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Pozo Funeres
Cinco días más tarde, en la Jefatura de Orden Público, se repetía una visita. El teniente Martín había sido llamado al despacho del coronel. Era su primera comparecencia en las últimas diez semanas, las mismas desde que asumiera el mando de las unidades de la Guardia Civil en el terreno. Aunque Blanco Novo le había mandado llamar con carácter de urgencia, no era necesario que llevase ningún informe. Sabía a la perfección qué preocupaba al viejo cabrón.
El brigada secretario, esta vez, no le hizo esperar.
Martín, con paso firme, se dirigió al despacho. Abrió un poco la puerta y dijo:
—Da su permiso, mi coronel.
—Pase, teniente. Siéntese y cuénteme qué está ocurriendo.
Tomó asiento, cruzó las piernas y colocó el tricornio sobre ellas. Novo se dio cuenta de que era la primera vez que le veía romper el reglamento del saludo. Algo estaba cambiando en el teniente, pensó. Y Martín comenzó a explicar lo ocurrido:
—Usía ordenó que a las partidas socialistas había que darles un escarmiento por haber radicalizado sus posiciones…
—No me recuerde lo que ordeno o dejo de ordenar. ¿Qué cojones ha pasado, teniente?
—Para ello, como usía ordenó, se le dejó plena libertad al cabo Artemio.
—A los hechos, teniente.
—El cabo carecía de pistas que le indicasen la ubicación de Manuel Fernández Peón, alias Tina, más conocido como comandante Flórez, representante máximo de los socialistas. Por eso comenzó a presionar a los vecinos de los pueblos sospechosos de ser enlaces o simpatizantes de la antigua UGT, ya que en su día habían militado en ella. Utilizó los servicios de los miembros de las contrapartidas falangistas como informadores. Estos le indicaban la vivienda, él entraba con sus guardias a buscar al enlace y lo llevaban a interrogar…
—Y de ahí, ¿cómo termina todo en el Pozo Funeres?
—La primera detención se produce en Barredos, a un tal Erasmo, ya que Falange había informado de sus sospechas sobre cierta entrega de munición a los fugaos. Lo llevan al cuartelillo. Como no habló, Artemio decide presionarle aún más. Le coloca una gabardina encima de la cabeza, para que nadie del pueblo lo reconozca ni vea las heridas del interrogatorio, y lo sube al monte, hasta el Pozo Funeres. Le indica que tiene veinte metros en vertical, y que si lo tira por allí, nadie lo iba a localizar jamás. El enlace sigue sin hablar. Artemio le da dos tiros en la nuca y lo arroja al pozo. Así con siete más. La única diferencia fue con el último: Antonio de la Ferrera. A este no le colocó la gabardina: le entregó un fusil descargado para que los del pueblo, cuando lo vieran subir al monte, pensasen que se había unido a la contra. En total ocho, mi coronel. Ninguno habló.
—Eso, según la versión de Artemio.
—Así es.
—¿Por qué dicen que un pastor de Tiñana oyó sus gritos, provenientes del interior, y que así los descubrió?
—Lo desconozco, mi coronel. Según la versión del cabo eso es imposible, ya que antes de arrojarlos les dio dos tiros en la nuca. Todos habían muerto antes de caer. Sospecha que lo que el pastor pudo oír fue el aleteo de los pájaros cuando se quedan atrapados y forcejean por salir.
—¡Aleteo de pájaros! ¡Que no nos tome el pelo, teniente! —El coronel se levantó de su sillón y se dirigió a las vitrinas para coger un puro. Al coger uno, preguntó—: ¿Por qué se barajan los nombres de veintidós y el cabo sólo confiesa ocho?
—Lo desconozco, mi coronel.
—Desconoce usted demasiadas cosas, teniente. Creo que estaba mejor en contravigilancia. —Blanco Novo encendió el puro, expulsó el humo hacia la llama y continuó—: Si dicen que fue un pastor quien descubre todo, ¿por qué es el cura de Blimea el que informa al cónsul de Gran Bretaña en Gijón?
—Sospechamos que uno de los guardias se fue a confesar y el sacerdote rompió el secreto de confesión.
—¡Malditos beatos! Quiero a ese cura en el calabozo.
—Está en paradero desconocido, mi coronel. Creemos que ha pedido asilo político o ha cruzado la frontera francesa.
Novo regresó a su sillón y comenzó a ojear un documento del que Martín sólo vio el sello de las Naciones Unidas. Pero intuyó el contenido. Las informaciones llegadas al consulado se trasladaron a Indalecio Prieto y a la ONU. La lista con los nombres de veintidós arrojados al pozo se exponía en los tablones de los pasillos de la ONU y en los medios de comunicación internacionales. Y alguien, en algún lugar, le había enviado un requerimiento al jefe del Tercio de la Guardia Civil.
—Veintidós u ocho —continuó el coronel—, lo mismo da. Lo que nos debe preocupar es que mañana una comisión internacional encabezada por el cónsul inglés se va a desplazar hasta el Pozo Funeres y allí no deben encontrar rastro de nada.
—Ya se le dieron las órdenes pertinentes al cabo, mi coronel.
—¿Las cumplió o hizo lo que le salió de los cojones?
—Arrojó tres granadas de mano en su interior. Dijo que la primera explotó antes de llegar al fondo, pero que las otras dos cumplieron su objetivo. Después vació varios bidones de gasolina y les prendió fuego. A continuación, rellenaron el pozo con matorrales secos y los han tenido ardiendo toda la noche.
El coronel dio otra calada, comenzó a jugar nervioso con la vitola y añadió:
—Espero que sea suficiente y no quede ni rastro.
—Mi coronel, ¿quién guiará en su inspección a la comisión internacional hasta el pozo?
—Usted, teniente.
—Si descubriesen algo…
Blanco Novo se puso de un salto en pie, como si le hubiesen clavado un estilete en el trasero.
—No pueden descubrir nada. Sólo faltaba eso. Primero se presenta Falange a realizar su numerito. ¿Qué obtienen? Que los guerrilleros socialistas y comunistas dejen sus diferencias y se unan en un frente común. Ahora llega Artemio, y consigue lo que nadie había logrado hasta ahora: que una guerra que se llevaba en secreto durante diez años se conozca hasta en las Naciones Unidas. —Apoyó las manos sobre la mesa y miró a los ojos del teniente, antes de espetarle—: Nada puede salir mal.
—Pero si a pesar de eso…
—Tenga, teniente.
El coronel le entregó una orden escrita. Martín vio que iba firmada por el Director de la Guardia Civil, el excelentísimo teniente general don Camilo Alonso Vega, íntimo del Caudillo. Y leyó en voz baja su contenido: «Al Delegado de Orden Público en Asturias, coronel Manuel Blanco… se ordena el traslado con carácter obligatorio e inmediato del cabo don Artemio… al Parque Móvil de Madrid…».
—Esto significa que…
—Que si todo sale a la luz, fue un acto individual del cabo. Nadie tenía conocimiento de los hechos ni del desenlace. Que en cuanto llegó a oídos de sus superiores, tomaron las medidas correctoras adecuadas destituyéndolo del mando de tropa, con traslado irrevocable a cambiar el aceite a los camiones del Parque Móvil en Madrid.
Martín frunció el ceño. Miró al coronel con gesto interrogativo, pero antes de que dijese nada, se le adelantó Novo:
—¿Qué es lo que no entiende, Martín?
—Que el cabo se debe a la obediencia debida y se limitó a cumplir…
—No sea ingenuo, teniente —cortó el coronel y, pausadamente, desplegó la vitola del Romeo y Julieta en la mesa, para añadir con flema—: Si desvelamos que la acción del cabo es una práctica habitual, estamos reconociendo que hay un conflicto, que esto es zona de guerra. Y desde que se ganó la gran cruzada, España es una balsa de aceite.
—A la orden, mi coronel. —Era la primera vez en su carrera que pronunciaba la consabida frase con muchas dudas.
Martín se disponía a salir del despacho, cuando el coronel le lanzó una pregunta:
—¿Cómo va su particular búsqueda de aquella chica?
—Bien, mi coronel.
—¿Ya resolvió su sospecha?
—Sí.
—Ah, me alegro mucho, teniente —dijo, y añadió con una sonrisa—: Supongo que ahora ya sabe que esa muchacha y su desaparecida prometida son la misma persona.
Martín quedó inmóvil, con la vista clavada en los ojos del coronel. Sus labios no pudieron emitir una sílaba. Y Novo sentenció:
—Pues ya sabe, teniente. Cuando la encuentre, mátela.