricornio en la mano y su vista clavada en el cuadro del fondo con la figura de Franco uniformado de capitán general, el teniente parecía una estatua.
—Descanse, teniente.
Martín separó sus pies los cuarenta y cinco centímetros reglamentarios y bajó el brazo que sujetaba el tricornio. Su mirada se dirigió hacia el rostro del coronel Blanco Novo. Este se levantó y caminó en silencio hacia el ventanal orientado al patio de armas. El coronel aún conservaba todo su pelo, pero ahora su color hacía honor a su apellido. Y su cuerpo, con los años de burocracia, había ganado peso.
—Teniente, ¿usted cree que estamos llevando bien la lucha contra los fugaos? —preguntó.
La palabra fugao provocó un rechinar de dientes de Martín. Nunca le había gustado ese término. Él prefería el de guerrilleros, que realzaba su misión en el Cuerpo.
—Por supuesto, mi coronel.
—A día de hoy, teniente, ¿cuál es el balance?
—Cuarenta guerri… fugaos muertos, ciento trece heridos, cuarenta enlaces detenidos frente a quince guardias asesinados a sangre fría o en enfrentamientos.
—¿Cuál es su fuerza?
—Calculamos que entre comunistas y socialistas, en el monte hay unos quinientos. Siguen operando en partidas pequeñas que oscilan entre los seis y los veinte. Aún no se han estructurado como ejército, pese a la insistencia del antiguo mayor de brigada del Ejército Republicano, el conocido como Ferla. Hemos interceptado uno de sus correos y es el Partido desde Francia el que no se lo permite.
—¿Quiénes son los más peligrosos?
—Los jefes que siguen las órdenes de Ferla: Onofre, Bóger y Caxigal. Ellos solos aglutinan una cuarta parte de todos los fugaos armados que se encuentran en las montañas.
—Caxigal… —murmuró el coronel, y se giró hacia el teniente—. ¿Cómo es que no tenemos ni una mísera foto de su rostro, teniente?
—Mi coronel, no la hay de casi ningún guerri… fugao. Sólo se poseen descripciones de vecinos que les conocieron antes de la guerra.
—Descripciones de hace diez años… ¡Qué desastre! En fin, teniente, ¿cómo ocurrió lo del capitán Catalina?
—Está en su informe, mi coronel.
—Quiero oírselo a usted.
—El cine Maxi estaba a punto de cerrar la taquilla y comenzar la proyección de la película. Tres componentes de la partida de Caxigal, su hermano Aurelio, el conocido como Camblor y el propio Manuel, robaron la recaudación. El capitán Catalina con dos números más les hizo frente. Un disparo de Caxigal le voló una estrella de su hombrera.
—Los guardias cuchichean por los pasillos que Caxigal lo degradó a teniente.
—El capitán actuó con valentía, mi coronel.
—No lo dudo, pero el resultado no es muy bueno. Somos el hazmerreír de todos, por eso he preferido apartar a Catalina.
No hubo respuesta. El coronel se sentó, colocó los codos sobre la mesa y entrecruzó los dedos. Su mirada se instaló en el rostro del teniente, que había regresado a la posición de firmes sin que nadie se lo hubiese ordenado.
—¿Qué sabemos del secuestro del ingeniero, teniente?
—A las ocho horas, como todos los días, el ingeniero conducía su vehículo hacia las oficinas de la mina. Testigos afirman que un sacerdote le dio el alto en mitad del camino. El ingeniero detuvo su auto para atender la petición. El sacerdote se introdujo y emprendieron juntos la marcha. Nadie identificó al párroco, ya que ocultaba su rostro con la sombra de un sombrero saturno. No se ha vuelto a ver al ingeniero y todos los sacerdotes de la comarca niegan su presencia en el lugar. Los Caxigal exigen setecientas mil pesetas de rescate.
—¿Cuál es su versión de los hechos?
—Creo que el sacerdote era alguien de la partida de los Caxigal. El ingeniero no lo reconoció y detuvo el vehículo. Cuando estaba dentro le apuntó con el arma y le obligó a continuar camino hasta un punto en el que alguno más de su partida se incorporó en la parte trasera del auto. El coche se encontró abandonado en un descampado a las afueras de Oviedo. Sospechamos que cambiaron de vehículo y ahora lo tienen retenido en un piso de la ciudad o lo han escondido en las montañas.
—¿Qué dice la familia?
—Quieren pagar. Aunque el rescate supone mil meses de la paga de un modesto teniente de la Guardia Civil, para ellos apenas es dinero.
—Déjese de chascarrillos, teniente.
—A la orden de usía.
—¿Qué cree que debemos hacer?
—Lo importante es la vida del ingeniero. Creo que debemos pagar el rescate y realizar una operación para detener o matar a los Caxigal en el intercambio.
—Así se lo trasladaré a la familia.
De nuevo el silencio. El coronel se volvió al ventanal una vez más. Martín intuía que quería decirle algo y no encontraba el modo de hacerlo. Se oyó el toque de fajina. El sonido de las botas de soldados de reemplazo y guardias en el patio quebró por un instante el mutismo. Los gritos de las órdenes y los taconazos en la formación irrumpieron en el aire del acuartelamiento. Cuando la fuerza armada se retiró a los comedores, el coronel reanudó su conversación.
—Teniente, ¿sabía usted que en el Pardo opinan que estamos desbordados?
—Por el asunto de la línea férrea de León a…
—¡Volaron las vías delante de nuestras narices, teniente! —gritó el coronel.
—Pero… —El teniente intentó hablar, pero Novo continuó:
—Que el tren en el que viajaba el Caudillo, en su primera visita oficial a Asturias, tuviera que permanecer detenido en los túneles durante doce horas fue sólo la punta del iceberg que soportamos desde junio. ¿Y qué hemos logrado? —E hizo una pausa antes de continuar—: Yo se lo diré: nada.
—La ofensiva nos ha cogido de…
—Ya he leído los informes, no hace falta que se excuse. Ya sé que Ferla ordenó a su gente, en el décimo aniversario del comienzo de la guerra, intensificar los sabotajes. Todo eso ya lo sé. Pero ¿sabe lo que está ocurriendo en Madrid?
—No, mi coronel.
—Han destituido al comandante Gutiérrez Mellado como enlace entre Inteligencia y el Servicio de Información de Falange por el asunto Shkolnikov. Mellado es un militar de casta y no consintió que se le adelantaran en la detención de los espías franceses. La Falange se la juró, tiene mucho poder como para permitir el desafuero de un militar. Lo han sustituido por el pusilánime del comandante Lara. ¿Sabe lo que esto significa para nosotros?
—No, mi coronel.
—Significa un paso atrás. El Ejército y la Guardia Civil sometidos al control de Falange. Para rematarlo, don Luis González Vincén se ha hecho cargo de la dirección del Servicio de Información de Falange. ¿Le dice algo ese nombre?
—Sí, mi coronel. Fue gobernador civil en Alicante al terminar la guerra hasta el 44. Nuestros guardias allí destinados comentaban que dejaba campar a sus anchas a los falangistas. Que éramos nosotros, los Flechas Verdes italianas o el Ejército, los que tenían que intervenir para evitar los abusos, rapiña o fusilamientos indiscriminados de su gente sobre los republicanos detenidos.
—Y más cosas, teniente. Fue el fundador de la Falange en Valladolid, es un camisa vieja. En la guerra estuvo en la Legión, codo con codo con el coronel Yagüe. En el asalto a una casamata en el Alto de los Leones, fue capturado por los rojos junto a Girón, nuestro actual ministro de Trabajo. En el enfrentamiento del Caudillo con Hedilla y la antigua dirección de Falange, él se posicionó contra ellos y a favor de Franco. En la actualidad despacha cada quince días con el Caudillo. ¿Sabe lo que opina de nosotros?
—No, mi coronel.
—Que somos unos inútiles, que no sabemos terminar con la guerra del norte.
El teniente apretó las mandíbulas y sus dientes volvieron a rechinar. La vena de su frente resaltó en su rostro tostado. Aquello era una afrenta, no sólo hacia él, también hacia los guardias a su mando.
—Mi coronel, el Cuerpo ha tenido que enterrar a quince hombres en el monte y tiene dos docenas de heridos. De momento la Falange no ha perdido a nadie.
—Lo sé, teniente. Lo sé.
—¿Cuáles son las órdenes a partir de ahora, mi coronel?
Al formular la pregunta, las venas de su cuello se habían unido a la de la frente. Estaba preparado para su destitución al mando de las tropas del monte, pero no para que su destino fuese un despacho en alguna comandancia. Por eso las palabras del coronel le sorprendieron.
—Esperar, teniente.
—No le entiendo, mi coronel.
—La segunda guerra mundial ha terminado. El Eje ha perdido. Los vencedores ya se han dividido el mundo en zonas de influencia. España necesita sobrevivir ante los aliados y lo único que nos queda es nuestro anticomunismo, pero Falange sobra. No podemos lograr el reconocimiento mundial con los falangistas campando por sus fueros. Esta guerra soterrada entre las Fuerzas Armadas y Falange por el control de los resortes del Estado ya se ha cobrado su primera víctima: el comandante Manuel Gutiérrez Mellado. Pero ellos llevan las de perder. Es una cuestión de tiempo.
—Sigo sin comprender, mi coronel. —Martín era un hombre acostumbrado a las órdenes claras, precisas y contundentes. Todo aquel análisis le resultaba demasiado complejo.
—No hace falta que me comprenda, teniente. Usted recuerde: estamos a finales del 46, si somos capaces de frenar a Falange, dentro de dos años, como máximo, conseguiremos que las potencias aliadas nos reconozcan. Se habrá terminado el hambre y el estraperlo, los caballos del Apocalipsis de nuestra patria. Para que eso ocurra, el Caudillo debe apartar a Falange. En caso contrario, no quiero ni pensarlo.
—Dos años…
—Lo que quiere decir que durante este tiempo no nos queda más remedio que coquetear con Falange y seguir sus dictados. Luego vendrán tiempos mejores.
—¿Cuáles son esos… dictados, mi coronel?
—Debe usted preparar a dos guardias. Entrenarlos en la lucha contraguerrillera y que nadie conozca sus rostros. Dentro de unos meses tienen que estar preparados para entrar en acción.
—¿Puedo reclutarlos de la Escuela de Guardias Jóvenes?
—Tiene mi permiso, teniente.
—¿Cuál será su misión después?
—Se desconoce. Esa información está sólo en poder del Servicio de Información de Falange y no la desvelarán hasta el último momento.
—¿Se les puede decir algo a los dos guardias?
—No. Sólo que su patria les llama para una misión que requiere a los más valientes.
—¿Me permite una pregunta, mi coronel?
—Tiene mi permiso, Martín —manifestó con suavidad. Había dejado de llamarle teniente.
—¿Sospecha usía en qué consiste la misión?
—Creo que Falange quiere jugar a justicias y ladrones en nuestra propia casa.
La expresión de gravedad abandonó el rostro del teniente y en su lugar apareció una sonrisa. El coronel le respaldaba y estaba en contra de los experimentos policiales que pretendía llevar a cabo Falange. Para él era suficiente.
—¿Ordena usía algo más?
—No, teniente. Puede retirarse.
—A la orden de usía.
El taconazo se volvió a oír en el despacho y el teniente dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero las siguientes palabras del coronel le hicieron detenerse.
—¿Sabe qué diferencia hay entre Falange y nosotros?
—No, mi coronel.
—Que nosotros fuimos a una guerra cumpliendo órdenes del Caudillo y ellos fueron voluntarios… Voluntarios entusiastas.